Al desplazamiento, silenciamiento y otras violencias se enfrentan decenas de mujeres reclamantes de tierra y defensoras del territorio en Carmen del Darién, Unguía y Riosucio, en Chocó. Según ellas, los lugares que habitan son dominados por grupos armados y terceros que tienen intereses en la ganadería o la agroindustria.

“Mientras uno está acá, lo llaman para decirle: ‘asesinaron a tal líder’”, expresó, con dolor e impotencia, una mujer negra de Riosucio, Chocó, que tiene un turbante en la cabeza y una sola trenza sujetándole el pelo. 

“La violencia no ha cesado —continuó—. Ahora lo hacen diferente, hay una violencia de silencio y es que tu no puedes decir nada. Si quieres estar dentro del territorio debes estar callada. Saber que se le llevaron su hijo, que le asesinaron su hijo, que le violaron a su hija… es duro no poder decir nada. Es algo que te mata desde el alma, el espíritu. ¡Es frustrante! Esa es la guerra que se está librando en los territorios: el silencio”.

Su voz se escuchó alrededor de una mandala de alimentos y plantas tradicionales del Pacífico, elaborado por un grupo de mujeres, negras e indígenas, reclamantes de tierra y defensoras del territorio del Carmen del Darién, Riosucio y Unguía, municipios del Bajo Atrato chocoano, como preámbulo a la presentación ante Nadiezdha Henriquez, magistrada de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), de los problemas que afrontan por los intereses de los grupos armados y económicos dedicados al acaparamiento de las tierras de la región.

Estos intereses se extendieron por las ricas tierras del Bajo Atrato desde finales de la década del noventa, cuando empresarios y ganaderos se hicieron a tierras abandonadas forzadamente por las comunidades étnicas, para llenar el territorio de árboles de teca, semovientes, banano y palma africana. 

En el caso de la palma, esas plantaciones fueron caracterizadas por la justicia como un “complejo engranaje criminal” que buscaba convertir el Bajo Atrato chocoano en la más extensa área cultivada para impulsar la extracción de aceite. Así, empresarios ponían el capital y paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), conducidas por Vicente Castaño, aportaba los terrenos que habían adquirido en negocios en los que sus ejércitos ilegales imponían los precios de compra o que obtenían asesinando selectivamente y desplazando a las comunidades (Leer más en A la cárcel 16 empresarios de palma de Chocó y “Palmicultores se asociaron para delinquir”: Juez)

Sin embargo, poco se ha hablado de las afectaciones que durante tantos años padecieron las mujeres de esa zona del Pacífico y que persistieron entre 2011 y 2021, lapso en el que se cumplieron 10 años de haberse promulgado la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. (Leer más en Diez puntos clave de la Ley de Víctimas)

Curiosamente, cuando entró en vigencia ese mecanismo de reparación, las mujeres de Carmen del Darién recordaron que para esa  época ingresaron a sus territorios ‘Los Rastrojos’, un grupo armado surgido de las entrañas del narcotráfico del norte del Valle del Cauca y potenciado tras la desmovilización de las Auc. Tras ellos llegó una proliferación de amenazas contra las comunidades.

Poco más de una década después, todas coincidieron en que el territorio del Bajo Atrato, que en el pasado se disputaron las Farc y las Auc, hoy está cooptado por el grupo de origen paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (Agc).

La zona montañosa que está al occidente del municipio de Unguía “es de los armados”, afirmó, en diálogo con VerdadAbierta.com, una lideresa del municipio que prefirió mantener su nombre en reserva por seguridad. “Hay que avisarle a ellos —las Agc— cuando llega una persona distinta del territorio”, dijo otra mujer y una más complementó: “los actores armados están como primera ley, no hay garantías para representar los procesos”.

