En Santa Marta, las organizaciones sociales perdieron a una de sus líderes más importantes. Esta mujer luchaba por los derechos de las víctimas de desplazamiento que, como ella, exigían medidas de reparación integral. Desde mayo del año pasado se habían advertido situaciones de riesgo para los líderes sociales en esta región del norte del país.
“Maritza era una defensora de la paz, de la palabra, del diálogo, de la conciliación… Nos quedan muchas enseñanzas de ella, pero estamos golpeados anímica y emocionalmente”, dicen, de manera recurrente, quienes conocieron a Maritza Isabel Quiroz Leiva, la mujer que, durante 16 años, recorrió los barrios más vulnerables de Santa Marta, apoyando a las víctimas de desplazamiento, y que fue asesinada el pasado 5 de enero en zona rural de la capital de Magdalena.
El crimen ocurrió en la vereda San Isidro, corregimiento de Bonda, en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Allí, Maritza trataba de retomar su vida en el campo, en un predio que el antiguo Incoder le tituló a ella y a otras diez familias víctimas del conflicto armado.
Para llegar hasta su hogar, tomaba un bus desde la ciudad y luego una motocicleta, en un recorrido de por lo menos dos horas y media. El sábado 5 de enero había ido a la finca en compañía de su hijo menor, cuando a las nueve de la noche golpearon muy fuerte a la puerta de su casa. Maritza salió y la mataron con dos tiros. Su hijo, quien resultó ileso, corrió descalzo hasta la madrugada buscando ayuda.
“Esto es algo que desequilibra. ¿Por qué mataron a Maritza? ¿Por qué a ella? Nunca había recibido amenazas”, cuenta una de las integrantes de la Mesa de Víctimas del Distrito de Santa Marta, en la que la líder ejercía el cargo de suplente.
Quienes trabajaron con ella coinciden en su tono suave al hablar, de pocas palabras, pero contundentes, y sin protagonismos. “Ella inspiraba respeto, tranquilidad, era muy serena. Nos preguntamos si quienes cometieron el crimen llegaron a un análisis tan amplio como para determinar quiénes son esos perfiles que logran tejer el movimiento social. Maritza nos lograba articular a todos”, explica una profesional que acompañó a la líder en varios procesos de formación en derechos humanos.
El desconcierto entre organizaciones sociales y no gubernamentales es que hayan asesinado a una líder que era conocida entre las comunidades, pero poco visible en los medios. En dos décadas de trabajo comunitario no había recibido amenazas y durante los últimos meses no expresó que sintiera peligro. Sin embargo, en noviembre de 2018, durante la reunión de la Mesa de Diálogo Multiactor, defensores de derechos humanos adviertieron sobre los riesgos que persistían contra los líderes en el Caribe. En el encuentro señalaron que las cinco mesas de víctimas de Magdalena habían recibido amenazas. (Leer más en: Defensores de derechos humanos del Caribe lanzan SOS)
Con cartelera en mano
Maritza, una mujer de tez morena, alta, delgada y de pelo ensortijado, llegó a Santa Marta a finales de los años noventa con seis niños pequeños y sólo la muda de ropa que llevaba puesta. Ella y sus hijos se sumaban a la ola de personas que llegaron desplazadas a la ciudad, producto del recrudecimiento del conflicto armado en diversas zonas rurales del Magdalena. En su caso, la guerrilla asesinó a su esposo y por miedo, abandonó la finca que tenían en El Palmor, un corregimiento en la Sierra Nevada, donde cultivaban café. (Leer más en: Las verdades del conflicto en Cesar y Magdalena)
Para esa época, el desplazamiento era un fenómeno incomprensible en los cascos urbanos. Las organizaciones no gubernamentales y la cooperación internacional fueron las que comenzaron a brindar las primeras ayudas y Maritza decidió vincularse a los programas de atención y de capacitación sobre los derechos de las víctimas. Lo hizo primero de la mano de la Asociación Tierra de Esperanza, donde aprendió sobre las rutas de acceso a salud, educación, vivienda, alimentación y generación de ingresos.
