Crónica de Semana que recoge testimonios de sobrevivientes e impresiones sobre un pueblo desangrado 3 años y medio antes por los paramilitares.
El Salado quedó desolado después de que los paramilitares asesinaran a 60 personas. |
En El Salado, en cambio, no hay autoridad alguna, ni siquiera música. Las 480 almas que han retornado después de la matanza de ese febrero negro todavía guardan luto y no prenden la radio. Apenas se escucha la risa de algunos niños o el rebuznar de burros que deambulan a sus anchas. La tristeza del pueblo contrasta con su sobrecogedora belleza natural. El Salado está en el corazón de Los Montes de María, departamento de Bolívar, a 139,5 kilómetros de Cartagena, con todas las gamas de verde, surcado por decenas de quebradas, arroyos y riachuelos y coloreado por miles y miles de mariposas amarillas.
Precisamente, la primera víctima del exterminio cayó a las 11 de la mañana del miércoles 16 de febrero de 2000 en las aguas diáfanas del arroyo Las Vacas, a cuatro kilómetros del casco urbano. Se llamaba Edith Cárdenas Ponce, de 44 años. A esa hora se encontró de frente con varios hombres vestidos de camuflado, rapados y brazalete de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu). Su muerte fue rápida: un tiro en la frente. El eco del disparo produjo el revoloteo de los pájaros y de paso alertó a los 4.500 habitantes del pueblo, a quienes la tragedia no los tomó del todo por sorpresa. Varias semanas atrás, un helicóptero había dejado caer una lluvia de volantes con las siglas de las autodefensas, exigiendo que abandonaran el lugar porque los consideraban auxiliadores de las Farc.
Los sobrevivientes han ido regresando tímidamente. “Dudé en volver pero me estaba muriendo de nostalgia”, dice Efraín Varela Ortiz, de 79 años, quien retornó hace un año. El abuelo es de respuestas rápidas, aunque dudó cuando los enviados especiales de SEMANA le preguntaron qué pensaba del proyecto de ley de libertad condicional para los grupos armados ilegales autores de matanzas como la que se llevó a siete de sus seres queridos, entre ellas dos de sus hijas. En total y dependiendo de la fuente oficial que se consulte, hubo entre 40 y 66 muertos.”Yo creo en Dios y Dios nos habla del perdón, pero en este caso esdifícil porque esos señores no pueden estar libres, dice. Esos señores no están en sus cabales”, explica.
Igual opinión tiene Sara Martínez, de 48 años, a quien le mataron su hijo de 17 años. Para ella lo ocurrido en su pueblo no es un acto de seres humanos normales. La historia de la carnicería la cuentan viejos, adultos y niños porque, sin excepción, fueron testigos forzados. Ella, por ejemplo, recuerda que cuando escuchó el eco del disparo que asesinó a su comadre Edith salió despavorida monte arriba. Iba a huir por un sendero veredal pero un vecino la previno: “Está lleno de gente armada”. En efecto, los paramilitares habían montado una tenaza sobre el pueblo con un ejército de 600 hombres. Además de la trocha que conduce a El Carmen de Bolívar, El Salado tiene cuatro caminos de mula; uno de ellos que incluso llega a Canutalito (Sucre). Eso convierte al pueblo en un punto estratégico apetecido por todos los grupos armados.
Centenares de campesinos se salvaron al abrirse paso entre la maleza. Otros no lo lograron. Como la niña Helen Margarita Arrieta Martínez, de 7 años, a quien sus cansados padres le ordenaron que corriera sin parar, pero que tuvo la desgracia adicional de fracturarse un pie y quedar herida entre la vegetación. La niña, atemorizada, ni siquiera se quejó para no llamar la atención. Muchos días después, cuando los pobladores recogían a sus muertos, encontraron su cadáver. Murió insolada.
El cerco de los paramilitares sobre el pueblo se cerró dejando a su paso más y más víctimas. No se salvaron aquellos que se escondieron en sus casas porque les dispararon sobre sus techos de zinc desde tres helicópteros, uno verde, otro azul y otro blanco, según lo relataron los testigos. Todavía se ven las perforaciones en las tejas.
A los dos días de hostigamiento continuo -sin que autoridad alguna viera ni oyera nada- lograron acorralar a unas 500 personas en una cancha de microfútbol frente a la iglesia. El primer muerto allí fue Eduardo Novoa, a quien degollaron en presencia de todos el viernes 18 a las 10 de la mañana. Los verdugos entonces pusieron música y destaparon ron. Se dividieron entonces el trabajo: unos fusilaban, otros torturaban, algunos más rompían puertas, levantaban camas, vaciaban cajones y pateaban animales. “Mientras más buscaban más rabia les daba porque no encontraban nada. No hallaron ni siquiera una honda”, dice José Pérez.
La matazón se prolongó durante cuatro días y cuatro noches. Nadie vino a pararla. A medida que pasaban las horas aumentaba la sevicia. Así, a los abuelos Desiderio Lambraño y José Urrueta, ambos mayores de 70 años, los pusieron a bailar vallenatos mientras les disparaban cerca de sus pies. Un hombre macizo, de saco negro, se acercó a los dos, los tomó de la cabeza, estrellándoselas la una contra la otra hasta matarlos. A una adolescente la violaron en fila. Murió ahogada con su sangre porque le habían metido cactus entre su boca. Víctor Urrueta Castaño, el bobo del pueblo, murió en medio de las torturas porque no confesaba que era miembro de las Farc. A los criminales les sobró suficiente sangre de sus víctimas para embadurnar en los muros enormes vivas rojos a las Accu y abajos a la guerrilla. El pavor ha dejado esos letreros de muerte intactos hasta hoy.
