Desbordados de adrenalina, así salen los agentes cuando se trata de controlar las expresiones callejeras de insatisfacción en el país. Huelen el miedo, atacan en manada y se ensañan contra su presa, que bien puede ser un vándalo, un manifestante pacífico, un periodista o un ciudadano desprevenido. Detrás de ese instinto animal hay una doctrina que las autoridades se resisten a cambiar.
La escena es la misma en cualquier ciudad de Colombia: hordas de policías motorizados salen raudos a golpear, sin reato alguno, a quien caiga en sus fatídicas manos, sean hombres o mujeres. En muchos casos ni siquiera hay capturas, se regocijan apaleando compulsivamente a la víctima de turno, como envenenados.
Para ese accionar han desarrollado algunas estrategias para evitar cualquier responsabilidad: ocultan sus apellidos y sus números internos de identificación; cubren sus rostros con pasamontañas; son incapaces de hacer una pausa para hablar con la víctima y verificar aquellos datos que se creen de rigor, nombre y número de cédula; y disparan sin medida alguna a la turba, protegidos por sus propios compañeros.
Esas prácticas desproporcionadas y sin control se han vuelto recurrentes cuando se trata de contener la protesta social en el país. Ha pasado en los últimos días en Bogotá, Cali, Medellín, Pereira y varias ciudades más donde la gente salió a rechazar la propuesta del gobierno nacional de impulsar una gravosa reforma tributaria que impactaría los bolsillos de una ciudadanía que ya no resiste la mengua de sus recursos, afectados por las restricciones económicas adoptadas para intentar controlar las consecuencias de la pandemia generada por el virus COVID-19.
Las imágenes que logra la ciudadanía en las calles con sus dispositivos móviles, pero también desde ventanas y balcones, así como los periodistas en sus labores, son aterradoras: piquetes policiales cazando a la víctima de turno y sin mayores preámbulos la golpean hasta la saciedad. luego la dejan en el suelo, reducida, sangrante, jadeante e inconsciente en algunos casos. Una vez satisfechos, salen en busca de otra presa.
Cuando las detienen, la actitud violenta de los uniformados se traslada a los calabozos, donde tienen mayor licencia para agredir a los capturados porque allí no tienen el escrutinio de nadie, ni siquiera de los superiores, que parece que se hacen los de la vista gorda o comparten ese comportamiento y con su silencio aprueban los castigos físicos y verbales.
Ante la protesta social, un grueso número de agentes de la Policía Nacional pierden su condición humana, se animalizan, y parece que nadie ni nada puede detener ese descontrol de una institución que, constitucionalmente, debe conservar el orden con la mayor racionalidad posible. Sin embargo, en Colombia, no parece ser ese el caso. Varios sectores celebran, incluso, “la mano dura” porque consideran que la represión violenta es la única manera de controlar la expresión ciudadana de inconformidad.
Las agresiones más recientes se han visto desde el pasado miércoles, cuando miles de colombianos aceptaron la convocatoria de las centrales obreras para manifestarse en contra la reforma tributaria que presentó esa misma semana el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, ante el Congreso de la República, para iniciar su discusión.
Pero esa actitud exaltada al límite de los agentes de la Policía Nacional se ha observado desde años atrás, basta mirar las imágenes de las protestas de noviembre de 2019 y de septiembre de 2020, las más fatídicas de todas, con un saldo de por lo menos 13 muertes en las calles ocasionadas, al parecer, por disparos de los uniformados. (Leer más en: Al borde del estallido: protestas, brutalidad policial y golpe de facto)
Reacción prevista
Desde semanas atrás, voces especializadas en el tema económico advirtieron que las propuestas contenidas en el proyecto de reforma tributaria no eran convenientes para el país, máxime cuando la expansión del COVID-19 estaba profundizando sus dramáticos efectos. Al dolor que genera la muerte de seres queridos y al agobio de perder empleos y empresas, se le sumarían gravámenes como el IVA a los servicios públicos y funerarios y a varios productos de la canasta familiar, así como la ampliación de la base tributaria.
En un país donde pulula el dolor extremo, el miedo, el desasosiego y la pobreza agravada por la pandemia no era conveniente plantear una reforma tributaria de esas proporciones. Varios economistas así lo plantearon y propusieron otras alternativas de recaudo para fortalecer las finanzas públicas, como vender parte de los activos de la Nación, reducir el tamaño del Estado y ahorrar en gastos. Sin embargo, nada de eso fue aceptado ni escuchado inicialmente.
Y es que este gobierno, liderado por el presidente Iván Duque, se ha distinguido desde el 7 de agosto de 2018, cuando asumió la Presidencia de la República, por no oír a la ciudadanía. El aislamiento de la realidad es uno de los hechos más notorios en su administración.
El equipo de gobierno tampoco se destaca por lograr consensos en los asuntos más neurálgicos de la Nación; por el contrario, ha hecho anuncios que van en contravía de las necesidades más apremiantes de la población, como la compra de 24 aviones de guerra F-16 por un valor de 4.500 millones dólares, decisión que parece ya tomada, pese a las dificultades financieras que afronta el país.