Cinco personas que trabajaron con Maritza cuentan que, pese a no tener una carrera profesional, tenía un gusto insaciable por aprender y enseñar. “Era una esponja total, no faltaba a ningún evento o taller, era súper dinámica y receptiva. Toda la información la iba incoporando a su vida familiar y comunitaria”, recuerda una defensora de derechos humanos de la región. Comenzó en 2002 a recorrer los barrios más vulnerables de Santa Marta y con cartelera en mano fue enseñando a familias desplazadas sus derechos y cómo podían acceder a estos.
En 2006 impulsó la Asociación de Voceros de Población Desplazada (Asovoceros), con las que exigieron a diversas instituciones atención integral. A Maritza la recuerdan, por ejemplo, por denunciar que las “cartas-cheques” que entregaba el gobierno nacional a familias desplazadas no podían hacerse efectivas porque en Santa Marta no había proyectos de vivienda para esta población. También ganó una tutela después de insistir en que era impensable que a una víctima tuviera que pagar los derechos de grado de la educación secundaria, cuando ni siquera el Estado los atendía.
En el Auto 092 de 2008, la Corte Constitucional incluyó entre 600 nombres el de Maritza, exigiendo al Estado adoptar medidas para la protección de mujeres víctimas del desplazamiento por causa del conflicto armado. Con su insistencia, logró que sus hijos accedieran a educación pública y hoy todos son profesionales; además, que en 2011 el entonces Incoder se comprometiera a comprar un terreno en la vereda San Isidro, en Santa Marta, para que ella y otras 10 familias lograran restablecer su vida en el campo.
Ese mismo año el gobierno nacional promulgó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011). “Pero aunque Maritza anhelaba rehacer su vida campesina, consideraba que el proceso de restitución era lento, por eso no reclamó la finca que tuvo que abandonar en El Palmor”, asegura una de sus amigas.
Maritza prefirió esperar a que les entregaran el predio que les prometió el Incoder, pero hacerlo productivo no fue fácil, por falta de capital y asistencia técnica. “El 3 de enero, que fue el último día que la vi, estaba emocionada por un proyecto de semilleros con la ART (Agencia de Renovación del Territorio). Me dijo que cuándo iba por la finca, que ya tenía unos semilleros de aguacate que estaba por trasplantar”, señala otra de sus compañeras.
Desde que comenzó la negociación de paz entre el gobierno del expresidente Juan Manuel Santos (2010-2018) y las Farc, a finales de 2012, Maritza fue una acérrima defensora del proceso. Participó de forma activa en la campaña del “Sí” por el plebiscito, así como en las reuniones para la formulación del Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdet) de la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá. El 7 de noviembre de 2017 fue invitada a la Comisión Séptima del Senado a exponer su postura sobra la dignificación del trabajo de la población rural. (Ver acta del Congreso)
A Maritza la mataron sin ver prosperar su parcela y a la espera de la indemnización como parte de la reparación administrativa que solicitó a la Unidad de Víctimas. “Aunque exista el miedo, estamos más unidos que nunca. Creo que lo que lograba Maritza en vida, que era manternos unidos, es para aplicar en este momento”, asegura otra de sus compañeras. De momento, las organizaciones sociales esperan una respuesta de las autoridades. “El crimen no puede quedar en la impunidad y necesitamos que el Estado reaccione, nos proteja de verdad”, agrega.
Este miércoles, integrantes de la Mesa de Participación de Víctimas del Distrito de Santa Marta renunciaron por falta de garantías de seguridad y pidieron la renuncia del director de la Unidad Nacional de Protección, Pedro Elías González.
Región en alto riesgo
El asesinato de Maritza, al igual que el de otros tantos líderes sociales a lo largo y ancho del país, ocurrió con un lamentable antecedente: la Defensoría del Pueblo ya había advertido con antelación los peligros que padecen quienes se dieron a la tarea de defender los derechos de diversas comunidades.
