Las matanzas se convirtieron en paisaje en un país que lleva más de medio siglo agobiado por una violencia que parece no tener fin. Las más recientes generaron gran escándalo, pero desde el año pasado la ocurrencia de estos crímenes tiene una fuerte dinámica, sobre todo en zonas urbanas y rurales golpeadas por la continuidad del conflicto armado.
“La masacre es tal vez la modalidad de violencia de más claro y contundente impacto sobre la población civil”, escribió Gonzalo Sánchez en la introducción del libro “Masacre de El Salado: esa guerra no era nuestra”, publicado en 2009 por el entonces Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, que luego se convertiría en el Centro Nacional de Memoria Histórica.
Y justo esa expresión de violencia, que combina una gran dosis de terror y crueldad contra hombres y mujeres indefensos, tiene al país en un estado de asombro extremo y preguntándose por qué se llegó a ese nivel de barbarie en las últimas semanas, sin que existan explicaciones claras al respecto.
Las cifras son dramáticas: entre el 1 de julio y el 22 de agosto se cometieron 16 masacres, que acabaron con la vida de 73 personas, en hechos ocurridos en los departamentos de Arauca (1), Caldas (1), Córdoba (2), Cauca (2), Cundinamarca (1), Nariño (3), Norte de Santander (5) y Valle del Cauca (1).
Los hechos sucedieron en escenarios urbanos y rurales, con diversas justificaciones y en varias confrontaciones armadas, así como en reacción a disputas ciudadanas. Distintos analistas consultados para este artículo insisten en llamar la atención sobre ese punto: no todos los homicidios múltiples tienen las mismas explicaciones, pero sí el mismo impacto.
Tras cada asesinato colectivo las comunidades afectadas sienten un gran miedo y, en zonas donde hay una fuerte confrontación armada, quedan a merced de la crueldad de los victimarios o se ven obligadas a desplazarse de manera forzada. Además, se trata de demostraciones de poder rodeadas de gran impunidad.
De acuerdo con un rastreo de información realizado por este portal, se constató que entre el 1 de enero de 2019 y el 22 de agosto de 2020 se perpetraron en el país 93 masacres, ocasionado la muerte de 348 personas. El criterio aplicado fue el de tres personas o más asesinadas en un mismo lugar y por un mismo actor.
Esta manera de medición fue estipulada por la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en 1999; luego la asumió la Defensoría del Pueblo desde 2001; y la retomó la Unidad para la Atención de Víctimas en 2015 en sus criterios de valoración de las solicitudes de inscripción en el Registro Único de Víctimas Individuales y Colectivas.
Las cifras difieren de las reportadas por el Ministerio de Defensa que, para el mismo periodo analizado, registró 38 masacres con un saldo de 193 personas fallecidas. La diferencia, que excluye 55 casos y 155 víctimas, obedece a una razón sencilla: desde el año 2000, esta cartera de gobierno asumió que un homicidio colectivo se debe tomar cuando se presentan cuatro o más personas muertas en hechos “cometidos en el mismo lugar, a la misma hora, por los mismos autores y en personas en estado de indefensión”.
¿Por qué la diferencia metodológica en las entidades del Estado? Consultadas varias fuentes en la Defensoría del Pueblo, coincidieron en precisar que el concepto de masacre no se deriva del derecho penal, ni del derecho internacional de los derechos humanos o el Derecho Internacional Humanitario. Obedece, ante todo, a una categoría de análisis sociológico que indaga sobre la intensidad de la violencia.
El estándar que utiliza, por ejemplo, la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y la Defensoría del Pueblo, está ligado más a una “buena práctica” de documentación de casos, pero no se fundamenta en ningún instrumento internacional. “Y al no existir un marco jurídico aplicable, es natural que haya diferencias según la finalidad de quien documenta”, concluye uno de los consultados, quien pidió la reserva del nombre.
Navegando en las cifras
La Corte Constitucional, en su Sentencia C-250 del 28 de marzo de 2012, consideró que las masacres como “un indicador de la degradación de la guerra” y puso como referente del inicio de esa degradación “por lo menos desde 1981”. Desde aquellas épocas, hasta la fecha son miles de matanzas las ocurridas en el país, con características distintas.
