Se trata de hombres y mujeres que retienen en Cúcuta y varios municipios vecinos que son declarados objetivos militares por grupos paramilitares. Hasta el momento no se tienen cifras concretas sobre las víctimas. Informe especial de Juan Diego Restrepo E.
“Eso es una cueva de paramilitares”, dice el taxista minutos antes de llegar al corregimiento Juan Frío, municipio de Villa del Rosario, en Norte de Santander. Atemorizado, cruza a mediana velocidad por la única vía pavimentada que tiene el sector, donde predominan restaurantes de todo tipo que ofrecen un pescado conocido como cachama, la especialidad del lugar. Varios kilómetros después, el vehículo da la vuelta y sale del caserío. “Aquí el ambiente es muy pesado”.
El temor del conductor no es infundado. Dada su ubicación de frontera con el estado Táchira, Venezuela, en Juan Frío los paramilitares pusieron en práctica desde el año 2000 un macabro plan para atentar contra aquellos que son considerados objetivos militares: los retienen del lado colombiano, los asesinan y los cuerpos son arrojados al otro lado de la frontera para evitar que sean recuperados. La Fundación Progresar, una organización no gubernamental de Cúcuta que impulsa una investigación al respecto, describe este fenómeno como desapariciones transfronterizas.
Extraoficialmente, se calcula que durante esta década más de 200 personas, entre campesinos, contrabandistas, líderes sociales, comerciantes y hasta enfermos mentales, han sido retenidas por grupos paramilitares que delinquen en Norte de Santander, particularmente en Cúcuta y municipios vecinos, quienes luego son asesinadas y sus cadáveres arrojados en diversos terrenos baldíos del estado Táchira. Hoy, los familiares de esas víctimas se encuentran en varios caminos sin salida.
El corregimiento Juan Frío se convirtió durante esta década nosólo en un fortín del Frente Fronteras, comando urbano que hizo parte de la desmovilización colectiva del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ocurrida el 10 de diciembre de 2004 y liderada por el jefe paramilitar Salvatore Mancuso, sino en una zona clave para los grupos de origen paramilitar que surgieron luego de la dejación de armas de esa estructura ilegal.
Uno de los “botaderos” frecuentados por los paramilitares para arrojar los cuerpos es el Llano de Jorge, un sitio justo al otro lado del corregimiento Juan Frío, tan solo separados por río Táchira. Allí se han encontrado varias osamentas en los últimos meses. Pero no es la única. Se cree que hay por lo menos cinco puntos específicos entre los 450 kilómetros de frontera que tiene Norte de Santander con los estados Zulia y Táchira.
Buena parte de esos lugares han sido recorridos por familiares de víctimas quienes, en un intento por recuperar a sus parientes, se arriesgan a buscarlos entre las aguas del afluente, en sus riberas y en entre la maleza.
Una de ellas es María*. Su hermano fue retenido en Juan Frío por un comando paramilitar en julio del año pasado. Hasta la fecha no se sabe dónde está. “Recorrimos varios lugares, nos metimos por varias trochas, en la maleza, para ver si encontrábamos algo, pero nada. Mirábamos dónde había chulos (gallinazos) y los seguíamos pero nada. Sólo nos encontramos con varios animales muertos”.
Durante varias semanas, esta mujer caminó por diversos lugares fronterizos buscando a su hermano, pero sin resultado alguno. “En una de esas salidas, una niña en una finca nos impidió la entrada; en otra, la misma policía nos obligó a devolvernos porque nos advirtieron que por allí vivían los paramilitares”.
En una de las últimas búsquedas, María encontró la osamenta de una mujer, que aún conservaba su falda. “Me asusté tanto que me devolví”. Pero tuvo que suspender sus recorridos porque comenzó a recibir llamadas de hombres que le advertían que dejara de buscar a su hermano. “Si no lo hacía, correría la misma suerte de él”, dice.
