El inspector de Tierradentro (Meridiano de Córdoba)

      
Jamás pensó que la vida lo volvería a enfrentar a un momento tan doloroso. Creyó que a los 63 años lo más duro ya había pasado: tener que enterrar a por lo menos 40 pobladores de Tierradentro, víctimas de las Autodefensas Unidas de Colombia. Todos, sin excepción, asesinados entre los años 2001 y 2002 por un grupo que ni siquiera les permitió a los habitantes llorar a sus muertos.

Por Ginna Morelo Martínez El Meridiano de Córdoba

Sin embargo, el destino le jugó una mala pasada. Eusebio Arcenio Hoyos Pineda, ex inspector del corregimiento, anclado en el suroriente del departamento de Córdoba, municipio de Montelíbano, ahora le correspondía ayudar al desentierro de los cuerpos de esos hombres que fueron juzgados por el tribunal de la muerte, sin derecho a defensa alguna.

La exhumación de los cuerpos, labor asumida por la Fiscalía y la Policía Judicial, tiene la difícil tarea de dar con la cifra exacta, o por lo menos aproximada, de los habitantes de Tierradentro caídos en medio del conflicto armado, con el único objetivo de que sus familiares, casi una década después de cometidos los crímenes, tengan derecho a una reparación que no borrará el dolor de sus almas, pero que los liberará de una verdad aterradora, silenciada a la fuerza.

Fue por el año 2001 cuando asumió el cargo de inspector, ante la miradaincrédula de unos habitantes que no se equivocaron cuando le presagiaron que ese sería el trabajo que lo marcaría para toda la vida. Los rostros de esos 40 pobladores todavía retumban en su cabeza y lo despiertan a la media noche en una pesadilla constante, “que me atormenta el alma”, relata Eusebio.

«Cada vez que había un muerto –recuerda–, se me espelucaba el cuerpo porque mi función era recogerlos. Me mandaban a decir: ‘vaya y recoja un muñeco que está en tal parte’, y así lo hacía. La ley eran los paras, por eso no se podía denunciar».

En Tierradentro reinaba la cultura del terror. El silencio se esparcía por las casas como la brisa que baja del Paramillo, y se quedaba a vivir en la boca de todos sus habitantes, a quienes no les quedó otro camino que convivir con un régimen que se hizo llamar ‘paraestado’ y que había llegado a la región a limpiarla de la guerrilla. Una macabra idea que se desdibujó por completo cuando las extensas hectáreas de coca comenzaron a arrojar jugosos dividendos. La pelea entonces no era por suplir al Estado legalmente constituido, la disputa era por los terrenos sembrados del cultivo maldito que hace poderosos a quienes pueden convertir las hojas de coca en billetes verdes.

Cuenta Eusebio Arcenio que era la época de los mochacabezas, de los asesinatos en el centro de la plaza y a la vista de todos, ejemplo de que la letra con sangre entra. Jóvenes de 17, 22, 25 años a quienes echaban a correr rompiendo monte, para al final terminar siendo cazados por las balas de los justicieros que llegaron a Tierradentro a imponer el orden.

“La situación en esa época era muy dura. Pasaban matando. Eso era todos los días. A la gente la mataban y no sabíamos por qué. Mataban al que entraba nuevo, al que desconocían, al que cualquier persona denunciaba como informante de la guerrilla, al que se robaba una gallina o se emborrachaba y le pegaba a su mujer. Ni siquiera le hacían una investigación, iban, lo cogían y lo mataban”. Eusebio habla sin parar como queriendo liberarse de secretos macabros que jamás aparecieron en los boletines de la Policía, porque hasta los verdes estaban dominados por los paramilitares. ”Ellos actuaban y uno tenía que callarse si quería vivir”.

Uno de los episodios más dramáticos que vivió el inspector “aconteció una mañana cuando los ‘pelaos’ iban entrando al Colegio y a un muchacho lo mataron en plena plaza, ante la vista de todos, de la multitud entre la que habían profesores y estudiantes. Hubo niños que se orinaron cuando vieron eso”. La versión de Eusebio da cuenta de que al joven lo sacaron de una casa vecina a la fuerza y lo llevaron a empellones para el monte, sindicado de ser informante de la guerrilla. El muchacho optó por rebelarse. Decía que no iba a bajar y entonces le dieron varios tiros por la espalda”.

“Las AUC no decían nada diferente a: venga, usted.

La gente respondía: pero yo qué he hecho, por qué.

‘Camine con nosotros’, decían ellos.

Lo echaban adelante y cuando se sentía era pá, pá, pá.

En los cuarenta años que ha vivido en Tierradentro, de los 63 que tiene el inspector más recordado de la zona, no ha podido ver otra cosa que sangre, muertes y lágrimas. La carga de dolor la refleja en unos ojos claros y tristes que casi se confunden con su color de piel blanca y sus cientos de canas dueñas de una experiencia que hoy no quisiera tener.

Justamente por esa experiencia de vida ligada a la violencia que carcome a Tierradentro, fue que se atrevió a romper su mutismo y a contarle a la Comisión de Fiscales dónde están enterrados muchos de los pobladores ajusticiados por las AUC. Los investigadores comenzaron por el cementerio hasta donde han llegado un sinnúmero de pobladores a señalar las tumbas en las que estaban las víctimas de los paras. Se atrevieron a denunciar que alrededor del humilde camposanto, corroído por el olvido, hay más restos. Incluso enlos montes cercanos hay fosas comunes que en tantos años de silencio nadie se atrevió a visitar, con el fin de rescatar lo que quedó de sus seres queridos.

Está convencido de que esas verdades que hoy se desentierran pueden ayudar a frenar un fenómeno violento que se ha enquistado de manera cíclica e histórica en la población. La guerrilla de las Farc, comandada por “el Manteco” y los nuevos grupos emergentes, siguen amenazando con volver a tomarse a sangre y fuego la población. El primero de noviembre de 2006 más de 200 guerrilleros sembraron el pánico en el pueblo entre las 3:00 de la madrugada y las 9:00 de la mañana, mataron a 17 policías y a dos civiles y anunciaron que volverán cada vez que sea necesario. Desde finales del año anterior nuevos paramilitares rondan los alrededores de Tierradentro, ahora bajo el nombre de Vencedores del San Jorge. Los emisarios de ambos bajan desde distintas partes de las montañas a comprar víveres y gasolina, a tomar licor y a buscar mujeres, dándole paso a una economía emergente ligada estrictamente al negocio de la droga.

Por eso la mirada perdida y solitaria del que fuera el inspector de Tierradentro luce desconcertada e insegura cuando, pisando justo el sitio donde enterró a algunas de las tantas víctimas de las AUC, no está seguro de la tranquilidad de sus cuatro hijos, de su sobrino que ayudó a criar y de sus nietos que le alegran la vida, y medio le borran de la mente los horrores de la guerra sucia.

El destino se ha encargado de enseñarle a este hombre que más que verdad y reparación, más que romper las cadenas del silencio y atreverse a hablar de lo que estaba prohibido, se requiere un Estado activo y presente siempre en una región que sigue a merced de la violencia, una tierra que huele a muerte.

Febrero de 2007