Una comunidad negra reclama volver a su tierra que tiene casi la misma extensión de Cali. Las esperanzas están puestas en un juez. Sería la primera restitución étnica en el Valle del Cauca.
“Hay que hacer un montaje para que los paramilitares que quedaron en El Naya puedan salir”. Con esa orden Yesid Enrique Pacheco, alias ‘El Cabo’, paramilitar del Bloque Calima de las Auc, regresó el domingo 29 de abril de 2001 a la vereda El Firme, en el municipio de Buenaventura, y junto a otros 15 paramilitares asesinó a siete personas. También violaron a una mujer, saquearon una guardería y desplazaron al pueblo, quedando este sepultado entre la selva (Lea: La masacre con la que los ‘paras’ escaparon de El Naya).
Esta masacre hace parte de las escenas que han ‘fracturado’ durante los últimos quince años al Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Yurumanguí. Una comunidad que hoy tiene puestas las esperanzas en un juez de tierras, pues el pasado lunes 10 de agosto la Unidad de Restitución de Tierras radicó ante un Juzgado Especializado la demanda con la que la comunidad espera recuperar su derecho a vivir tranquila en las 54.776 hectáreas que les pertenecen.
Pero este es solo un caso de las más de veinte solicitudes de restitución que realizan indígenas y negros ante la Dirección de Asuntos Étnicos de la Unidad. A diferencia de los campesinos, las comunidades étnicas no reclaman “tierras” sino “territorios”, pues su propiedad es colectiva y consideran que el conflicto armado afectó sus derechos a vivir, cultivar, preservar la naturaleza, pescar, realizar rituales o celebrar sus fiestas (Lea: Comunidades étnicas reclaman títulos sobre 1,2 millones de hectáreas).
Casi 3 mil personas se desplazaron de Yurumanguí por la violencia y sus testimonios hablan del deterioro de sus prácticas culturales como el uso del curandero, la pesca y las fiestas en época de Semana Santa que, diferentes a la religión católica, se desarrollan en medio de danzas y máscaras.
De momento, el Tribunal de Tierras de Antioquia y el Juzgado Especializado de Tierras de Popayán han proferido las primeras sentencias de restitución étnica en el país. El primero les dio la razón a los indígenas Emberá-Katíos en el municipio de Bagadó, en Chocó, en la región del Alto Andágueda; mientras el segundo a los afros del Consejo Comunitario Renacer Negro, en el municipio de Timbiquí, en Cauca (Lea: Benefician a los Emberá-Katíos con primera sentencia de restitución étnica en el país y Con histórica sentencia afros recuperan su territorio en Timbiquí, Cauca).
Problemas, desde los papeles
Ahora que el juez tiene el caso de Yurumanguí, tendrá que resolver un error del antiguo Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora), hoy Incoder. En 1969, el Incora había extinguido el dominio de tres predios llamados Yurumanguí, Naja y Calambre, y San Juan de Micay (120 mil hectáreas). Su objetivo era que estas tierras quedaran a nombre del Estado para titularlas a campesinos o comunidades étnicas necesitadas de tierras, pero esta decisión nunca la registró o legalizó ante una Oficina de Instrumentos Públicos. Grave error.
Por otro lado, la comunidad negra llevaba años reclamando la titulación de su territorio y lo logró en 1998 cuando la Alcaldía de Buenaventura reconoció sus 13 veredas y, dos años después, el Incora le entregó un título por 54 mil hectáreas. Pero cuando el Instituto Geográfico Agustín Codazzi fue a verificar el área del título entregado, se llevó una sorpresa: las 120 mil hectáreas extinguidas en los años 60 habían sido compradas por una empresa minera extractora de metales preciosos, de manera que se supornen o coinciden con el territorio Yurumanguí.
Eso significa que el Incora reconoció el territorio que le pertenece a la comunidad negra, pero a la vez dentro de éste hay títulos de propiedad privada a nombre de una minera. El juez deberá estudiar esta situación teniendo en cuenta que el Consejo está protegido por la Ley 70 de 1993, que reconoce la propiedad colectiva de las comunidades negras sobre tierras de origen baldío.
“La verdad fue una sorpresa. Nos enteramos de esta situación hace seis años cuando comenzamos a revisar documentos. A esta empresa no la hemos visto en el territorio”, cuenta Edil Caicedo, coordinador General de la Junta del Consejo Comunitario. Desde el año 2000 la comunidad ha sido expulsada varias veces de su territorio, algunos de sus integrantes han sido asesinados y otros, desaparecidos. Mientras transcurría la violencia, la comunidad de Yurumanguí no tenía idea que a su territorio colectivo le habían puesto otros nombres en varias escrituras.
La violencia desmorona
Caicedo tiene 44 años y recuerda que, cuando era “chamaco”, un 28 de diciembre o Día de Inocentes se disfrazó con sus amigos de personajes de la televisión. Era la década de los 80 y dramatizaron qué sucedería si a Yurumanguí llegaba la violencia. Al final, todos concluyeron que era una mala idea y que ojalá solo se quedara en la TV.
“Es como si con ese dramatizado los hubiéramos llamado”, dice Caicedo. Al finalizar los años 80 llegaron los primeros hombres de camulfado con brazaletes del Frente 6 de las Farc. Diez años más tarde lo hizo el Frente 30, financiándose principalmente del narcotráfico, que encontró en los ríos y caños una ruta predilecta para sacar al cocaína hacia el Pacífico con rumbo al centro y norte del continente.
Según el Registro Único de Víctimas, los desplazamientos masivos se intensificaron a finales de los 90 justo cuando los paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu), de los hermanos Carlos y Vicente Castaño, llegaron al Valle del Cauca.
