En este informe especial usted entenderá por qué Colombia no debe olvidar los horrores de su pasado. Por Marta Ruiz.
Siempre se ha dicho que Colombia es un país amnésico. Quizá porque a cada ciclo de guerra le ha seguido un pacto de paz que ha enterrado el pasado con la idea de que para seguir adelante no se puede recordar el horror, pues sería como echarles sal a las heridas. Las víctimas de la Violencia de los años 50 pudieron quedar en el olvido, en aras de que el Frente Nacional fuera viable, a no ser porque un grupo de intelectuales -monseñor Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna- exhumaron archivos y recogieron testimonios en campos y veredas, para luego interpretar lo que había ocurrido en ese aciago periodo. Sin ese estudio, llamado La Violencia en Colombia, quizá nunca se hubiera sabido que fueron 300.000 quienes murieron en esos años, que hubo todo tipo de métodos de horror y de los vínculos profundos de sectores políticos urbanos con las matanzas. Este fue, si se quiere, un antecedente pionero de las comisiones de la verdad que hoy pululan en varios continentes.
En el mundo entero hay una explosión de la memoria. Prácticamente a todo conflicto lo ha seguido una comisión de la verdad, un tribunal de guerra o una racha de testimonios difundidos por todos los medios disponibles en el mundo moderno. En Sudáfrica se televisaron los actos de verdad y reconciliación donde los victimarios pedían perdón a sus víctimas, en un modelo cuestionado por la ausencia de justicia que representó. En países como Argentina y Perú, que tuvieron comisiones de la verdad, hoy viven procesos de justicia tardía. La imagen del anciano general Videla sentado y dormitando en su silla ante un tribunal argentino que lo acusaba de crímenes atroces no puede ser más paradigmático de aquel viejo adagio de que el pasado no perdona. España, que había optado por el silencio y el olvido, hoy está reabriendo su pasado con todo el debate político que ello implica.
En Colombia, a partir de las declaraciones de los victimarios en los tribunales de Justicia y Paz, y con los testimonios de las víctimas, se está configurando una especie de retrato hablado de las últimas dos décadas. El cuadro es pavoroso: violaciones a mujeres, matanzas hechas con la complicidad de la fuerza pública, destierros como política sistemática para apropiarse de las tierras, reclutamiento de menores que pasaron de ser víctimas a victimarios. Venganza, retaliación, resentimiento por parte de unos e indiferencia por parte de la mayoría.
En ese contexto, y como lo ordenó la Ley de Justicia y Paz, se creó el Grupo de Memoria Histórica, de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, en el que participa un selecto conjunto de intelectuales. Este grupo, en cabeza del historiador Gonzalo Sánchez, ha elegido el camino de investigar casos emblemáticos como botones de muestra de un monstruo de mil cabezas. La semana próxima presenta cuatro nuevos informes sobre las masacres de La Rochela, Bojayá, Bahía Portete, y sobre la lucha por la tierra en la costa atlántica. Estos se suman a los de las matanzas de Trujillo y El Salado, presentados en años anteriores. Estos libros son al mismo tiempo un espejo del pasado y una ventana para mirar hacia el futuro. Con motivo de la publicación de los informes, SEMANA publica este especial periodístico.
Pero la tarea de este grupo de intelectuales, encomiable por cierto, es apenas la primera piedra para edificar un programa político de mayor alcance: la memoria como escenario para fortalecer la democracia. La memoria es un campo de batalla donde cada persona o grupo narra la violencia, de acuerdo a su propia experiencia. De la fuerza que tenga cada una de ellas dependerá, en buena medida, el rostro que tome la Nación en su futuro. La memoria es un lugar para la inclusión, para el reconocimiento del otro, para cerrar heridas y saldar cuentas pendientes. La memoria puede, si se hace con espíritu democrático, ser un hito político, una manera de transitar de un estado de guerra a uno de reconciliación. Puede ser el primer paso para una agenda de paz.
Las organizaciones de derechos humanos han apostado desde hace años por una memoria que contrarreste la impunidad. El sacerdote jesuita Javier Giraldo ha dedicado su vida a documentar minuciosamente los asesinatos y masacres que han ocurrido en Urabá, Trujillo y otras regiones, en un banco de datos que será quizá la base de partida para cualquier proceso de verdad en el país. Pero la memoria no se agota en las demandas de justicia, porque esta, al fin y al cabo, juzga a las personas y sus actos. “Todo castigo es memoria”, dice Iván Orozco, uno de los miembros del Grupo de Memoria Histórica. Así mismo, la impunidad es el más brutal acto de desdén y olvido. Pero es del ámbito de la política entender los contextos y explicarlos. Por eso, la batalla por la memoria es un debate político y no solo jurídico o académico.
Por esa razón, en esta creciente corriente de reivindicación de la memoria se está construyendo de facto una ética del testigo y el sobreviviente. Es necesario que esta se convierta en un programa político, para que sea realmente una memoria ejemplarizante que no solo se ancle en el sufrimiento pasado. La iniciativa ya la han tomado algunas alcaldías, como las de Bogotá y Medellín, que están construyendo sendos centros de memoria del conflicto, de gran envergadura e impacto social.
Convertir la memoria en política implica, por ejemplo, que el campo educativo se aboque a la tarea de que las nuevas generaciones comprendan el pasado reciente. Que se abran y conozcan los archivos secretos pero cruciales de los diferentes organismos de inteligencia y que se desclasifiquen, como se ha venido debatiendo en los últimos días. Que el Estado reconozca que normas como las que legalizaron las autodefensas en el pasado fueron nefastas e incentivaron la violencia.Y que los diferentes actores de la política que estuvieron en la guerra reciban sanciones sociales ejemplarizantes, para desterrar la práctica de obtener poder o territorio a través de la violencia. La memoria implica afrontar las reformas que sean necesarias para resarcir los desastres de la guerra. La restitución de tierras es un ejemplo de cómo la memoria se convierte en un hecho concreto para cambiar la vida de la gente que ha vivido en el conflicto y empezar a construir un país más civilizado.
También es definitivo que las víctimas encuentren en el espacio público el reconocimiento que durante tanto tiempo les ha sido negado. Hace casi 30 años, el general Fernando Landazábal Reyes dijo que el país tenía que aprender a escuchar a sus generales. Y en realidad, lo ha hecho. Ahora, Colombia tiene que aprender a escuchar a sus víctimas y a otorgarles como reparación el reconocimiento a la injusticia que ha significado su sufrimiento. En ese sentido, el periodismo y el arte son vitales.
Porque así como miles de victimarios hicieron y deshicieron por años, la indiferencia de la mayoría contribuyó a que la escala de maldad que ha habido en la guerra nos haya convertido en lo que somos hoy: un país desangrado. Un país que en menos de medio siglo, quizá por no conocerla, ha repetido su historia.