Masacre de Segovia, Antioquia (Agosto de 2002)

      
Crónica de Juanita León publicada en su libro País de plomo sobre la masacre ocurrida en este municipio antioqueño en agosto de 2002.


Llegué a Segovia en la primera semana de octubre de 2002, aún impresionada con las imágenes del sepelio de las autodefensas que había visto la noche anterior. «Doble Cero», el jefe paramilitar del Bloque Metro, había enviado el video a los medios de comunicación para corroborar su denuncia contra el Ejército. En un comunicado de mediados de agosto, Doble Cero reveló que una patrulla al mando del subteniente Jairo Velandia Espitia había asesinado el 9 de agosto a veinticuatro combatientes suyos en estado de indefensión, en las afueras del casco urbano de Segovia, tras citarlos para coordinar un ataque conjunto contra una columna de las Farc.

En un principio los periodistas ignoramos su denuncia porque estábamos ocupados cubriendo las secuelas de los atentados terroristas cometidos por las Farc durante la posesión del presidente Álvaro Uribe el 7 de agosto. Pero cuando el corresponsal estadounidense Scott Wilson publicó en el Washington Post la versión de que los paramilitares habían sido engañados y emboscados en este municipio minero a doscientos kilómetros al nororiente de Medellín, y señaló la coincidencia de este aparente triunfo militar con la certificación anual en derechos humanos realizada en esas fechas por el gobierno de Estados Unidos, los medios colombianos reprodujimos la noticia.

Según Wilson, la Operación Tormenta, catalogada por el general Martín Orlando Carreño, en ese entonces comandante de la Segunda División del Ejército, como «una victoria histórica del Ejército contra las autodefensas», era muy útil para despejar cualquier duda sobre el compromiso —tantas veces cuestionado— del Ejército en su lucha contra los paramilitares, y para asegurar la asistencia militar por 1.300 millones de dólares, en ese momento objeto de debate en el Congreso estadounidense.

La ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, y el vicepresidente Francisco Santos salieron de inmediato a descalificar públicamente el artículo del Washington Post. Pero ya era demasiado tarde. El Tiempo publicó al día siguiente el escalofriante testimonio de uno de los paramilitares emboscados, quien aseguró haber entablado la relación con el subteniente Velandia; y Doble Cero concedió entrevistas a medios nacionales e internacionales en las cuales describió en detalle la alianza de los paramilitares con los militares en Segovia. El incidente se convirtió en una pesadilla para el gobierno, porque aunque la larga connivencia entre autodefensas, militares y policías es evidente desde hace varios años en algunas regiones, la élite en Bogotá ya no podía seguir negando la alianza después de escucharla directamente de boca del paramilitar. La confesión de un criminal es irrebatible.

De victimarios a mártires de la patria
En la primera toma del video aparecen los Galil y las balas incautadas a las autodefensas perfectamente alineadas en un plástico verde. A su lado, los cadáveres de los muchachos muertos se amontonan unos sobre otros en la greda de la carretera. Algunos están con los ojos abiertos, asustados. Otros tienen los cuerpos destrozados por las granadas. Las moscas zumban a su alrededor. En la segunda imagen aparecen los féretros sostenidos sobre sillas en una sala comunal; están abiertos. Los niños recorren el salón, mirando la cara de los muertos. Tercera toma: el alcalde Alberth José Rodríguez lee un emotivo discurso. Desde un atril, les habla a las familias de los deudos y a los periodistas que llegaron en un vuelo charter fletado por la Alcaldía de Segovia desde Medellín, para que «le cuenten al mundo cómo a estos jóvenes los asesinaron dentro de un camión y no en combate». Repite varias veces: «El Ejército que tanto queremos se equivocó».

En la cuarta toma suena la canción de Roberto Carlos: «Tú eres mi hermano del alma realmente el amigo / que en todo camino y jornada está siempre conmigo / aunque eres un hombre aún tienes alma de niño / aquel que me da su amistad, su respeto y cariño». Con la música de fondo, desfilan los veinte ataúdes envueltos en la bandera tricolor a lo largo de una calle de honor formada por mujeres vestidas con minifalda negra y blusa blanca. Dos carros mortuorios tocan la sirena y una multitud ondea banderitas blancas de papel ypancartas; exigen un castigo para el teniente responsable de la masacre. La banda toca una marcha fúnebre y todos caminan hacia la iglesia. La quinta toma es en la parroquia: el cura del pueblo y su monaguillo rocían los féretros con agua bendita y esparcen abundante incienso. «Dios es el único que puede dar la vida y el único que la puede quitar», predica el padre desde su púlpito. Los jóvenes paramilitares escuchan el sermón en la primera fila, con los brazos cruzados, y bajan
piadosos los ojos.