Y si bien hay dos maneras de medir su ocurrencia, lo cierto es que esta macabra expresión ha permanecido como parte del repertorio de violencia. Así lo reconoció ayer el presidente Iván Duque luego de su visita al barrio Llano Verde, en Cali, Valle del Cauca, donde fueron asesinados cinco jóvenes y al municipio de Samaniego, Nariño, escenario de una matanza que dejó nueve víctimas más: “Tristemente hay que aceptarlo como país, no es que volvieron, es que no se han ido estos hechos de homicidios colectivos”. (Leer más en: Masacres, estrategia de terror en múltiples confrontaciones)
El rastreo adelantado por este portal arroja que en 2019 se cometieron 50 masacres en 11 departamentos, dejando 176 víctimas fatales, y en lo que va corrido de este año se han registrado 43, con 172 fallecidos, en 14 departamentos.
Una de las particularidades es que, en la sumatoria de ambos años, Antioquia lidera las dramáticas estadísticas con 21 masacres sucedidas en 14 municipios. La región del Bajo Cauca, donde se viene librando una intensa disputa territorial entre grupos armados ilegales desde hace varios años es la más afectada, allí se han presentado ocho matanzas, y tres de ellas ocurrieron en el municipio de Cáceres.
En segundo lugar se encuentra el departamento de Cauca, con 17 casos; seguido de Norte de Santander, con 14. Al igual que en Antioquia, en estas dos regiones confluyen diversas estructuras criminales que se disputan el dominio territorial.
Esas dinámicas violentas, que, como han reiterado diversos analistas, deben mirarse bajo una óptica diferenciada, ha dejado víctimas de diversas características: hombres, mujeres y jóvenes, incluidos menores de edad, se destacan en los registros, y dilucidando los detalles, las matanzas abarcan campesinos, indígenas y afros.
Detrás de esos registros hay una afectación profunda al tejido social, dado que algunos de los homicidios colectivos vienen acompañados de desplazamientos forzados y desapariciones, tal como ha ocurrido en Norte de Santander y en el sur de Córdoba. Y si sobre ello se superponen los asesinatos de líderes y lideresas sociales, así como autoridades étnicas, la situación se torna más grave para las comunidades.
Si bien gran parte del país vivió una etapa esperanzadora con la firma del Acuerdo del Paz el 24 de noviembre de 2016, entre el Estado colombiano a través del gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos (2010-2018) y la antigua guerrilla de las Farc, lo cierto es que, con el paso de los años, ese sentimiento viene perdiendo espacio por cuanto la implementación de lo pactado tras cuatro años de negociaciones no ha sido efectiva. Incluso, esa esperanza se ha transformado en frustración. (Leer más en: La no repetición de la violencia se ve distante)
La frecuencia de las masacres, unida al asesinato de líderes sociales, y a fenómenos conexos como el desplazamiento forzado, confinamiento de comunidades, desapariciones forzadas y rupturas del tejido social van en contravía del derecho a la no repetición de la violencia pactado en el Acuerdo de Paz.
El objetivo era superar “la repetición de la tragedia del conflicto armado interno”; no obstante, en los últimos años, sobre todo durante la presidencia del presidente Duque, iniciada el 7 de agosto de 2018, esa garantía no se está cumpliendo. (Leer más en: Garantías de no repetición, materia reprobada por el gobierno nacional)
Lupa a los contextos
Si bien se ha dejado claro que las masacres deben mirarse con un filtro que permita la diferenciación para dilucidar sus razones y consecuencias, una mirada detallada permite establecer dinámicas que parecen asemejarse regionalmente, aunque, como dicen algunos de los expertos consultados, habría que refinar el análisis.
Una de esas dinámicas es que de los 73 municipios que entre 2019 y 2020 registran masacres, por lo menos 26 municipios hacen parte de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), una iniciativa pactada en el Acuerdo de Paz que abarcó 170 municipios en 16 regiones del país afectados por el conflicto armado.
