La actuación de la Fuerza Pública en las manifestaciones callejeras es cada vez más agresiva, a tal punto que se le responsabiliza de por lo menos 13 asesinatos en tres días de rechazo a la brutalidad de algunos uniformados en Bogotá. Pero hay más hechos delictivos que los agentes cometen con total impunidad, entre ellos el de la tortura, crimen que está proscrito por el derecho internacional.

A Lizeth Orozco la detuvo un piquete de la Policía la noche del pasado miércoles en una de las calles de la localidad de Ciudad Bolívar, en el sur de Bogotá. Su captura se produjo en la noche del pasado miércoles, cuando socorría a un joven que se estaba ahogando con los gases lacrimógenos arrojados por agentes del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) para disolver la manifestación que adelantaban contra la brutalidad policial.

La protesta se generó luego de conocerse el asesinato de Javier Ordóñez, un estudiante de Derecho y quien laboraba como taxista, a manos de por lo menos siete agentes de la Policía, quienes lo golpearon hasta destrozarle el cráneo y romperle varios órganos vitales.

Los hechos ocurrieron al amanecer del pasado miércoles en el Comando de Acción Inmediata (CAI) de Villa Luz, localidad de Engativá, noroccidente de la capital de la República. Hasta el lugar fue llevado Ordóñez luego de ser detenido en el barrio Santa Cecilia por los agentes, quienes en ese primer momento le aplicaron sendas descargas eléctricas con pistolas taser, violando todos los protocolos para el uso de estas armas.

Esta cruenta acción de los uniformados generó gran indignación en Bogotá y en varias ciudades del país, razón por la cual miles de personas, en especial jóvenes, se volcaron a las calles ese mismo día para pedir justicia por ese crimen y exigir reformas en la Policía.

Lo que evidenció la acción represiva de la Policía para contrarrestar los desmanes de los manifestantes es que la autoridad policial se impuso sobre la autoridad civil, fracturando el Estado social de derecho.

Los CAI, un infierno

Foto de archivo: cortesía: Miguel Cruz (@sch.pht).

Para prevenir cualquier altercado con la Fuerza Pública, a Orozco, de 23 años de edad, quien hace parte de la Mesa Técnica de Trabajo Altos de la Estancia y del movimiento Marcha Patriótica, le delegaron la tarea de acompañar a los manifestantes en la protección de sus derechos humanos.

“Estaba en el barrio El Perdomo haciendo mi labor y un chico se ahogaba por la inhalación del gas. Yo me acerqué a ayudarlo porque yo sabía que era menor de edad y estaba muy mal”, cuenta la joven.

Justo cuando estaba ayudándolo, aparecieron varios policías motorizados, según ella, “disparando a diestra y siniestra”, y su reacción fue correr, no obstante, a los pocos metros fue capturada. Pese a que se identificó con su carnet de derechos humanos de Marcha Patriótica, los agentes hicieron caso omiso y se la llevaron, a eso de las nueve de la noche, para el CAI de El Perdomo.

“Desde que llegué me empezaron a agredir con la taser, con golpes, psicológicamente, verbalmente”, cuenta la joven, a quien tildaron de “delincuente” y “guerrillera”. Lo que más la asustó es que cuando varios compañeros suyos de la Red Popular de Derechos Humanos (REDHUS) fueron hasta el CAI a preguntar por ella, los agentes negaron que la tuvieran detenida.

La joven estuvo con otros 11 muchachos en la misma celda. La situación allí era dramática: uno de los jóvenes tenía golpes en la cabeza; a otro le habían fracturado un brazo y la clavícula; además, los dejaban a oscuras por momentos. “Todos estaban muy asustados, y tal sería el miedo que tenían que los chicos decían ‘nos van a matar, nos van a matar’”, detalla la joven.

Luego de dos horas de detención, fue liberada, y denunció que los agentes le robaron su teléfono celular: “En el momento en que llegué al CAI yo tenía mi celular y mis documentos en una carterita chiquita y de una vez me quitaron el celular y me botaron todos mis papeles al piso. Alcancé a recuperar todos mis documentos, pero el celular no. Eso sí me preocupa, por si me quisieran hacer un montaje o cualquier cosa que quisieran hacer”.

Uno de los defensores de derechos humanos que se acercó al CAI de El Perdomo a preguntar por la joven fue Christian Robayo, edil de Ciudad Bolívar. Durante buena parte de la noche del pasado miércoles y del amanecer del jueves, estuvo constatando los abusos de la Policía en distintos lugares de la localidad.