El 7 de mayo del año pasado, esa agencia del Ministerio Público emitió la alerta temprana 045-18, en la que les pidió diligencia a 23 entidades del orden local, regional y nacional, para que tomaran cartas en el asunto y mitigaran los riesgos que afrontan los habitantes de Santa Marta y Ciénaga, en Magdalena; y Dibulla, en La Guajira.
El documento señala que en especial situación se encuentran las personas estigmatizadas socialmente, los defensores de derechos humanos, los comerciantes, los campesinos y los líderes de víctimas del conflicto armado, “particularmente los que representan y adelantan reclamaciones de tierras, y población en situación de desplazamiento forzado”.
Además, los riesgos también los padecen funcionarios públicos de Parques Nacionales Naturales, de la Unidad de Restitución de Tierras, de las alcaldías municipales, de la Gobernación de Magdalena, de la Agencia para la Renovación del Territorio y de la Defensoría del Pueblo, e, incluso, contratistas de los sectores de educación, salud y asistencia agropecuaria.
La causa de esa situación, según el Sistema de Alertas Tempranas (SAT) de la Defensoría del Pueblo, “se configura por las amenazas de los grupos armados ilegales que ejercen control territorial y social en este vasto sector de la Costa Caribe colombiana, como son La Oficina Caribe o Giraldos, Los Pachencas (anterior brazo armado del Clan Giraldo u Oficina Caribe), las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y la reaparición de miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en algunos sectores urbanos y también rurales de la Sierra Nevada de Santa Marta”.
Los Pachencas son identificados como la mayor amenaza para la población. Nacieron tras la desmovilización del Frente Resistencia Tayrona de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), que estuvo bajo el mando del extraditado Hernán Giraldo, alias ‘El Patrón’.
La Defensoría del Pueblo identificó que “como grupo armado posdesmovilización, Los Pachencas fueron la expresión actual de Los Giraldo (clan familiar del exjefe paramilitar que también es conocido como Oficina Caribe), perdurando hasta ahora gracias a las diferentes mutaciones y alianzas que su estructura ha logrado configurar en la región”.
Ese grupo armado ejerce “un control absoluto en la Troncal del Caribe y en las poblaciones aledañas a este importante eje vial”, por medio de la violencia, controlando diferentes eslabones del tráfico de cocaína, extorsionando a la población civil y afectando procesos organizativos de víctimas del conflicto armado.
Sobre ese último punto, la alerta temprana refiere que uno de los propósitos de Los Pachencas es impedir que se adelanten gestiones de reparación administrativa y restitución de tierras despojadas: “Esta amenaza contribuye a limitar aún más los avances en el proceso de microfocalización y restitución de tierras que está aún pendiente de realizar en esta jurisdicción de la Sierra Nevada de Santa Marta”.
Y concluye el informe del SAT que quienes desobedezcan sus “imposiciones” son víctimas de amenazas de muerte, despojos de predios, desplazamientos forzados, atentados contra su vida y su patrimonio, homicidios, secuestros y desapariciones forzadas.
Sobre las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, el documento advierte que pretenden disputar el control territorial de Los Pachencas o Clan Giraldo, “bien por la vía violenta o promoviendo alianzas o presionando una probable cooptación. Son una amenaza potencial para la población, en la medida en que se desate una disputa con Los Pachencas o bien porque logren establecer un nuevo orden violento en la región”.
También hace un llamado de atención por el arribo del último grupo que guerrillero que existe en el país tras la dejación de armas de las Farc: “La reaparición del ELN en algunas veredas ubicadas en la Sierra Nevada de Santa Marta y en sectores urbanos del Distrito de Santa Marta y de Ciénaga (Magdalena), también contribuye a agravar el escenario de riesgo para los derechos fundamentales de la población civil de estos tres municipios”.
