“A mí el Estado no me ha ayudado en nada, lo que sé de mi hijo, es porque yo misma lo he averiguado, me volví investigadora. Tuve que reunir las pruebas suficientes para demostrar que mi testimonio era cierto. Demostrar que Deiber no se había ido por diversión, tuve que contactar a la familia del compañero que acompañaba a mi hijo el día de la desaparición, para que realizaran el reconocimiento de sus prendas; después de 13 años el Estado entendió que yo decía la verdad. La desaparición de mi hijo sigue impune”, relata Nidia Mancera, quien lleva buscando a su hijo desde hace más de 16 años.
Ella, junto a Carmen Mora y Paulina Mahecha, integran el Grupo de Teatro El Tente, a través del cual narran el significado que tiene para las mujeres la desaparición forzada en los departamentos del Meta y Guaviare. Por medio de la obra Anunciando la Ausencia, llegan a diferentes lugares de la región de la Orinoquía y otros a nivel nacional, a contar cómo han sido sus vidas y las de sus familias a partir de la desaparición forzada. Llevan fotos, ropa, zapatos, diarios, entre otros objetos, como una forma de darle rostro a sus esposos, hijos e hijas para que no haya olvido e indiferencia.
Ambos departamentos han sido territorios históricos del conflicto armado. Sus selvas, llanuras y ríos son testigos de más de 7.308 desapariciones forzadas registradas entre 1985 y 2019, de acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), haciendo del Meta el segundo departamento más afectado del país después de Antioquia, con un máximo histórico de 591 casos registrados en el año 2002.
Nidia, Carmen y Paulina hacen parte de las 171.908 víctimas registradas como indirectas (familiares de primer grado de consanguinidad, pareja o compañero permanente) de este delito, según la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas en ambos departamentos, personas que hoy sufren el dolor y la marca permanente que ha dejado este crimen, que es considerado de lesa humanidad.
Se calcula que el país la cifra de impunidad es equivalente al 99,63 por ciento, para los casos de desaparición forzada registrados por el Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH. En Meta y Guaviare sólo 12 casos están en etapa de ejecución de penas.
Ellas relatan su historia entre sonrisas, llanto y voz entrecortada. Sus pies se han resquebrajado de recorrer ríos, montes y fosas comunes, con la esperanza de encontrar, por lo menos, un hueso de sus familiares.
Nidia Mancera nació hace de 64 años en Alvarado, Tolima. Conoció la guerra desde antes de nacer porque cuando su madre tenía tres meses de gestación fue víctima de la desaparición de su padre en una finca donde sembraban café. A los pocos años huyó, junto con su madre, al Meta, en busca de un lugar donde fuera posible vivir, ya que la violencia entre simpatizantes de los partidos Liberal y Conservador se extendía por la región.
Aunque para Nidia su vida no ha sido fácil, sus labios no pueden evitar dibujar una sonrisa cada vez que recuerda los momentos de abundancia y felicidad que ha vivido. Su espíritu maternal está presente en cada instante, relata las hazañas que emprendía con sus hijos cuando eran pequeños, contaban cuentos, cantaban, jugaban en los pantanos mientras llovía y luego los hamacaba hasta dormir.
A esas instantáneas del pasado, que guarda en su memoria como un tesoro, se le sumaron las que vivió con su hijo Deiber Castaño Mancera, desaparecido también como su padre, pero a quien todavía busca y guarda la esperanza de encontrar.
Deiber corría detrás de los pajaritos para cazarlos; le gustaba la pesca, jugar con las iguanas, ir de paseo a ríos y quebradas, le encantaba hacer sancocho y jugar en el agua. Usaba jeans y ropa oscura, busos blancos y zapatillas. Le gustaba comerse las uñas, pero por lo que más lo recuerda Nidia, es por su alegría.