Sexta toma: desde los balcones una gente fisgonea, otros se agolpan en las tiendas y otros más participan en la marcha fúnebre. Cuando suena por un altoparlante un narcocorrido en honor de los muertos, todos guardan silencio: «Estoy metido en la mafia. / Prefiero un cementerio aquí en Colombia / y no una cárcel en Estados Unidos», dice la canción. La fila de féretros se extiende varios metros y avanza hacia el cementerio detrás de la banda municipal. Los músicos repican sus tambores y triángulos por la larga calle de La Reina. Precisamente la misma calle donde catorce años atrás, el 11 de noviembre de 1988, las autodefensas cometieron una de las masacres más sanguinarias que se hayan ejecutado en el país.

En la penúltima toma se ve el cementerio. El alcalde repite su discurso e invita a la gente a gritar tres veces que no asciendan al subteniente que mató a «estos jóvenes que, cansados de la atrocidad, decidieron autodefenderse y defender a la comunidad de Segovia». La gente grita: «No lo asciendan, no lo asciendan, no lo asciendan». Los jóvenes son enterrados en medio del llanto de mamás, hermanas y esposas. Toma final: Luis Eduardo Uribe, director ejecutivo de la Asociación de Concejos del Nordeste (Asocona), pide a la gente devolver las banderas.

Segovia

El sepelio fue apoteósico. Me lo confirmó Arcesio, el taxista que me recogió en el aeropuerto de Otú, entre Segovia y Remedios. «Se lo merecían», me dijo este joven, que hablaba con orgullo sobre cómo las autodefensas «hacían valer la ley» en Segovia. Para darme un ejemplo, me contó que hacía dos días los paramilitares habían matado a los ladrones responsables del robo de unos electrodomésticos en un almacén del parque principal. Las pesquisas habían tardado un día hasta dar con uno de los culpables; lo sometieron a torturas hasta que reveló el nombre y el paradero de sus cómplices. «En menos de cuatro horas ya estaban muertos los tres delincuentes», me dijo Arcesio, satisfecho con la efectividad de los justicieros locales.

Le pregunté si no le parecía un poco desproporcionado aplicar la pena de muerte por un delito excarcelable en el Código Penal. «¿Usted es como comunista, o qué?», me dijo, mientras me escrutaba por el espejo retrovisor. «Aquí el que no vive para servir, no sirve para vivir», agregó Arcesio, repitiendo el lema favorito de las autodefensas. Lo escriben en cartulinas de colores y lo pegan en los troncos de los árboles de los pueblos bajo su dominio. A Arcesio —como a la mayoría de segovienses con quienes hablé después— le parecía que gracias a las acciones de las autodefensas las tiendas permanecían abiertas hasta altas horas de la noche sin temor a un robo, la gente pagaba las deudas cumplidamente ylos muchachos no «metían vicio».

«Aquí no hay vagos», dijo. Era verdad. En Segovia los vagos pagaban su haraganería con la vida. O se volvían paramilitares. La bonanza de los años ochenta, cuando Segovia producía más de la mitad del oro del país, era asunto del pasado. Muchos de los 38.000 segovienses trabajaban ahora como machuqueros, extrayendo del fondo de las minas controladas por las autodefensas el mineral que no alcanzaba a explotar la Frontino Gold Mines. Pero el pueblo aún palpitaba a un ritmo frenético. Ese día, unos hombres con el carriel terciado, la corrosca y la toalla al hombro exhibían sus refulgentes cadenas doradas mientras hablaban de negocios en corrillos. Decenas de lustrabotas, chanceros y vendedores de tinto, quizás aventureros que llegaron en otra época a Segovia con la ilusión de encontrar el cada vez más esquivo castellano de oro, deambulaban por el casco urbano con sus talonarios y termos bajo el sobaco.