Esas cifras indicarían que la respuesta ofrecida en el Acuerdo de Paz no está siendo del todo satisfactoria, habida cuenta de que las intervenciones de los PDET, que fueron concertados en apariencia con las comunidades, no están incidiendo en las dinámicas de violencia. (Leer más en: Los pecados con la plata de la paz)
A la par de los PDET, lo pactado en La Habana y rubricado en Bogotá contempló una salida integral al problema de las drogas ilícitas y como parte de las soluciones se planteó la ejecución del Programa Nacional Integral de Sustitución de cultivos de uso ilícito (PNIS), que se desarrollaría en diversas regiones del país afectadas por la siembra de la hoja de coca y su posterior transformación.
El más reciente informe de la Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito (ONUDC), de abril de este año, reporta 99.097 familias inscritas en el PNIS en 56 municipios del país a 31 de diciembre de 2019..
Buena parte de los municipios que registran masacres, especialmente los de Antioquia, Cauca, Nariño y Norte de Santander, donde se concentran la mayor cantidad de hectáreas sembradas, cientos de familias se inscribieron en el PNIS con el compromiso de erradicar sus cultivos.
En estos cuatro departamentos se registraron 37.698 familias inscritas, equivalentes al 38 por ciento del total, según reporta ONUDC al 31 de diciembre de 2019.
En municipios con alta incidencia en masacres como Cáceres, Ituango y Tarazá, en Antioquia; El Tambo, Miranda y Piamonte, en Cauca; y Tibú, en Norte de Santander, por citas algunos ejemplos, coinciden con la adopción del PNIS.
Si bien el gobierno nacional celebra una reducción del área sembrada en 2019, que pasó de 169 mil hectáreas con hoja de coca en 2018 a 154 mil, lo que significó una disminución de 15 mil hectáreas, el equivalente al 9 por ciento, la disputa que genera ese negocio está dejando bastantes muertos. (Leer más en: Las cifras que no cuadran en la disminución de cultivos ilícitos en Colombia)
La recurrencia de masacres en algunos municipios también coincide con el proyecto de una iniciativa gubernamental llamada Zonas Estratégicas de Intervención Integral (ZEII), conocidas como Zonas Futuro, que se reglamentó a mediados de diciembre de 2019, pero que aún no está en ejecución, y abarca las regiones del Sur de Córdoba y Bajo Cauca antioqueño; el Catatumbo, en Norte de Santander; el departamento de Arauca y el Parque Nacional Natural de Chibiriquete.
En reacción, organizaciones campesinas, sociales, comunitarias y defensoras de derechos humanos que desarrollan sus labores en los municipios que conforman las Zonas Futuro advirtieron que esta iniciativa es una estrategia netamente militar, en detrimento del diálogo con las comunidades, lo que podría incrementar las violaciones a los derechos humanos. (Leer más en: Zonas Futuro: ¿territorios donde podrían incrementarse las violaciones de derechos humanos?)
Otro de los instrumentos creados en el Acuerdo de Paz para fortalecer la idea de la no repetición de la violencia es la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad (CNGS), que estaría integrada por diversos sectores sociales del país, articulados al gobierno nacional y los entes de control del Estado, con el objetivo de definir una política pública y criminal para desmantelar las organizaciones paramilitares.
Su funcionamiento bajo la presidencia de Duque no ha sido eficiente, así lo expresa Gustavo Gallón, director de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) y uno de los representantes de la sociedad civil en la CNGS. Los lineamientos para cumplir con el objetivo central, que es la construcción de una política pública que permita acabar con los grupos armados ilegales, “no se han definido ni se han empezado a definir. Las actividades que la Comisión ha hecho no han dado lugar a que se den los pasos en esa dirección”.
Gallón aclara que algo se ha hecho en la CNGS, pero a su juicio este espacio de interlocución interinstitucional: “Con todo respeto, hemos dicho que se necesita aprovechar mejor las capacidades y las posibilidades que tiene la Comisión, que se creó no para incomodar a las autoridades, sino para brindarle al Estado herramientas fuertes para que, juntos, las autoridades gubernamentales, las entidades de control y las organizaciones de la sociedad civil, puedan desarrollar una dinámica rigurosa y urgente”.