Creció rodeado de sus ocho hermanos; respondía con las labores de la casa, pero, sobre todo, era muy aplicado en sus estudios: terminó el bachillerato y fue a prestar el servicio militar. Quería estudiar y comprarle una casa a su familia. Con la experiencia lograda en la filas militares, logró aprobar un curso de vigilancia y, a sus 24 años, se desempeñaba en esa labor.
La incertidumbre se apoderó de esta familia cuando Deiber no llegó a la casa de su abuela en la madrugada del 1 de marzo de 2003, como siempre solía hacerlo después de terminar su jornada laboral. Al notar la ausencia de su nieto, Etelvina Mancera Mendoza, le envió un mensaje a su hija, quien se encontraba en el municipio de Vista Hermosa, Meta.
“Siempre estuve investigando en la cárcel, en hospitales, en los cementerios, por allá en toda parte”, indica Nidia. Indagando con vecinos, amigos y conocidos, pudo determinar que a las 5 y 30 de la mañana llegó una moto verde y grande a la casa de Deiber en el barrio El Delirio, de Villavicencio. El día de la desaparición tenía pensado viajar al municipio de Granada junto con su amigo Iván Sánchez, recién llegado de Bogotá, quien iba a visitar a su abuelo enfermo. A partir de ese momento, se perdió todo rastro de los dos hombres.
Pasaron cinco años para que pudiese volver a tener información relacionada con la desaparición de Deiber e Iván. En una versión libre ante fiscales de Justicia y Paz, escenario de justicia transicional que juzgó a exparamilitares desmovilizados bajo los acuerdos con el gobierno nacional en 2003, Luis Arlex Arango Cárdenas, alias 'Chatarro', exjefe del Bloque Centauros de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), informó sobre dos fosas en una finca del municipio de San Martín, Meta.
En el lugar solo se hallaron los restos de Iván Sánchez, los cuales fueron reconocidos por su esposa. Nidia quedó desolada: “Nunca me declararon a mi qué pasó con Deiber, nunca lo he encontrado, nunca apareció en ninguna fosa”.
Esta mujer no solo ha tenido que soportar la pérdida de su hijo, también ha sido perseguida, amenazada y padecido algunos atentados. En una ocasión, hombres desconocidos la obligaron a salir de su casa a las 6 de la mañana, la llevaron al municipio de San Martín y por órdenes recibidas a través de un radioteléfono, hacia la medianoche la tiraron del carro cerca a Villavicencio, indicándole que corriera si no quería morir.
No siendo suficiente, Nidia asegura que ha sido tratada con despotismo por funcionarios de las entidades del Estado a los que recurrió para denunciar la desaparición de su hijo: “Nunca había pisado una fiscalía, una inspección; a mis años que tenía nunca había tenido que ir a dar declaraciones de nada, ni sabe uno cómo poner una denuncia o qué decir”. Y resalta que durante todo este proceso la juzgaron, estigmatizaron y discriminaron.
En la Defensoría del Pueblo, la Físcalía y Acción Social, entre otras, encontró personas que no tenían conocimiento de la Ley de Víctimas, norma que entró en vigencia el 1 de enero de 2012 para proteger a las personas afectadas de la guerra. La enviaban de un lugar a otro e, inclusive, le solicitaron dar un falso testimonio atribuyendo el hecho a la guerrilla de las Farc. Luego de 13 años, llevando pruebas de quién, cómo, cuándo, dónde y demás preguntas que pudiesen surgir, Nidia logró que fuera admitida como víctima.
“La primera impresión que se lleva uno de algunos funcionarios del Estado es que no lo catalogan a uno como ciudadano. Sólo por el hecho de ser campesinos, nos tildan como subversivos y guerrilleros”, lamenta Nidia con sus ojos enlagunados, pero voz firme.
Con la voluntad como única aliada, Nidia ha superado la pérdida de memoria, el cancer de seno, el estrés y demás dolencias físicas que han surgido a causa de la desaparición de su hijo. En medio de su lucha, en el año 2011 llegó al Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) capítulo Meta, en donde encontró otras mujeres en su misma situación.
