En la conmemoración de los 50 años del Cinep, líderes y lideresas sociales de diferentes regiones del país se dieron cita para hablar de las dificultades que padecen por llevar la vocería de sus comunidades, de las estrategias que implementan para mitigar los riesgos que esa labor les acarrea y del futuro que quieren construir para las próximas generaciones. El nuevo gobierno alimenta sus esperanzas.
Alzar la voz para reclamar derechos, denunciar atropellos o luchar por una vida digna, son motivos suficientes para padecer amenazas, atentados y hasta perder la vida. Desde la firma del Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las Farc, la violencia contra activistas sociales se disparó y los ataques que sufren no han dejado de aumentar con el paso de los años. (Leer más en: 2021, el año con más agresiones por defender derechos humanos)
A pesar de no tener garantías para realizar su labor, cientos de hombres y mujeres, que representan a comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinas y LGBTIQ+, luchan sin descanso por múltiples reivindicaciones. En ese trasegar han encontrado un aliado clave: el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep).
En medio de la celebración de su primer medio siglo de historia, esa organización de la sociedad civil reunió este miércoles, en el auditorio Luis Carlos Galán de la Universidad Javeriana de Bogotá, a doce líderes y lideresas de los departamentos de Cauca, Bolívar, Norte de Santander, Putumayo, Chocó, Magdalena, La Guajira, Córdoba, Valle del Cauca, Cesar y Cundinamarca, para hablar del país que sueñan.
Aunque cada región cuenta con sus particularidades, tienen algunos puntos en común: lamentan el abandono estatal que han padecido durante décadas; tras la dejación de armas de las extintas Farc aumentaron los niveles de violencia; y confían que, a partir del próximo 7 de agosto, cuando Gustavo Petro y Francia Márquez asuman la Presidencia y la Vicepresidencia de la República, respectivamente, se empiecen a cerrar las brechas socioeconómicas y los ciclos de violencia.
¿Volviendo al pasado?
Supuestamente, desde el 24 de noviembre de 2016, Colombia es un país en transición hacia el posconflicto, gracias a la firma del Acuerdo de Paz con las antiguas Farc, que significó la desaparición de la guerrilla más antigua del continente. Sin embargo, casi seis años después de ese suceso, la realidad es la opuesta: la seguridad del país se ha deteriorado y diversos indicadores se encuentran a niveles similares a las épocas más duras del conflicto armado. La tasa de homicidios, los confinamientos, y los desplazamientos forzados, son algunos de ellos. (Leer más en: El silencio de los fusiles duró poco)
Ese fue el primer tema tratado ayer por defensores de derechos humanos de Putumayo, Bolívar, Norte de Santander y Cauca. Todos hicieron un recorrido histórico sobre el impacto y el accionar de guerrilleros, paramilitares y miembros de la Fuerza Pública en sus territorios.
Andrea Alvis Lora, de la Red de Derechos Humanos de Putumayo, Piamonte y Sucumbíos, apeló a las cifras para mostrar las difíciles condiciones de esa región del sur del país: 14 líderes sociales han sido asesinados en este año y, desde octubre del año pasado, han ocurrido cuatro masacres. A ello se suma violencia política por parte del Estado, que estigmatiza a indígenas y campesinos; erradicaciones forzadas de cultivos de hoja de coca para uso ilícito; y el desconocimiento del campesinado amazónico como sujeto de derechos. Por esa razón, concluyó, la situación en esa región “no es diferente a la de 1996”, cuando se registró uno de los picos más graves del conflicto armado. (Leer más en: El desamparo ronda a las familias del Alto Remanso)
Por su parte, César Monterrey, del municipio de Simití e integrante del Comité Cívico del Sur de Bolívar, envió un mensaje de alerta porque las comunidades de esa región se encuentran en medio de una disputa a sangre y fuego por el control de los negocios de base de coca y explotación minera, especialmente en la Serranía de San Lucas. Y recurrió a un adagio popular para explicar la situación: “En pelea de burros, el que lleva es el arriero. Y nosotros, los campesinos, siempre llevamos las consecuencias”. (Leer más en: La paz del sur de Bolívar, en la “cuerda floja”)
Esas palabras las dijo enmascarándolas con una risa nerviosa por la magnitud de “las consecuencias”: los desplazamientos, los asesinatos y las amenazas a líderes sociales han aumentado en los últimos años en Bolívar: “En este momento, la región del sur de Bolívar vive una situación muy crítica. Hoy estamos más atemorizados, no se entiende por qué, pero hay más miedo. La estrategia de estos grupos es diferente y atemorizan más a la comunidad”.