En la noche del sábado 19 de febrero los paramilitares se marcharon, diciéndoles a los sobrevivientes que se fueran rápido porque iban a volver a quemar el pueblo. El domingo 20 en la mañana llegaron, por fin, varias hombres de la Infantería de Marina. Los saladeños que quedaron levantaron 36 cadáveres. No los llevaron al cementerio porque el sol de fuego que brilló durante los cuatro días del asesinato colectivo los descompuso aceleradamente. Así que los sepultaron en un fosa común al lado de la cancha donde habían muerto.
Luego huyeron de todo ese horror. Unos se fueron para lejanos y ardientes pueblos de La Guajira, la mayoría llegaron a Cartagena y otros más subieron hasta frías y hacinadas casuchas del sur de Bogotá. El 21 de febrero de 2002, 300 familias iniciaron el retorno. “Uno no puede vivir sin su tierra”, dice Andelfo Rodríguez, de 55 años. No fue fácil vencer el terror de cruzar esa trocha desde El Carmen hasta El Salado. No había ni un policía, ni un soldado. Sólo la sensación de que desde las montañas vigilaban acechantes los hombres de las Farc y las AUC, que aún se disputan el control de esas tierras dibujando una geografía arrasada por la violencia. La de El Salado no fue la primera ni la última masacre. Hubo otras cercanas: en El Cielito, Ovejas, Chengue, Arenas y Santa Clara. Entre todas las Accu dejaron más de 100 muertos.
Tiempos de soledad
Como no hay transporte en El Salado casi no se consigue ni sal. Es un pueblo que carece hasta de los mensajes de Dios pues el párroco de la iglesia Villa del Rosario tampoco volvió a oficiar misa. El centro de salud está en ruinas, al igual que los despachos oficiales del corregimiento. No existe sede del Banco Agrario y menos una oficina de Telecom. Casi todas las casas están vacías con las puertas arrancadas. Gracias a una donación del gobierno del Japón funciona sólo una escuela y un colegio, al que asisten 22 alumnos.
Los primeros pobladores que retornaron trajeron dos vacas, que ordeñaban a diario. La leche era repartida únicamente para los niños. Los adultos se bastaban con agua. Otro campesino encontró varias gallinas en el campo que no se alcanzaron a llevar los paramilitares. Hoy ya hay huevos y leche para todos pues los animales se han multiplicado y los saladeños se han repartido la solidaridad.
Si el Estado no llegó durante la matanza tampoco llegó después. Allá sólo ayudan unos pocos héroes anónimos. Como ‘El Paisa’, que presta el servicio de transporte con su jeep, al que sube a diario varias gallinas, un cerdo, cinco bultos de hoja de tabaco y entre 20 y 25 personas.
Cuando los pobladores supieron que se discutía un proyecto de ley que iba permitir perdonar a paramilitares, aun si habían cometido crímenes de lesa humanidad como los que perpetraron contra su terruño, reaccionaron con miedo. Temen que éstos al no sentirse perseguidos puedan regresar. Luego han ido analizando más la propuesta del gobierno. “Hemos rezado mucho pero aún no olvidamos ni perdonamos”, dice un habitante. “Yo creo que ellos deben ir a la cárcel”, dice otro. “Yo lo que sí no quiero es que a los paramilitares los extraditen porque ellos no han hecho nada contra ciudadanos estadounidenses sino contra nosotros. Aquí en Colombia, con nuestras leyes, es que deben juzgarlos”, agrega otro. “No, no y no. Ellos no pueden estar libres porque no son personas normales”, explica uno más.
Entre tanto los más niños con un gran esfuerzo han ido apostándole a construir el futuro. Es el caso de la niña María Magdalena Padilla Mena, de 13 años, estudiante de sexto grado, quien al ver que no llegaba ningún profesor decidió juntar a los pequeños y empezar a dar las clases. “A mí me gusta mi pueblo y sé que vamos a salir adelante”, dice con la dulzura de una niña pero con la autoridad de un adulto. A otra niña de 14 años, María Isabel Silva, quien fue electa recientemente personera del colegio, entidades como la Defensoría del Pueblo le enseñan sobre qué son los derechos humanos y cómo se construye una sociedad civilizada. Ella les cuenta a los más pequeños.
Los adultos, por su parte, pasan los días cultivando las hojas de tabaco. Aquí se dan tres variedades de altísima calidad de esta planta. Antes de la matanza El Salado tenía registrados 5.400 personas, dos parques, dos concejales electos y unas fiestas concurridas. La documentación para dar el salto a municipio estaba lista. Le faltaban apenas 600 personas, requisito indispensable para alcanzar esta categoría administrativa. Ahora el tiempo se ha detenido allí.
Los enviados de SEMANA tuvieron que pedirles a varios conductores para lograr subir al pueblo. El único que aceptó confesó que jamás en su vida iba a ir a ese pueblo de muerte.
“No es de muerte. Sólo que estamos de luto”, dice Rodríguez, uno de los más emprendedores saladeños. “Nos reunimos en el pueblo y decimos que ante la ausencia de autoridad y cuando se presente una disputa tenemos que resolverla entre todos”. Algo así como la semilla de una nueva justicia.
“Esperamos que los señores del gobierno vengan a explicarnos cómo funcionan esas normas de perdón, dice él. Porque al fin y al cabo sabemos que la vida tiene que continuar”. Después de reflexionar esta frase, el viernes de la semana pasada prendieron una grabadora para escuchar a su ídolo Diomedes Díaz. Fue el primer vallenato que se escuchó en tres años y siete meses. Sonrieron con la esperanza de volver a tener una segunda oportunidad sobre esta tierra que los vio nacer.