Sus viajes de un lado y otro de la frontera la llevaron a conocer tres predios rurales, conocidos como San Francisco, Las Margaritas y La Candelosa, donde al parecer permanecen grupos paramilitares, quienes asesinan allí a sus víctimas. “Aquí en Villa del Rosario nadie habla sobre el tema, hay mucho miedo, sobre todo porque la Policía no colabora”.
Camino de los NN
Este tipo de crimen se ha convertido en todo un drama para los familiares de las personas que son asesinadas y “botadas” al otro lado de la frontera. Tres aspectos sustanciales afectan la búsqueda de las víctimas: el temor a represalias por parte de los grupos paramilitares; la falta de organización de las autoridades venezolanas en el tratamiento de los cadáveres, que impide una identificación efectiva de las víctimas; y las tensiones políticas entre los gobiernos de los dos países, que genera obstrucciones en el acceso de los colombianos a Venezuela para averiguar por sus muertos.
“Cuando las autoridades venezolanas encuentran cuerpos sin vida en las riberas del río Táchira, les hacen el levantamiento sin mayores cuidados y son enviados a la morgue del cementerio de la ciudad de San Cristóbal”, explica un investigador de la Fundación Progresar que solicitó la reserva del nombre. “Si el cuerpo está entero los dejan varios días en las neveras a la espera de la identificación, pero como no llega nadie entonces los arrojan a una fosa común. Si lo que se encuentra es una osamenta, se remite a Caracas para su análisis. En ambos trámites se pierde todo rastro de la víctima, quedando en total impunidad”.
De acuerdo con cifras de la Fundación Progresar, a finales del año pasado 23 cuerpos fueron arrojados a una fosa común del cementerio de San Cristóbal luego de varios meses a la espera de ser identificados. “Como nadie llegó a reclamarlos, procedieron a enterrarlos. La hipótesis que tenemos es que son colombianos”, afirma el investigador consultado.
La falta de experiencia de las autoridades venezolanas en este tipo de casos impide, por ejemplo, que se tomen registros fotográficos de los cadáveres, de sus prendas o de sus objetos personales, lo cual facilitaría una identificación posterior de la víctima por parte de sus familiares.
Otro de los problemas en Venezuela es que la información de Medicina Legal es supervisada por el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) organismo adscrito al Ministerio del Poder Popular para Relaciones Interiores y Justicia que no permite la divulgación de cifras sobre el crimen porque pueden afectar la imagen del gobierno, de ahí que sea complejo establecer cuantos realmente son los casos que tienen.
Pero la impunidad no sólo se activa del lado venezolano. La Fundación Progresar ha tratado que los fiscales de la Unidad Nacional para la Justicia y la Paz que procesa a los paramilitares acogidos a la Ley 975 indaguen entre los postulados por esta forma de desaparición forzada, sin que se haya logrado mayor profundidad en las confesiones.
Uno de los paramilitares postulados que por lo menos ya aceptó el delito de desaparición forzada es Gilmar Mena Cabrera, alias ‘Balsudito’, del Bloque Catatumbo, quien reconoció ante la Fiscalía su responsabilidad en la desaparición de por lo menos 80 personas, durante octubre, noviembre y diciembre de 1999, en el municipio de Tibú.
Otro paramilitar, que delinquió en la región del Catatumbo, le dijo a un fiscal de Justicia y Paz en marzo del año pasado que en algún momento se habían metido en problemas con la Guardia Nacional venezolana por cuanto los cuerpos de sus víctimas arrojados al río Catatumbo estaban quedándose en ese lado de la frontera. Según la confesión, llegaron a un acuerdo con los uniformados para evitar ese problema y comenzaron a depositar los cadáveres, muchos de ellos mutilados, en una zona conocida como Los Caracoles, jurisdicción de Tibú.
La razón que al parecer tienen los paramilitares para admitir que buena parte de sus víctimas hayan sido arrojadas al lado venezolano es que puedan ser procesados por la justicia de ese país. Por lo menos esa es la hipótesis planteada por uno de los juristas de la Fundación Progresar: “Intento creer que es porque temen que el gobierno venezolano les pueda abrir investigaciones por crímenes cometidos allá y una vez paguen los paramilitares aquí sus penas, sean extraditados para que respondan penalmente”.
