Tres décadas después, un excombatiente del Eln le cuenta a Nicolás Rodríguez Bautista, ‘Gabino’, por qué se retiró de ese grupo insurgente, y le pide que abandone la guerra, aunque no sus convicciones.
Desde alguna ciudad de Colombia, enero de 2015
Comandante Nicolás Rodríguez Bautista:
Han transcurrido 28 años desde aquel día en que renuncié a la organización que usted comanda. En esa ocasión, presenté mi renuncia ante usted, por su condición de comandante militar del Eln. Hoy me dirijo de nuevo a usted, pero con otra intención. Lo que me anima a hacerlo ya no es el vínculo de la militancia, sino otro más elemental: que seamos compatriotas. Esta razón, aunque desgastada por la propaganda política, es poderosa, pues remite a un destino común, impuesto por la tierra materna.
Le escribo con el respeto que usted merece como ser humano y como un valiente que ha luchado durante toda su vida por un ideal revolucionario. Que yo me haya apartado de sus posiciones políticas y de sus métodos de lucha no me impide reconocer su compromiso con unos ideales. Tampoco me impide adoptar una posición crítica frente a la obstinación que usted encarna, obstinación que no es atributo exclusivo de su organización, sino que es general, pues la guerra ya se ha convertido en una costumbre en esta sangrienta república.
Pertenecí a una generación de jóvenes que se vinculó a la lucha revolucionaria a mediados de la década del setenta, estimulados por el ejemplo del Che Guevara y del sacerdote Camilo Torres Restrepo, a quien usted conoció personalmente y con quien, tal vez, compartió su primer y último combate, en Patio Cemento, Santander, el 15 de febrero de 1966.
Para nosotros, jóvenes idealistas que soñábamos con un país justo, Camilo encarnaba un absoluto, una actitud honrada que lo situaba por encima de los gobernantes de turno ─el siniestro régimen de Turbay Ayala y el general Camacho Leyva, que devastó el país con el Estatuto de Seguridad─ y de los dirigentes de la izquierda de esa época, enredados, como aún lo están, en rencillas ideológicas y políticas que les impedían fraguar un proyecto unitario y que, después, los llevarían a una guerra fratricida.
Muchos miembros de mi generación ya murieron: algunos, en combate; otros, desaparecidos por los organismos del Estado o por paramilitares; otros, fusilados por la misma organización en la cual militaron.
Le escribo esta carta desde la distancia serena que otorga el tiempo, libre de las pasiones políticas que me indujeron a la lucha guerrillera. No sé si usted recordará que mi retiro de la organización se debió al escepticismo y al cansancio. Escepticismo respecto a la eficacia y a la validez de la lucha armada; cansancio de padecer el círculo absurdo e infernal de la violencia.
A propósito, quiero referirle el episodio que suscitó esa catástrofe interior o crisis de conciencia que me condujo a presentarle mi renuncia a la organización. Recordará que, en la zona donde nos encontrábamos, el Ejército había lanzado una operación militar. Allí también operaba un frente de las Farc, que había tenido un combate con unidades de contraguerrilla. Varios guerrilleros habían muerto y algunos estaban heridos. Nos pidieron asistencia médica para atenderlos.
Participé en la comisión que cumplió esa tarea humanitaria. La compañera M. fue la médica. Recuerdo perfectamente cuando llegó a nuestro campamento el grupo con sus heridos. Desde la distancia, percibí el olor de la podredumbre, un olor que atravesaba las fosas nasales lacerándolas y se incrustaba allá en lo hondo. Uno de los heridos era el comandante de ese frente.
Entre los combatientes que lo custodiaban se hallaba su compañera sentimental. Fui testigo de la cirugía: con unas pinzas, M. fue extrayendo minuciosamente las astillas de uno de los huesos del paciente, el húmero derecho, destruido por una ráfaga de fusil.
Entonces vi que ese hombre, que tanto respeto infundía como recio jefe militar, tomó con la otra mano su pistola y le pidió a su compañera que lo matara: no soportaba el dolor. Como era previsible, su petición no fue atendida y, finalmente, el hombre resistió la prueba. Cerca de allí, otro de los guerrilleros heridos esperaba su turno para recibir la asistencia médica. En su rostro, una imagen ominosa: había sido herido en el maxilar inferior, del cual apenas colgaba un muñón.
Esas imágenes y sensaciones obraron en mí como un mazazo en la cabeza. Fue como el despertar de un épico sueño para ingresar en una sórdida pesadilla. Nada en mí, ningún principio ideológico o político, justificaba lo que había atestiguado, a pesar de que antes había visto morir a varios compañeros. Vi al ser humano convertido en una cosa, en excrecencia de una bestia múltiple, viscosa y oscura.
Desde entonces, me sentí forastero en el grupo, extraviado en la selva, ese laberinto vegetal. Después sucedieron la fiebre palúdica, la operación del Ejército, el bombardeo contra el campamento, hechos que agravaron mi desesperanza. Lo supe y lo padecí en silencio: había perdido la fe en esa alucinada empresa.
Entonces gasté los dos centavos de valor que me quedaban para renunciar, en lugar de seguir arrastrando mi existencia y la de mis compañeros a una lucha ciega y estéril. (Éramos “los cantores del alba”, ¿recuerda? Había algo de poesía en eso). Por fortuna, usted y los demás comandantes tuvieron la generosidad y la misericordia para entender mis razones y aceptar mi renuncia.