En representación de las Juntas de Acción Comunal (JAC) del Catatumbo, en Norte de Santander, habló José Crisanto García. Su labor la realiza en el municipio de Tibú. Este líder llamó la atención sobre la estigmatización que padecen los líderes sociales de la región, quienes son señalados de ser insurgentes por reclamar condiciones de vida digna y los han “venido legalizando y desapareciendo”, situación que empeoró tras la desmovilización de las Farc.
Lamentó el deterioro de la seguridad y del orden público del Catatumbo, pues se encuentran en niveles críticos por las acciones de los grupos armados ilegales, entre ellos el Epl, el Eln y disidencias de las Farc. “En estos momentos la región pasa por una crisis socioeconómica que ha generado un conflicto tan grande y muchos jóvenes han decidido dejar sus estudios para ingresar a estas organizaciones. Lo ven como una empresa, como negocio”, relató García. (Leer más en: El Catatumbo sigue abandonado a su suerte)
Y como si esas palabras no fueran suficientes, para dejar clara la vulnerabilidad de los menores de edad en medio de esa guerra, aseveró que hay decenas de niños deambulando por las calles porque su escuela fue destruida y no ha sido reconstruida. “¿A qué le apuesta el país?”, cuestionó.
En la conversación también intervino Edwin Mauricio Capaz, consejero mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), quien hizo un recuento de la violencia que ha padecido ese pueblo étnico desde finales de los años noventa, cuando arribaron las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) a ese departamento, hasta ahora, cuando después de la dejación de armas de las extintas Farc, surgieron 18 grupos armados ilegales que los tienen contra las cuerdas, reclutando a sus niños, niñas y jóvenes, y asesinando a sus autoridades tradicionales porque se oponen la presencia de actores armados.
Explicó que, a diferencia de la época cuando las antiguas Farc tenían amplia presencia en la región, la violencia se ha vuelto más fuerte porque los jefes de las nuevas estructuras armas son mucho más jóvenes y carecen de formación política: “Con este fenómeno (la dejación de armas) salieron los combatientes que tenían una edad promedio de 30 años y que de alguna forma tenían la capacidad para entender lo que sucede en el territorio y las comunidades tenían algunos debates en términos humanitarios. Desde 2017, vemos grupos integrados por jóvenes que no pasan de 16, 18 y 25 años, y la incorporación de niños de 12 años en adelante”.
A esa situación le atribuye el hecho de que desde hace cinco años y de manera ininterrumpida les hayan asesinado a ocho autoridades indígenas en ejercicio, quienes empuñaban sus bastones de mando y dirigían a sus comunidades. Esos jóvenes “invalidan y desconocen a las autoridades indígenas”, sentenció Capaz. (Leer más en: La dolorosa e incesante cuenta de cobro a los Nasa)
Estos cuatro defensores de derechos humanos coincidieron en advertir que el problema no radica exclusivamente en los grupos armados que buscan hacerse con el control territorial de sus regiones, sino en el abandono estatal, que también ha propiciado las situaciones que describieron.
Al respecto, Monterrey explicó que el sur de Bolívar se encuentra aislado por el río Magdalena porque no poseen vías ni puentes para salir de la región. Y por no tener garantías para la comercialización de productos agrícolas, reconoció que los campesinos han tenido que recurrir a la siembra de cultivos de hoja de coca para subsistir.
“Desde 2006 le estamos apostando a la reconciliación, a la verdad, la paz y la no repetición, pero no ha sido posible porque no depende sólo de nosotros, sino de los gobiernos, que pongan los ojos en la región y escuchen a los campesinos. Esperamos cambios en el nuevo gobierno”, indicó este líder.