El director de la CCJ asevera que durante el gobierno Duque esta Comisión sólo se ha reunido cuatro veces, cuando deberían hacerlo mensualmente: enero de 2019, agosto de 2019, enero de 2020 y el pasado 12 de agosto.
Por lo pronto la única tarea en la que trabajan es un informe que solicitó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en el que se explique qué desarrollo ha habido en el diseño de la política pública y criminal para desmantelar las organizaciones paramilitares. “La única conclusión del 12 de agosto fue la creación de una comisión técnica para darle respuesta la JEP”, precisa Gallón.
Múltiples disputas
Diversas fuentes consultadas indican que lo que vive el país en términos de violencia, expresada a través de homicidios selectivos, desplazamientos masivos desapariciones forzadas y claro, masacres, es una nueva fase del conflicto armado y que era de esperarse tras el desarme y desmovilización de las antiguas Farc como parte del Acuerdo de Paz y la disputa por los territorios que abandonó este grupo alzado en armas, muchos de los cuales fueron ocupados y dominados por varias décadas.
Si bien, no todas las 93 masacres documentadas por este portal están relacionadas estrictamente con la confrontación armada, en muchos casos sí, sobre todo aquellas que sucedieron en regiones donde hay dos o más grupos armados ilegales disputándose el territorio.
La seguidilla de masacres entre los meses de julio y agosto arroja un indicador de alertas para Juan Carlos Garzón, coordinador del Área de Dinámicas del Conflicto de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), un centro de investigación que lleva por lo menos 20 años aportando insumos en seguridad y defensa para el debate nacional e internacional. “Estamos en el momento de las alertas”, dice y agrega que “estamos en la subida y lejos de la cresta”.
Uno de los factores de esa violencia, sugiere Garzón, es la ruptura de varios equilibrios en las regiones entre grupos armados ilegales, lo que ha generado un alto nivel de disputas, y pone como ejemplo lo que viene ocurriendo en regiones como Norte de Santander y Nariño.
El recrudecimiento de la violencia en Norte de Santander se debe al proyecto expansionista de la guerrilla del Eln, que busca imponer su hegemonía armada en los 421 kilómetros de línea fronteriza con la vecina República Bolivariana de Venezuela, así lo admitieron a este portal varios delegados de esa organización alzada en armas que permanecen en Cuba. (Leer más en: Guerrilla del Eln reconoce guerra en frontera con Venezuela)
Por los lados de Nariño la situación también es compleja. Tanto en la región del Pacífico como en el piedemonte hay una pluralidad de grupos armados ilegales que se atomizaron luego de que el grueso de guerrilleros de las antiguas Farc salieran de la zona camino a la reincorporación.
Este portal viene reportando críticos escenarios de violencia desde hace más de cinco años y en todo este tiempo lo que advierten las comunidades es que además de la cruda situación de alteración del orden público, que afecta a comunidades indígenas y afros, se suma la desatención del Estado.
Garzón también expone, a manera de hipótesis, que justamente las comunidades viven un momento muy difícil porque, de alguna manera, con esa atomización de grupos armados ilegales, se perdió la interlocución de los líderes sociales con los jefes de esas estructuras criminales.
“Antes la gente sabia con quién hablar y de alguna manera había una especie de regulación”, asegura este especialista. Con la salida de las antiguas Farc y la pluralidad de grupos armados ilegales, esa posibilidad de diálogo se perdió en varias regiones del país. “Tenemos ese sistema inmune de las comunidades muy debilitado”, agrega.
A esa incapacidad de diálogo de las comunidades con aquellos actores armados ilegales que dominan amplias regiones del país se suma el reiterado ataque y asesinato de líderes, lideresas y autoridades étnicas, lo que contribuye al debilitamiento en la búsqueda de soluciones locales a la violencia impuesta.