La voz de estas mujeres quedó recogida en el informe Mujeres: cuerpos y territorios despojados en el Bajo Atrato,  que le fue entregado hace un par de semanas a la JEP en un evento realizado en el municipio de Apartadó, Antioquia, y cuyo proceso de elaboración fue apoyado por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) y de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP), en desarrollo del proyecto Vamos por La Paz, integrado por trece organizaciones de la sociedad civil colombiana y por diez organizaciones de la Red Francia Colombia Solidaridades (RFCS).

Las mujeres que hicieron parte del proceso de elaboración del informe ratificaron una visión innegociable: que los cuerpos de las mujeres indígenas y negras del Bajo Atrato están vinculados con sus territorios. Es ese lugar donde están los sueños, los temores o la memoria, y que se concibe de manera comunal, ancestral, para compartir y sobrevivir en la tierra.

“Las violencias contra las mujeres y sus impactos suelen ser consideradas ‘menos graves’ o simplemente parte de la experiencia de ‘ser mujer’”, llama la atención el documento. La razón, según la investigación, es que en contra de ellas se expresan formas de exclusión y marginación históricas, ejercidas “en razón de construcciones de raza y clase que recaen sobre las mujeres y sus territorios desde el proceso de colonización”.

El Bajo Atrato se debate entre territorios colectivos de consejos comunitarios de comunidades negras, resguardos indígenas y propiedad privada, en algunos casos traslapadas con territorios colectivos, lo que hace más intensa las disputas por la tierra. La investigación recalca que en esa región hay quince resguardos indígenas y veintidós consejos comunitarios conformados, muchos de los cuales se encuentran en pugna con terceros por la tierra.

“Para las mujeres —asevera el informe—, la zona cercana a la casa es, justamente, la que usan para el cultivo de pancoger, para la cría de animales de corral y la siembra de hierbas medicinales”. 

En una de las sesiones que las organizaciones realizaron para construir este documento, recogieron la voz de una mujer negra de Carmen del Darién que expresó la relación de ellas con la tierra: “La mujer, así supiera que se va a desplazar, siempre está pensando dónde sembrar la cebolla, poner su planta, así supiera que se tiene que ir pronto de ahí”.

Esta visión sobre el territorio ha sido difícil de conciliar. Según este informe, las comunidades negras han fijado más su relación con la tierra como patrimonio, mientras que los ganaderos o empresarios agroindustriales “considera las tierras de la subregión como baldíos de la Nación ineficientemente explotadas y marginadas de las tendencias del desarrollo”. En resumen es concebir a la tierra y el territorio como bienes por explotar.

Así se lo recordó una mujer negra de Riosucio a la magistrada Henriquez, para que sea tenido en cuenta en el macrocaso abierto  por la JEP a través del cual se investiga la situación territorial  de la región de Urabá, que abarca municipios de Antioquia y  Chocó: “En nuestra comunidad, la cuenca de los ríos La Larga y Tumaradó se está viviendo una violencia hacia la mujer por parte de grupos al margen de la ley y de empresarios que ven la naturaleza como un sujeto de extracción, igualmente que el cuerpo de la mujer. El cuerpo de la mujer del Bajo Atrato tiene un vínculo, un tejido muy fuerte con la naturaleza”.

“Vivimos en el territorio, pero no es nuestro”, sentenció un mujer del Bajo Atrato que pido mantener su nombre en reserva cuando piensa en los actores armados ilegales y los empresarios que ejercen poder en sus territorios ancestrales. (Leer más en: En La Larga-Tumaradó temen aumento de violencia contra reclamantes y Con búfalos ocupan tierras reclamadas por labriegos de la Larga-Tumaradó)

Mapeando el Bajo Atrato

Fuente: CINEP.

Las investigadoras del CINEP se valieron de líneas de tiempo y cartografías sociales para recoger con las comunidades la información y hacerle frente al miedo. “El temor y la desconfianza permanentes, derivadas de la presencia de los actores armados y no armados en el territorio, hizo que los encuentros estuvieran llenos de silencios, precisiones que no se podían realizar y una sensación permanente de incertidumbre”, explica el documento.