De manera similar se expresó García, quien aseguró que el abandono del Catatumbo es completo: “No tenemos vías; tenemos un hospital, pero no tenemos médicos. La infraestructura vial es un desastre. ¿La educación? No tenemos profesores y la universidad que teníamos es una base militar”.
¿Y la tierra?
El acceso y el uso de la tierra ha sido uno de los principales detonantes del conflicto armado y de otras conflictividades en el país. El segundo conversatorio de la jornada de ayer giró sobre esos temas y participaron defensores de derechos humanos de Córdoba, Chocó, La Guajira y Magdalena.
María Eugenia Zavala de Polo, defensora del campesinado de Valle Encantado, en Córdoba, ha dedicado gran parte de su vida a evitar que terratenientes se aprovechen de las difíciles condiciones de la región para comprar parcelas a bajo precio: “En términos monetarios no es lo que costaría porque fueron negociadas bajo Ley 160, donde el gobierno aportaba el 70 por ciento y ellos (campesinos) el 30 por ciento. Era con una deuda con la Caja Agraria, que les hizo el préstamo. Y el gobierno les iba a dar proyectos para pagar la duda. Luego las deudas subieron y los terratenientes se aprovechan de la situación para comprar a mínimo costo”.
Zavala señaló que muchos campesinos se ven obligados a vender, especialmente en Montería, para satisfacer sus necesidades básicas, pues las regiones están tan abandonadas por el Estado, que no cuentan con escuelas dignas ni vías de acceso para comercializar productos. La gente sobrevive “el día a día y se aprovechan (terratenientes) de eso. La gente quiere bregar por sus familias y ve la opción de vender la parcela, que todavía no tienen título porque no se ha legalizado por las deudas”. (Leer más en: La restitución de tierras en Córdoba: ¿proceso fallido?)
Narró que ella y un grupo de mujeres han sufrido amenazas de muerte por decirle a la gente que no vendan sus terruños porque son “el pequeño futuro” de la comunidad y que las únicas armas con las que cuentan son las palabras que usan para tal fin. En el pasado también sufrió el asedio de grupos paramilitares.
Gabriel Gil, de la organización Wiwa Yugumain Bunkuanarua y consejero de juventudes de la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic), hizo una reseña del despojo histórico que han padecido los pueblos de la Sierra Nevada de Santa Marta, en donde se encuentran porque sus antepasados se refugiaron en ella en la época de la Colonia, y reseñó la lucha que dieron para que el Estado colombiano les reconociera y protegiera jurídicamente sus territorios ancestrales conocidos como La Línea Negra.
Lamentó que además del despojo de sus tierras, también padecen otro tipo de despojo: el de su identidad, pues ha llevado al indígena a desconocerse a sí mismo y a pensar que el reconocimiento de la sociedad está en ser igual al otro. Por esa razón, planteó que es clave luchar por la autonomía de las comunidades en sus resguardos, pues es su principal defensa para garantizar la vida y los derechos de los pueblos indígenas. “Si no hay territorio, no habrá vida”, reclamó.
Por lo tanto, en la Sierra Nevada tienen muchas expectativas en el próximo gobierno nacional, entre otras razones porque el presidente electo ha designado a líderes afros e indígenas en importantes cargos del Ejecutivo, como la Unidad de Víctimas y la Unidad de Restitución de Tierras, además de la representación ante la ONU. De la nueva administración esperan garantías territoriales, para la construcción, saneamiento y legalización de resguardos indígenas.
José Ángel Palomeque Lemus, miembro de la Asociación de Consejos Comunitarios y Organizaciones del Bajo Atrato (Ascoba), contó con orgullo que en esa región de Chocó se dieron las primeras titulaciones colectivas de comunidades negras en Colombia, por lo que sus tierras son imprescriptibles, inembargables e inalienables. Sin embargo, esa seguridad jurídica no se tradujo en un blindaje para las comunidades.
La arremetida del paramilitarismo a mediados de la década del noventa, apoyado por sectores del Ejército Nacional, ocasionó el vaciamiento de varios de sus territorios y causó el éxodo de más de 15 mil personas, quienes terminaron perdiendo sus tierras y ahora se encuentran en manos de empresas y foráneos.