La música estridente de las cantinas competía con el ruido ensordecedor de las motocicletas. Parecía como si cada segoviense tuviera por lo menos una. Sin embargo, el caos era aparente. Debajo subyacía el orden paramilitar. Me alojé en un hotel cerca de la plaza. El alcalde me esperaba en el Palacio Municipal, un edificio construido en mármol gris y el único lugar fresco en Segovia. En su pequeña y oscura oficina, rodeado de imágenes de la Virgen, el alcalde me contó lo que ya había visto en el video. Era un político experimentado de unos 32 años, moreno, con bigote negro y muy acuerpado. Cuidaba sus palabras al hablar. Sólo añadió que el coronel del batallón era muy derecho, a diferencia del teniente Velandia, «un torcido».

Le pregunté si tendría una mejor opinión del militar si hubiera emboscado a la guerrilla y no a las autodefensas. Se tomó su tiempo para responder, intentando calibrar de qué lado estaba yo. «El Ejército no respetó el límite de la guerra. Estos jóvenes no tenían por qué morir», me respondió, dando por terminada nuestra reunión. Cuando estábamos a punto de despedirnos me informó, como si eso se esperara de un buen alcalde, que su secretario de gobierno me llevaría en su moto a hablar con el jefe paramilitar. «La entrevista ya está arreglada», me dijo, orgulloso de su diligencia. Se lo agradecí pero le dije que lo buscaría por mi cuenta para no involucrarlo. Insistió y en menos de cinco minutos ya estaba abrazada de la protuberante barriga del secretario de gobierno, esquivando las motocicletas que circulaban a toda velocidad.

Los paramilitares

La sede urbana de los paras quedaba encima de una carnicería, a unas cuantas cuadras de la Alcaldía. El secretario de gobierno me presentó a «Óscar», el vocero del grupo, y me dijo que se quedaría tomando tinto con los muchachos mientras yo lo entrevistaba. Las caras me eran conocidas. Eran los mismos jóvenes que en el video aparecían en la primera fila del funeral. Vestidos de civil, con anteojos oscuros y sin armas a la vista, vigilaban la calle recostados en sus lujosas camionetas. Entendí por qué Arcesio los admiraba tanto: parecían más felices, habían coronado.

No necesitaban ni siquiera exhibir sus armas; la gente sabía que las usarían ante la más leve infracción de su ley. Óscar, con tan sólo venticuatro años, llevaba casi la mitad de su vida en la guerra. A los trece años se había vuelto guerrillero del ELN, organización en la que militó durante siete años. Era el destino más probable para un muchacho pobre como él. Cuando Óscar era adolescente, el ELN dominaba la vida rural de Segovia, solucionaba los pleitos de los mineros en el «Tribunal del Río» y estaba íntimamente compenetrado con la vida del nordeste antioqueño.

Segovia interesaba a los distintos bandos por su valor estratégico: era un corredor hacia el Magdalena Medio y el Bajo Cauca, y una fuente de riqueza por las minas de oro y plata y por el oleoducto que atraviesa la región. Este municipio,cuna del Partido Comunista en Antioquia, contaba por tradición con un sólido movimiento social, campesino y sindical en medio del cual floreció el trabajo político de la Unión Patriótica. En las elecciones de marzo de 1988, este partido de izquierda, creado por las FARC en 1985 tras la ruptura de las negociaciones de paz con el gobierno de Belisario Betancur, quebró la hegemonía del Partido Liberal obteniendo la Alcaldía de Segovia y siete de diez concejales. Un gobierno local de izquierda constituía un obstáculo grande para los políticos tradicionales de Segovia. Pero tenía un enemigo peor: la familia Castaño. Para la época, Fidel Castaño era dueño de tierras, bares, billares, gallos de pelea y prostíbulos en el pueblo y hacía sus pinitos como narcotraficante. El secuestro de su papá, el finquero antioqueño Jesús Antonio Castaño González, por parte de las FARC a principios de los años ochenta, y su posterior asesinato en cautiverio lo convirtieron además en asesino.

