Desde que llegó a Ituango, hace ya dos años, Nevardo de Jesús López, descendiente indígena Nutabe, se sienta en la misma banca del parque principal a mirar de largo. Nativo de Orobajo, Sabanalarga, vino a este pueblo del norte de Antioquia a comprar una casa con los 110 millones de pesos que Empresas Públicas de Medellín (EPM) le entregó como indemnización para que abandonara la tierra que alguna vez poblaron sus ancestros.
“No ve que nos íbamos a ahogar en ese río”, responde cuando se le pregunta por qué salió de las orillas del río Cauca y aceptó el trato con la empresa. Arribó a Ituango atemorizado por la ola de violencia que azotaba la zona y porque EPM necesitaba sus predios para continuar con el proyecto energético Hidroituango. “Llegamos con miedo porque no sabíamos cómo nos iba a ir por aquí”, explica.
Para su pueblo, los Nutabe, el conflicto armado y la construcción del proyecto hidroeléctrico fueron el comienzo del fin de su cultura. Cinco siglos atrás, los pueblos de Sabanalarga, Toledo, San Andrés de Cuerquia, Peque e Ituango fueron hogar de estos indígenas. Allí enfrentaron la dominación española, la llegada del hombre blanco, el avance de la colonización campesina. Pero a finales del siglo XX emergió la guerra entre guerrillas y paramilitares, la que no pudieron resistir.
El 12 de julio de 1998, paramilitares del Bloque Noroccidental de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), ingresaron a las veredas La Aurora y Orobajo, de Sabanalarga y asesinaron a once nativos, entre ellos a Virgilio Sucerquia, el último cacique Nutabe. Semejante horror generó un éxodo forzado que convirtió esas comunidades en pueblos fantasmas. Años después los sobrevivientes regresaron, pero nada volvió a ser igual.
En el 2010, la sociedad Hidroituango firmó con EPM un contrato para construir la hidroeléctrica más grande del país en el Cañón del río Cauca, noroccidente antioqueño. Las obras impactarían directamente los municipios de Ituango y Briceño, donde se localizan las principales obras de infraestructura; así como a Santa Fe de Antioquia, Buriticá, Peque, Liborina, Sabanalarga, Toledo, Olaya, San Andrés de Cuerquia, Valdivia y Yarumal.
Las comunidades que habitaban la zona de influencia del proyecto debieron abandonar sus tierras. Entre ellos los Nutabe, aunque su caso fue aún más dramático. Mediante certificación No. 657 del 14 de mayo de 2015, el Ministerio del Interior declaró que dónde se llevarían a cabo las obras no existían comunidades ni parcialidades indígenas por lo que no era necesario adelantar consultas previas, requisito necesario para la expedición de la licencia ambiental. Por cuenta de esta resolución, muchos nativos no recibieron compensación alguna.
Si bien el pasado 25 de enero de 2018 el mismo despacho emitió la Resolución No. 025, en la que certifica que aún se registra presencia indígena Nutabe en Peque, Sabanalarga e Ituango y, por tanto, debe surtirse el proceso de consulta previa, el destierro del pueblo Nutabe ya se había consumado.
A aquellos afortunados que lograron recibir una compensación económica les duele recordar el trato suscrito con EPM, pues sus condiciones de vida les cambiaron drásticamente: las prácticas ancestrales quedaron enterradas en las playas del Cauca y ya ni los rituales puede hacer.
“Ellos tenían que pagarnos. Uno así tampoco se iba a salir. Me dieron una casa buena, pero extraño el rancho, se cogían muchos peces, aquí no se coge nada”, dice el nativo. “Compramos esa casa de seis habitaciones, con piso de baldosa, paredes repelladas y pintadas y con una tapa de cemento arriba”. Nevardo se refiere al cielo raso del techo que mira cada mañana al despertarse y le recuerda que debe buscar trabajo para comprar comida y cancelar las facturas de los servicios públicos: “con lo que jornaleamos mis hijos y yo no alcanzamos a pagarlas”.
Añora sus días de buscador de oro entre el río, cuando día por medio sacaba ocho reales (equivalentes a un poco más de 200 mil pesos). Hoy pasa la mayor parte del tiempo en la casa o sentado en la misma banca del parque principal del pueblo, esperando que alguien le dé trabajo limpiando monte o recogiendo café, una actividad que le tocó aprender. El día que tiene suerte recibe como pago entre 15 y 20 mil pesos, y luego regresa a casa a dormir muchas horas, pues no tiene más que hacer.