Y lo que más lamentó Palomeque es que hoy, tras dos procesos de paz y una ley para las víctimas, no exista una política clara que permita el retorno de las familias desplazadas. Y puso como ejemplo el caso del consejo comunitario de los ríos La Larga y Tumaradó, de 107 mil hectáreas, en donde “terceros ocupantes y tenedores de mala fe” impulsan la ganadería, la siembra de palma de cera y la cría de búfalos. (Leer más en: Título minero enreda restitución en consejo comunitario La Larga-Tumaradó)
Destacó que, con el apoyo del Cinep, las comunidades del Bajo Atrato están trabajando para que el Juzgado Especializado en Restitución de Tierras de Quibdó emita una sentencia que permita el retorno de los desplazados. “Hay gente viviendo de manera paupérrima en ciudades, pudiendo estar en su terruño. Estamos esperando que la juez reconozca esos derechos y devuelva esos territorios”, dijo con ilusión, aunque también lamentó las muertes y amenazas que padecen a diario, pues el “conflicto está latente”. (Leer más en: En La Larga-Tumaradó temen aumento de violencia contra reclamantes)
En La Guajira las comunidades se han enfrentado a lo que denominan despojo por cuenta del extractivismo corporativo. Samuel Segundo Arregocés Pérez, representante legal de consejo comunitario Negros Ancestrales de Tabaco, hizo un sentido llamado para que ese departamento deje de ser tratado “como un territorio de sacrificio” en aras del desarrollo y pidió que se reevalúen las entregas de títulos para exploración y explotación minera.
Como responsables de esa crítica situación señaló al Estado y a la empresa multinacional Cerrejón, que explota carbón en la región. Arregocés recriminó que por cuenta de esa operación minera 36 comunidades fueron despojadas de 69 mil hectáreas para construir la mina más grande de América Latina, acabando con cultivos y 17 afluentes de agua.
“Hoy se habla de niños que mueren de hambre y sed, pero no ha sido estudiado el despojo de esas 69 mil hectáreas. Antes se cultivaba y causó desnivel hídrico. El agua ha sido entregada la multinacional Cerrejón”, recriminó.
Arregocés también habló de impunidad corporativa y lamentó que les haya tocado hacer investigaciones para demostrar que “somos afrodescendientes y negros en nuestros territorios, porque a Cerrejón le conviene que no lo tengamos (el reconocimiento étnico) para no convocarnos a consulta previa”.
Y precisó que, a diferencia de otras regiones, la comunidad de Tabaco no ha sido desplazada sino desarraiga: “Miramos hacia atrás y nos encontramos unos enormes huecos”. Alertó, además, sobre la situación de líderes sociales y defensores medioambientales, quienes sufren constantes amenazas por oponerse “al mal llamado desarrollo”, pues las afectaciones no sólo las sufren por la extracción de carbón, sino que se están dando nuevas tensiones por la explotación de cobre en el sur y en el centro del departamento, y de energía eólica en el norte.
La protesta social
El tercer y último panel de la jornada fue sobre estos dos temas, que el año pasado tomaron vital importancia por el estallido social que ocurrió el 28 de abril y se extendió por más de tres meses en algunas regiones del país, por cuenta de la reforma tributaria que el presidente Iván Duque pretendió instaurar, gravando con IVA productos de la canasta familiar y hasta servicios fúnebres cuando se estaba dando el pico de muertes más alto de la pandemia del Covid-19.
Clemencia López Ríos, integrante de la Mesa de Mujeres de Soacha, Cundinamarca, lamentó que no existan garantías para el ejercicio de la protesta social. Señaló que el Paro Nacional evidenció que pocos policías respetaron las movilizaciones y que la generalidad fue el uso desmedido de la fuerza. (Leer más en: Leer más en: Piquetes de la Policía: como perros de caza en la protesta social)
“En Soacha son más las acciones que hacen las organizaciones de derechos humanos, que las autoridades. En el Paro era la infiltración de los puntos de resistencia, como el puente de la 22, donde los compañeros eran intervenidos y perfilados”, detalló.