En menos de un año él y sus hermanos mataron a todos los secuestradores de su padre salvo a uno, y aun así no saciaron su sed de venganza. «Cuando ya habíamos ejecutado a la mayoría de asesinos de mi padre, comenzamos a ser justicieros», confesó Carlos Castaño en su libro Mi confesión (2001) al periodista Mauricio Aranguren, quien le sirvió de escribano. En adelante, Fidel Castaño emprendió una campaña contrainsurgente en el nordeste junto con su hermano Carlos. Al comienzo los Castaño fueron informantes de los militares. «Como guías del Ejército, les empezamos a mostrar quiénes apoyaban a las FARC, dónde guardaban la munición, en qué lugar dormían los guerrilleros. En esa época posaban de civiles y guardaban el fusil en las casas… Con nuestros datos los capturaban y algunos lograron ser procesado», explicó Carlos Castaño en su libro. A los que no lograban hacer condenar, simplemente los abaleaban. Los medios de la época registraron que ya entre 1982 y 1983 fueron asesinadas o desaparecidas más de 35 personas en los municipios vecinos de Remedios, Segovia y Amalfi, el pueblo natal de los Castaño, como producto de esta alianza entre «un tal Fidel Castaño» y el capitán Valbuena, comandante de contraguerrilla del Batallón Bomboná, relación que se prolongó por varias décadas y que fue comprobada judicialmente. La justicia, entre otras cosas, le atribuyó a Fidel la masacre de Segovia del 11 de noviembre de 1988.

A las siete de la noche de ese viernes, hombres armados y uniformados de policías llegaron en camperos a la plaza principal del pueblo. Apenas se bajaron dispararon indiscriminadamente y arrojaron granadas durante más de media hora contra los incautos que se encontraban en las tiendas. Luego se desplazaron a la calle de La Reina y a la calle de Las Madres, arrancaron las puertas de las casas y asesinaron a presuntos militantes del ELN y a simpatizantes de la Unión Patriótica, contra quienes se querían vengar además por un reciente decomiso de ganado sin marcar de Fidel Castaño, ordenado por Rita Ivonne Tobón Areiza, la alcaldesa de ese partido. A la medianoche, 43 personas yacían muertas en las calles, en las casas y en las tiendas, entre ellas tres niños, y más de cincuenta estaban heridas de gravedad. Según les explicaron después a los fiscales, los policías y soldados del Batallón Bomboná habían retirado esa misma tarde los puestos de control instalados habitualmente a la entrada del pueblo. La matanza, atribuida inicialmente por los militares a la guerrilla, sólo tomó por sorpresa a la Fuerza Pública. Los demás habitantes de Segovia estaban advertidos.

En las noches de zozobra que precedieron, por debajo de las puertas aparecieron panfletos del grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordeste, llamado también Los Realistas, acusando de comunistas y guerrilleros a los segovienses por haber votado mayoritariamente en favor de los candidatos de la Unión Patriótica en las elecciones de marzo de 1988. En los años siguientes, en lugar de combatir a los frentes armados del ELN, los paramilitares de los Castaño se dedicaron a asesinar a los líderes políticos y sociales cercanos a la guerrilla, con lo cual ésta se fue quedando sin apoyos urbanos y también sin combatientes, pues muchos como Óscar cambiaron de bando sin ningún problema. «Eran más duros», me dijo con pragmatismo este joven flacuchento y bajito, con corte schuller, estilo militar, y ojos rojos afectados por incipientes cataratas. Paranoicos por la avanzada de los paramilitares, los guerrilleros mataron a cuanto inspector de policía apareció en el nordeste antioqueño por esa época; también asesinaron a decenas de evangélicos, prostitutas y comerciantes que llegaron a Segovia atraídos por la bonanza minera.

Para mediados de los años noventa, el ELN había abusado tanto de la población que ya contaba con pocos simpatizantes. Pero fue la tragedia de Machuca, ocurrida el 18 de octubre de 1998, la estocada final que les dio a los paramilitares el control definitivo de la región. A la medianoche de ese domingo, los guerrilleros del ELN dinamitaron un tramo del Oleoducto Central S. A., en jurisdicción de Segovia, dentro de su campaña contra la infraestructura petrolera de las multinacionales. En seis minutos el petróleo y el gas derramados bajaron por una ladera, avanzaron por el río Pocuné y llegaron al caserío minero de Machuca, en la otra orilla, donde la mayoría de los campesinos dormía. Los gases del combustible posiblemente entraron en contacto con el fuego de alguna hoguera prendida por un campesino para iluminarse o cocinar —no había luz eléctrica— y desataron una conflagración que envolvió las 64 casas del corregimiento. Ochenta y cuatro personas, 36 de ellas menores de edad, murieron carbonizadas.

