El Informe Final de la Comisión de la Verdad hace un descarnado balance de las violaciones de derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario cometidas en más de 50 años de conflicto armado en Colombia. Endilga responsabilidades a todos los sectores.
Las conclusiones del capítulo de Hallazgos y Recomendaciones del Informe Final que la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) le presentó el pasado martes al país sobre las víctimas de la guerra son dolorosas y contundentes: las principales son “personas de a pie”. Tras analizar 112 bases de datos se concluyó que, de cada diez víctimas, nueve son civiles y la restante hacía parte de las confrontaciones.
“Este es un conflicto armado que durante décadas ha tenido como víctima principal a la población civil, porque se ha desarrollado en medio de ella y porque controlar a la población se convirtió en la manera de tener poder sobre el territorio y el país. Conforme se fue dando la agudización del conflicto armado, la guerra fue afectando cada vez más a la población y a los territorios”, sostiene la CEV.
Además, señala que la mayoría de las víctimas han sido aquellas que, “además de ser víctimas de la violencia estructural que, sobreviviendo en medio la pobreza y la miseria en territorios atravesados por múltiples violencias y carencias, han sufrido también las consecuencias del conflicto armado”.
El Informe Final estableció que, hasta junio del año en curso, el conflicto armado dejó un saldo de 450.666 muertos, 121.768 desaparecidos de manera forzada, 50.770 secuestrados, 16.238 niños, niñas y adolescentes reclutados, alrededor de 8 millones de desplazados y más de un millón de refugiados.
Esa barbarie no obedece a una única explicación: “Se trató de ganar la guerra controlando el tejido social. Una reconfiguración violenta del territorio mediante el desplazamiento forzado, el despojo de tierras, o el control de la política local y de las regiones. Las violaciones también se cometieron con la intención de obstruir la solución política del conflicto armado, como retaliaciones y respuesta a otros hechos, y también en los intentos de implementación de acuerdos de paz”.
A la hora de definir responsables, la CEV no saca en limpio a nadie. Endilga responsabilidades al Estado, a grupos guerrilleros y paramilitares, así como a narcotraficantes, terceros civiles y empresas multinacionales.
“La responsabilidad del Estado en el conflicto armado, que debe respetar y garantizar los derechos de los colombianos y colombianas y de cualquier persona sujeta a su jurisdicción, se configura tanto por su participación directa en violaciones graves de derechos humanos e infracciones al DIH (Derecho Internacional Humanitario) por miembros de las instituciones, como por su falta de prevención, investigación y sanción de dichas violaciones e infracciones”.
Sobre la impunidad hace una importante mención, ya que considera que ha favorecido la continua violación de derechos humanos y la perpetración de crímenes de guerra y de lesa humanidad: “La Fiscalía General de la Nación en no pocas ocasiones ha sido omisiva en la investigación y acusación de graves violaciones de los derechos humanos e infracciones al DIH de los que se han beneficiado actores armados, algunas empresas nacionales, multinacionales, actores políticos y terceros”.
Y otro grave señalamiento que hace contra el Estado es su responsabilidad con el surgimiento y la expansión del paramilitarismo. “Aunque hasta finales de la década de los ochenta los grupos paramilitares actuaron como agentes del Estado, en razón de las autorizaciones legales existentes para su conformación y funcionamiento, así como contaron con cobertura legal entre 1995-1997 con el funcionamiento de las Convivir. A partir de finales de la década de los noventa y en dos mil que algunos miembros de la fuerza pública actuaron conjuntamente con grupos paramilitares en supuestas operaciones contrainsurgentes que generaron graves violaciones de derechos humanos”.
También cuestiona que el negacionismo de esa realidad permitió la expansión del paramilitarismo por el país, el cual señala que no se trató de simples ejércitos privados: “Fue un entramado de relaciones estrechas entre diversos sectores del narcotráfico, la economía legal e ilegal, el Estado y sectores políticos y empresariales de la sociedad civil, desde el orden regional y nacional, que contribuyeron en su creación, funcionamiento y expansión, con diferentes propósitos como la lucha antisubversiva y el control de economías lícitas e ilícitas”.