Además de Orozco, también capturaron al líder barrial Wilder Adrey Téllez por el sólo hecho de estar grabando los procedimientos policiales en el CAI de Arborizadora Alta, otro de los sectores de Ciudad Bolívar. Una vez dentro del sitio, fue insultado, golpeado reiteradamente con objetos contundentes y rociado con gas pimienta. Ese tipo de torturas también se los infligieron a por lo menos otros diez jóvenes, entre ellos varios menores de edad.

“A Wilder le dan varios golpes en su cabeza y en su mandíbula. Uno de esos golpes le acaba tumbando cuatro piezas dentales. Por supuesto, les quitan documentos, plata, celulares, cierran el CAI, apagan las luces y por más de cuatro horas lo retienen a él y a los demás jóvenes, maltratándolos, ultrajándolos, incluso, los amenazan con arma de fuego puestas directamente en su rostro”, detalla el edil.

Después de varias gestiones de Robayo y de dos edilesas ante la Secretaría de Gobierno Distrital y organizaciones de derechos humanos, la Policía liberó tanto a Téllez como a Orozco y a varios jóvenes más. “Hay videos en los que se observan golpes en la espalda, fisuras, roturas de huesos, contusiones. Estos jóvenes salían aturdidos”, cuenta el edil, quien asegura que los agentes retuvieron a todo el que encontraban por la calle y los conducían a los CAI, donde eran sometidos a brutales golpizas.

“Lo que ha sucedido es una auténtica masacre con los jóvenes de nuestra ciudad”, afirmó anoche la alcaldesa Claudia López, durante una alocución transmitida por los canales locales de televisión.

Las 72 horas de intensa protesta y de las arbitrariedades de la Policía para contrarrestarla dejaban hasta anoche un saldo de 14 personas muertas en Bogotá y el municipio vecino de Soacha, en 13 de las cuales tendría responsabilidad la Fuerza Pública, y por lo menos 438 heridos, 72 de ellos con arma de fuego. La Policía, por su parte, reportó 147 agentes heridos.

La tortura, impune

Foto de archivo: cortesía: Miguel Cruz (@sch.pht).

Además de las agresiones descritas por quienes estuvieron detenidos de manera arbitraria en los CAI, en redes sociales y gracias a las personas que se arriesgaron para grabar los abusos de los agentes de Policía, se captaron sendas golpizas contra decenas de personas, algunas de las cuales estaban participando en las protestas y otras, simplemente, pasaban por el lugar.

La escena, repetida en diversos sectores de Bogotá, tenía un patrón común: un grupo de agentes de Policía, motorizados, les cerraban el paso a las personas, las agredían brutalmente y luego las abandonaban el lugar, dejándolas en el suelo y con fuertes lesiones en todo su cuerpo. En muchos de esos casos, la víctima no fue detenida ni conducida a una estación. Simplemente era apaleada hasta la saciedad por los uniformados.

Lo que revelan las imágenes es que era una operación en masa, que permitía diluir las responsabilidades de los policías. En varios casos, según denuncias ciudadanas y detalles que arrojan los mismos videos, las identificaciones de los uniformados fueron cubiertas por sus propias chaquetas usadas al revés.

De acuerdo con Leyder Perdomo, abogado de la Corporación Jurídica Libertad (CJL), un colectivo de defensores de derechos humanos de Medellín, lo que se ha observado durante las manifestaciones de las últimas 72 horas son actos de la Policía que van más allá de la extralimitación de un funcionario o de “manzanas podridas”.

A juicio de Perdomo, “es una actitud mucho más sistemática de los organismos de Policía, en el sentido de que no es un uso de la fuerza extralimitado, sino que pareciera ser una actuación deliberada de maltrato y dolor en contra de las personas que están siendo agredidas”.

Similar apreciación tiene Diana Sánchez, directora de la organización no gubernamental Minga, con amplia experiencia en la defensa de los derechos humanos: “Son policías que aparentemente salen sueltos, pero cuando hay una actitud sistemática por todos lados, no se puede hablar de manzanas podridas ni de casos aislados. Eso es un enfoque, una política, una directriz”.