El SAT concluye que “en la medida en que propicien alianzas con carteles y otras organizaciones criminales, pueden crear nuevas estructuras armadas o fortalecer las existentes, con lo cual se agravaría el escenario de riesgo regional. Su retorno a la región, también puede contribuir a impedir los avances del proceso de reparación de las víctimas y obtención de la verdad y garantías de no repetición. En suma, pueden exacerbar los ya graves factores de riesgo para la población”.
Aunque las autoridades locales no han corroborado la presencia de carteles mexicanos en la región, la alerta temprana dejó consignados testimonios en esa dirección: “Desde hace algún tiempo, líderes comunitarios de las Mesas Municipales de Participación de Víctimas vienen hablando de la presencia y accionar en Dibulla y sobre la Carretera Troncal del Caribe, de una estructura conocida como ‘Los Mexicanos’, al parecer relacionada con el Cartel de Sinaloa. No obstante, ninguna otra fuente ha arrojado información en el sentido en que hay gente de los carteles mexicanos de la droga actuando en la región”. Al respecto, la Defensoría del Pueblo señaló que el Cartel de Sinaloa, al parecer, “tiene una alianza con las AGC para ir posesionando lugares y favorecer la comercialización de coca”.
Entre los más afectados por ese ‘coctel’ de grupos armados están las comunidades indígenas y campesinas. Las primeras son afectadas en su autonomía, pues sus territorios están siendo usados para la instalación de laboratorios con fines de procesamiento de droga y sufren desapariciones forzadas, hostigamientos, amenazas, torturas, bombardeos, hurto de alimentos.
En cambio, los campesinos Santa Marta, Ciénaga y Dibulla, padecen constantes extorsiones, “sobre todas las actividades económicas de las que dependen para vivir”; y retaliaciones violentas contra su vida, integridad, libertad y seguridad, en la medida en que incumplan las exigencias de los actores armados.
Por todo lo anterior, la Defensoría del Pueblo calificó el escenario de riesgo para esos tres municipios como alto, por lo que requirió la “atención urgente, integral y eficaz por parte de las diferentes instancias del Estado que tienen competencia en prevención, protección y garantías de no repetición”.
Desangre incesante
La tragedia que desde hace más de diez años enfrentan los líderes sociales y los defensores de derechos humanos está documentada y denunciada de múltiples maneras, por entidades gubernamentales y organizaciones no gubernamentales, pero, aun así, la violencia no cede y los asesinatos aumentan año tras año. Por diferencias conceptuales y metodológicas, las cifras de diferentes estudios no coinciden, pero sí lo hacen dos hechos: las circunstancias en las que ocurren las muertes y el aumento de los casos. (Leer más en: Asesinatos de líderes sociales: difieren las cifras, coinciden los contextos)
Entre esos patrones de violencia está documentado uno que es fiel reflejo de lo acontecido en los últimos días: la transición hacia un nuevo año es uno de los periodos más letales para los activistas comunitarios. Así lo señaló recientemente la investigación ¿Cuáles son los patrones? Asesinatos de líderes sociales en el Post Acuerdo, en la que seis organizaciones estudiaron de manera conjunta 257 homicidios perpetrados entre el 24 de noviembre de 2016 y el 31 de julio de 2018.
Al respecto, concluyó que “los picos más altos de violaciones al derecho a la vida se presentaron entre los meses de diciembre y enero de 2016 y 2017. Al parecer, los finales y comienzos de año son los periodos más críticos en cuanto a los riesgos de comisión de violaciones al derecho a la vida contra líderes y defensores(as) de derechos humanos; esto puede deberse a que en esas épocas el país se encuentra distraído por las festividades decembrinas y las vacaciones”. (Leer más en: Los alarmantes patrones que rodean el asesinato de líderes sociales)
Lamentablemente, los hechos ocurridos en la primera semana del presente año, corroboran, una vez más, ese fatídico hecho, pues en ocho días, además de Maritza, otros cinco líderes sociales fueron asesinados. El arranque de 2019 es tan dramático y sin precedentes, que el 6 de enero ya habían sido asesinados cinco, promediando casi un asesinato por día.