Otras 30 quedaron gravemente heridas. En un principio, el Comando Central del ELN culpó al Ejército de haberle prendido fuego al derrame de petróleo, pero ante la reacción indignada de la población se vio forzado a reconocer su error a regañadientes. En una entrevista de prensa, Nicolás Bautista, alias «Gabino», dijo que el ELN había sancionado a los responsables, aunque no explicó cómo. En cualquier caso, el castigo no fue ejemplar pues el grupo siguió plantando explosivos en oleo- ductos cercanos a poblaciones. Otro líder eleno, «Antonio García», dijo luego que la pena impuesta a los culpables había sido una amonestación para que tuvieran más cuidado la próxima vez.

No anticiparon lo caro que pagarían su soberbia. El cinismo de los líderes frente a la tragedia de Machuca, donde murieron incluso familiares de los guerrilleros culpables del ataque, empeoró la ya frágil situación en la que se encontraba el ELN en el nordeste antioqueño tras las masacres cometidas por los paramilitares contra su base social. Segovia jamás los perdonó. Para finales de 2000, el pueblo había cambiado definitivamente de manos. Óscar había quedado del lado vencedor.

La emboscada: la versión de Óscar

Sentados en sillas de plástico en un cuarto vacío en el segundo piso de la carnicería, Óscar me dijo que había conocido al subteniente Velandia en julio de 2002 durante una requisa en la Calle Real, una de las principales de Segovia, cuando el subteniente lo detuvo y le decomisó su pistola nueve milímetros. Óscar protestó hasta que Velandia prometió devolverle el arma al día siguiente. Cuando lo buscó temprano en la mañana en el batallón, el militar —dijo Óscar— le propuso que trabajaran juntos para desterrar definitivamente a la guerrilla de Segovia.

Óscar consultó la propuesta con «Pantera», su jefe, y al día siguiente visitaron juntos al subteniente Velandia para acordar los términos de la alianza. Pantera, un antioqueño acuerpado de treinta años, de 1,85 de estatura y también con un pasado guerrillero en las filas del ELN, le entregó al subteniente un radio y una frecuencia para que los mantuviera informados sobre los movimientos del Ejército. También acordaron —según Óscar— su primera acción conjunta.

«En esos días el Ejército capturó a Vicente y a tres civiles, pero tuvieron que soltarlos por vencimiento de términos. El subteniente nos pidió que lo ayudáramos». Óscar me explicó que Vicente era un bandido que extorsionaba a los madereros de Cañaveral, una vereda de Segovia. «Montamos observatorio en el parque y les hicimos seguimiento desde que los soltaron. Los capturamos a las cuatro cuadras del batallón. Ese hombre [Vicente] no tenía espíritu de nada, no hablaba con ideas claras. Entonces decidimos ajusticiarlo. Lo llevamos al Aporriao y cuando ya habíamos ajusticiado al hombre, le hicimos señas al subteniente en el retén, que sin novedad».

La cooperación se volvió más frecuente. Unos días después del asesinato de Vicente —de acuerdo a la versión del paramilitar— Velandia les pidió el favor de allanar una casa en el barrio 20 de Julio, donde al parecer unos guerrilleros escondían pipetas de gas. El subteniente no podía hacerlo con sus hombres, pues los militares necesitaban una orden judicial para registrar domicilios, interceptar comunicaciones, levantar cadáveres o detener a un sospechoso. Solicitar el permiso al fiscal de Segovia les tomaría unos cuantos minutos, pero con frecuencia los oficiales temen que los funcionarios judiciales de los pueblos bajo influencia guerrillera estén infiltrados.

Según Óscar, la misma madrugada en que Pantera recibió el mensaje de Velandia las autodefensas irrumpieron en la casa señalada y asesinaron al señor que dormía solo en la vivienda. No encontraron las pipetas, pero sí un revólver. «Comenzamos a crear confianza, ya el subteniente nos saludaba en la calle».

El viernes 9 de agosto, a las dos de la tarde, Óscar, «Risitas» y el comandante Pantera se reunieron de nuevo con Velandia. El subteniente —dijo Óscar— les informó que se había enterado del alistamiento de una columna de las FARC en el Alto del Bagre para atacar la base militar o el campamento paramilitar a unos minutos de la cabecera de Segovia. Necesitaba nuevamente de su colaboración. «Cuadramos entonces la operación en conjunto. Él nos quitaría el retén del Alto de los Patios. Nosotros bajábamos en camión hasta la vereda Aporriao y caminábamos hasta Juan Brand, donde nos encontraríamos con él para atacar a la guerrilla», contó el joven de las incipientes cataratas.