No hay leyes en Colombia que consideren que los conflictos ambientales son generadores de desplazamiento forzado. La Ley 1448 de 2011 tipifica este flagelo solo con relación al conflicto armado. Por ello, cuando cientos de campesinos, pescadores, barequeros e indígenas alegan sentirse víctimas de un éxodo forzado generado por la construcción del proyecto hidroeléctrico, les dicen que este no desplaza porque no es un actor armado.
Pero otra cosa piensan los afectados, quienes consideran que es una obra que se ejecuta en unos territorios que se disputaron guerrillas y paramilitares, acciones que según el Centro Nacional de Memoria Histórica, ocasionaron 62 masacres entre 1982 y 2016 en los 12 municipios del área de influencia de Hidroituango.
Para el abogado Carlos Baquero, asesor de la organización no gubernamental Dejusticia, no existe forma de reparar a comunidades desarraigadas de sus sitios de origen por cuenta del proyecto: “Tienen derecho a que las reparen con una tierra al menos igual a la que tuvieron, pero en los casos en los que las tierras tienen simbología cultural, en los que el río y las montañas son lugares donde se realizan prácticas culturales, es difícil compensar”.
La sociedad hidroeléctrica ha avanzado en procesos de concertación con 1.497 familias y con un conjunto de personas afectadas por sus actividades, como arrieros, volqueteros, paleteros, paleros y transportadores fluviales, de Orobajo, Barbacoa, Valdivia y San Andrés de Cuerquia. No obstante, la Contraloría General de la República cuestionó recientemente esos acuerdos porque carecen de herramientas que permita evaluar el grado de bienestar, satisfacción y aceptación de las medidas de compensación, indemnización o restitución de condiciones de vida entre las comunidades afectadas por el proyecto.
“Llama especial atención el hecho de que autoridades municipales coincidan en afirmar que hoy, nadie, ni EPM, ni la Gobernación de Antioquia, ni la sociedad titular en su conjunto, ni las autoridades ambientales, ni el gobierno nacional alcanzan a dimensionar los impactos del proyecto en la región, pues no conocen ni comprenden los alcances y afectaciones reales, y se han menospreciado de manera permanente los conocimientos, experiencias y saberes de las comunidades sobre las dinámicas del río Cauca y los territorios que ellos han ocupado ancestralmente”, conceptuó el ente de control.
Desde que en Hidroituango iniciaron obras, barequeros y pescadores se asociaron para ejercer resistencia, defender la permanencia en el territorio y denunciar la desidia del Estado, las afectaciones ambientales del proyecto, el desarraigo cultural, los atropellos de los actores armados y el incumplimiento de los acuerdos de paz pactados entre el gobierno nacional y la extinta guerrilla de las Farc.
En Ituango tienen presencia el Movimiento Ríos Vivos y la Asociación de Comités de Barequeros (ASOCBARE-NA). La primera ha trabajado por la defensa de las comunidades de agua, asentadas en el río Cauca, y la segunda está integrada por campesinos de montaña, entre quienes hay un grupo de barequeros, cuya agenda está más centrada en la implementación de los acuerdos de paz suscritos el 24 de noviembre de 2016 en Bogotá. Estas reivindicaciones le han costado a ambas organizaciones amenazas, desplazamientos, asesinatos y estigmatizaciones.
El Movimiento Ríos Vivos no ha sido ajeno a la persecución de los violentos por su histórica defensa del territorio y del derecho a las víctimas de desaparición forzada, cuyas fosas comunes estarían en predios donde se ejecuta la obra. En el 2013 fue asesinado Nelson Giraldo Posada, de Ituango. El 2 de mayo de este año fueron ultimados Hugo George Pérez, de la Asociación de Víctimas Afectadas por Megaproyectos, de El Aro; Luis Alberto Torres Montoya y Duvián Andrés Correa Sánchez. Así mismo, han recibido 63 amenazas, tres de ellas colectivas.
Ríos Vivos solicitó protección colectiva a la Unidad Nacional de Protección (UNP) por las amenazas, pero también medidas de protección política para que cese la estigmatización. “Uno no se va a sentir protegido porque nos den un chaleco antibalas, un celular o un escolta, creo que la protección real es que la empresa que nos hizo el daño se vaya y nos devuelva el río”, dice Ruby Estela Posada, integrante del Movimiento.