Al respecto, concluye que los vínculos entre los grupos paramilitares y la Fuerza Pública fueron más evidentes de lo que se sabía, y nunca fueron reconocidos. “La relación de sectores de las Fuerzas Militares con las autodefensas y paramilitares fue determinante tanto para la creación de estas, como para su expansión y consolidación. Las Fuerzas Militares y los gobiernos tienen una corresponsabilidad con el paramilitarismo en lo que ello ha supuesto para las víctimas y el país”, afirma. (Leer más en: “Así no se pide perdón”: víctimas del Naya al Ejército)
También hace una fuerte crítica a los terceros que se beneficiaron del conflicto armado: “Un mayor nivel de complejidad y distribución coordinada de roles son las redes con intereses económicos, que han financiado y patrocinado a diferentes actores armados”. (Leer más en: Los nuevos papeles de Chiquita Brands)
Y prosigue: “Algunas organizaciones, élites políticas y empresas terminaron lucrándose y beneficiándose de la guerra, en ciertos casos siendo no sólo cómplices, sino promotores de graves violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH. También los terceros han asumido diversos roles, desde papeles directos (instigar, patrocinar, cooperar) hasta dar apoyos pasivos (tolerar y omitir una debida diligencia) beneficiándose de la guerra”.
Sobre las diferentes guerrillas que han existido en el país, la CEV también es contundente. Principalmente, cuestiona tres hechos: haber tomado decisiones de orden político y estratégico que conllevaron al aumento de su violencia, con gran impacto sobre la sociedad civil. Entre ellas, está la decisión de las Farc que tomó en 1997, de secuestrar a integrantes de la Fuerza Pública y políticos, para presionar eventuales canjes de guerrilleros presos.
En el segundo, les atribuye responsabilidades por haber supeditado su relación con la población civil al cumplimiento de resultados en el campo militar. “Bajo ese marco, convirtieron barrios, veredas y comunidades en espacios de guerra o lugares de reclutamiento. El “todo vale” para ganar la guerra llevó al involucramiento con el narcotráfico y donde el desprecio por la vida de la gente considerada parte del enemigo fue parte de su modus operandi”, reza el informe.
Y, por último, por no haber tomado decisiones ni implementar políticas que frenaran y previnieran de manera efectiva la comisión de graves infracciones al DIH. Al respecto, la Comisión recuerda que “en los años de mayor confrontación armada, las guerrillas, pero especialmente las FARC-EP y el ELN, usaron métodos y medios prohibidos como minas antipersonales o los llamados cilindros bomba que terminaron afectando indistintamente a civiles y combatientes con muertes de pobladores de todas las edades”.
Entre el largo listado de crímenes guerra, la Comisión recapitula que cometieron “asesinatos de personas puestas fuera de combate, mantuvieron a las personas secuestradas en condiciones que constituyen torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, y en varios casos las asesinaron por querer escapar o ante la inminencia de un rescate por las Fuerzas Militares; reclutaron niñas y niños que no estaban en condiciones de decidir sobre reclutamiento y se encontraban en condiciones de vulnerabilidad y grave desprotección social del Estado y la sociedad”.
El Informe Final también dedica un apartado a los excombatientes guerrillas y grupos paramilitares, que volvieron empuñar las armas. Los señala de ser responsables de la continuidad de la guerra y de crímenes que enlutan poblaciones a lo largo y ancho del país. “La frustración de las expectativas de paz son un enorme riesgo para Colombia, una demanda de la sociedad que debe ser respondida de manera diferente por dichos grupos para la consolidación y extensión de la paz y la democracia”, afirma. (Leer más en: El silencio de los fusiles duró poco)
De manera transversal a todos esos actores se encuentra el narcotráfico, que no sólo alimentó el conflicto armado, sino que lo degradó y permeó diferentes sectores de la sociedad. Al respecto, el Informe Final cita al fenómeno de la parapolítica a manera de ejemplo. (Leer más en: De la curul a la cárcel)
“Los narcotraficantes se han introducido en la política al acceder incluso a cargos públicos de elección popular. La ‘parapolítica’ dio a entender que fueron los políticos quienes buscaron a los paramilitares, con el aliciente del narcotráfico de por medio. No solo los recursos del narcotráfico han servido para financiar numerosas campañas electorales, sino que han beneficiado a muchos políticos en el ámbito local, departamental y nacional. La economía del país no se explica sin el narcotráfico y esto involucra una responsabilidad colectiva e institucional. La gravedad de esta alianza explica en buena parte la persistencia del conflicto armado”.