El asesinato de Ordóñez luego de la dura golpiza propinada por los agentes del CAI de Villa Luz, así como las agresiones y tratos degradantes contra Orozco, Téllez y cientos de manifestantes más, son prácticas que, en teoría, están proscritas y son condenadas por tratados internacionales.

infligir dolores intensos físicos o sicológicos con el fin de castigar, cuando además es perpetrado por un agente estatal, se denomina “tortura, trato cruel, inhumano y degradante”, precisa Perdomo, quien advierte que ese ensañamiento de los policías a veces es contra personas que ni siquiera son formalmente privadas de la libertad, tal como se observó en Bogotá desde el miércoles pasado.

El asunto no es menor. Colombia es uno de los países firmantes de Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, adoptada por la Organización de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984. Colombia se adhirió a ella y la aprobó a través de la Ley 70 del 15 de diciembre de 1986.

Este instrumento internacional define la tortura como “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”.

Al adherirse al Convenio contra la Tortura, Colombia se comprometió a tomar “medidas legislativas, administrativas, judiciales o de otra índole eficaces para impedir los actos de tortura en todo territorio que esté bajo su jurisdicción”. Además, a no invocar “circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura”; así como a evitar que un delito de esta magnitud fuese respaldado por “una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública”.

La tortura como delito está tipificado en el Código Penal vigente en el país. Quien cometa este tipo de actos contra la población civil podría incurrir en prisión de 10 a 20 años, y la prescripción de la conducta será de 30 años.

Si bien, Colombia adecuó sus normas penales a la exigencia internacional, aún no ha ratificado el Protocolo Facultativo de la Convención, evitando así visitas periódicas al país de organizaciones internacionales para verificar la situación, sobre todo en las cárceles.

El fenómeno de la brutalidad policial a Bogotá, escenario de cruentos hechos de violencia en los últimos tres días, es complejo en ese sentido. Hasta antes del pasado miércoles, la Alcaldía tenía registrados 137 denuncias de abuso de los uniformados sólo en este año, que van desde homicidio, pasando por violencia verbal y física, acceso carnal violento, acoso contra las trabajadoras sexuales trans en las calles y hostigamientos a defensores y defensoras de derechos humanos.

“El problema ante esas denuncias es que la Policía sólo ha dado respuesta a 38 casos”, dice una fuente consultada que conoce la situación y, por razones de seguridad, pidió la reserva de su nombre. A ellos habría que sumarle las 119 denuncias cometidos durante los tres días de protesta, y en muchas de los cuales se configura el delito de tortura. Todos ellos le fueron entregados ayer por la alcaldesa López a la Procuraduría General de la Nación para que adelante las investigaciones disciplinaras respectivas.

“Es necesario que haya un organismo independiente, distinto y ajeno a la Policía que garantice una investigación y ese es la Procuraduría” afirmó la mandataria distrital, al justificar la entrega del material probatorio al titular del Ministerio Público, Fernando Carrillo.

“Doctrina del enemigo interno”

Foto de archivo: cortesía: Miguel Cruz (@sch.pht).

¿Y por qué, además de disparar de manera indiscriminada contra los manifestantes, infligen torturas y tratos crueles e inhumanos contra las personas que, a veces, ni hacen parte de las protestas?

Diversos analistas consultados por este portal coinciden en señalar que el comportamiento de los agentes de la Policía en las manifestaciones, que derivan en actos delictivos como el homicidio y la tortura, obedecen a una razón fundamental: “la doctrina del enemigo interno”, un concepto forjado en los manuales de seguridad hace más de cinco décadas, que aún no han sido revaluados y se aplican, como se ha visto, hasta la sevicia.

Al respecto, Sánchez, de Minga, expone una visión crítica de la actitud del actual gobierno, liderado por el presidente Iván Duque (2018-2022): “Retomaron la doctrina de Seguridad Nacional del enemigo interno. Ya no les importa que sea evidente su criminalidad y exposición mediática. Están convencidos de su fuerza y de su capacidad, y consideran que si hay que matar, hay que matar. Tienen que mantener el control ciudadano con la fuerza y con las armas. Eso es autoritarismo puro”.

Para el abogado Perdomo, de la CJL, el escenario de represión que se observó en Bogotá, y en menor proporción en diversas ciudades del país, “es una práctica de muy vieja data de las autoridades militares y de policía en este país, que se ha dicho mucho, corresponde a una postura doctrinal que desde los años 50 asumieron las fuerzas militares del Estado, fundada en la amenaza comunista, y que entendió que toda expresión social de inconformidad o de protesta, se inscribía en una amenaza mucho más grande, en grupos guerrilleros”.