Una de las situaciones identificadas a través de esas cartografías aplicadas en Carmen del Darién y Unguía fue que sobre los ríos y afluentes de esa región las mujeres sienten miedo y dolor. Principalmente porque han sido usados para la desaparición de cuerpos y por el incesante control que los grupos armados que navegan sus aguas imponen a ciertas horas y tramos. 

Actualmente, según dijeron varias lideresas en conversaciones con este portal, los brazos de agua se están viendo comprometidos con el cultivo y procesamiento de la hoja de coca para uso ilícito. “Esos químicos nos afecta a nosotros como comunidad, nos afecta la naturaleza, el agua. Nosotros sin agua no somos nada”, afirmó una de ellas.

Las mujeres son testigos de cómo en los últimos años en sus municipios han incrementado los sembradíos del cultivo ilegal. “Hay intereses de los grupos armados relacionados con la siembra de cultivos ilícitos”, resaltó una joven reclamante de 17 años de Riosucio. 

Según el Observatorio de Drogas de Colombia (ODC), Unguía pasó de 12,67 hectáreas cultivadas en 2019 a 175,24 hectáreas en 2020; Riosucio, de 148,83 hectáreas en 2019 a 155,65 hectáreas en 2020. En el Carmén de Darién es lo contrario: pasó de 232,42 hectáreas en 2019 a 192,67 en 2020.

El informe reconoce que en Curvaradó (Carmen del Darién), las zonas humanitarias de Nueva Esperanza, Andalucía, Costa Azul, Camelias, Guamo, Caño Manso y Caracolí son consideradas lugares relativamente seguros ante la presencia de los actores armados porque por allí no suelen transitar y por el respaldo de organizaciones nacionales e internacionales. 

Sin embargo, la presencia de personas vestidas de civil que hacen parte de las Agc, llamados ‘puntos’, las hacen sentir inseguras, pues cumplen el rol de informar a sus superiores los movimientos de las comunidades por ríos y carreteras. “Jovencitos que estudiaron conmigo en el colegio ahora uno los ve con armas como ‘puntos’ dando permiso a una para entrar al territorio”, contó una joven lideresa reclamante de tierras de Riosucio. “La necesidad empuja a la gente a esas dinámicas”, lamentó.

De otro lado, las comunidades embera de Alto Guayabal que establecieron su territorio a inmediaciones del río Jiguamiandó tienen varios lugares sagrados a los que no pueden acceder porque las Agc y la guerrilla del Eln transitan por esos sitios. (Leer más en: Guerra entre ‘gaitanistas’ y Eln, sin tregua en Chocó)

La violencia sexual fue puesta sobre la mesa especialmente por mujeres de Unguía. Las amenazas y otras acciones de violencia sexual contra ellas han sido usadas como medios para amedrentar sus liderazgos. “A mí me llegaron ofreciendo plata por mi hija. Yo dije ‘yo no voy a vender a mi hija’. Pero hay muchas madres que lo hacen”, expresó una lideresa que prefirió mantener la reserva de su nombre.

En el caso de las mujeres del resguardo Arquía, su territorio está cercado por fincas ganaderas y en la zona aledaña a la frontera con Panamá con cultivos de hoja de coca, lo que implica que para moverse por la región deben atravesar predios de terceros. Y eso resulta peligroso. 

Retorno incierto

Las mujeres negras del Bajo Atrato chocoano persisten en sus luchas desde sus territorios y esperan no desplazarme una vez más por razones del conflicto armado. Foto: Carlos Mayorga Alejo

El cumplimiento de las medidas cautelares y las órdenes contenidas en las sentencias de restitución de tierras son factores que las mujeres resaltaron con preocupación. El incumplimiento de las condiciones para que las mujeres puedan disfrutar de sus territorios se ha traducido en que muchas de ellas y sus familias no hayan retornado a los predios de donde se desplazaron en el pasado por la fuerte presencia de grupos armados.