Por su parte, Juana Bolena Peláez Ortiz, de la Juntanza Popular por Cali, explicó por qué la capital de Valle del Cauca fue el epicentro del Paro Nacional o del estallido social. En esta ciudad, las protestas se mantuvieron de manera ininterrumpida durante más de tres meses, instalaron múltiples puntos de resistencia (bloqueos) y fue respondida con represión policial por parte de las autoridades.
El principal factor que resaltó esta lideresa fue el del hambre que estaba padeciendo un amplio sector de los caleños, pues debido a las cuarentenas por cuenta de la pandemia del Covid-19, fue la segunda ciudad en donde más creció la pobreza monetaria porque la informalidad laboral es muy alta.
A ello se suma que Cali es el principal receptor de desplazados de la región Pacífico, por lo cual, con el paso de décadas, se han producido diferentes fenómenos socioculturales, como tener tres ciudades en una sola: la Cali de desplazados del Pacífico, que se encuentra de la avenida Simón Bolívar hacia el oriente, en donde se instalaron 15 puntos de resistencia; la Cali de indígenas desplazados, ubicada en la zona de ladera, al occidente; y la Cali popular, que se encuentra en medio. (Leer más en: En Cali está naufragando el Estado Social de Derecho)
A juicio de Peláez, la movilización en Cali durante esos meses irrumpió como expresión de la indignación y fue un acto espontáneo, sin organización, que no contó con garantías y padeció de estigmatización por parte del gobierno nacional. A ello, se sumó la judicialización de nueve líderes comunitarios de Puerto Resistencia, nombre con el que fue rebautizado el popular sector de Puerto Rellena, ubicado en el oriente de la ciudad.
Jhon Erick Caicedo Angulo, del Comité del Paro Cívico de Buenaventura, hizo un recorrido histórico por las protestas que han realizado los habitantes de la ciudad portuaria de Valle del Cauca desde 1964, en donde sus habitantes se han lanzado a las calles para pedir mejores condiciones de vida o el cese de la violencia, como ocurrió en 2014, cuando protestaron por la proliferación de ‘casas de pique’, nombre con el que se refieren a centros de tortura en los que las personas eran asesinadas y descuartizadas, y luego arrojadas a las zonas de bajamar. (Leer más en: El terror no abandona a Buenaventura)
Esta ciudad portuaria, dijo Caicedo, representa un caso de éxito ambiguo de la protesta social, pues a raíz de las marchas de 2017 promovidas por 120 organizaciones, lograron conquistar electoralmente la Alcaldía para el periodo 2020-2023, pero, lo paradójico, es que es el primer gobierno en la historia local que enfrenta un trámite de revocatoria de mandato.
El líder explicó que esa situación, en parte, así como garantías para la movilización y el activismo social, dependen de intereses que van más allá de la institucionalidad distrital. Por ejemplo, “hay garantías a nivel local, pero no a nivel nacional, donde mandan el Esmad (Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional) a un plantón pacífico”.
Yuliana Sanabria, mujer trans e integrante de la organización Prisma de Valledupar, habló de las dificultades de la comunidad LGBTIQ+ para manifestarse y protestar “en un departamento heteropatriarcal, como lo es Cesar”. Reconoció que ha sido un proceso difícil y que contó con sus propias causas de estallido social: el asesinato de siete mujeres.
Ante la falta de garantías, esta comunidad ha dedicado esfuerzos para cuidar los espacios de manifestación y que no sean vandalizados, y se lamenta de que las administraciones locales no cuentan con un enfoque de género, más allá del papel y para mostrar indicadores de gestión, que les brinden garantías. “En el papel y la tinta caben muchas cosas”, recriminó Sanabria.
Esta lideresa expresó su agradecimiento a las directivas del Cinep por apoyarlas en generar espacios de interlocución con la Policía Nacional, lo que ha generado la creación de canales de comunicación para combatir la estigmatización y que las movilizaciones sean respetadas.
Finalmente, lideresas y líderes coincidieron en expresar la necesidad de expedir un marco legal que brinde garantías para posibilitar la protesta social, no criminalizar ni estigmatizar a quienes reclamen sus derechos y urgieron por el desmonte del Esmad ante los excesos que cometió contra manifestantes el año pasado.