Desde hace más de dos décadas, periodistas regionales, profesores, artistas populares y trabajadores de la cultura han dedicado su ejercicio profesional a recuperar, preservar y socializar las tradiciones ancestrales de los ocho departamentos que componen esa región del país. El canto, el cuerpo, la poesía y los objetos se han convertido en un grito de resistencia para dignificar el pasado.
“Ay yo no quiero cantar, yo no quiero porque me pongo triste ombe…”. El verso, de la agrupación Son de Tambó, quedó inmortalizado en el municipio de María La Baja, Bolívar, como uno de los tantos cantos de alegrías y lamentos que mediante el bullerengue son expresados para contar las vivencias que han marcado a la región Caribe colombiana, entre ellas las del desarraigo y la violencia.
Durante décadas, grupos armados azotaron a las comunidades y dejaron profundas huellas. Desde el Bloque Caribe de las Farc, la Corriente de Renovación Socialista (CRS) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), hasta el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en connivencia con sectores de la Fuerza Pública, sembraron miedo, terror y zozobra.
La región de los Montes de María, anclada en las montañas de los departamentos de Sucre y Bolívar, ha sufrido una larga lista de sucesos que la catalogan como una de las zonas más golpeadas por la violencia. Más de 50 masacres, miles de desplazados y una ruina económica de la que hasta ahora, más de tres décadas después, se ha empezado a subsanar gracias a la persistencia y el liderazgo de quienes no abandonaron el territorio y de aquellos que decidieron retornar para rehacer sus vidas. (Leer más: ¿Cómo se fraguó la tragedia de los Montes de María?)
“Para nosotros el territorio es el cuerpo mismo. Haber salido obligados de nuestras fincas o parcelas implicó perder los valores culturales; el despojo para nosotros, más que físico, fue espiritual. Sanar no sólo implica volver a tu casa, sino tener paz interior y eso se hace recuperando lo que fuiste y dejaste de ser por la violencia. Hay que recuperar la cultura”, relata Óscar León Sambrano, habitante de Ovejas, Sucre, quien fue víctima del Estado y la guerrilla. (Leer más: Pacheco, el Fiscal encarcelado)
Al igual que Sambrano, son cientos de personas las que retornaron al territorio buscando recuperar los años perdidos tras el desplazamiento. Para muchos, el arte, la comunicación y la cultura significaron un nuevo comienzo y una herramienta para sanar, que hoy día, casi una década después de la barbarie y tras el Acuerdo Final entre el gobierno nacional y la guerrilla de las Farc, abre una nueva oportunidad para visibilizar y promover los valores ancestrales.
Comunicar para sanar
Si hay algo que quedó inmortalizado en la historia de los montemarianos es la comunicación popular, que sirvió para contrarrestar el desarraigo y brindarles a las víctimas una opción de tejer memoria. Para algunos, funcionó como un “psicólogo silencioso” que, con el tiempo, ayudó a sanar las viejas heridas de la guerra.
Pero ese reconocimiento social afronta una paradoja: tan sólo cuatro emisoras, de los 15 municipios que integran los Montes de María están legalizadas; las demás, funcionan sin permiso alguno del Estado, desde hace décadas, no obstante, esa situación no le resta legitimidad entre sus habitantes. Cada una de ellas representa un pequeño archivo de relatos y memorias que, bajo la conducción de la Red de Comunicadores Populares de los Montes de María, se ha constituido en uno de los archivos más importantes del territorio.
Decenas de historias como ésta son replicadas a diario en la mayoría de las emisoras locales con un fin específico: tejer una ruta cultural de la memoria para dignificar a las víctimas y sentar el precedente de lo ocurrido a partir del relato en primera persona. De la región Caribe hay cientos de libros académicos y textos analíticos que relatan los horrores de la guerra, pero para sus habitantes, son pocos los que recogen la voz de la fuente primaria.
Héctor José Gazabón, integrante de la Red de Comunicadores Populares, considera que la tarea de hacer memoria en el Caribe colombiano se ha cumplido desde el mismo momento en el que detonó la guerra; a su juicio, pese a que la memoria la guardan los “viejos del terreno”, son las nuevas generaciones del país las que deben entender la magnitud de lo ocurrido a través del testimonio.
