La degradación final

      
Con 15 personas muertas y más de 110 heridas en los atentados de la semana pasada, las Farc le dijeron brutalmente al país: ‘aquí estamos y las liberaciones serán cuando queramos’.
Las imágenes de destrucción y muerte en Tumaco, luego de la explosión de una bomba el pasado 1 de febrero, son aterradoras.Foto archivo Semana.

Las bombas de Tumaco y Villa Rica y la serie de atentados con explosivos y cilindros que vienen sacudiendo al Catatumbo mostraron de golpe la potencia letal que conserva el conflicto armado en algunas regiones del país, y un viraje notorio de las Farc hacia acciones de tipo terrorista que, cada día, cobran más víctimas civiles. El gobierno, por su parte, queda ante el crítico desafío de demostrar que su estrategia de seguridad sí funciona.

Los detalles de lo sucedido en Tumaco son escalofriantes. Un video, tomado de las cámaras del Palacio de Justicia local, muestra a dos muchachos dejando un triciclo cargado de frutas frente a la estación de Policía, poco después de que terminara allí una reunión del alto mando policial. Un minuto después, a la 1:50 de la tarde del miércoles 1 de febrero, la estación y las casas que la rodean están destruidas y en la calle, sembrada de escombros, yacen los cadáveres de seis civiles y tres policías y se oyen los gritos de más de 70 heridos. El triciclo tenía 40 kilos de explosivos que, según las autoridades, salieron en una camioneta de Viento Libre, uno de los barrios más peligrosos de Colombia, bajo control de las Águilas Negras, y pasaron sin ser detectados por un retén militar. El gobierno atribuyó el atentado a las Farc, e investiga si lo hicieron en alianza con este grupo, heredero de los paramilitares en Nariño.

Al día siguiente, en Villa Rica, norte del Cauca, la detonación de tres cilindros frente a la estación de Policía, mató a cuatro civiles y dos policías e hirió a 42 personas. Toda esa semana y en las anteriores los pueblos del Catatumbo sufrieron una escalada de atentados similares, el más grave de los cuales tuvo lugar en Petrólea, cerca a Tibú, donde una bomba contra la estación de Policía voló casi una cuadra y causó la muerte de dos mujeres y un niño y heridas graves a dos personas.

Estas acciones, atribuidas a las Farc o reivindicadas por ellas, son, a todas luces, coordinadas. Intentan mostrar unidad de mando y planeación y que sus efectivos encajaron el golpe de la muerte de Alfonso Cano y están siguiendo disciplinadamente la orden de Timochenko de hacer de 2012 un “año de combate” -una palabra que, por lo visto, cada vez significa menos enfrentamiento con la fuerza pública y más el recurso a acciones en las que crecen las víctimas civiles, a las que las Farc consideran meros ‘daños colaterales’ en su guerra contra el Estado-. Si bien las Farc han recurrido con frecuencia a modalidades de guerra en las que los civiles llevan la peor parte y la dinamita ha sido una de sus herramientas, los actos de la semana pasada y la oleada de explosiones en el Catatumbo tienen todos el denominador común de ser acciones de terror, no actos militares, y sugieren que esa guerrilla está intentando mostrar que sigue viva mediante ataques que no hacen la más mínima distinción entre civiles y uniformados.

El gobierno ha dicho que el terrorismo es una muestra de debilidad. Esto puede ser cierto, en la medida en que la guerrilla no logre emprender operaciones militares de envergadura. Pero atentados como estos, además de ser devastadores en términos de vidas humanas, generan un profundo impacto entre la gente. Las autoridades militares dicen haber impedido, solo en el mes pasado, 2.000 acciones de las Farc, desde bombas hasta accidentes de minas, y anunciaron la desactivación de tres carros bomba en el Valle. Pero el solo hecho de que estos atentados puedan llevarse a cabo, uno tras otro, evidencia serios agujeros en la estrategia de seguridad oficial, incapaz de impedirlos.

Ciertamente, hay que poner estos actos en perspectiva. Como dijo a SEMANA Camilo Echandía, profesor de la Universidad Externado y experto en el conflicto, se trata de acciones en unas pocas zonas a las que las Farc se han replegado, “que revisten el mínimo de esfuerzo militar pero que generan la sensación de que están recuperándose”. No por casualidad esta escalada comenzó en el Catatumbo, donde se dice que estaría Timochenko, el nuevo jefe del Secretariado, a fines de diciembre, simultáneamente con los anuncios de los nombres de los uniformados que serían liberados. Para evitar que ese gesto luzca como una muestra de debilidad, con esta oleada de atentados las Farc dicen, a su bárbara manera, “aquí estamos”. Tampoco es casual que, con la escalada de las explosiones y las víctimas civiles y la resistencia del gobierno a entrar en un largo tire y afloje para concretarlas, las Farc hayan terminado por anunciar que esas liberaciones quedan pospuestas hasta nueva orden. Otra muestra de su vieja estrategia de dialogar disparando (ellas alegan que el Estado hace lo mismo).

Pero hay otra cara de la moneda. Como lo muestra un reciente informe del Centro Seguridad y Democracia, de Alfredo Rangel, el mes de enero arrojó un número de acciones de la guerrilla que no se presentaba desde enero de 2004 y son casi el triple de las de igual periodo de 2007 o 2008. No solo tuvieron lugar en Nariño, Cauca y el Catatumbo sino en otros seis departamentos. Y no todas son acciones de terror. Una que debería encender alarmas fue el ataque, coordinado por tres frentes, que destruyó el radar de Santana, en El Tambo, Cauca, el pasado 20 de enero, seguido de un combate de varias horas contra el Ejército. “Este modo de operar -dice el informe de Rangel-, que logra concentrar y dispersar ordenadamente una fuerza significativa sin ser detectada ni neutralizada por la Fuerzas Militares, no se le veía a la guerrilla desde hacía ya varios años”.

Si atentados como estos continúan presentándose, acusar a las Farc de barbarie o debilidad no servirá de gran cosa, y van a crecer voces como las del gobernador del Cauca, que pidió a la fuerza pública replantear la estrategia, o la del expresidente Uribe, quien se preguntó en un trino “¿para dónde regresamos?”, en abierta referencia a la situación anterior a su gobierno.

El envío de 2.500 militares y 300 policías a Tumaco, anunciado por el presidente, puede controlar transitoriamente la situación, pero no atiende a los problemas de fondo. Las zonas donde las Farc protagonizan esta escalada llevan décadas de abandono del Estado y están gobernadas por el tráfico de drogas y por las formas de violencia -a menudo de tipo terrorista- que le han sido inherentes en Colombia. Ellas han contribuido a la degradación del conflicto y contaminado a todos los grupos armados, que dependen de su ingente capacidad financiera para continuar su guerra, cada vez más difícil de diferenciar del negocio de la coca. Tumaco es una de esas tormentas perfectas. Con niveles de miseria haitianos, es un hervidero de grupos armados, con alianzas cambiantes que poco atienden a otra ideología que no sea la del negocio. En semejante marco, no será nada fácil para el gobierno enfrentar con éxito el viraje de las Farc hacia la guerra de las bombas.

Publicado por Semana.Sábado 4 Febrero 2012