Ante ese panorama, la Comisión concluyó que “tener tantas violaciones de derechos humanos e infracciones al DIH, durante tantos años, en casi todos los rincones del país, realizadas por los diferentes actores del conflicto, contra millones de personas, hizo que Colombia fuese reconocida como una de las democracias más violentas del mundo. Qué paradoja que un país que se jacta de tener una de las democracias más antiguas del continente americano sea una sociedad que se haya atacado a sí misma con semejantes niveles de violencia”.
A continuación, reseñamos los hallazgos de la CEV sobre diferentes crímenes cometidos en medio del conflicto armado.
Masacres
La Comisión señala que el asesinato simultáneo de varias personas fue parte de una estrategia de terror en paralelo con la época de mayor expansión y confrontación territorial de los grupos armados, y especialmente del paramilitarismo. En su análisis, refiere la base de datos del Centro Nacional de Memoria de Memoria Histórica (CNMH), que da cuenta de 4.237 masacres cometidas entre 1958 y 2019. La mayoría de ellas ocurrieron entre 1998 y 2002, en la última fase de expansión del paramilitarismo; fueron cometidas en el 62 por ciento de los municipios del país y han cobraron la vida de 24.600 personas.
El Informe Final refiere cifras de Indepaz para determinar que entre los años 2020 y 2022 (con corte al 25 de mayo) se registraron 231 masacres en las que murieron 887 personas, sin mencionar por qué no consultó nuevamente al CNMH o a la Defensoría del Pueblo, y sin indicar que posiblemente no lo hizo porque sus registros no son confiables debido al rumbo que tomaron esas instituciones en los últimos años con los nuevos funcionarios que asumieron la dirección de esas entidades, que seguían la línea del presidente Iván Duque. (Leer más en: Nuevo director fractura confianza hacia el Centro Nacional de Memoria Histórica y Con ‘mordaza’ a la Defensoría, gobierno nacional asesta golpe al Acuerdo de Paz)
Ejecuciones extrajudiciales
Este crimen, que se es más conocido por la opinión pública como ‘falsos positivos’, fue cometido por miembros de la Fuerza Pública, en complicidad con terceros civiles y paramilitares en algunos casos, para asesinar a civiles y presentarlos como guerrilleros muertos en combate. Al respecto, la CEV explica que el hecho de intentar “ganar la guerra, a cualquier costo, favoreció el crecimiento de muertes violentas para presentar civiles como si hubiesen pertenecido a grupos armados ilegales muertos en combate, muertes violentas dentro de los propios grupos guerrilleros, muertes violentas de modo individual de civiles vinculados con los partidos políticos y movimientos sociales y muertes hasta de ciudadanos del común, cuya investigación de los motivos solo le corresponde a la justicia”.
El Informe Final cita cifras del CNMH, que indican que, en el 56 por ciento de los municipios del país, se registró al menos una ejecución extrajudicial en los últimos 30 años; asimismo, cita resultados de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que señala que 8.208 personas fueron asesinadas bajo esa modalidad entre 1978 y 2016.
El análisis de la CEV demuestra que el mayor pico de esos crímenes ocurrió en 2007 y decayó en 2008 cuando el gobierno nacional tomó la decisión de destituir a 27 oficiales y suboficiales, entre ellos a tres generales del Ejército. Por otro lado, al cruzar los datos con los registros de masacres, encontró que mientras las matanzas se reducían entre 2001 y 2007, las ejecuciones extrajudiciales presentaron su mayor aumento, coincidiendo ese periodo con el desarme y desmovilización colectiva de las estructuras paramilitares asociadas a las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), que comenzaron en noviembre de 2003 y concluyeron en agosto de 2006.
Asesinatos selectivos
“La eliminación de quienes han sido considerados como ‘enemigos’ fue el modo más extendido de hacer la guerra en Colombia. Se trata de la muerte directa, intencional, debido a la concepción del otro como un enemigo que hay que eliminar por motivos ideológicos o políticos o, simplemente, porque es un obstáculo para lograr el control del grupo armado, al considerarlo sospechoso o simpatizante del bando contrario o, en otros casos, incluso, con base en estigmas por su condición de género o por la situación de exclusión o marginación social. Las acusaciones de ‘guerrillero’ o ‘sapo’ antecedieron a muchos de ellos”, concluyó la CEV.