En esa perspectiva, agrega este abogado, “la protesta social dejó de ser un derecho que se manifiesta en contextos democráticos para convertirse en la percepción y subjetivación policial y militar en una postura de agresión contra la Nación y contra el Estado, contra la seguridad y contra el orden. Y desde ahí el tratamiento ha sido eminentemente represivo y con cortes claramente militares”.

A la aplicación de esa doctrina del enemigo, se suma un asunto bastante grave, a juicio de los analistas: las falencias en la formación táctica de la Policía. Un experto en el tema, que pidió la reserva de su nombre dado que ocupa un cargo gubernamental, es bastante explícito en la descripción del problema.

“Si de verdad los muchachos y muchachas fueran organizados, acaban con la Policía entre miércoles y jueves, porque lo que han hecho los policías de ir en grupos de diez a golpear y si acaso capturar personas, de perseguir a todo el que vean, dejan en una posición vulnerable a los mismos uniformados y a la ciudadanía”, explica este analista.

A su juicio, este tipo de operaciones, en el que dejan a uno o dos agentes cuidando unas vallas frente a una multitud agresiva, revela que, en las manifestaciones, los agentes carecen de un plan de intervención preciso “y por eso salen a dispararle a la gente”, dice, tal como se vio en los últimos tres días.

Agrava aún más la situación los altos niveles de impunidad que rodean los hechos de abuso policial. En ese punto repara Jerónimo Castillo, director del área de Seguridad y Política Criminal de la Fundación Ideas para la Paz (FIP): “Ha habido un incremento progresivo de impunidad frente a los hechos de abuso de autoridad que ha terminado generando, en ciertos sectores, una cultura recurrente del abuso”.

Tras detallar varios hechos de brutalidad policial ocurridos en el pasado y que no han sido procesados en debida forma, este experto en temas de seguridad insiste en que se han acumulado de manera impune, y advierte que “el mensaje que se está mandando de alguna manera es: ‘no se preocupe que usted como funcionario de Policía puede hacer cualquier cosa’”.

No obstante, Castillo aclara que, a su juicio, no son hechos coordinados de la Policía en toda la ciudad: “Eso no lo estamos viviendo, es una exageración y es un sobredimensionamiento de lo que está pasando, pero tenemos un problema fundamental de impunidad. Y eso tiene que ver con un déficit estructural en los temas de supervisión y control”.

Sobre la autoridad civil

Foto de archivo: cortesía: Miguel Cruz (@sch.pht).

El problema que plantea Castillo se enfrenta un asunto de mayor calado: el empoderamiento de la Policía en Bogotá durante los últimos tres días, que les permitió reprimir la protesta social con mayores niveles de brutalidad, y que refleja el pulso que le ha venido ganando la Fuerza Pública sobre la autoridad civil.

Un ejemplo claro: la queja de la alcaldesa López por lo que considera que la actuación criminal de numerosos agentes de la Policía fue un acto de desobediencia a sus órdenes de no accionar sus armas contra los manifestantes.

Sánchez, de Minga, resalta esa situación al señalar que se desconoció la autoridad legítima de la mandataria distrital: “A pesar de que ella ha desautorizado cualquier uso de las armas, le han dado un golpe de facto al Estado de Derecho en Bogotá y a su mandato popular. Eso es algo premeditado y calculado, que ha sido aprovechado políticamente”.

El abogado Perdomo, de la CJL, dice que policías y militares han ido ganando espacios de decisión en distintos niveles. “Y eso tiene que ver no sólo con la ejecución de la violencia sino de decisión sobre qué sentido debe tener la ejecución de esa violencia”.

Con el incremento de la protesta social en los últimos años, las muestras de ese tipo de autoridad se están haciendo más evidentes. Perdomo insiste en que “policías y militares asumen una actitud de autoridad, ya no piden permiso. La Alcaldía de Bogotá y me atrevo a decir que la de Medellín, están siendo omitidas, obviadas en el accionar de policías. Se expresa, por ejemplo, en no reportar las personas detenidas”.