«En el retén yo le hacía cambio de luces y pitaba dos veces. Así la tropa no pensaba que había nada raro». Óscar insistió en que esa noche a las ocho y diez cruzó en la moto e hizo el santo y seña. Detrás pasó el camión con sus 36 compañeros rumbo a la vereda Cañaveral en dirección del municipio El Bagre. A los pocos minutos oyó los disparos y se devolvió para averiguar si se habían topado con la guerrilla. «Fue cuando me encontré con los soldados. Me dijeron: “¿A dónde va? ¿No ve que mi subteniente se les torció por buscar un ascenso o la ida al Sinaí?”». Esos mismos soldados le contaron que el subteniente los había amenazado con negarle la libreta militar a quien no disparara apenas oyera el primer tiro. «No le auguro un buen futuro a ese subteniente», afirmó Óscar, sin cambiar la entonación. Era una sentencia de muerte.

¿Quién mentía?

La versión de muchos segovienses con quienes hablé coincidía con la de Óscar. Era palpable el desprecio hacia los soldados, a quienes consideraban unos cobardes. Busqué entonces a la fiscal de Segovia, pensando que quizás ella me ayudaría a armar el rompecabezas. Sólo me recibió después de insistirle varias veces. Era una antioqueña de unos 45 años. Su vestido de flores, conservador y femenino, ocultaba un carácter fuerte y mucho coraje. Me dijo que prefería no hablar del caso.

Cuando insistí, se limitó a criticar la obsesión mediática de los militares, quienes ese día se esmeraron en arreglar para los periodistas las armas y el material deguerra incautado, mientras al lado los cuerpos arrumados de los paramilitares se descomponían sobre la sangre ya seca. «El hedor de los cadáveres era insoportable», me dijo indignada. Pero los soldados no permitían a los funcionarios judiciales iniciar el levantamiento porque los medios aún no habían grabado las imágenes que respaldan los partes victoriosos de los generales. El subteniente Velandia también se negó a hablar con periodistas, así como los soldados del batallón.

Para reconstruir los hechos tuve que recurrir al expediente judicial en el que quedaron consignadas todas las versiones bajo la gravedad del juramento. Como era de esperarse, no coincidían. Aunque el general Martín Orlando Carreño había dicho a los medios que «las tropas dieron de baja a las autodefensas en combate», con base en inteligencia recogida durante meses por los organismos de seguridad, su subalterno y responsable directo de los hechos, el subteniente Jairo Fidel Velandia, de ventiséis años, comandante de contraguerrilla Francia 2 del Batallón Especial Energético y Vial Nº 8 de Segovia, juró al fiscal todo lo contrario. Según su declaración, «la Operación Tormenta se planeó veinte o quince minutos antes del momento del fuego cruzado con base en información suministrada por unos mineros».

Esta versión fue a su vez desmentida por Jorge Mario Benjumea, uno de los paramilitares sobrevivientes. Desde su cama de convaleciente en el Hospital General de Medellín, declaró: «Ese día por la tarde el comandante Pantera habló con el subteniente Velandia sobre la operación que se iba a hacer en la noche. Nosotros íbamos a pasar a enfrentarnos con una guerrilla que estaba entre el Aporriao y el río. Las autodefensas iban y combatían con la guerrilla y lo que recuperaran lo partían con el Ejército.

Eso ya estaba coordinado como en muchas ocasiones que se operó con el Ejército. Nosotros dábamos las bajas y el Ejército las recuperaba para darse crédito». Igual de contradictorias fueron las versiones sobre la emboscada. Según el subteniente Velandia, cuando lanzó la proclama para que se detuvieran «hicieron caso omiso a mi orden y fui recibido con fuego por parte de las personas que se encontraban dentro del camión. De igual manera, mi contraguerrilla Francia 2 procedió a abrir fuego contra el personal que se encontraba en el camión y que estaba desembarcando y disparando hacia la tropa».

