La masacre de Bojayá, cometida por las Farc, es la más infame de Colombia. Los sobrevivientes no quieren que se olvide que los paramilitares también son culpables.
El día que el ex jefe paramilitar Freddy Rendón Herrera, ‘el Alemán’, dijo en una versión libre que la culpa de la muerte de 79 personas en Bojayá, 48 de ellas niños, había sido del padre Antún Ramos, por haber encerrado a la comunidad en la iglesia, estalló la indignación entre los sobrevivientes. Era el colmo del cinismo y la distorsión de los hechos que ahora se les endilgara a los miembros de la Iglesia, que han sido los ángeles guardianes de las comunidades del Atrato, la responsabilidad por estas atroces muertes.
Tampoco todos están contentos con la pancarta que instaló el Ejército, en la que dice que jamás hay que olvidar que allí las Farc masacraron niños, ancianos e inermes civiles que se convirtieron en escudos humanos. Les parece que el Ejército olvida mencionar que los paramilitares, mucho antes y mucho después de la masacre, han golpeado tanto como la guerrilla a esta sufrida comunidad. Ellos mismos aún no se ponen de acuerdo sobre qué tanta memoria o qué tanto olvido necesitan, cómo recordar y vivir ese duelo profundo que fue enterrar a sus deudos sin los rituales que mandan sus tradiciones; y cómo sobrellevar las huellas indelebles, físicas y espirituales, que les dejó la matanza.
Ese 2 de mayo de 2002 se rompió, como si fuera de cristal, la vida de Bojayá. Una pipeta de explosivos, lanzada por guerrilleros de las Farc en medio de combates con paramilitares, hizo impacto en la iglesia, donde casi todos los habitantes se habían resguardado de los combates, no solo porque era la única construcción de ladrillo y cemento del pueblo, sino porque las iglesias suelen ser sitios protegidos por el derecho humanitario. Además, tanto el padre Antún Ramos como las monjas agustinas habían improvisado un dispositivo humanitario con comida y dormida para todos. En medio de la lluvia de plomo, era mejor estar juntos. Hoy, en la memoria de quienes estaban allí esa fatídica mañana, han quedado enmarcadas las imágenes dantescas e indelebles de los pedazos de cuerpos adheridos a paredes, el olor a carne humana quemada, los fragmentos de sus amigos y parientes esparcidos por el suelo. “Había gente que lo único que le quedaba entero era un dedo, quedaban molidos, como caer una piedra en un pantano”, recuerda una niña, que le dio su testimonio al Grupo de Memoria Histórica.
“Entre los escombros del templo, al lado de los muertos, se quedaron los heridos que no estaban en capacidad de caminar (…) desde allí tuvieron que escuchar la continuidad de los combates”. Quien tuvo misericordia de los sobrevivientes fue Milenia, una mujer conocida como ‘la loquita’ del pueblo. “Se quedó ayudándoles a los que quedaron vivos, hablándoles a los muertos y también a quienes aún estaban conscientes, alzándolos y arrastrándolos hasta la sacristía, donde aún quedaba algo de techo para resguardarse…”, contaron los sobrevivientes en los talleres que hizo el Grupo de Memoria Histórica, bajo la coordinación de la profesora Marta Nubia Bello.
Las horas y los días que siguieron a la explosión no fueron mejores. Durante tres días, muchos pudieron huir por las aguas y selvas. Un grupo decidió regresar por los heridos, pero los combates no habían cesado. Quienes huyeron tuvieron que enfrentarse a retenes de guerrilleros y paramilitares, y elevar banderas blancas clamando que se les respetara su condición de civiles. El único helicóptero que llegó en las horas posteriores a la matanza no venía a salvar a los heridos: era de los paramilitares, y le disparó al grupo de campesinos que huía de la batalla. Cuando la fuerza pública hizo su ingreso y el general Mario Montoya se presentó ante las cámaras llorando por las muertes, la peor parte había pasado. Para entonces, el pueblo estaba vacío y las casas, saqueadas por guerrilleros y paramilitares.