Mientras en 1999 Buenaventura reportó 563 desplazamientos; en 2000 esta cifra se disparó a 3.421. Ese año el grupo paramilitar ya se hacía llamar Bloque Calima de las Auc en cabeza de Hébert Veloza alias ‘H.H.’, que con la venia de los Castaño envió un grupo de 54 paramilitares a este puerto del Pacífico para arrebatarle el ‘negocio de la droga’ al Frente 30. Ambos grupos desataron una guerra y en medio quedó la comunidad negra de Yurumanguí.
El territorio limita al sur con el río Naya y al norte con el río Cajambre, lo que los deja como entre un “sándwich”, donde los actores armados se disputan estos corredores de movilidad. El hecho que generó el primer desplazamiento masivo en la región fue la masacre del Naya, perpetrada por 200 paramilitares del Calima en la Semana Santa del año 2001. Tras su recorrido de muerte, varios paramilitares se quedaron en el territorio y como ‘estrategia’ para huir de las capturas cometieron una segunda masacre, haciéndose pasar por guerrilleros de la Farc.
Escogieron la vereda El Firme, que según el relato de Edil Caicedo continúa desplazada, como un territorio escondido entre la naturaleza que en diez años ha ido tomándose fachadas y techos. Los investigadores de la Unidad de Tierras encontraron que este hecho provocó el desplazamiento de 300 personas, así como el abandono parcial de las veredas vecinas El Barranco y Veneral del Carmen. Entre 2001 y 2003, los desplazamientos en Buenaventura sumaron 30 mil.
Uno de los líderes que impulsó la defensa del territorio colectivo durante ese período, fue Jorge Isaac Aramburo, quien se hacía llamar -en honor a sus ancestros africanos- Naka Mandiga. En ese entonces, como representante legal del Consejo Comunitario y cumpliendo la promesa de que la Junta del Consejo acudiría al diálogo para evitar la violencia, Naka y varios líderes conversaron con los distintos actores armados, legales e ilegales, para que respetaran a Yurumanguí.
Naka fue amenazado y al enterarse que su nombre estaba en una ‘lista de muerte’, señalado de ser un presunto colaborador de la guerrilla, se desplazó en 2000. Según archivos de prensa, antes de salir Yurumanguí pasó por la casa de una hermana a dejarle dinero y minutos después, varios paramilitares entraron a la vivienda asesinando a cinco de sus sobrinos y un amigo. El 1 de octubre de 2003 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos le otorgó medidas de protección, ordenó al gobierno garantizar su integridad física y la de su familia, pero el 11 de mayo Carlos Alberto Hurtado Aramburo, otro de sus sobrinos, fue desaparecido.
En diciembre de 2004 los paramilitares del Calima se desmovilizaron pero eso no significó el fin de la violencia. (Ver datos de desplazamiento). Los responsables del drama siguen siendo las Farc y la disputa entre las bandas criminales de ‘los Rastrojos’ y ‘los Urabeños’ por quién se queda con los caminos y las cuentas del narcotráfico(Lea: La pugna detrás de los desplazamientos de Buenaventura y El terror no abandona a Buenaventura).
“La violencia es el peor mal que tiene la humanidad. Te desbarata los sueños, los anhelos, la capacidad de conservar”, dice con nostalgia Edil Caicedo como actual líder de la Junta del Consejo.
Según Caicedo, la violencia desvertebró familias pero sobre todo, dejó una huella persistente del miedo entre sus pobladores. La comunidad teme salir de caza, de pesca o a “milandar”, que consiste en recorrer los ríos y caños con linterna durante la noche para recolectar peces. “La gente entra como en proceso de desequilibrio mental”, dice el líder, explicando que mantener la participación en la Junta del Consejo ha sido difícil pues la gente guarda el recuerdo de las amenazas contra líderes.
“Es hora de reescribir la historia”
Edil Caicedo relata que su comunidad está a la expectativa del cumplimiento de la Ley de Víctimas y del proceso de paz de La Habana, Cuba. “Estamos cansados de la violencia. Ya es hora de escribir una nueva historia”. El Líder cuenta que “gracias a la unión de la comunidad” se han apuntado a varios logros: en 2007 impulsaron la campaña Soy Yurumangueño de respeto: no siembro ni consumo coca, apoyando la erradicación manual; y desde finales de los 90 han sostenido la promesa de que el diálogo es la vía para solucionar conflictos.
De hecho, sostiene que el Consejo Comunitario se ha resistido a que entre cualquier máquina retroexcavadora para realizar minería ilegal como sí ha ocurrido en Timbiquí, Cauca, donde el antiguo paisaje verde fue reemplazado por cráteres y pozos de agua contaminada. “Esto genera mucha presión y el riesgo es latente”, cuenta Caicedo, quien apunta que tienen “laprotección de Dios” pues las instituciones locales no han hecho un esfuerzo por reducir dicha amenaza.
Hace seis años cuando comenzaron los primeros retornos, el líder cuenta que se propusieron recuperar “La 13”, refiriéndose a El Firme, que sigue siendo un pueblo “fantasma”. La zona media-baja, la que está más cerca de los afluentes al Pacífico y donde obtenían el mayor suministro de pescado, es donde hay veredas aún despobladas, como ocurre con El Encanto, Barranco, Veneral y Papayo. En la parte alta, en veredas como Juntas, San Antoñito y San José, la gente ha vuelto de a poco.
Los yurumangueños sueñan con ese día en que el juez de restitución les otorgue garantías para permanecer en su territorio, “pues lo que queremos es vivir en Yurumanguí y ofrecerle al mundo un espacio de desestrés. Qué vengan y conozcan estas lindas tierras libres de humo y de ‘desarrollo’, que tanto agobian a la gente en las ciudades”, concluye Edil Caicedo.