Refiere que uno de los sectores más golpeados por este crimen fue el de los liderazgos comunitarios y políticos locales, ya que los grupos armados los persiguieron para doblegar sus procesos de resistencia o forzar su cooperación. “Cuando los territorios de Colombia pasaron a ser escenarios de disputa entre grupos opuestos, en donde entraban y salían en diferentes momentos, la violencia contra la población civil aumentó y los asesinatos se extendieron bajo las acusaciones de que las víctimas habían colaborado con el otro bando, eran informantes o simplemente cruzaron las fronteras de esos territorios visitando otras comunidades u otros barrios”, estableció el Informe Final.
En este apartado hace mención al exterminio que padecieron militantes y simpatizantes de la Unión Patriótica (UP), en el que “órganos judiciales en los ámbitos nacional e internacional, la JEP y la Comisión han establecido que hechos como la persecución, los atentados, los hostigamientos, las desapariciones forzadas y otros hechos de violencia registran por lo menos 8.300 víctimas; 5.733 de estos casos son asesinatos y desapariciones forzadas”. (Leer más en: El saldo rojo de la Unión Patriótica y Exterminio de la UP fue un genocidio político)
Desaparición forzada
La Comisión estableció que la desaparición forzada fue usada como una forma de terror y para ocultar el incremento de asesinatos que se estaba volviendo visible. Refiere dos periodos especiales: el primero durante la implementación del Estatuto de Seguridad del gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), cuando ese método de guerra fue empleado por miembros de la Fuerza Pública como práctica contrainsurgente; y el segundo, entre las décadas de 1990 y 2000, cuando los grupos paramilitares recurrieron a esa estrategia, en algunas ocasiones de forma “masiva”, como el caso ocurrido en corregimiento de Pueblo Bello, del municipio de Turbo, Urabá antioqueño, donde fueron desaparecidos 43 campesinos en la noche del 14 de enero de 1990.
Al valorar su comportamiento en el tiempo, el Informe Final registra que en 1995 inició un crecimiento de casos hasta llegar a su nivel máximo en 2002, el cual descendió hasta 2006 y aumentó nuevamente en 2007. Esos periodos están marcados con la expansión de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) hacia finales de los años noventa; su proceso de desmovilización, ocurrido entre 2003 y 2006; y el posterior rearme de algunos desmovilizados y la conformación de nuevos grupos por parte de paramilitares que no dejaron las armas.
En cuanto a presuntos responsables, la CEV señala que se desconoce la autoría del 54 por ciento de las 121.768 desapariciones forzadas. De ellas, les atribuye responsabilidad a grupos paramilitares de 63.029, a las extintas Farc de 29.410, a la categoría “múltiple” (sin especificar si son varios grupos) de 10.448 y a funcionarios estatales de 9.359.
Secuestro
La CEV y la JEP determinaron que alrededor de 50.770 personas fueron víctimas de secuestro y toma de rehenes entre 1990 y 2018. El Informe Final señala que la mayoría de los casos fueron cometidos por grupos guerrilleros y se extendieron por largos periodos de tiempo.
A las Farc las señala como responsables de 20.233 casos, pero la JEP recientemente acusó a los miembros del antiguo Secretariado de esa guerrilla por 21.396, una diferencia de 1.163 casos que no se entiende, pues ambas entidades han documentado el tema de la mano y el Informe Final se publicó después de las audiencias de la justicia transicional. Asimismo, señala que grupos paramilitares son responsables de 10.538 víctimas y le atribuye responsabilidad al Eln por 9.538.