Con el apoyo de esta organización no gubernamental comenzó todas ellas iniciaron un trabajo en busca de la verdad, denunciaran los hechos de desaparición forzada a través de actividades de memoria y se iniciara un proceso creativo y colectivo que terminó en la fundación del Grupo de Teatro El Tente: “A la sombra de nosotras nos han seguido otras mujeres que han resuelto salir a buscar a sus seres queridos. Al principio estábamos muy temerosas, pero al salir, se han ido uniendo más mujeres en la lucha de búsqueda”.
Nidia sueña con encontrar a su hijo, continuar en el grupo de teatro, vivir en su casita, hacer del presente su mejor oportunidad, rodeada de sus hijos y nietos, entre matas de café y cacao, bajo el aire puro que solo produce el campo.
Paulina Mahecha siempre quiso ser trabajadora social. La vocación de servicio es lo que más le apasiona; lidera procesos de acción colectiva y es reconocida por ser fundadora del Grupo de Teatro El Tente.
Desde pequeña, esta mujer se interesó por el conocimiento, recuerda los juegos de niña y cómo a través de estos aprendió a leer y escribir. Le gusta el teatro, la pintura y las manualidades. Al igual que su madre, trabajó en casas de familia en las cuales, dice, experimentó la discriminación de la sociedad.
“Vine a ser colombiana y a entender al país en el momento en el que me desaparecieron a mi hija, como que vivía en el país -de las maravillas- de Alicia (…) vine a entender lo político, social y económico cuando la violencia me tocó la puerta”, cuenta.
El 19 de abril 2004, Paulina se despidió de su María Cristina, su hija y su mayor orgullo, quien partía para el municipio de Calamar, en el departamento del Guaviare, donde laboraba como enfermera. A 50 kilómetros antes de llegar a su destino, en cercanías a la población de El Retorno, un comando armado perteneciente al Bloque Centauro de las Auc interceptó el vehículo en que viajaba la joven y la retuvieron.
María Cristina cursó estudios de Enfermería en la Universidad de los Llanos y realizó su año rural a Calamar. Allí organizó las parteras rurales, el casino para los médicos y visitaba a los campesinos en lugares apartados para llevarles medicinas. En aquellos parajes operaba la guerrilla de las Farc. Ta vez por su manera de ejercer su profesión fue suficiente para ser considerada colaboradora de la insurgencia.
El anhelo de ayudar a las comunidades y de convertirse en la directora del puesto de salud de Calamar, en donde se quedó después de graduarse, la llevó a iniciar estudios en gerencia hospitalaria en Bogotá. Cada ocho días, cuando pasaba por Villavicencio, hacía paradas para visitar a su madre.
Dos días después de conocerse su retención, Paulina se enteró a través de una llamada telefónica que su hija no llegó al puesto de salud y tampoco había entablado comunicación. “Mi instinto de madre me puso en alerta”, dice y comenzó su búsqueda. En las calles de Calamar se rumoraba que habían sido los paramilitares y no tuvo reparo en buscarlos para obtener información, “¿Sabe qué señora? No busque a su hija que le puede pasar lo mismo”, fue la 'advertencia' que recibió como respuesta.
La primera dificultad que enfrentó fue con la justicia. Ni en El Retorno ni en Calamar le querían recibir la denuncia. Aun así, insistió hasta lograr radicarla. Para Paulina jamás iba ser suficiente, con más rigor y valentía se propuso encontrar la verdad de lo que había pasado. Lleva 15 años y medio en una búsqueda que parece eterna.
“He ido cinco veces a buscarla con la Fiscalía, es desgastante abrir más de 120 huecos y no encontrar nada. Me quiebro y le digo a Cristina que le fallé, no la puedo encontrar. Hija te fallé, te fallé”, relata mientras sus lágrimas resbalan por su rostro.
