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Miedo en el corazón de la selva

Entre el calor húmedo de la manigua se asientan comunidades negras en el sur del departamento de Chocó. Por generaciones, han vivido en las riberas de los ríos y resistido a grupos armados ilegales, economías ilícitas, saqueo de recursos minerales y forestales, desamparo del Estado y, lo más reciente, el despojo de su territorio.

“No queremos escuchar más de proyectos de seguridad alimentaria”, dice un hombre negro sentado en una silla de plástico roja. Bajo una tenue luz artificial que apenas lo separa de la oscuridad de las noches ribereñas, sus palabras suenan contundentes: de hambre no se van a morir, porque la abundancia de las tierras de ese pedazo de Colombia hace que puedan ‘resolver’ la comida de cada día. El resto de la comunidad vitorea, casi como una sola voz: “¡Sí, así es!”. Están hartos de simplemente sobrevivir.

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Lo que quieren las comunidades negras de la región del San Juan es que las actividades agropecuarias que realizan les generen ingresos, pero el transporte de las cosechas es costoso por las vías obligadas de Sipí: los ríos. Estas comunidades ya no aguantan ver cómo se pudren las cosechas de arroz, plátano, cacao o marañón, porque no hay cómo sacar del municipio esos productos ni quién los compre.

La única manera de moverse en esa región es por agua, por eso las 14 comunidades negras del municipio están asentadas en las riberas de los imponentes brazos fluviales de los ríos Sipí, Garrapatas y San Agustín que suben y bajan entre espesas capas de selva y confluyen en el río San Juan, la segunda arteria fluvial más importante de Chocó, después del Atrato.

Durante años, sus pobladores han esperado ofertas distintas a la minería, el cultivo de hoja de coca para uso ilícito, la vinculación a grupos armados ilegales o cualquier opción distinta a la relacionada con empresas foráneas que quieren abusar de ellos y aprovecharse de su territorio. Lamentablemente, la mayoría de las que han llegado a las selvas del sur chocoano son empresas mineras y el apuro económico ha vuelto a las comunidades de Sipí presas fáciles.

Así llegó, por ejemplo, la sociedad Desarrollo e Inversiones Progreso Verde (hoy, Eightfold Colombia) a este territorio en 2012, con supuestos proyectos enfocados en la preservación medioambiental, pero, a diferencia de lo que han hecho las empresas con declarados intereses mineros, Progreso Verde llegó reclamando como propias 32.450 hectáreas que, ancestralmente, le pertenecen a las comunidades negras.

Hoy, lo único seguro que tenían los negros y negras de Sipí, la tierra, su bien más preciado, por ser el territorio la base fundamental de la que depende su existencia como comunidades étnicas, está en peligro.

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Sipí, un paraíso desamparado

En la costa Pacífica colombiana hay un lugar que el mundo no suele tener presente, pero que lo es todo para 3.220 personas, la mayoría negras, y otro tanto indígenas. Sipí, en la subregión del San Juan, es uno de los 30 municipios que conforman Chocó, uno de los departamentos de Colombia con mayores índices de pobreza del país, habitado por miles de víctimas del conflicto armado, afectadas por el despojo de sus tierras ancestrales a manos de personas externas a la región.

De toda Colombia, en 2019 el mayor nivel de incidencia de la pobreza monetaria departamental —los ingresos de una familia comparados con el costo de la canasta de bienes alimentarios — lo registró Chocó con 68,4 %, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane).

Sipí padece altos índices de rezago escolar, no posee saneamiento básico, agua potable ni fuentes de empleabilidad, lo que contrasta con una gran riqueza mineral bajo su suelo —de ahí la fuerte vocación minera de las comunidades negras del municipio— y un paraíso biodiverso que tapiza cada rincón de los 1.274 kilómetros cuadrados de su superficie.

Según registros del Instituto Nacional de Salud (INS), Sipí es uno de los pocos municipios del país en donde ha sido ínfima la presencia del virus conocido como Covid-19. Lo mismo se podría decir del Estado y la paz.

De un lado, la deficiente inversión y amparo del Estado ha repercutido en la fragilidad de las comunidades, que hoy afrontan un precario sistema de salud y educación. Mientras, las obras de infraestructura esenciales van a paso de tortuga: en la región siguen esperando la construcción de la primera carretera en todo el municipio —el tramo de 14 kilómetros carreteables entre la vereda El Cajón, del vecino municipio de Nóvita, y la cabecera municipal de Sipí—. A este plan se le asignaron recursos por 20.413 millones de pesos del sistema general de regalías y no hay avances. Lo mismo pasa con 19 proyectos priorizados por 102.765 millones de pesos para vías terciarias.

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Sólo desde noviembre de 2020, buena parte de sus pobladores disfrutan del flujo ininterrumpido de electricidad con la inauguración de la interconexión eléctrica —aunque las veredas de Charco Hondo, Barrancón, Charco Largo-La Unión, Chambacú y el resguardo indígena de Sanandocito tienen que utilizar plantas eléctricas alimentadas con combustible y quedarse a oscuras desde las 10 de la noche—.

Del otro lado, las comunidades de la región del San Juan se encuentran bajo el yugo de grupos armados ilegales que condicionan la movilidad por los ríos, además de victimizar y revictimizar a negros e indígenas.