A ello se suma la lentitud en la ejecución del plan nacional de vacunación, que viene desesperando a la ciudadanía, y cuyas explicaciones desde el Ministerio de Salud no satisfacen a quienes esperan una pronta protección contra los efectos del COVID-19.
El ambiente estaba dado para un estallido social. Era previsible, pero el gobierno nacional se negó a ver las señales, hasta ayer, tras cuatro intensas jornadas de protestas en diversas ciudades del país, que dejaron muertos, heridos y destrozos materiales. Al mediodía, el presidente Duque anunció que retiraría la propuesta: “Le solicito al Congreso de la República el retiro del proyecto radicado por el Ministerio de Hacienda y tramitar de manera urgente un nuevo proyecto”.
Brutalidad en cifras y voces
Sin duda, la decisión presidencial fue un triunfo alcanzado en las calles por miles de colombianos que salieron a manifestarse en contra de la reforma tributaria, pero el costo que pagó fue muy alto. De acuerdo con la organización no gubernamental Temblores, que puso a disposición la plataforma GRITA para denunciar a través de ella los atropellos de la Fuerza Pública durante la protesta social, entre el pasado miércoles y el sábado se registraron 940 casos de violencia policial, entre los cuales se destacan 21 víctimas de violencia homicida por parte de los uniformados; 92 víctimas de violencia física propinada por los agentes; 672 detenciones arbitrarias contra los manifestantes; y 136 intervenciones violentas por parte de la Fuerza Pública.
La situación se tornó tan tensa en diversas ciudades del país que tras revisar los registros en la plataforma GRITA, esta organización tomó la decisión la noche del sábado de recomendarle a la ciudadanía que estaba en las calles ejerciendo su derecho a la protesta social “que volvieran a sus casas o que buscaran resguardo”. La recomendación se tomó tras detectar “un gravísimo incremento en el uso indiscriminado de las armas de fuego por parte de la Policía Nacional y un uso ilegítimo, inadecuado y desproporcionado de los mal llamados ‘armamentos de letalidad reducida’ por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios a lo largo y ancho del país”.
Las cifras de asesinatos atribuibles a agentes de la Policía Nacional durante las jornadas de protesta aún son inciertas. Por lo pronto se tiene certeza de las muertes de Santiago Murillo, de 19 años de edad, en Ibagué, ocurrida la noche del pasado sábado; así como de Marcelo Agredo Inchama (28 de abril); Cristian Alexis Moncayo Machado (28 de abril); Miguel Ángel Pinto Moná (29 de abril); y Einer Alexander Lasso Ocampo (30 de abril), ocurridas en Cali.
Más allá de las cifras, los relatos de quienes fueron capturados durante las jornadas de protesta y llevados a centros de detención describen un comportamiento agresivo de los policías que revela un profundo odio contra la ciudadanía que se manifiesta en las calles.
Uno de los rasgos de esa agresividad destacada por varias personas detenidas y luego dejadas en libertad, que hablaron bajo reserva para este artículo, es la fuerte violencia basada en género que expresan los agentes contra las mujeres capturadas de manera arbitraria en las jornadas de protesta. En síntesis, no las bajaban de “perras”, “putas” y “gaminas”; así como de objetos sexuales, “esta solamente esta buena para meterle una culiada”; y de tratos denigrantes sobre el cuerpo femenino, “vean esta marrana corriendo, en vez de irse a alimentar los cerdos”.
Ante esa situación, una circunstancia que resaltaron las personas consultadas es la actitud complaciente de las mujeres policías hacia sus compañeros de armas cuando se trata de la violencia basada en género. Quienes observaron esa situación, dicen que guardan un silencio cómplice.
En medio de las detenciones también se están vulnerando otros derechos de los manifestantes capturados, pues sus custodios les niegan la posibilidad de contactarse con sus familias y de acceder a un abogado. Por esa razón, diversas organizaciones defensoras de derechos humanos tienen recopilados decenas de casos de personas que figuran como desaparecidas.
Las denuncias ciudadanas también evidenciaron los atropellos de la Policía contra unidades residenciales y viviendas, que fueron allanadas sin orden judicial en busca de manifestantes. Los hechos se registraron en ciudades como Bogotá, Cali, Ibagué, Palmira, Armenia, Popayán y Bucaramanga.
Y distintas voces en Medellín aseveraron que durante las jornadas de protesta el pasado sábado, los agentes de Policía entorpecieron la labor de la prensa, especialmente la alternativa e independiente, y a de los defensores y defensoras de derechos humanos. “No los dejaron trabajar”, asevera una fuente que pidió la reserva de la identidad.
Otro patrón identificado en diferentes ciudades del país son los cortes del fluido eléctrico en barrios residenciales, que son aprovechados por unidades policiales para disparar indiscriminadamente bombas de estruendo, granadas de gases y armas de indeterminado calibre que pueden causar graves heridas. Además, también han resultado afectadas familias que no hacían parte de las movilizaciones, pues los gases ingresan a sus hogares.
¿Qué estimula la agresividad policial?