Si bien esta crítica situación se hizo evidente en la capital de la República esta semana, en las áreas rurales se ha expresado de tiempo atrás y con un alto nivel de invisibilidad e impunidad. “En el campo -agrega el abogado de CJL- esas situaciones son reiteradas. Desde la suscripción del Acuerdo de Paz se han evidenciado maltratos en contra de personas que lo defienden, en temas de erradicación de cultivos, ametrallamientos, disparos indiscriminados, retenciones de pobladores, torturas, judicialización de los líderes sociales”. (Leer más en: Campesinos de Vista Hermosa, bajo la estigmatización de la Fuerza Pública)

Para otro analista consultado por este portal, quien también pidió la reserva del nombre por el cargo que ocupa, esas actuaciones policiales y militares evidencian una fractura de la autoridad, situación que califica de “supremamente grave” y lamenta la imagen de la alcaldesa López “rogando porque le den explicaciones de por qué sus órdenes han sido desconocidas”.

Su análisis coincide con el de Perdomo al destacar que esa imposición sobre las autoridades locales también está ocurriendo en diversas zonas del país. “La autoridad policial y militar está por encima de la autoridad civil y eso es gravísimo”, reitera. “Estamos viendo rupturas de orden constitucional del Estado Social de Derecho”, que se ha exacerbado en el gobierno del presidente Duque.

Reformar sector de la seguridad

Foto de archivo: cortesía: Miguel Cruz (@sch.pht).

¿Y cómo reparar el problema? Este analista consultado expone que la discusión debe ir más allá de transformar la Policía como institución y se debe abordar con rigurosidad el debate sobre la reforma al sector de seguridad, comenzando por desmontar la doctrina del “enemigo interno”.

“Cuando se habla de desmontar la doctrina de seguridad, se está hablando de aplicar los principios del Derecho Internacional Humanitario, distinción de objetivos, uso proporcionado de la fuerza, cesar toda lógica de amigo-enemigo interno”, plantea, pero reconoce que un debate como esos es “un tema tabú que tiene muchos intereses y sobre el cual varios sectores políticos y del sector privado no van a dar el brazo a torcer. Ahora estamos viendo que es necesario”.

La alergia que produce el tema de la reforma se exacerbó en febrero cuando la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet planteó desde Ginebra (Suiza), en su informe anual sobre Colombia, recomendó al Estado colombiano “transferir la supervisión de la policía al Ministerio del Interior”.

El planteamiento fue rechazado de plano por el presidente Duque, quien calificó la sugerencia como una “intromisión” y le advirtió que ese “es un debate que les corresponde a las autoridades colombianas en el marco de la institucionalidad colombiana”.

No obstante, defensoras de derechos humanos como Sánchez, de Minga, insiste en sugerir la necesidad de adelantar “una reforma estructural y de doctrina de la Fuerzas Armadas, no medidas de procedimiento, como se ha planteado desde el gobierno nacional. Estamos proponiendo que la Policía hay que volverla una institución civil como lo fue en el pasado y sacarla del Ministerio de Defensa”.

Los mecanismos para adelantar esa discusión ya están creados, afirma Castillo, de la FIP, y destaca la Comisión Nacional de Policía y Participación Ciudadana, que se originó con el Decreto 1028 de 1994, un espacio en el que tienen cabida autoridades gubernamentales y diversos sectores sociales y que desde su creación muy pocas veces ha sido convocada.

Este investigador plantea que lo que ocurre con la Policía en las calles es responsabilidad del Presidente de la República y de las autoridades “que no recurren a los mecanismos que tienen para poder involucrar a la sociedad. Tiene que haber un diálogo institucional, pero también una convocatoria a la sociedad para analizar lo que pasa, y el mecanismo existe. Esa comisión puede valorar la estructura normativa y avanzar en la estructuración de una reforma”.

El edil Robayo se aventura a plantear algunos temas como la promoción de los agentes de Policía, la formación en derechos humanos, el tipo de dotación de armas y la inversión que recibe para su funcionamiento.

El experto en seguridad consultado indica que esa reforma debe ser urgente porque, a su juicio, la Policía Nacional arrastra una gran crisis interna desde hace varios años y nadie se ha atrevido a hacerla pública. Muestra de ello es la gran frustración que gravita sobre la institución: “La sensación de los buenos policías es de indignación por lo que ocurre y porque no pueden salir a expresarlo, ni a hablar de quienes sí agreden a la gente”.

A esa petición de reforma se sumó la alcaldesa López, pero al planteársela ayer al presidente Duque, éste dijo que no: “Él descarta de plano esa reforma, yo lo lamento mucho porque creo que se necesita”.