Durante décadas, en esta región operó el Frente Aurelio Rodríguez de la extinta guerrilla de las Farc, pero tras el Acuerdo de Paz firmado con el Estado colombiano el 24 de noviembre de 2016, esa unidad insurgente abandonó la zona y se apropió de ella el Frente de Guerra Occidental del Eln, comandado por Emilce Oviedo Sierra, conocida con el alias de ‘La Abuela’. Además, en los últimos años se han expandido hasta esas zonas selváticas, desde el departamento de Valle del Cauca, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), un grupo de origen paramilitar llamado por las autoridades ‘Clan del Golfo’.

Según la Defensoría del Pueblo, en Sipí se encuentran importantes corredores naturales de movilidad fluvial hacia Valle del Cauca que facilitan el transporte de alijos de clorhidrato de cocaína hacia puertos marítimos.

“El potencial para la extracción minera de oro, plata y platino de estos y otros municipios del San Juan, también le asigna una posición estratégica a Sipí y Nóvita en el desarrollo del conflicto armado. El desarrollo de estas actividades históricamente ha atraído a los grupos armados ilegales con propósitos asociados primordialmente a la obtención de rentas ilícitas provenientes de extorsiones”, se lee en la Alerta Temprana de Inminencia 031 de 2019, emitida por la Defensoría del Pueblo el 19 de julio de 2019.

Para la fecha en que Progreso Verde, representada en esos momentos por Luis Enrique Betancur Hernández, inició conversaciones con las comunidades negras de esta región, el conflicto armado en el municipio era palpable. En junio de 2013, este empresario compró las tierras que hoy amenazan la propiedad colectiva de las comunidades negras de Sipí. Quince días antes de ese negocio, cuatro personas fueron impactadas por explosivos lanzados, presuntamente por guerrilleros del Eln, contra la Policía en la cabecera municipal de Sipí. Dos de las víctimas, menores de edad, murieron.

Por este hecho se desplazaron 113 familias y, al menos, “1.045 personas sufrieron restricciones a la movilidad en los corregimientos de Marquesa, Santa Rosa y Tanando”, según documentó la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (Ocha).

Esa situación recuerda el desplazamiento de Santa Rosa en 2006, una de las comunidades asentadas en el municipio que padeció un cruento enfrentamiento entre grupos armados ilegales que obligaron a sus pobladores a dejar su territorio y volver dos años después sin el debido acompañamiento de las autoridades estatales.

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Además de registrar altos índices de víctimas de minas antipersonal y artefactos explosivos entre la población civil, San Juan es una de las regiones del departamento con los índices más altos de cultivos de hoja de coca para uso ilícito. Más de la mitad de los 19 municipios de Chocó que figuran en los registros del Observatorio de Drogas de Colombia (ODC), pertenecen a San Juan. Para 2019, Sipí era el tercer productor de esa actividad ilegal.

Según información de la Defensoría del Pueblo y de líderes y lideresas locales, en los últimos años en la región de San Juan al parecer se estableció un pacto de no agresión entre el Eln y las Agc que permitió la reducción de los enfrentamientos y que se presume que aún está vigente si se tienen en cuenta las pocas agresiones que se registran.

Aun así, la amenaza es latente y los negros e indígenas de Sipí están a la expectativa de lo que decidan aquellos que portan los fusiles. Por ello, varias organizaciones de derechos humanos y entidades estatales, como la Defensoría del Pueblo, han prendido las alarmas para evitar una mayor victimización de estas frágiles comunidades que han sufrido diversas violaciones de derechos humanos, como desapariciones forzadas, confinamientos, desplazamientos y asesinatos de sus líderes y lideresas sociales.

Acadesan: un proceso de comunidades negras

En estas tierras de la región Pacífica, ante el anuncio a mediados del siglo pasado de la materialización de megaproyectos como Calima I, II, III y IV en el municipio de El Darién, Valle del Cauca, colindante con el municipio chocoano del Litoral del San Juan, las comunidades negras e indígenas que habitaban esa región les preocupaba el impacto de esas obras en sus territorios. Por esto se unieron en lo que se conoció como el Gran Territorio Wounaan – Negro del San Juan.

No obstante, el pueblo Wounaan se desligó de esa iniciativa e inició un proceso aparte, ante lo cual las comunidades negras se recogieron en la Asociación Campesina del San Juan. Años después, conformaron el consejo comunitario y terminaron de ajustar su nombre, que actualmente se conoce como Consejo Comunitario General del San Juan (Acadesan).

Gran parte del territorio de Sipí se encuentra dentro del título colectivo de Acadesan, junto con los municipios de Istmina, Medio San Juan, Nóvita y Litoral del San Juan. Con la Resolución 02702 del 21 de diciembre de 2001, el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) entregó 683.591 hectáreas en las que hoy viven 72 comunidades negras que ocupan colectivamente el título bajo las tres características fundamentales que establece la Ley 70 de 1993: inalienables, imprescriptibles e inembargables. O eso se suponía.

En papeles que el Estado reconoce como legales, una parte del territorio de ese título colectivo fue deslindado jurídicamente. Hoy, el consejo comunitario se encuentra ante la posibilidad de un despojo material y detrás de todo ello está una red empresarial que se extiende hasta Canadá.