En 2015,  un equipo de investigadores del CINEP elaboró un documento para la Unidad de Restitución de Tierras (URT) en el que encontró que dentro del consejo comunitario de Larga y Tumaradó existen por lo menos 413 predios individuales, que suman 34 mil hectáreas, registrados y traslapados con el territorio colectivo de las comunidades negras. 

Desde 2012, cientos de familias han regresado por su propia cuenta a los predios que reclaman ante la justicia transicional. Acciones que fueron respondidas con operativos de desalojo ordenados por los inspectores de Policía de Riosucio, Chocó y de Mutatá y Turbo, Urabá antioqueño. (Leer más en Título minero enreda restitución en consejo comunitario La Larga-Tumaradó)

La situación escaló la violencia en la región hasta que el 12 de diciembre de 2014, el Juez Primero del Circuito Especializado en Restitución de Tierras de Quibdó profirió el Auto Interlocutorio 00181, mediante el cual impuso medidas cautelares tendientes a proteger a 39 familias negras y mestizas que ocuparon predios ubicados en la comunidad La Madre, una de las 48 que integra el territorio colectivo de La Larga y Tumaradó. Sin embargo, las lideresas denuncian que las 15 medidas dictadas por la justicia pocas se han cumplido. (Descargar Auto 00181)

Por ello, una mujer de la comunidad Madre Unión, del consejo comunitario de La Larga y Tumaradó, espera que por parte de la JEP salgan otras medidas cautelares e hizo una solicitud: “Como mujer, como madre maltratadas, violentadas del Bajo Atrato, que se tenga prioridad con las mujeres en esas medidas cautelares, que se nos brinde la protección necesaria para poder nosotras participar en estos espacios”.

Y alertó al tribunal de justicia transicional. “Participar en estos espacios para nosotros es riesgoso. Cuando regresemos a nuestros territorios nos vamos a encontrar con el terrateniente, con el empresario, con los grupos al margen de la ley como son las Agc”. Todos, aseveró, les pedirán que rindan cuentas de su viaje fuera de sus territorios.

En otros casos, como el del resguardo embera Eyakera, que desde 2016 el Juzgado de Restitución de Tierras de Quibdó ordenó la restitución de cinco mil hectáreas a la comunidad indígena, se debaten entre tener el territorio y enfrentarse al tránsito de actores armados ilegales y colonos que llegan a talar los bosques.

El del resguardo Eyakera, no es el único caso. “Si bien el Tribunal de Antioquia, mediante la sentencia 022 de 2018 ordenó la restitución de los derechos territoriales étnicos sobre 1.397 hectáreas a la comunidad de Tanela, según las mujeres este proceso ha presentado múltiples dificultades que aún no tienen solución”, detalla el informe.

La comunidad Embera Katío de Tanela afronta un situación tensionante con los ganaderos que colindan con su territorio. Sus lideresas aseguran que han venido corriendo los límites de sus fincas, muchas de las cuales sirven como el medio para que los indígenas generen recursos económicos trabajando en ellas.

“La situación se agrava porque los sitios sagrados de las comunidades de Tanela, como el punto Morrocoy, están en los predios de los ganaderos y no pueden acceder a ellos. Así, si bien en principio y legalmente, los derechos territoriales de la comunidad de Tanela sobre su territorio están reconocidos, el Estado no ha garantizado su goce efectivo, y principalmente, las mujeres siguen viviendo confinadas en pequeñas comunidades que están en medio de grandes propiedades”, alerta el informe de CINEP.

Una situación similar atraviesan en el municipio de Riosucio las mujeres de los consejos comunitarios de los ríos La Larga y Tumaradó, y Pedeguita Mancilla. El informe advierte que la movilidad mediante el transporte fluvial se ha visto deteriorada debido al desecamiento, la contaminación y la sedimentación de los ríos. 

Como los afluentes, el cerro Cuchillo posee un importante valor sociocultural, pero sus alrededores “han sido enormemente afectadas por la deforestación para ganadería extensiva y aprovechamiento forestal, repercutiendo en los ecosistemas y, por supuesto, en el buen vivir de las mujeres y sus comunidades”, se lee en el informe.