Analistas que conocen la situación interna de la Policía Nacional sugieren varias interpretaciones para explicar el nivel de agresividad de los agentes cuando se trata de reprimir la protesta social, un comportamiento que viene escalando desde finales de 2019, cuando se presentaron masivas manifestaciones en el país contra las reformas laboral, educativa y pensional, y a favor de la implementación del Acuerdo de Paz firmado con la extinta guerrilla de las Farc.
Una de las interpretaciones podría tener su anclaje en el atentado contra la Escuela de Policía General Santander, de Bogotá, ocurrida el 17 de enero de 2019. Allí murieron 22 jóvenes que se iban a graduar como agentes de esa institución tras la explosión de un carrobomba introducido al lugar por un conductor suicida. El atentado se lo reivindicó la guerrilla del Eln. (Leer más en: Se reanuda formalmente la guerra contra el Eln)
“Esa agresividad de algunos agentes de Policía podría reflejar una actitud de venganza por ese hecho”, dice uno de los entrevistados, quien pidió la reserva del nombre. Y destacó “el espíritu de cuerpo” que tiene una institución como estas. “Internamente, algunos creen que eso debe ser vengado y el enemigo al que le apuntan estaría en las marchas, especialmente en los colectivos violentos que vandalizan la ciudad cada vez que hay protestas en las calles”.
La actitud vengativa podría recibir estímulos adicionales de los ataques que reciben por parte de manifestantes violentos. No puede dejarse de lado que el primer día de protestas de la semana pasada fue apuñalado el capitán Jesús Alberto Solano, comandante de la SIJIN en el municipio de Soacha, al tratar de prevenir un saqueo durante la jornada de manifestaciones, y murió dos días después en un centro asistencial.
Además, cinco integrantes del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) sufrieron graves quemaduras luego de ser atacados con bombas incendiarias por manifestantes en la Plaza de Nariño de la ciudad de Pasto, en el sur del país, la noche del pasado jueves, durante la segunda jornada de protestas.
“Ese tipo de situaciones, más la judicialización de las que son víctimas cuando sus casos llegan hasta la justicia, son consideradas una afrenta contra la institución y por ello alguien tiene que pagar, de ahí que los manifestantes sean vistos como enemigos, especialmente los vándalos”, reflexiona otro analista en seguridad.
Pero la búsqueda de explicaciones a la agresividad de los agentes también conduce a la situación interna de la Policía Nacional, al parecer mucho más fraccionada de lo que parece. La división estaría dándose entre sectores que se consideran “ruedas sueltas”, como el Esmad, una de las unidades policiales más agresivas y cuyas acciones pocos parecen censurar interna y externamente.
Es claro, además, apuntan los analistas consultados, que, como institución, la Policía Nacional no quiere cambios profundos en su estructura ni en su doctrina, aquella que se ha convertido en un acicate para los uniformados en su papel de contener, a como dé lugar, a los manifestantes en las jornadas de paro. “Es una institución centenaria que pocos quieren reformar, sobre todo en su parte doctrinal”, sentencia uno de los consultados.
También estimula esa agresividad el hecho de que no sea censurada públicamente y de manera drástica por la cúpula policial ni por entidades que deben velar por los derechos de la ciudadanía como la Defensoría del Pueblo y de la Procuraduría General de la Nación, hoy en manos de funcionarios cercanos al Palacio de Nariño y poco dispuestos a confrontar de manera crítica las graves violaciones de derechos humanos que planean sobre la protesta social.
Otro de los aspectos que destacan analistas consultados es la desconexión que existe entre las autoridades civiles locales y regionales con la Fuerza Pública. “No parece haber una interacción eficiente entre unos y otros”, dice uno de ellos y tampoco parece haber quién tienda puentes para ponerle freno a la situación.
Pero hay otros estímulos, esta vez externos a la institución, que azuzan a la jauría policial en contra de la ciudadanía. Se destaca, en ese sentido, un trino difundido por el exsenador y expresidente Álvaro Uribe, quien pidió apoyar “el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”.
Si bien la red social Twitter tomó cartas en el asunto y censuró ese trino, ocultándolo, el mensaje fue divulgado y exacerbó los ánimos, agravándose con la decisión del presidente Duque de ordenar la militarización de aquellas ciudades donde la protesta social estuviera más radicalizada, maquillando la decisión al decir que se trataba de “asistencia militar”.
El dilema con ese comportamiento de jauría policial, que vaga de día y de noche, en busca de sus víctimas, es que no parece haber nadie que le imponga un freno y evite que se sigan vulnerando los derechos fundamentales de la ciudadanía. Alcaldes y gobernadores no pesan mucho en este momento; la Procuraduría no alza su voz con contundencia; la Defensoría del Pueblo brilla por su ausencia y las violaciones de derechos humanos las están registrando organizaciones no gubernamentales; y desde el gobierno nacional, pese al anuncio de retirar la reforma, tampoco hay una voz que lidere un urgente y creíble proceso de concertación nacional. La ira está desatada y sin control.
(La foto de portada es cortesía de Jennifer Rueda)