Si bien la falta de experiencia de las autoridades venezolanas para manejar este tipo de casos y la poca claridad que ofrecen los paramilitares procesados en Justicia y Paz contribuye a que las víctimas no sean reconocidas, se conocen algunos casos donde los muertos han sido reconocidos plenamente. Y allí comienza otro drama.
Ese es el caso de Rosa*, a quien grupos paramilitares le desaparecieron un hijo hace tres años y su cuerpo fue identificado en octubre del año pasado por autoridades venezolanas. Desde ese momento y hasta la fecha no ha podido lograr que las fiscalías de ambos países lleguen a un acuerdo para que la señora pueda registrar la muerte de su hijo en Colombia.
De acuerdo con uno de los abogados de la Fundación Progresar, que acompaña este tipo de procesos, la informalidad fronteriza prevalece en este tipo de situaciones con efectos negativos para las familias de las víctimas de desaparición forzada.
“Cuando se identifica un cadáver en Venezuela, las autoridades se lo entregan a una funeraria dese ese país, una vez contactada su familia, ésta viaja a San Antonio, estado de Táchira, y allí se hace entrega del cuerpo a una funeraria colombiana, quien transporta el cuerpo hasta Cúcuta”, explica el funcionario. “Como el trámite entre Fiscalías es muy complejo, algunas personas prefieren la informalidad”.
Jurídicamente este tipo de informalidades tiene un problema de fondo: el certificado de defunción venezolano no tiene validez en Colombia, por lo que la víctima, para todos los efectos, sigue viva. ¿Qué significa eso? Que por ejemplo no hay manera de reclamar la indemnización que ofrece la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional (Acción Social) ni realizar algún otro trámite legal.
“Acción Social alega en estos casos no tiene cobertura porque sólo puede responder en Colombia por muertes ocurridas en el país producidas por grupos al margen de la ley colombianos”, precisa el jurista.
A todos estos problemas se suma el de la seguridad para las familias de las víctimas de desaparición forzada. En ese sentido, Wilfredo Cañizares Arévalo, director ejecutivo de la Fundación Progresar, asegura que este tipo de casos genera mucho riesgo para los denunciantes.
“Todos los casos que están por fuera de la Ley de Justicia y Paz son muy delicados. Los victimarios son paramilitares desmovilizados que hoy están reagrupados ante cualquier tipo de proceso o de denuncia se hacen matar para que no los lleven a la cárcel”, señala el directivo. “Por ello es muy riesgoso para todos aquellos que asumen la denuncia y la búsqueda de sus familiares desaparecidos”.
Para contrarrestar esas amenazas, desde la Fundación Progresar se está gestionando ante las autoridades judiciales para que varios casos de desaparición forzada sean asumidos por la Unidad Nacional de Derechos Humanos de la Fiscalía en Bogotá. “Eso ayudará al blindaje de los familiares y a librar los procesos de influencias ilegales regionales”, afirma Cañizares Arévalo.
Pero esa es una de las decisiones que se deben sumar a otras más de fondo que apunten a resolver problemas tan complejos como la identificación de las víctimas en Venezuela de manera pronta, la entrega a sus familiares y el reconocimiento de esas muertes ante las autoridades colombianas que permitan obtener las reparaciones de ley.
En ese sentido, según Cañizares Arévalo, ya hay un interés manifiesto de algunas autoridades diplomáticas venezolanas y de funcionarios de la Fiscalía colombiana, en particular de fiscales de la Unidad de Justicia y Paz. Lo que se espera es que los problemas entre los gobiernos de Caracas y Bogotá no impidan la construcción de acuerdos que generen soluciones concretas a un fenómeno de la guerra que hoy afecta a los nortesantandereanos.
* Por razones de seguridad, algunos nombres fueron omitidos o cambiados por solicitud de las fuentes.