El primer día del año arrancó como el último de 2018: con una muerte, la de Gilberto Valencia, integrante del grupo urbano Los Herederos, del municipio de Suárez, Cuaca, que, por medio de versos de rap y reggae, le hizo pedagogía al Acuerdo Final antes del plebiscito con el que se pretendió refrendar. (Leer más en: Los ‘herederos’ que le hacen pedagogía al proceso de paz a punta de rap)
El 4 de enero, en el municipio caucano de Cajibío, fue asesinado Wilmer Antonio Miranda, quien pertenecía a la Asociación de Trabajadores Campesinos de Cajibío (ATCC), a la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc), la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) y al movimiento político Marcha Patriótica.
Ese mismo día, fue asesinado Jesús Antonio Solano, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda El Jobo, del municipio de El Bagre, en Antioquia. En la noche del 5 de enero, Wilson Pérez Ascanio, miembro del Movimiento por la Constituyente Popular (MCP), sufrió un atentado sicarial en la vereda Los Cedros, de Hacarí, en Norte de Santander; pese a que alcanzó a ser trasladado a un hospital, falleció en la mañana siguiente. Ese mismo día fue asesinada Maritza en Santa Marta.
La última víctima de la primera semana del año es Miguel Antonio Gutiérrez, quien a sus 40 años de edad era presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio La Victoria, en Cartagena del Chairá, Caquetá. En la noche del 7 de enero desconocidos ingresaron a su casa y le propinaron varios disparos.
Los seis casos de este año se suman a los 16 del pasado mes de diciembre que documentó Instituto de Estudios sobre Paz y Desarrollo (Indepaz). Esos 22 asesinatos, cometidos en cinco semanas, no son producto del azar, y como aclara Leonardo González, coordinador de investigaciones de ese centro de estudios, obedecen a la continuidad de la violencia que ha venido sucediendo desde hace tres años.
Las amenazas y los asesinatos de líderes sociales empezaron a aumentar a mediados de 2014 cuando se concretaron avances en la mesa de negociaciones entre el gobierno nacional y la extinta guerrilla de las Farc. A partir de ese momento, las agresiones han aumentado constantemente año tras año.
Ante ello, González aclara que la violencia se ha recrudecido tras la dejación de armas de las Farc y su desaparición como grupo hegemónico en diversas regiones del país: “Lo que ocurre actualmente es una continuidad que no ha cesado por falta de seguridad en los territorios. No sólo son los líderes los que están en riesgo, sino los territorios en general. Por la salida de las Farc, el compromiso era que llegaba la acción integral del Estado y la Fuerza Pública, pero no ha sido así”. (Leer más en: Implementación del Acuerdo de Paz aún tiene oxígeno)
Agrega que esa ola de violencia no es responsabilidad de algún sector en específico o grupo armado, pues, aunque existen patrones de sistematicidad en las muertes, eso no quiere decir que sean responsabilidad de un autor: “Es difícil decir que existe un grupo encargado de todas las muertes, lo que se está viendo son conflictos territoriales focalizados. Lo que hay son patrones de conducta que son muy parecidos”.
Y complementa ese planteamiento: “La sistematicidad se da por los patrones, pero no tanto por el actor. Son diferentes actores, desde el Eln pasando por disidencias y desertores de las Farc, hasta grupos paramilitares como las Agc. En el caso de Tumaco están los tres grupos que ejercen control y quienes están poniendo el pecho son los líderes sociales”.
En medio de ese drama, sectores de la sociedad civil y del Estado han tomado decisiones para tratar de detener ese desangre, pero no han sido suficientes. Los primeros no se han cansado de denunciar las muertes y además han realizado actos para visibilizar esta mortandad como una velatón de alcance internacional, denuncias ante organismos internacionales y una campaña de medios para que líderes amenazados de muerte narren en primera personas sus luchas.