Paulina, a través de una solicitud formal a la Fiscalía Sexta del Circuito Especializado de Villavicencio, logró la declaración de Jorge Miguel Díaz Arrieta, alias 'Médico', un reinsertado que se comprometió a indicar el lugar preciso donde reposan los restos de María Cristina. Sin embargo, posteriormente desapareció.
Versiones que exparamilitares entregaron a fiscales y jueces de Justicia y Paz, entre ellas la de Jorge Miguel Díaz, quien hizo parte del Bloque Centauros de las Auc, revelan qué pasó con María Cristina: un día después de su retención, fue torturada y desmembrada por un hombre a quien se identificó con el alias del ‘Negro Ajeno”, oriundo del Urabá antioqueño. De su cuerpo solo quedó el tronco, que fue enterrado en algún paraje rural entre El Retorno y Calamar.
Esa versión fue confirmada tiempo después por Edilson Cifuentes Hernandez, alias 'Richard', segundo comandante paramilitar del Frente Guaviare, adscrito al Bloque Centauros de las Auc, quien fue condenado a 31 años por este crimen. Pese a que comprometió a entregar los restos, hasta el momento ese compromiso no se cumplido.
Gracias a su propia investigación, en 2017 pudo entrevistarse con el exparamilitar Edison Odney Murillo Romero, alias 'Cabo Murillo', quien se encuentra en prisión. Él fue quien bajó a María Cristina del vehículo en el que viabaja: “El amor de una madre es infinito. No me quebré cuando lo miré a los ojos, yo soy una mujer que todos los días ora por las personas que le hicieron eso a mi hija. Duramos hablando desde las nueve de la mañana hasta las doce del día, nos dimos un abrazo de reconciliación. Llevaba más de seis años preparándome para ese momento”.
La labor que Paulina ha realizado es titánica y para ella la impunidad seguirá intacta hasta no encontrar los restos de su hija. Uno de los avances más importantes y significativos que ha logrado es la reparación simbólica en honor a su hija en Calamar. El puesto de salud desde el 12 de mayo de 2013 lleva una placa con su nombre y una leyenda que lo acompaña: “Por su incansable labor fue declarada objetivo militar por los paramilitares convirtiéndose en una mártir del conflicto armado. En algún lugar del Guaviare reposan sus restos mortales”.
Igual que Nidia, ha superado el cáncer de seno, que apareció tras la ausencia de María Cristina. El grupo de Teatro el Tente es la luz que no la deja desfallecer, cuando todo está oscuro. Sueña con construir casas de la memoria de las mujeres víctimas de desaparición forzada en Villavicencio y Guaviare.
Para afrontar creativamente su tragedia se embarcó en un proyecto personal, una fábrica artesanal de muñecas de trapo, las cuales representan la historia de víctimas directas de desaparición forzada que ha conocido a través de su búsqueda. Las piezas elaboradas a manos han sido exhibidas en varios lugares en el país y su exposición la nombró Las Cristinas del Conflicto, en honor a su hija.
Carmen Mora, desde que era niña, aprendió a defenderse sola. Se fue de su casa a los ocho debido al maltrato. Empezó a trabajar en casas de familia y en fincas en varios municipios del departamento de Meta, donde recolectaba hoja coca, sembraba hortalizas y legumbres, cocinaba y criaba ganado. En los tiempos libres aprovechaba para explorar ríos y cascadas.
Nació en Aipe, Huila. La violencia ha seguido su sombra desde que tenía muy corta edad. En 1965 en una carnicería de la familia, su tío y hermano fueron secuestrados y posteriormente asesinados por los “chulos”. Su padre que escapó de los raptores huyó hacia San Martín, Meta; dos años después a través de una carta, lograron reencontrarse.
En su adolescencia, durante una fiesta, conoció a Silvio Tulio Romo, tractorista, con quien después de algunos años se fue a vivir: cuatro hijos son los frutos del amor. “Éramos felices, fue muy buen esposo y padre”, escribe Carmen en su cuaderno de memoria.