La masacre es inolvidable no solo por su crueldad, sino por razones más profundas, que están metidas en el alma colectiva de este pueblo afrocolombiano. La primera es porque no pudieron enterrar a sus muertos de acuerdo con sus tradiciones. Muchas de sus creencias más sagradas quedaron rotas. En especial, la muerte de los niños. El Grupo de Memoria Histórica destaca en su informe que “su muerte violenta vulnera los preceptos centrales en el orden social, pues el orden pensado como natural indica que mueren los viejos, los enfermos y los culpables. Frente a la muerte de niños y niñas no hay explicación ni sentido, y esto produce en los familiares y en lacomunidad sentimientos profundos de dolor, de rabia, de impotencia y de culpa”. Ello sin tomar en cuenta los trastornos tremendos que viven los niños que fueron testigos de la masacre. El desplazamiento impidió que se hicieran los chigualos, que son los entierros tradicionales de niños en el Pacífico, que garantizan, según sus creencias, que los menores se conviertan en ángeles y querubines.
Nada de eso se pudo hacer. Todo lo sagrado quedó herido. Como el propio Cristo Mutilado, que hoy reposa en una urna de cristal como una pieza que recuerda la pérdida de todo límite en los métodos de guerra.
La segunda huella imborrable está en los cuerpos. El Informe de Memoria Histórica cita un testimonio publicado en El Colombiano de una mujer de Bellavista que dice: “Cuando me baño, me miro en el espejo, me veo las cicatrices y me digo: ‘mira lo que cargas de la guerra sin haber hecho un solo tiro'”. Y es que hay una doble sensación de amargura. La de haber conocido en carne propia los métodos más salvajes e indiscriminados que se usan en el conflicto en Colombia, y la sensación de haber sido una víctima del azar. Porque en esta matanza no hubo lista, no hubo selección, y por eso mismo les ha dejado la sensación de que no hay lugar seguro sobre la tierra.
La tercera, porque el desplazamiento y la reubicación cambiaron todo: ni el paisaje, ni la comunidad, ni las tradiciones, ni la vida cotidiana volvieron a ser iguales. “Los actores armados lograron en gran medida su objetivo: desestimular mediante la intimidación a quienes lideraban la resistencia y la organización comunitaria”, dice el Informe.
A pesar de la pobreza histórica del Chocó, muchos evocan su pasado con idealismo, una vida tranquila en la que pescaban y nadaban, rezaban y cantaban, tenían familia y amigos. Pero muchos no quisieron volver, a pesar de que el gobierno construyó un nuevo pueblo. Se quedaron en Quibdó, Medellín o Bogotá. Sus hijos ya no tendrán la cultura del río, con sus tradiciones orales y sus creencias. “Y eso quién nos lo va a devolver… cómo nos lo van a reparar”, se pregunta uno de los bojayaseños.
Incluso quienes se quedaron o han retornado se sienten enajenados y usurpados en su territorio. Bojayá está rodeada de megaproyectos de palma, hay explotaciones mineras y compras de tierras a todo lo largo del Atrato, en territorios considerados colectivos y ancestrales. En el nombre innombrable de estos intereses, llegó la guerra al Chocó.
Bojayá, tal comola conoció la gente hasta hace menos de una década, ha muerto. Ahora, un nuevo pueblo se levanta, con casas de material, lejos del río. “Muchos consideran que el nuevo pueblo es el más bonito de la región, pero su construcción es un buen ejemplo de cómo se hacen obras sin tener en cuenta una perspectiva étnica y de memoria”, dice Marta Nubia Bello, de Memoria Histórica. Las casas son bonitas, pero el calor es insoportable. El Estado ha invertido más de 40.000 millones en este caserío, pero aun así mucha gente no se siente reparada. Porque lo que les ocurrió es irreparable.
Hoy, los más jóvenes, los que han crecido en el luto y oyendo historias de horror, no quieren recordar más. Tampoco el silencio solemne con el que se conmemora cada año la masacre. Quieren rumba y un poco de olvido. Pero la lucha por la memoria la están dando sobre todo los sobrevivientes. Especialmente con cantos, con cuentos, con tejidos. Para que toda Colombia recuerde ese pueblo que por primera vez en la historia salió en los titulares y tuvo la visita de un presidente porque los grupos armados se ensañaron con él.