Por parte del Estado, la Defensoría del Pueblo, a través del Decreto 2124, sancionado en diciembre de 2017 en el marco de la implementación del Acuerdo de Paz, expidió una alerta temprana para líderes sociales y decenas más para regiones en estado crítico; la Procuraduría emitió una directiva para combatir la estigmatización contra los defensores de derechos humanos y urgir diligencia en los funcionarios públicos para que atiendan sus denuncias; la Fiscalía ha dado algunos resultados a diferencia de años anteriores, aunque los niveles de impunidad siguen siendo muy altos; y el nuevo gobierno nacional, en cabeza del presidente Iván Duque, en noviembre creó un Plan de Acción Oportuna. Sin embargo, esos esfuerzos no han sido suficientes y los asesinatos se siguen contando por decenas cada mes.
Para el senador Iván Cepeda, una de las voces que más ha denunciado esta situación, “si bien es cierto que el gobierno ha asumido una política de acción para contrarrestar estos asesinatos, realmente hasta ahora no muestra resultados, porque el problema de raíz, saber quiénes los están ordenando, es una pregunta que permanece sin respuestas”.
Para el congresista, parte de esta situación se podría solucionar si se implementara efectivamente el Acuerdo de Paz: “El gobierno ha dejado de lado todo lo que tiene que ver con la aplicación del Puto 3.4, que puede ser eficaz en esta materia. Allí hay una institucionalidad que ya debería haberse puesto en obra y que el gobierno de una manera obcecada se niega a impulsar. Entre esas instituciones que deberían recibir un impulso está la Unidad Especial de la Fiscalía General de la Nación para perseguir a los grupos sucesores del paramilitarismo y otras que siguen siendo prácticamente letra muerta”.
En ese planteamiento coincide José Miguel Vivanco, director de la organización no gubernamental Human Rights Watch, que monitorea violaciones de derechos humanos en varios países, quien este miércoles le pidió al presidente Duque, una vez más, que convoque a la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad “para tomar medidas urgentes en la materia”. Esa comisión nació de la firma del Acuerdo de Paz y desde el cambio de mandatario en la Casa de Nariño no ha sido convocada ni una sola vez.
Este miércoles, el movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado le envió una carta al presidente Duque haciendo un recuento de la violencia de los primeros días del año y le pidió que garantice la protección colectiva de comunidades, cree el Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política (SISEP), fortalezca el sistema de prevención y alerta para la reacción rápida, y convoque a la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad para que diseñe planes para desestructurar las organizaciones criminales que atentan contra quienes le apostamos a la construcción de paz.
La Misión de Verificación de la ONU también expresó su preocupación y así lo manifestó el 26 de diciembre en su más reciente informe: “Según informes del ACNUDH, desde la firma del Acuerdo de Paz en noviembre de 2016, se han verificado 163 asesinatos de líderes sociales y personas defensoras de los derechos humanos y se ha informado de 454 casos en total. Estos asesinatos se concentran principalmente en tres departamentos: Cauca, Norte de Santander y Antioquia. La mayoría de los asesinatos tuvieron lugar en zonas abandonadas por las antiguas FARC-EP y donde la presencia del Estado es limitada”. (Descargar documento)
Este miércoles, la Defensoría del Pueblo emitió un balance sobre los asesinatos ocurridos el año pasado, en el que documentó 172. Al respecto, el defensor nacional, Carlos Negret, señaló que esta situación demanda el mayor nivel de atención del Estado y expresó su “máxima preocupación” porque los riesgos advertidos se han materializado ante los ojos de todas las autoridades. “Una alerta desatendida, es una muerte no evitada, una violación directa al deber de proteger los derechos humanos. Eso es lo que ha sucedido”, concluyó
Por tal razón, ser defensor de derechos humanos o líder social en Colombia, es una labor de alto riesgo, como lo ha documentado la Defensoría del Pueblo, cuyos informes parecen no generar eco en los encargados de detener esta crisis humanitaria. (Leer más en: ‘Arde’ la cordillera de Nariño y el Estado no hace mayores esfuerzos para evitarlo)