Se establecieron por unos años en Aguas Claras, Meta. Recuerda los momentos de felicidad que vivieron en familia durante algunas fiestas. De allí tuvieron que huir hombres armados, sin mediar palabra, mataron a su cuñado: “Llegó esa maldita guerra, acabó con todo, deja a la familia en dolor, sin saber ¿quién y por qué?”.
Vivieron en varios lugares antes de llegar a Bogotá, donde comenzó su tragedia. El 5 de noviembre de 1991, mientras departía con unos amigos en inmediaciones del barrio 20 de Julio, Silvio fue llevado en contra de su voluntad por hombres armados identificados como integrantes del Grupo B2 (Unidad de Inteligencia Militar), quienes dijeron que lo conduciría a la inspección de Policía. Carmen fue a buscarlo, pero jamás lo encontró.
“Con mis hermanos lo buscamos por un lado y por el otro, en los CAI, cárceles, hospitales y nadie dio razón. Por miedo retorné a Aguas Claras. Me tocó a mi sola todo eso ya que mis hijos estaban muy pequeños”, recuerda.
Después de varios meses, una publicación de la Revista Vea fue el impulso para que Carmen continuara con su búsqueda. En la foto de portada creyó reconocer a su esposo, tendido en medio de varios cuerpos sin vida. La noticia estaba relacionada con una masacre ocurrida en Bojacá, Cundinamarca, el mismo día de la desaparición de Silvio.
De inmediato, viajó más de cinco horas hasta ese municipio. Llegando al cementerio, una mujer que también iba en búsqueda de un familiar le advirtió que debían salir de allí lo más pronto posible pues estaba siendo perseguida. Carmen se llenó de miedo y en el primer carro que encontró se fue del lugar. A pesar de haber sido amedrentada, la intriga obligó a Carmen a volver ocho meses después.
“Fui a la inspección de Policía, allí tenían fotos de todos los cuerpos, reconocí a Silvio. Me vendieron las fotos donde él aparecía. Habían sido enterrados en una fosa común ya que según el sepulturero nadie había venido a reclamarlos y fueron declarados NN. Para desenterrarlos tendría que pagar tres millones de pesos”, recuerda.
“Me destaparon como 40 bolsas que tenían la ropa de las personas que han matado, han muerto (…) eso olía muy feo. Me dio muy duro, yo iba sola. Faltando como tres bolsas para terminar, reconocí las prendas de mi marido. Una chaqueta, la camisa, un pantalon, los zapatos y un escapulario roto”.
Carmen buscó por sus propios medios el certificado de levantamiento de cadaver, sin éxito. Le entregaron un acta de defunción de Silvio, sin realizar un reconocimiento pleno, pruebas de ADN o exhumación.
Tardó en entablar la denuncia, ya que manifiesta que no tenía conocimiento de qué hacer: no conocía qué era una Fiscalía. Un funcionario durante su declaración cambió la versión, no involucró al B2, responsabilizando de los hechos a la guerrilla. Ella jamás se ha sentido apoyada por el Estado durante esta búsqueda. “El Estado ni siquiera nos ha dado la exhumación, aún sabiendo que él está allá enterrado, gracias a la búsqueda tan grande que yo hice”, lamenta.
A pesar de lo difícil que ha resultado para Carmen enfrentar todo este dolor, no se siente sola. En el año 2012 se vinculó al Tente, gracias a su reencuentro con Nidia, amiga de su juventud en Vista Hermosa, de quien no había tenido noticia hasta entonces. Ellas son sus hermanas, su esperanza y consuelo en medio de la ausencia.
La libertad es su tesoro más preciado y la fortaleza el soporte de su espíritu imperecedero. Sueña con lograr la exhumación y confirmar que es su esposo. Mirar a sus hijos a los ojos y poderles decir, aquí está su padre.