Las mujeres sienten que la mayor parte del territorio es inseguro, saben que el municipio es un corredor de movilidad entre el municipio de Bahía Solano, en la costa del Pacífico chocoano y Panamá. “El poder es lo que nos afecta”, dijo una mujer negra tras recordar el movimiento de armas y narcóticos que se da por los ríos que cruzan sus territorios.

“Para las mujeres de ambos consejos, la llegada de terceros ajenos al territorio colectivo, llamadas no ancestrales, es también fuente de conflicto, ya que por tener intereses económicos en la región, generaron estrategias de repoblamiento con personas provenientes de otros lugares del país. A la par, aliándose con grupos armados, han buscado debilitar el tejido social y organizativo, y en ocasiones, incluso, promover venta de terrenos al interior del territorio colectivo, interviniendo en los espacios de decisión de las organizaciones étnico-territoriales, buscando posicionar allí personas afines a sus intereses”, reitera el informe. 

Si bien las mujeres identificaron la mayor parte del territorio de sus consejos como inseguro, exceptuaron a la comunidad de Santa Cruz de la Loma, al que consideraron como un lugar respetado, por cuanto hay un nivel organizativo fuerte.

Al referirse al Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Cacarica, el informe indica que persisten las afectaciones generadas por la Operación Génesis, que propició uno de los desplazamientos y posteriores despojos más grandes que ha padecido el país. “Es una referencia central en la memoria y en la forma en que las mujeres narran y mapean su territorio actual”, dice el informe.

El 24 de febrero de 1997, las Fuerzas Especiales 1 y Contraguerrillas 35, adscritos a la Brigada 17 del Ejército Nacional, con sede en Carepa (Antioquia), se aliaron con las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) para atacar al Frente 57 de las Farc, según versiones dadas ante los tribunales de Justicia y Paz por el exjefe paramilitar Fredy Rendón Herrera, alias ‘El Alemán’. (Leer más en Doce paramilitares fueron guías del ejército en la Operación Génesis: ‘El Alemán’

Las tropas militares, bajo el mando del entonces general Rito Alejo del Río, comandante de  esa guarnición militar y conocido como ‘el Pacificador del Urabá’, se movilizaron por aire con paramilitares y libraron una guerra contra las unidades guerrilleras asentadas en los caños Salaquí, Cacarica y Truandó, afluentes del río Atrato en el municipio de Riosucio. Esto, y la posterior decapitación del campesino Marino López por parte de paramilitares, provocó el desplazamiento de por lo menos cuatro mil personas de la región. Por estos hechos la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó al Estado. (Leer más en: Estado no protegió a comunidades durante Operación Génesis)

“Y hasta luego, Marino López. Tu memoria quedó aquí. Adiós, casita bonita. Casa donde yo viví. Santo Dios y Santo fuerte. Santo fuerte y Santo Dios”, cantó un alabao una mujer negra de Riosucio durante la presentación del informe ante la JEP, en memoria de los atroces hechos que ocasionaron con aquella operación tropas estatales y paramilitares.

Persiste la lucha

Detrás del despojo material de las comunidades sobre sus territorios se sumó el despojo jurídico, en los que en papeles notariales se formalizó el robo de tierra ancestral de los pueblos étnicos del Bajo Atrato. Años después esas estrategias delictivas salieron a la luz. 

En septiembre de 2013 el Juzgado Adjunto al Juzgado Quinto Penal del Circuito Especializado de Medellín ordenó la cancelación de las escrituras 735 del 8 de octubre de 2002 y 767 del 10 de septiembre de 2004, suscritas en la Notaría Única de Carepa, Urabá antioqueño, que fueron destinadas por los empresarios Luis Fernando Zea y Héctor Duque para la implementación del proyecto agroindustrial de la palma.