“Eso es muy difícil de entender por parte de la Fuerza Pública y, en general del Estado”, apunta Garzón, porque bajo su óptica hay unas leyes que se deben cumplir, pero para las comunidades la situación es muy difícil porque además de estar muy expuestas, “el Estado llega y se va”, concluye el analista de la FIP.
Para líderes indígenas del departamento de Cauca, la crítica situación que viven las comunidades del pueblo Nasa que genera la confrontación armada en sus resguardos les ha generado una profunda incertidumbre y reseña la llegada de una estructura que se conoce como ‘Nueva Marquetalia’, una disidencia de las antiguas Farc liderada por exjefes guerrilleros que se marginaron del Acuerdo de Paz, entre ellos Luciano Marín Arango, alias ‘Iván Márquez’.
“Con la llegada de la ‘Nueva Marquetalia ha habido enfrentamientos porque tienen la intención de retomar el territorio”, explican desde el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y el programa de Defensa de la Vida y los Derechos Humanos. “Los intereses son diversos e implican corredores estratégicos, cultivos de uso ilícito y facilidades para el tráfico de armas”.
Esos avances y repliegues de estructuras armadas ilegales, que se observan en varias regiones del país donde se han perpetrado masacres, dan cuenta de una intensa actividad criminal por posicionarse en territorios estratégicos y rentables para sostener la guerra. Pasa en Nariño, Cauca, Antioquia, Córdoba y Norte de Santander.
Choques armados entre las disidencias de las antiguas Farc, la guerrilla del Eln, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc) y otro puñado de estructuras criminales, sobre las cuales gravitan los carteles mexicanos Jalisco Nueva Generación y Sinaloa, desestabilizan la vida cotidiana de comunidades que se empeñan en salir adelante en medio de la pobreza y el abandono del Estado.
Para Gallón, lo que ocurre en diversas regiones con los grupos armados ilegales se asemeja a la proliferación de la maleza: “A medida que pasa el tiempo se va arraigando más. Diría que es eso, más que algún episodio, es la consecuencia natural de que no se les impidió estar en esos territorios y se van moviendo y afianzando”.
¿Fuerza Pública contenida?
La pregunta que está gravitando en las últimas semanas justo se enfoque en lo dicho por Gallón: ¿por qué la Fuerza Pública no actúa de manera eficaz para contener el “arraigo de esa maleza”?
Analistas de la Defensoría del Pueblo, que por razones de la transición que vive la entidad tras el nombramiento del nuevo titular de esa entidad pidieron no divulgar sus nombres, explican que parte de la inacción de los organismos de seguridad del Estado, entre ellos el Ejército y la Policía, podría deberse a lo que catalogaron de “operación más silenciosa, confusa, de ausencia de distintivos, camuflados y de presencia de baja intensidad”, de los grupos armados ilegales. A su juicio, ese tipo de operación “confunde y elude los numerosos dispositivos de registro y control en los territorios”.
Otro de los factores que complicaría la actuación de las fuerzas de seguridad estatales es el arraigo de los integrantes de los grupos armados ilegales donde están ocurriendo las masacres y, en general, se desarrolla la confrontación armada. “Es un círculo vicioso: matan a los integrantes de una familia y ahí se generan sentimientos de venganza que luego se concretan”, afirma una lideresa de Nariño que conoce las dinámicas de la guerra regional y quien por razones de seguridad prefiere omitir su nombre.
Garzón, de la FIP, estima que las Fuerzas Militares atraviesan por una “crisis de identidad” y, según él, “están dispersas en su misionalidad” justamente por la fragmentación de grupos armados ilegales que operan en buena parte de la geografía nacional. “Antes estaba claro cuál era el objetivo, las Farc, pero ahora hay un entorno fragmentado que complica las tareas”.
Lo paradójico, según este experto en temas seguridad, es que es tanta la cantidad de grupos armados ilegales en algunos territorios, que cuando se actúa contra uno, se beneficia, de alguna manera a otros.