A tres casas del Templete, una de las capillas más icónicas de Villavicencio, se encuentra una casa a la que se ven llegar personas desde varios lugares del departamento: vienen con la esperanza de obtener alguna respuesta, alguna luz que les ayude a continuar su búsqueda. Es la Casa de la Verdad, en donde funcionan la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas.
La Comisión de la Verdad es una entidad temporal y extrajudicial, creada a partir del Acuerdo de Paz que firmaron el Estado colombiano y la guerrilla de las Farc el 24 de noviembre de 2016. Busca conocer el origen, la verdad de lo ocurrido en el marco del conflicto armado y contribuir al esclarecimiento de las violaciones e infracciones cometidas durante el mismo.
Su objetivo principal es materializar el derecho que tienen las víctimas a conocer la verdad, a contribuir a un proceso de diálogo social incluyente, a partir de la convivencia, el reconocimiento, y la no repetición.
“Tenemos una misión superior y es promover que la sociedad colombiana reflexione sobre aquello que pasó y las causas que vamos a contribuir a que se esclarezcan. Estamos generando responsabilidades históricas, éticas en el marco de nuestro trabajo, que además se verán reflejadas en el informe final”, indica Alejandra Pérez, coordinadora Territorial de Meta para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.
Paulina, Carmen y Nidia están asistiendo a esta casa para aportar individual y colectivamente, una vez más, a la construcción de memoria en el departamento. Se regocijan con el sentimiento de esperanza que las embarga para continuar con su búsqueda y lucha que aún no termina. Sin embargo, Paulina manifiesta que los tres años, de vigencia que tendrá la Comisión de la Verdad ,no serán suficientes para contar toda la verdad.
Estas mujeres han afrontado la pobreza, la discriminación social, el trabajo infantil en casas de familia, el desplazamiento forzado y diferentes intentos de agresión sexual, situación a la que se “es más vulnerable cuando se nace siendo mujer”, indica Nidia Mancera.
El fenómeno de la desaparición cambió sus vidas radicalmente, fragmentó a sus familias. La ausencia, el dolor y la incertidumbre pasaron a ser parte de su diario vivir. Navegaban entre la angustia, el temor, la depresión y el sin sentido de la vida. Sin rumbo, sin norte, sin brújula… en contra de un mar de preguntas sin respuestas, ni justificación.
¿Dónde están? ¿Por qué? ¿Quiénes fueron? ¿Qué hicieron? ¿Qué hice? Las palabras se quedaron cortas ante la ausencia y el silencio que Deiber Castaño, María Cristina Cobo y Silvio Romo dejaron sin voluntad.
Como colectivo han sanado, tejido memoria, emprendido la búsqueda, la denuncia y la resistencia en honor a sus familiares y al resto de víctimas que ha dejado el conflicto armado. “Me gusta hacer la obra, contarle a todos lo que pasó, sobre todo me gusta que los jóvenes de este país se enteren, conozcan la historia, ellos son los hijos que Dios me puso para decirles que es necesario luchar por conseguir la paz, que siempre hay esperanza”, afirma Nidia.
Anunciar la ausencia mediante el teatro permite a las mujeres establecer procesos de resiliencia y resistencia tanto individual como colectivamente. “Es una obra que nos ayuda a sanar a nosotras y a nuestros hijos, también ha sido ayuda para muchas víctimas que necesitan fuerza y valentía para seguir buscando a sus familiares”, manifiesta Carmen Mora.
Hasta que sus pies aguanten, hasta que puedan encontrar a sus familiares y al resto de las víctimas, hasta que no cese la esperanza de un país en paz, hasta que la sociedad entienda que la desaparición fragmenta el tejido familiar, abandone su estigmatización y se una a su búsqueda.
Nidia, Carmen y Paulina, sin desfallecer, seguirán siendo mujeres buscadoras, más allá de la desaparición. Seguirán encontrándose a sí mismas, a otros, a otras. Continuarán su lucha, forjando sus sueños y resistiendo porque, aunque pasen los años, jamás podrán sepultar la ausencia.