Los espejos de la guerra (Semana)

      
El salvajismo que acompañó la expasión de los paramilitares no ha podido ser completamente conocido ni explicado. Un equipo de periodistas de SEMANA consultó sociólogos, politólogos y siquiatras para tratar de interpretar ese capítulo negro de la historia de Colombia. Las conclusiones son aterradoras.
Qué sigue para Colombia?

La guerra es quizá la forma más racional que ha usado el ser humano para mirarse en el espejo de su propia maldad. Sobre las cenizas que dejan las bombas de destrucción masiva, o entre los cadáveres tendidos después de una masacre, nos aferramos a los ideales de la civilización y de la convivencia, y nos escandalizamos con la irracionalidad a la que puede llegar el hombre con la guerra. Pero la guerra, y su brutalidad, no es para nada un arrebato, ni producto simplemente de mentes enfermas. Detrás de la bruma y la sangre, hay explicaciones lógicas y racionales que pueden impulsar a cualquier ser humano -desde el más inocente hasta el más indefenso, desde el padre de familia ejemplar hasta la mujer más frágil- a cometer los actos más bárbaros que se pueda imaginar.

Así ha ocurrido a lo largo de la historia desde los persas hasta los romanos, de la batalla de Salamina hasta Vietnam, pasando por la guerra civil de Estados Unidos, las revoluciones socialistas o la época de La Violencia en Colombia a mediados del siglo pasado. Más que la antípoda de la civilización, la guerra ha sido parte crucial de ella.

A pesar de las narraciones épicas que idealizan la guerra, ésta ha sido siempre un escenario donde se desatan los peores instintos de destrucción. La guerra se sacraliza para poder matar sin ninguna prohibición. Se abren las puertas del horror. Las peores crueldades no se explican porque en determinado bando de la guerra haya hombres más malos que buenos, ni porque quienes empuñan las armas sean peores que los demás. En una sociedad convulsionada por las armas, el riesgo de que se desencadene la sevicia acecha a cada momento. Los enemigos, como decía Karl Von Clausewitz, se determinan mutuamente, y a una ignominia se suele responder con otra peor, hasta que la degradación se convierte en una espiral imparable. “Ya no soy dueño de mí mismo, él (el enemigo) fuerza mi mano como yo la suya”, dice el militar prusiano en su clásico libro De la Guerra.

Que la crueldad es universal lo demuestran las guerras donde los hombres se enfrentan por ideologías, como en Vietnam; por religión, como en el Oriente Medio; o por supremacía racial, como en la Alemania nazi.

Y es ahí, en la cuna de la filosofía y del racionalismo moderno, en una sociedad civilizada, donde se cometieron los crímenes más atroces y se puso el conocimiento y la tecnología al servicio de la barbarie. Pero también en nombre de la libertad y de la democracia ocurrieron matanzas masivas, que nunca fueron considerados crímenes de guerra, como la bomba de Hiroshima lanzada por Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial. También ocurre en las sociedades atrasadas y precapitalistas donde los instrumentos ya no son la cámara de gas ni las bombas de hidrógeno, sino el machete, como en Ruanda o en Sierra Leona, donde se cometió todo tipo de atrocidades.

¿Cómo llega el ser humano a los límites de la crueldad? ¿Existe una racionalidad detrás de esa irracionalidad? ¿Por qué el ser humano no aprende del pasado? ¿Por qué cada guerra desencadena su propia barbarie?

Después de la Segunda Guerra, y con el fantasma del Holocausto como telón de fondo, se crearon todos los diques posibles para contener la crueldad que subyace en todo conflicto armado. Porque si la guerra era inevitable, por lo menos debía tener normas. La justicia internacional penalizó los crímenes contra la humanidad. Pero no ha podido acabar con ellos. Cuando Europa pensaba que no volvería a vivir los campos de concentración ni masacres colectivas, estalló la guerra de los Balcanes. En los albores del siglo XXI y en los antejardines del progreso de la Unión Europea, en Kosovo se cometían las masacres más escalofriantes y en Serbia se repetían las imágenes de campos de concentración ante los ojos estupefactos e impotentes de unos europeos que creían haber enterrado su pasado.