La historia de ASOCBARE-NA también está atravesada por la violencia. Esta organización se creó como resultado de la articulación de los comités de barequeros de San Andrés de Cuerquia, Toledo y Briceño, pero después del asesinato de Ramón Alcides García, el 27 de octubre de 2017, líder del programa de sustitución de cultivos ilícitos de Briceño y socio fundacional, se desintegró y quedó relegada a Ituango.
A raíz de la contingencia de Hidroituango, esta asociación y 28 familias barequeras se declararon en campamento de refugio humanitario. Allí, el 28 de junio, fue asesinado Julio César Sucerquia, miembro fundador. El resto de personas albergadas debió desplazarse tras ser amenazados por actores armados no identificados. Luego, el 16 de julio, se registró el homicidio de Víctor Alfonso Muriel Chica. Estas dos últimas muertes ocurrieron en Ituango. Veinte días después mataron a Hernán Darío Echavarría, otro líder fundacional, cuando iba a visitar a su familia en el Oriente de Antioquia.
Uno de sus voceros, que por seguridad omite su identidad, dice que toda la asociación fue declarada objetivo militar, pero hay unas conminaciones individuales sobre cuatro líderes de la junta directiva. “Con estas superamos las 20 amenazas de la red de organizaciones campesinas del norte de Antioquia, entre ellas ASOCBARE-NA. Cuando se presentaron las primeras denuncias nos informaron que en Ituango no nos podían recibir todas, me dijeron que tenía que ser en Medellín por cuestión de seguridad, pero allá no se puede hacer mucho, no confiamos en las instituciones”.
El líder se refiere a que hace poco cambiaron a los integrantes de la Fuerza Pública en el corregimiento Santa Rita, de Ituango, porque tenían relación con grupos armados. “Es muy complejo adelantar en Medellín temas de seguridad cuando las amenazas provienen del mismo territorio. Hemos hecho varias solicitudes a la UNP, pero no hemos recibido mayor acompañamiento, tenemos dos líderes de ASOCBARE-NA desplazados por amenazas”, señala.
Además, denuncia que grupos armados han estado haciendo censos en las fincas y de las organizaciones sociales: “como nos negamos a participar de cualquier reunión, nos han declarado objetivo militar. En principio las amenazas llegaron a nombre de las disidencias de las Farc y ahora por grupos que no se identifican, asumimos que son todos”.
Por ello, más que seguridad, exige garantías políticas y apoyo a los líderes amenazados, así como la implementación de los acuerdos de paz. Cuando al líder se le pregunta qué ha generado más víctimas, si el conflicto ambiental o el armado, responde: “yo creería que el armado, lo que sí es indiscutible es que Hidroituango revictimizó a los ituanguinos”.
“Después de ojo sacado para qué Santa Lucía”, es la respuesta del padre Carlos Ignacio Cárdenas Montoya, párroco de la iglesia Santa Bárbara, de Ituango, a las comunidades que ya no pueden estar en la tierra que por muchos años les garantizó más que el mínimo vital.
“Hay que salir adelante. Todos nos limpiamos con Hidroituango, aquí hay otros problemas igual de graves como la desescolarización. El gobierno habla de 500 niños y jóvenes que han abandonado la escuela”, revela el prelado.
El conocimiento de los problemas de las comunidades le da la autoridad suficiente para que, desde su predicación habitual, invite a los violentos a que dejen en paz a los ituanguinos, y al Estado a dejar la desidia: “Aquí nadie quiere invertir, a la gente le advierten que después de 6 de la tarde no ande por las calles. Muchos insisten en que todo está bien, y si todo está bien por qué el alcalde está amenazado y anda con escoltas”.
Mientras el sacerdote ora porque a Ituango llegue la paz, el alcalde Hernán Álvarez Uribe, con su escolta al lado, administra un municipio en permanente crisis humanitaria. No ve la hora de que EPM le anuncie las fechas del fin de la contingencia y de la restricción en la movilidad, pues ya le queda difícil ocultar los padecimientos de la población por cuenta de la contingencia en las obras de Hidroituango y por los grupos armados ilegales que se disputan las zonas dejadas por las Farc. “Ituango tiene muchas complejidades, hay que construir la paz en comunidad porque no llegará por decreto”, sentencia el mandatario local.
Fotografías: Constanza Bruno Solera