“Es un efecto globo”, apunta otro analista que, por razones de su trabajo, habla bajo el anonimato. “Se ataca en un territorio, pero la confrontación se traslada a otro lado”, dice y pone como ejemplo el caso de Walter Arizala, alias ‘Guacho’, un disidente que operó en la línea fronteriza de Tumaco con la vecina república de Ecuador comandando un grupo conocido como ‘Frente Oliver Sinisterra’.
El criminal fue abatido por un comando especial de las Fuerzas Militares el 22 de diciembre de 2018 en zona rural de Tumaco. Su muerte, presentada como uno de los éxitos tempranos del gobierno del presidente Duque, no significó el desmantelamiento de este grupo armado ilegal, por el contrario, generó una fragmentación que hoy padecen las comunidades. (Leer más en: ¿Y qué viene después de la muerte de alias ‘Guacho’?)
“No hay un trabajo consistente de desmantelamiento”, dice el experto consultado, quien considera que la política de capturar o abatir cabecillas debe replantearse porque, reitera, en ocasiones las disputas internas que se dan para suplir su puesto generan altos niveles de violencia.
Al respecto, Garzón se pregunta: “¿Dónde están las evidencias de que las comunidades quedan más protegidas cuando se abate a un cabecilla?”. A su juicio, las Fuerzas Militares carecen de una lectura estratégica de lo que viene ocurriendo en diversas regiones del país.
En el diálogo con estos expertos surge una conclusión preocupante: como las evidencias parecen indicar que no funcionan las estrategias de disuasión y desmantelamiento, las organizaciones criminales no ven mayor riesgo en cometer acciones criminales.
El analista de la FIP teme que las Fuerzas Militares tengan lo que califica de “problema de cobija corta”, es decir, que, dada la pérdida de movilidad que afrontan, que implica, por ejemplo, menos horas de vuelo, se pude estar frente a un escenario de menos capacidad de desplazamiento de sus unidades para atender los distintos frentes de confrontación que hay en el país.
A ello se agrega que, en la tarea asignada por el gobierno nacional de adelantar procesos de erradicación forzada de cultivos de hoja de coca para uso ilícito, tanto Ejército como Policía hayan cometido errores contra las comunidades cocaleras que derivaron en enfrentamientos y muertes de algunos labriegos. Todo ello ha generado profundo malestar y desconfianza, al decir de Garzón, “la Fuerza Pública se lleva el descrédito de la erradicación”. (Leer más en: Campesinos de Vista Hermosa, bajo la estigmatización de la Fuerza Pública)
Y justo de ese tema habló el pasado domingo el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, tras finalizar un consejo de seguridad en Pasto, luego del asesinato de los nueve jóvenes en Samaniego: “Invito a que se apoye a la Fuerza Pública y que se ponga fin a las acciones y campañas de deslegitimación que algunos sectores han puesto en marcha”.
El analista militar John Marulanda coincide con la apreciación del Ministro de Defensa y en declaraciones a este portal referencia comunidades de Cauca y Nariño, donde “han expulsado a los miembros de la Fuerza Pública, inclusive los han secuestrado […] les han quitado el armamento”.
Ese tipo de situaciones, dice Marulanda, afecta la moral de combate de los soldados: “Eso, por supuesto, lo único que hace es limitar, cohibir, la acción de los militares, que en pleno uso de la fuerza legal y legítima del Estado, no la pueden ejercer y se convierten en reyes de burlas, cuando no es que la izquierda sale a acusarlos de inoperantes y algún que otro abogado o fiscal sale a acusarlos de omisión”.
Ante ese panorama, agrega el experto en temas militares, los únicos que “progresan” son las organizaciones criminales. “Estamos ante un panorama muy complicado y las masacres, a mi modo de ver, no son hechos aislados, obedecen a una estrategia de desestabilización del país”, que, a su juicio, y coincidiendo con el ministro Holmes Trujillo, “es el resultado de los malos acuerdos que se firmaron en La Habana”.
Por lo pronto, y más allá de los análisis de rigor, las comunidades afectadas por las masacres en los dos últimos años esperan que ninguno de esos hechos atroces quede en la impunidad y se rompa esa percepción de que quienes las perpetran actúan porque el Estado no es capaz de contrarrestarlos.