En Colombia los 300.000 muertos de la Violencia de los años 50 dejaron marcado un país que no quería volver a ver el corte de franela, ni los cuerpos decapitados. Pero en menos tiempo de lo esperado, las atrocidades se repitieron, más masivas, más sofisticadas, mejor planeadas y con mayores recursos.

Gran parte de las barbaridades que se han cometido en las últimas dos décadas se está conociendo gracias a la desmovilización de los grupos paramilitares y a que muchos de los perpetradores están declarando ante los fiscales de justicia y paz sus crímenes. También, y de manera creciente, las víctimas que se sienten respaldadas aunque sea medianamente por la institucionalidad, están rompiendo su silencio.

La magnitud de lo que ocurrió en Colombia en estos años rebasa la imaginación del ciudadano común. Sobre todo del ciudadano urbano, que desde su cómoda quimera de progreso y consumo no vio el horror que los paramilitares y guerrilleros sembraban en el campo. También rebasa los cálculos de los expertos y conocedores. Ese fue el horror al que la clase dirigente le dio la espalda, que la justicia no fue capaz de frenar, y que la prensa apenas mostró a medias. El horror al que las instituciones de seguridad, de justicia y de la política no fueron capaces de ponerle un muro de contención, por complacencia o por miedo.

La maquinaria de guerra de los paramilitares funcionó a plenitud porque la muerte se burocratizó. La barbarie se convirtió en un oficio para muchos jóvenes que no tenían en el momento de empuñar las armas una conciencia moral individual. Esos adolescentes, casi niños, primero mataron, temblorosos, por cumplir órdenes, y después se convirtieron en temidos torturadores y perpetradores que daban órdenes.

En la ofensiva paramilitar también se mató por retaliación o venganza. Porque las heridas abiertas por las atrocidades de la guerrilla alimentaron en muchos colombianos comunes la tentación del desquite, tan común en la sociedad colombiana. Pero el odio, así como la crueldad, a pesar de ser sentimientos humanos, son sobre todo un aprendizaje cultural, nos recuerda Neil J.Kressel, autor del libro Odio Colectivo. Es decir, cuando la violencia se legitima a través de la autoridad, los discursos o los medios de comunicación, el instinto criminal se desata aun con más fuerza.

Lejos estamos de considerar que la culpa de la barbarie es colectiva, y de sustraer a los paramilitares que están ante la justicia de sus responsabilidades como criminales de guerra que son. Se pueden entender las circunstancias que los llevaron a tomar las armas, pero no la sevicia con la que actuaron y que en este informe se expone en detalle. Ningún elemento del contexto político o militar, es un atenuante para que ellos asuman la culpa individual de sus actos contra la humanidad. Sin embargo, ver en el banquillo a Salvatore Mancuso o a ‘Jorge 40’ no es suficiente expiación. Si la sociedad no se mira por dentro, si no asume sus responsabilidades, si no se involucra y trata de comprender por qué en menos de medio siglo permitimos que el país se fuera desangrado a punta de fusil y machete, corremos el altísimo riesgo de repetir la historia. El riesgo de dejarles a nuestros hijos el mismo futuro sombrío. No sabemos si lleguen a ser víctimas o victimarios, o si también le den la espalda a la realidad de la guerra, como lo ha hecho la mayoría de los colombianos de esta generación.

Esta, como todas las sociedades que han vivido sumidas en la violencia, tiene en la memoria y en el conocimiento de la verdad, su más poderoso instrumento para cerrar el capítulo de la guerra y seguir adelante. Para enderezar su camino. Con esa intención, SEMANA presenta este informe sobre el horror que no vimos. Que no supimos evitar pero que, por lo menos, es necesario comprender.