Como lo registró este portal, Zea y Duque crearon la empresa Promotora Palmera de Curvaradó (Palmadó Ltda), con el fin de participar en un  extenso proyecto de palma africana en el Bajo Atrato Chocoano, liderado por el exjefe paramilitar Vicente Castaño.

Una mujer negra de esa región, que fue víctima de ese sistema de despojo advirtió que no está en disposición de permitir un nuevo episodio de estos: “Las mujeres vamos a estar ahí dando la pelea porque no nos vamos a desplazar”.

Al respecto, en conversación con este portal, una mujer de la cuenca del río Cacarica, Riosucio, insisto en que “una de nuestras fortalezas es no volver a pasar por lo que vivimos en el 97 —la Operación Génesis—. Nosotros sufrimos mucho a través del desplazamiento y seguimos sufriendo aún. No queremos que se repita un nuevo desplazamiento. Seguimos peleando y seguimos reclamando desde nuestro territorio. Eso es lo que nos da la fuerza porque ahí está la vida. Ahí está la esperanza. Toda nuestra vida ha estado ahí”.

Violencias múltiples

Lideresas indígenas del Chocó narraron cómo han sido afectadas por todos los grupos armados asentados en sus resguardos. Foto: Carlos Mayorga Alejo

El  reciente informe presentado a la JEP evidencia la poca representación de las mujeres en el proceso de restitución de tierras, en comparación con los hombres. Su rol en las comunidades ha sido relacionado con las labores del cuidado a las que, históricamente, han sido relegadas. 

“Por ejemplo, para venir hoy al taller, me levanté a las 4:30 de la mañana a organizar la casa, dejar comida hecha, los niños organizados para el colegio, todo”, ilustró una de las mujeres negras de Riosucio que participó en el proceso de elaboración del informe.

La participación de las mujeres en procesos sociales o en reclamaciones de tierras genera expresiones del machismo que les recuerdan que ellas solo viven para la crianza de los hijos. “En algunos casos sufrimos de estigmatizaciones y se nos tilda de ‘malas madres’ por andar en las reuniones”, expresó una mujer negra de Riosucio en uno de los talleres previos. “Los padres los engendran y se van, ellos no tienen que ver, y asunto tú con tú”, indicó otra mujer, cuya voz fue reproducida en el informe.

“Yo le pregunto a su señoría —refiriéndose una de las asistentes a la magistrada Henriquez—, ¿usted es madre? Como usted es madre, usted entenderá el dolor que siente una madre para parir sus hijo, pero es un dolor que con un par de tomas de plantas se cura; pero el dolor de una madre de ver cómo le asesinan su hijo, cómo le violentan sus hijas sexualmente, ver cómo le desaparecen su hermano o una hija, cómo le asesinan su padre al frente de su cara, ese es un dolor que te taladra la vida, que día día deteriora tu cuerpo”.

Cuando las mujeres han logrado darle lugar a su lucha no hay oídos que no las escuchen. En el taller que las investigadoras realizaron en Riosucio, como parte de la construcción del informe, una de las mujeres narró que les ha hablado con determinación a los hombres líderes de la comunidad y ahora “ellos a mí me necesitan pa’ irse a hablar con cualquier grupo armado con el que tienen problemas, ellos me dicen: ‘Ay vamos, la necesitamos a usted porque usted habla bien allá’. Yo no tengo miedo”.

Las violencias sobre el acceso a la tierra en algunos casos vienen desde el hogar, cuando las mujeres son afectadas por sus derechos patrimoniales y económicos. Para ilustrar este tipo de situaciones, el informe detalló el caso de una mujer mestiza de Carmen del Darién: “Mi esposo me dice que no tengo derecho a la tierra porque yo no soy su primera mujer. Yo llevo más de nueve años con él, pero siempre me dice que esa tierra él se la va a dejar a los sobrinos que él crió”.

Para esta mujer — concluye el informe de CINEP — al temor por la posibilidad de un desplazamiento derivado de las acciones de los grupos armados se le suma el de ser despojada de la tierra por su esposo: “Este tipo de situaciones contribuye a la perpetuación de las violencias contra las mujeres, porque algunas de ellas consideran que si se separan de su esposo o compañero pierden el derecho que tienen sobre las tierras”.