Julio Alexánder Zapata, otro paramilitar sobreviviente, testificó: «El camión se detuvo y nos demoramos un momentico ahí, y cuando empezamos a bajar decían: “Pase p’acá, hágase contra el barranco”. Ahí mismito se oye- ron unas ráfagas de fusil y cuando me iba a bajar empezaron a tirar granadas… Empezaron a decir: “Mátenlos a todos”», contó el atlético trigueño de diecinueve años, tatuado con una cruz en el hombro y unas iniciales en la mano. Llevaba un mes de militancia en las AUC cuando fue herido en la espalda y en las nalgas. Fui hasta el deshuesadero donde estaba el camión para verificar las versiones. «Quedó como un queso», me susurró Arcesio al descubrir el camión Dodge rojo: la carpa estaba completamente perforada por los cuatro lados y por el techo. Era fácil darse cuenta de que el subteniente Velandia faltaba a la verdad cuando decía que «la carpa del camión en sus partes laterales iba descolgada, y en su parte frontal iba corrida como si se tratase de una cortina, y se encontraba personal asomando y sacando los fusiles por la parte delantera». Pero también había mentido Óscar, cuando contó a los medios cómo las autodefensas habían muerto en la carretera con las manos en la cabeza y de un tiro de gracia. Según el acta de levantamiento de los cadáveres, en el camión había pedazos de hueso de cráneo y mucha sangre. En la carretera, en cambio, había muy poca. La fiscal concluyó que, salvo los primeros siete que alcanzaron a bajarse del vehículo, los demás hombres murieron acribillados dentro del camión y a oscuras.

El testimonio de Luis Eduardo Uribe confirmaba esta hipótesis. Uribe era el director ejecutivo de Asocona, organización sin ánimo de lucro que asumió el pago de los féretros de los paramilitares, repartió las banderas a los segovienses y coordinó la organización del funeral. Era un hombre mayor, con gran liderazgo en Segovia. En su discurso en el entierro insistió en culpar al subteniente Velandia, no al Ejército. El coronel del batallón, dijo, lamentó lo sucedido. Cuando lo entrevisté sobre su protagonismo durante el funeral, Uribe negó pertenecer a las autodefensas, pero dijo que con su incursión en Segovia, el pueblo había recuperado la tranquilidad. Le parecía normal haber pagado por el entierro.«Eran muchachos de Segovia y merecían ser enterrados como seres humanos», me explicó.

Uribe fue el primero en llegar esa noche al Alto de los Patios. Arribó en un taxi minutos después de haber cesado la balacera y encontró el lugar desolado. El silencio era absoluto y no había ninguna señal del Ejército. Alumbrando con una linterna prestada por un campesino, se acercó al camión donde yacían todos los muchachos, salvo los siete que se habían tirado a la carretera. «La gente empezó a pedir auxilio, a pedir agua, que no los dejáramos morir, que les quitáramos las botas, que les sacaran las billeteras». En la parte de atrás del camión, Uribe encontró a un joven vivo a punto de asfixiarse debajo de varios compañeros muertos. «Para poderlo sacar movimos todos los cadáveres», me explicó. En ese instante llegaron las ambulancias del hospital a evacuar a los heridos. Sólo 45 minutos después llegó el Ejército. El director de Asocona juró ante la Fiscalía que al abandonar los cadáveres bajo custodia de los soldados, éstos tenían dinero en sus billeteras porque el día anterior les habían pagado. Cuando la fiscal y la procuradora hicieron el levantamiento a la mañana siguiente, las carteras de los difuntos estaban vacías.

Las razones de Velandia

Entre la gente de Segovia corrían varios rumores sobre las motivaciones del subteniente. La hipótesis más fuerte era que quería un ascenso. «Espero una felicitación por el esfuerzo del trabajo realizado por mí y mis hombres en el folio de vida y que, de pronto, años después me tengan en cuenta para comandar algún batallón», respondió Velandia a la justicia militar cuando el fiscal le preguntó qué recompensa esperaba por la Operación Tormenta. Algunos paramilitares de la zona, en cambio, consideraban a Velandia un mero idiota útil del Bloque Central Bolívar de las autodefensas que quería conquistar el territorio del Bloque Metro, y de algunos jefes de las AUC interesados en castigar a Doble Cero por su actitud en contra del narcotráfico.