Durante estos veintiocho años de vida ciudadana he intentado insertarme en la sociedad para prestar un servicio. He pagado mis deudas con la justicia humana, aunque hay otra justicia, intangible, más sutil y, por eso, más eficaz que la humana, ante la cual uno no dejará de comparecer hasta el final de su existencia. Esa justicia, que algunos llaman conciencia universal, es la misma que venció a Raskolnikov en otro campo de batalla.
En verdad, no ha sido fácil reincorporarse a la sociedad, pues “el pasado es de hierro”, como escribió alguien, y los seres humanos solemos ser despiadados con quien ha caído o errado e intenta rectificar su camino. He prestado ese servicio social en el campo de la educación. Creo que con mi modesta labor he servido mejor a la sociedad que en la antigua militancia. El hecho de ayudar a otras personas a que se acerquen al conocimiento es más emancipador que intimidarlas o tratar de someterlas mediante las armas.
A diferencia de lo que otros aseveran, no creo que usted esté en la guerrilla en busca de fortuna ni para servirle al narcotráfico. Prefiero creer en el altruismo de sus propósitos. Sé que usted es un campesino cuya familia padeció la violencia del régimen conservador en la década del cincuenta, como sucedió con muchos de los campesinos que formaron los primeros núcleos guerrilleros en el país, tanto de las Farc como del Eln.
Alguien escribió: “La historia se harta de los violentos”. Sinceramente, Gabino, no quisiera ver en los titulares de prensa o de televisión ese triste y obsceno espectáculo al que nos han habituado los últimos gobiernos: su cuerpo despedazado por un bombardeo; ni el suyo ni el de nadie, sea un soldado, un policía, un guerrillero o un campesino, que son la carne de cañón de esta guerra. Esa no es forma decente de morir. La conciencia ordena que muramos rodeados por nuestros seres queridos, en la intimidad, el silencio o la oración.
A veces, quienes critican a los guerrilleros desde las ciudades, no imaginan los sacrificios que impone la vida en la selva. Basta pensar en la lucha constante contra el zancudo, “… el único contra el cual el gringo nada pudo”, como rezaba el lema de una de las secciones de la revista Alternativa, que circuló en los años setenta y que tanto influyó en nuestra generación.
Hace poco leí en Internet una revista en la cual se presentaba la historia de su organización. Ahí aparecen los principales episodios y acciones del Eln desde su primera marcha realizada el 4 de julio de 1964. No quiero referirme a la concepción que inspira esa historia. No quiero polemizar al respecto. En este país, hay numerosos intelectuales y políticos que se ocupan de ese tipo de tareas. Lo único que me interesa aquí es manifestarle lo quesentí al leer ese inventario que se confunde con una necrología.
Entre otras cosas, me llamó la atención que ustedes incluyeran un buen número de acciones llamadas, por eufemismo, “ajusticiamientos”. En lenguaje recto, es decir, no figurado, se trata de asesinatos. Lo que puede pasar inadvertido es que muchas de las víctimas de esos “ajusticiamientos” no eran los llamados “enemigos de la revolución”, es decir, los dueños de este país, sino los mismos que habían luchado por esa revolución. Usted sabe de quiénes se trata: muchos antiguos militantes del Eln murieron fusilados por los mismos combatientes del Eln.
Creo que esos fusilamientos, así como la matanza de Machuca, son de los crímenes que más pesan y pesarán en la historia y en la conciencia en contra de su organización. Lo inadmisible es que aún hoy, tras 50 años de existencia, el Eln siga reivindicando ese pasado fratricida en lugar de reconocer el error e intentar enmendarlo. Por esa sangre vertida injustamente, en nuestras conciencias seguirá resonando la antigua pregunta: “¿Dónde está tu hermano?”.
El reconocimiento de esos crímenes y el propósito honrado de enmendarlos debe conducir a un gesto más audaz: admitir el fracaso. No es fácil admitir el fracaso, porque eso implica un acto de humildad. En este caso, implicaría la renunciar al proyecto de poder, a los espacios conquistados mediante las armas, a la lucha armada. Ese sería un gesto alto y noble que los colombianos de hoy y, sobre todo, las futuras generaciones sabrían agradecerles tanto a usted, como comandante máximo del Eln, como a sus camaradas: reconocer que el proyecto fracasó.
Entre otras razones, porque ni siquiera fuimos capaces de construir una auténtica fraternidad entre revolucionarios. Porque recurrimos a los mismos métodos crueles que rechazamos en el enemigo. Porque privamos a toda una comunidad campesina, la de Machuca, de lo único que poseían: sus vidas. Porque no salvaguardamos la herencia de Camilo, quien, a pesar de su ingenuidad, o precisamente debido a ella, era un hombre honrado y ético: un cristiano. Su ideal era el hombre nuevo, un reino de justicia, no la guerra perpetua.
Espero que lea y entienda esta carta no como una afrenta, sino como un comentario sincero y crítico de un colombiano que algún día compartió con usted el mismo sueño por el que luchó y murió Camilo.
Usted, quien acaso lo acompañó en ese momento vertiginoso previo a su muerte, tiene hoy una alta responsabilidad, no solo con esa herencia, sino con el país y con la historia. En este momento tal vez sea más significativo para la historia un gesto noble y generoso, un gesto del corazón, que un cálculo de la inteligencia, que una nueva táctica político-militar, la cual, al fin y cabo, no sería más que otra variante de la guerra. Es decir, la perpetuación del infierno.
Con respeto,
O.