El documento reitera que la vulnerabilidad de las mujeres se ha intensificado por tres factores: la disputa territorial que desde 2015 se ha mantenido entre el Eln y las Agc por las zonas antes comandadas por los frentes 34 y 57 de las Farc; la explotación de madera, de minerales como el oro y los cultivos de coca —sobre los que los grupos armados ilegales ciernen sus intereses—; y por vivir en un corredor para el tránsito de economías ilícitas, de personas y armas que conecta con el golfo de Urabá, el océano Pacífico y el Tapón del Darién hacía Panamá. 

Según el Sistema Integrado de Información sobre Violencia de Género, entre 2015 y 2021, en Unguía, Riosucio y Carmen del Darién, tuvieron lugar 125 casos de violencia de género, de los cuales, 88 ocurrieron en Riosucio. A lo largo de los años, los reportes de violencia que las mujeres hacían a las autoridades tendía a aumentar, aun cuando se estimó un alto subregistro por las condiciones adversas para que las mujeres denuncien y por la naturaleza del registro de los datos que no facilita filtrar el contexto de las agresiones.

Según el Registro Único de Víctimas (RUV), en el marco del conflicto, en esos tres municipios se cometieron 241 casos de violencia sexual entre 2006 y 2020. En primer lugar está Riosucio (173), seguido por Unguía (49) y El Carmen del Darién (19).

Las violencias sexuales se han extendido hasta las hijas de las lideresas, como es el caso de una mujer negra de Riosucio que participó de los talleres previos realizados en el municipio de Apartadó. Su hija, de 12 años, está siendo acosada física y sexualmente “por un mando paramilitar”, una práctica que, al parecer, va en aumento. “Hay una proxeneta que ‘valora’ a las niñas y las ‘cotiza’ al paramilitar, y poco a poco las van seduciendo. Después de lograrlo, se las llevan a vivir y al quedar en embarazo las devuelven a las casas maternas y nunca las vuelven a mirar, ni siquiera responden por los hijos”, se relata en el informe.

Las madres del Bajo Atrato temen que sus hijos cumplan 18 años porque, según ellas, tras llegar a la mayoría de edad se ven en la obligación de prestar el servicio militar obligatorio.

Para ellas, la formación militar no es el problema de fondo, sino que una vez terminado, que en promedio dura 18 meses, no van a estar seguros en el territorio. “¿Por qué no pueden entrar al territorio?”, cuestionó una madre de la región en la presentación del informe. “Porque ahí están los grupos al margen de la ley esperandolos constantemente para que también le rindan a ellos un servicio… para hacerlos esclavos del narcotráfico”.

Las organizaciones lograron establecer en las sesiones de trabajo con mujeres y recabando en otras bases de datos que, en Riosucio, ocurrieron 65 hechos de violencia contra mujeres —homicidios, amenazas, atentados y violencia sexual, entre otros— que defienden la tierra y el territorio, desde 1997 hasta 2010. En El Carmen del Darién se cometieron 26 hechos victimizantes entre 2011 y 2021. 

En Unguía abunda el miedo. Cuando se trata de hablar sobre los cultivos de coca para uso ilícito y los grupos armados ilegales, rehuyen de las respuestas. “Es indudable que conocen los peligros y los directos responsables de las intimidaciones y victimizaciones —señala el informe—, pero no son capaces de mencionar nombres; en ocasiones, se refieren a estas personas como ‘los duros’, para evitar dar nombres propios y ante las preguntas profundas prefieren abstenerse”.

Según las investigadoras de CINEP, por el control de la Agc en Unguía, muchas familias no han retornado a sus territorios. Las que se han arriesgado han sido violentadas. Como una lideresa que en 2012 fue amenazada por hospedar a una persona externa del territorio en su casa; en 2016 otra lideresa recibió amenazas por estigmatizaciones. En el caso de las mujeres del resguardo Cuti, han sido señaladas de guerrilleras y amenazadas con ser violadas sexualmente por integrantes de grupos de origen paramilitar.