Doble Cero era el paramilitar de «mostrar». No estaba involucrado en el negocio de la coca, era educado y aunque ejercía la violencia sin piedad, parecía un hombre sensato. Nacido en Medellín en 1965, estudió en el tradicional colegio jesuita de San Ignacio. Luego fue teniente del Ejército en la década de los ochenta y sirvió en el Magdalena Medio, donde se hizo conocer por sus tácticas contrainsurgentes poco convencionales e ilegales. Éstas empañaron su carrera militar hasta que en 1989 se retiró de las Fuerzas Armadas y —como otros cientos de oficiales— se fue a trabajar con Fidel Castaño, en un principio como su escolta. Gracias a su formación militar, Doble Cero se convirtió en una pieza clave para la consolidación de las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá, y en amigo personal de Carlos Castaño.

Para muchos el incidente de Segovia habría sido el primer síntoma de que algunos oficiales del Ejército que durante años habían consentido a Doble Cero ahora le daban la espalda, cooptados por la corriente paramilitar más contaminada por el narcotráfico. La verdad del episodio quizás nunca se sabrá. En cambio no hay duda de la rapidez con la que se recompuso la alianza entre militares del batallóny las autodefensas. Uno de los soldados que se encontraba en la base cuando fui a buscar la versión del Ejército me llamó por teléfono al hotel esa noche. Me contó cómo al día siguiente de la emboscada sus superiores lo mandaron a él y a otros soldados regulares a devolverles a los paramilitares sobrevivientes las armas incautadas. «Andan muy subiditos esos manes. Estamos asustados», me dijo el soldado, un tolimense de dieciocho años que conservaba ya muy pocas ilusiones respecto al Ejército, y quien me siguió llamando durante meses sin nunca atreverse a contarme algo que decía había sido «muy grave».

Luego me enteré de que un par de semanas después del incidente, los soldados del Francia 2 fueron citados de nuevo en Segovia para reconstruir los hechos. Un juez de Medellín había llegado al pueblo para investigar si había ocurrido un enfrentamiento. Sin embargo, la primera noche en que estuvieron todos reunidos ocurrió un trágico accidente: mientras limpiaban sus armas a uno de los soldados se le cayó una granada de mortero y mató a varios muchachos. Uno quedó sin ojo y otro sin brazo. La investigación se archivó. En el vuelo en avioneta desde Segovia hacia Medellín me fui meditando sobre las historias de los paramilitares que sobrevivieron. Franklin Alexánder Muñoz, un moreno musculoso y de nariz grande aguileña, estudió hasta tercero de primaria y abandonó a su familia de nueve hermanos en Sofía, Antioquia, para ir a probar suerte en las minas de oro de Segovia. A las pocas horas de llegar al pueblo, las autodefensas lo capturaron durante tres días para investigar su procedencia, como suelen detener a cualquier extraño en la zona. Como nadie había oído mencionar su nombre, sospecharon de él. «Me lavaron el cerebro para que me quedara allá. Entonces, para no devolverme para la casa porque de pronto me mataba la guerrilla, me quedé en las autodefensas», le explicó a la fiscal que lo mandó a la cárcel de Bellavista, en Medellín, una vez se recuperó de sus heridas.

Fabián Jaramillo, un antioqueño de veintidós años, hijo de mineros de Remedios, también había estudiado sólo hasta tercero de primaria. Trabajaba en un taller de carrocerías para camiones cuando las autodefensas lo sacaron amarrado a principios de año porque era adicto a la marihuana. «Me sacaron los paracos y me llevaron hasta un punto que le dicen La Brava y allá me dejaron amaneciendo. Al otro día llegó un cucho a hablar conmigo y me dijo que trabajaba con ellos o me mataban ahí. Me dijeron que iba a ganar doscientos mil pesos pero a mí nunca me dieron sueldo», dijo este muchacho de bozo incipiente y cejas pobladas, cuyo alias en las autodefensas era «Pinocho». La historia de Benjumea, alias «Loro» era similar. Es la ironía del conflicto: los Pinocho, los Loro y los Pantera pelean obligados o por un sueldo miserable o por una cadena interminable de venganzas —rara vez por un gran ideal— contra un Mono, un Manguera o un Puma.

Si tienen suerte son enterrados como mártires, envueltos en la bandera de Colombia y perfumados con incienso en un pomposo funeral coreografiado para los medios.

Publicado en País de plomo Octubre 2002