El Informe Final explica que desde la década de los años setenta las guerrillas recurrieron al secuestro económico y político como fuente de financiación y para aumentar su poder de negociación, coacción o confrontación. Al principio, esa práctica estuvo enfocada en empresarios y miembros de las élites del país, pero posteriormente se usó de manera indiscriminada contra la población civil. “Esta es una práctica intencional y extendida en la que el desprecio por la vida y el sufrimiento de las víctimas y sus familias revelan el grado de deshumanización del conflicto armado”, señala. (Leer más: El secuestro económico estuvo en el ADN de las Farc)
Este apartado del Informe Final refleja otra inconsistencia en las investigaciones que realiza el Sistema Integral para la Paz, compuesto por la CEV, la JEP y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. En este caso, las dudas recaen sobre las labores del tribunal de justicia transicional, pues en su auto de acusación a los miembros del antiguo Secretariado de las Farc, señala que la violencia sexual en cautiverio obedeció a hechos “aislados”, que no fue una práctica frecuente y que no hay registros de víctimas que permitan establecer patrones de esa violencia. (Leer más en: Violencia sexual durante el secuestro, ¿un crimen invisible en la JEP? y La verdad sobre el secuestro, un largo camino por recorrer)
Sin embargo, la CEV señala que de las mujeres que entrevistó, el 22 por ciento, es decir, 99, “expresó que sufrió violencias sexuales durante su cautiverio”. Y agrega: “Muchas víctimas entrevistadas lo refirieron como una ‘muerte suspendida’, en la que vivieron una situación dura con fuertes restricciones y con la amenaza permanente de la muerte”. Llama la atención la diferencia en las conclusiones, pues ambas instituciones construyeron un mismo universo de víctimas de secuestro, en el Proyecto CEV-JEP-HRDAG, que estableció que “el 78% de las víctimas eran hombres y el 22% mujeres”.
Violencia sexual
El Informe Final comentó las siguientes agresiones cometidas en el conflicto armado: violaciones sexuales, esclavitud sexual, amenazas de violación, acoso sexual, desnudo forzado y prácticas denigrantes como humillaciones sexuales
Encontró prácticas particulares en cada actor armado. Los paramilitares “incluyeron mutilaciones o heridas en los cuerpos de sus víctimas, en ocasiones de manera pública”; en las filas de las Farc “se dieron especialmente violencias reproductivas, entre las que están la anticoncepción forzada, la esterilización forzada y el aborto forzado”; y en el caso de miembros de la Fuerza Pública, “se registraron menos casos, pero existen registros de violación sexual documentada desde la época del Estatuto de Seguridad (1978 a 1982) en el contexto de detenciones y torturas, principalmente contra mujeres acusadas de guerrilleras o que formaban parte de grupos armados y que fueron detenidas”.
Asimismo, la CEV señala que la violencia sexual y la violencia reproductiva al interior de los grupos armados aumentaron en el periodo de mayor agudización de la guerra, entre 1996 y 2007. “Por ejemplo, las FARC impusieron, en algunos de sus bloques, la planificación y el aborto para las combatientes sin importar las graves consecuencias físicas y psicológicas que padecieron las mujeres”, señala.
Reclutamiento forzado
El Informe Final indica que según datos de datos del proyecto conjunto JEP-CEV-HRDAG, entre 1990 y 2017, se registraron 16.238 casos de reclutamiento, de niños, niñas y adolescentes. La mayor cantidad de casos ocurrieron en los departamentos de “Meta, con 2.977 víctimas (18 %), seguida de Antioquia, con 2.346 víctimas (14 %), Guaviare. con 1.105 víctimas (7 %), Caquetá, con 1.063 víctimas (6 %) y Cauca, con 838 víctimas (5 %)”.
Esa investigación señala a las Farc como el mayor reclutador ilegal, vinculando a la guerra a 12.038 menores de edad, equivalentes al 75 por ciento de las víctimas de ese crimen de guerra; le siguen grupos paramilitares con 2.038 casos y el Eln con 1.391. Asimismo, esa base de datos señala que 4 de 10 víctimas de reclutamiento, eran menores de 15 años.
Al respecto, la CEV explica que “además de la estrategia de reclutamiento de estos grupos, la falta de oportunidades y la desprotección social han sido parte del contexto favorecedor de la permanencia del reclutamiento en la actualidad. Algunas condiciones que propician el reclutamiento son los contextos de violencia, pobreza, miseria, exclusión social y ausencia, violencia o abandono familiar. Aumentó el reclutamiento y uso de niños, niñas y adolescentes durante los periodos de mayor confrontación o de desdoblamiento de frentes”. También agrega que “el deseo de venganza por el asesinato de seres queridos también se mencionó como motivo de ingreso en el grupo”.