La JEP quiere nombres

En representación de la JEP, la magistrada Nadiezdha Henriquez recibió el informe de las mujeres del Bajo Atrato chocoano. Foto: Carlos Mayorga Alejo

“Este informe es el fruto de esa lucha, de esa constancia, de esas mujeres luchadoras que somos del Bajo Atrato y de las comunidades. Quiero que ese informe no solo se quede aquí. Esta es la siembra, el fruto lo vamos a crear nosotras. Vamos a ser constantes y vamos a ser veedoras para que salga un buen fruto. La JEP es una buena tierra, así lo siento yo”, expresó una mujer negra del Consejo Comunitario de los ríos de La Larga y Tumaradó al momento de la entrega del documento.

Si bien la JEP cuenta con sentencias de otros tribunales, así como con diversos documentos de análisis y testimonios, la magistrada Henriquez reconoció en la entrega del informe preparado por CINEP que el macrocaso sobre la región de Urabá aún necesita construir muchos de los relatos con detalles de tiempo, modo y lugar para que los responsables reconozcan las consecuencias de sus actos y se logre un esclarecimiento pleno de los hechos del conflicto.

“Necesitamos los nombres. Y eso es un paso muy duro respecto al miedo y el dolor. Esos nombres no tienen que decirlos necesariamente ustedes, esos nombres tienen que decirlos sus acompañantes y las denuncias y los contexto que parten de sus sensibilidades. Sus experiencias y su mensaje debemos transformarlos en denuncias reales que nos permitan, por un lado, con este informe y el modelo de justicia que estamos trabajando, poder hacer preguntas a quienes tenemos al frente”, expresó la magistrada.

También llamó a las mujeres a decir los nombres de los empresarios que se lucran de tala de árboles o del procesamiento de materias primas que dejan sangre en los territorios y se venden a altos precios lejos de Chocó. Y recordó que aunque el tribunal de justicia transicional y otras instituciones del Estado responsables del bienestar de estas comunidades conozcan los nombres de estos empresarios, pasará un tiempo hasta que actúen y tendrán que seguir conviviendo en los territorios con ellos. Lo clave es establecer de qué manera. 

Uno de los reclamos que frecuentemente hacían las víctimas en cuanto a su derecho a conocer la verdad era el caso de alias ‘Otoniel’, el máximo jefe de las Agc, quien fue extraditado en mayo de este año a Estados Unidos, sin confesar toda su verdad a la JEP sobre posibles alianzas criminales de sectores políticos y económicos. (Leer más en La apuesta de ‘Otoniel’ por la JEP no lo salvó de su extradición)

“Que yo lo pueda abrazar y decirle —a ‘Otoniel’—: ‘hermano mío: sanante. Pero no te vas a sanar en la cárcel, sino allá en la comunidad, dando la cara, hablando contigo’”, expresó una mujer de la zona humanitaria de Nueva Vida y Nueva Esperanza, del municipio de Riosucio.

Al respecto la magistrada le recordó a las  mujeres víctimas que antes de otorgar el perdón y propiciar encuentros con los victimarios, deben evaluar el aporte a la verdad y reparación. Con aquellos responsables que sí lo hagan deberán empezar a realizar propuestas de reparación, conocidos dentro del proceso de justicia transicional como Trabajos, Obras y Actividades con contenido Restaurador-Reparador (TOAR). 

“Después de que sean conscientes de las consecuencias de sus acciones, en ese momento miramos si se merecen el abrazo, pero no hay que perder de vista que igual merecen una sanción”, recordó Hernández. 

El otro pendiente sobre el que llamó la atención la magistrada es a trabajar por la resignificación de los territorios del miedo, que han sido y permanecen afectados por terceros; así como a mantener los lugares culturales, de la cosmovisión y del disfrute en el que se sienten seguras.