El desenterrador

      
Gustavo Duque, fiscal de Justicia y Paz en Medellín, lleva el mayor número de exhumaciones del país en dos años. ¿Cómo cambia una persona después de 350 desentierros? 


Seguramente esta semana, en un pedazo de selva perdida en Chocó, Gustavo Duque, de 32 años, llegará a su desentierro número 350 en los últimos dos años. La cifra no le interesa tanto como para recordarla. Aunque sí sabe que entre los fiscales encargados de hacer exhumaciones de cuerpos descuartizados y desaparecidos en medio de la guerra, él es quien más muertos lleva a cuestas.

Lo único que le interesa por estos días es su cursillo prematrimonial en una parroquia al sur de Medellín. Será su segundo matrimonio. “Espero que este trabajo no me lo vaya a putiar”, dice mientras planea una diligencia judicial en su despacho del Edificio Mónaco, antigua residencia del narcotraficante Pablo Escobar.

Sólo en la unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía hay 50.000 denuncias por desaparición de personas, y se calcula que la mitad de ellas están bajo tierra. La información supera a los recursos humanos. Para cubrir todo el país, la Fiscalía cuenta con 18 fiscales, lo que significa que a cada uno le tocaría exhumar unos 1.400 cuerpos.

Gustavo y su equipo de trabajo, conformado por cinco personas (un antropólogo, un geólogo, un fotógrafo y dos investigadores del CTI), ya tienen información detallada de tantas fosas, que si programaran su trabajo desde ya, tendrían que estar en correría dos años seguidos sin descanso alguno.

Ese es el tema predilecto en las conversaciones del fiscal Duque. No habla más que de las anécdotas con las víctimas. Una de las que más repite es la de su primera diligencia de exhumación, durante la Semana Santa de 2007. En ella no sólo fue bombardeado por la guerrilla de las Farc, sino que casi la mitad de su equipo le renunció. Fue cerca del campamento donde tenían secuestrado al gobernador de Antioquia Guillermo Gaviria y su asesor de Paz, Gilberto Echeverri. Debían sacar los cadáveres de seis personas asesinadas por la guerrilla y desde el momento en que comenzaron a sobrevolar con el Ejército las montañas de Urrao, el bombardeo no les dio respiro. “Cuando iba en el helicóptero, miré a uno de los investigadores y le dije: ‘hermano, de acá regresamos, pero en bolsas'”, recuerda Gustavo. Al final, lograron exhumar los seis cuerpos y esa especie de ‘bautizo’ les sirvió para entender por qué meses antes en una inducción en Bogotá les habían advertido que en terreno no podrían aplicar ni el 1 por ciento de los protocolos que se tienen que utilizar en las exhumaciones. “Tendrán que exhumar con la guerrilla encima”, fue la frase de despedida.

Y no todas son historias de combates. En San Luis, Antioquia, un ex guerrillero que servía de guía para encontrar la fosa común estalló en llanto y se arrodilló ante una pareja de ancianos que eran los padres de la víctima. Estaban a mitad del camino en las montañas del Oriente. Les imploró perdón durante algunos minutos, y el viejo, después de consultar la aprobación de su mujer, extendió el brazo derecho sobre la cabeza del muchacho, le echó la bendición y le dijo que ya lo habían perdonado. Ha sido el mayor acto de perdón que han visto en toda su vida, dijeron las personas que acompañaron a Gustavo en esa diligencia.

Un poco más hacia el sur, en el municipio de Nariño, conocieron una historia que podría ser la cara opuesta de la de San Luis. Mientras hacían la investigación para localizar el cuerpo de un muchacho del pueblo que llevaba varios años desaparecido, Gustavo se dio cuenta, por los testimonios de la hermana y la abuela del joven, de que fue la propia madre la que lo entregó a los paramilitares para que lo asesinaran. ¿La razón? Fumaba mucha marihuana en la casa.

Tras cinco o seis experiencias del mismo calibre, la sorpresa o el asombro ante la muerte dejaron de ser algo cotidiano para el fiscal. Dice que se siente con una coraza encima, que está insensible ante el sufrimiento, que después de tantas historias trágicas, ya nada lo conmueve. Lo dice lentamente, casi meditando, como si fuera la primera vez que lo piensa y lo preocupa. “Hoy tengo una felicidad rara, en el sentido de que mis momentos más felices son cuando encuentro cadáveres. Es raro porque es una mezcla en donde se te pueden poner los pelos de punta por los familiares que están viendo los restos y lloran y, por otro lado, la satisfacción de dar respuestas a las víctimas sobre los restos que están buscando”.

A pesar de su juventud, de su aspecto informal y de su forma chabacana al hablar, muy propia de los muchachos de los barrios populares, el fiscal parece consciente de que su oficio funesto también está labrando su forma de ser: “Ya hasta en mi casa me reclaman porque no lloro”, dice este abogado de la Universidad Bolivariana. Pero, a la vez, dice que ha aprendido a valorar la vida y a valorar la muerte por igual. Que este trabajo le ha servido como ningún otro para darse cuenta de que “la ciudad es un solo brochazo de la realidad”, que hay que salir al campo para darse cuenta de que el Estado tiene buena culpa de lo que hoy sucede “y lo realmente valeroso, lo que me mantiene aquí después de tantas excavaciones, es saber que ese mismo Estado está resarciendo sus culpas no con cara de ogro, sino con palas y picos ayudando a los más olvidados”.

Le gusta que las víctimas lo llamen al celular, disfruta que lo dejen dormir en sus casas cuando llega a los pueblos, y goza montar en chiva, en tractor, en canoa y hasta en burro, para llegar hasta donde han enterrado los muertos. Aunque es pesimista sobre el futuro del país, dice que hay que trabajar para que el león -que es Colombia- no se despierte.

A pocos días de su matrimonio, lo único que lo trasnocha espensar que su oficio de “desenterrador”, su permanente contacto con la muerte, con historias de huesos y cadáveres, haya logrado afectar su vida. En el libro El enterrador, el ensayista Thomas Lynch escribió que su padre -quien trabajó toda su vida como “director funerario”- sabía cómo había influido su oficio sobre él, le había dado forma, lo había hecho el esposo, el padre y el hombre que era. Y aunque Gustavo Duque sólo lleva dos años desenterrando por todo Antioquia y por todo Chocó, sabe que su tarea apenas está comenzando: “Yo sé que estas 350 exhumaciones son sólo el desayuno, vamos a ver que será de mí cuando lleve 1.500”.