“Queremos que se muestren más historias de vida de desaparecidos y personas resistentes, que dejen de ser una estadística más y poder transmitir esos pensamientos que nunca han tenido la atención necesaria. Cada víctima tiene una característica particular que se debe contar”, dice Gazabón.
Ese deseo de comunicación choca con obstáculos que, desde hace más de 20 años, impiden aumentar el alcance de las emisoras y potenciar sus contenidos. Asuntos como la falta de presupuesto y la ausencia de apoyo institucional han sido constantes. Sin embargo, las comunidades ven en el Acuerdo Final para la terminación del conflicto, firmado entre el gobierno nacional y la guerrilla de las Farc, un faro de esperanza, puesto que se pactó que, durante seis años, 20 emisoras comunitarias funcionarían en las zonas más golpeadas por el conflicto.
Ante la demora en la implementación de este acuerdo, voceros de la Red de Comunicadores anunciaron que continuarán su trabajo en cada una de las veredas y corregimientos como siempre lo han realizado, haciendo oídos sordos a las promesas políticas e incentivando a los jóvenes a recuperar su historia y a perpetuarla.
“El vallenato construye nuestra historia”
La comunicación radial se complementa con otras maneras de trasmitir y preservar la memoria de lo ocurrido, como por ejemplo, a través de la voz de los viejos juglares vallenatos, quienes, desde la década del cincuenta, empezaron a componer sus letras apelando a la naturaleza, a sus pueblos, a los sucesos de la vida cotidiana y al desamor, pero, con el tiempo, se transformaron en relatos del conflicto, el desarraigo y la violencia.
Al igual que las gaitas, el bullerengue y las tamboras, ese género musical está anclado a la historia de varias zonas de la región Caribe. Quien sintonice una emisora local, escuchará en cualquier momento de la transmisión un vallenato, pero ya no de los viejos juglares o de los compositores de antaño del Valle de Upar, La Guajira o la Sierra Nevada de Santa Marta. Las nuevas tendencias musicales se han convertido en uno de los principales retos para aquellos que persisten en recuperar la memoria.
Como respuesta a ello, en abril de 2013 nació en la emisora “Esplendor de la Verdad”, de Valledupar, el programa Nicho Cultural, un espacio dedicado a recuperar el arraigo territorial del vallenato. María Ruth Mosquera, su creadora, asegura que a pesar de haber nacido como una propuesta radial se convirtió en poco tiempo en un espacio de tertulias, donde el habla y el canto fueron hilando los primeros insumos testimoniales para ayudar a la construcción del plan especial de salvaguarda de la música vallenata.
En 2013, Mosquera trabajaba en el periódico Vanguardia de Valledupar. Entre sus tareas tenía a cargo de cubrir las audiencias de los exparamilitares que estaban compareciendo ante fiscales de Justicia y Paz, un mecanismo de justicia transicional bajo el cual se juzgó a quienes se desmovilizaron bajo los acuerdos logrados durante la primera administración del entonces presidente Álvaro Uribe (2002-2006).
Estando en esas labores, Mosquera comprendió el alcance de la conexión entre el desarraigo y la composición vallenata, y por ello asegura que el relato de las versiones libres de los desmovilizados era parte de lo ya escrito y cantado por algunos compositores regionales.
“Acá la gente nunca está quieta, siempre construye, está haciendo memoria desde esos hechos trágicos, de la pérdida de sus seres queridos, de su territorio. ¿Por qué no darle la vuelta y construir desde las alegrías?”, exclamó Mosquera, fijando como uno de sus propósitos para su programa radial la construcción de memorias desde “lo que somos, de los juegos que ya no jugamos y de los que dejamos de hacer”.
Desde entonces, el programa Nicho Cultural ha servido como una plataforma radial y digital para recuperar la memoria de lo que ha sido el vallenato y para recordarle a las nuevas generaciones qué costumbres tenían, qué se cultivaba y cómo era la vida de quienes habitaron la región. La dinámica es sencilla: luego de oír un vallenato, se analiza junto con los invitados su letra para reconstruir las historias de cada región.
“Tras cada sesión encontramos que el entorno cambia la inspiración. A quienes fueron obligados a salir, ya no está el río para inspirarlos, ya no están las aguas claras del río Tocaimo que te dan fuerzas para cantar, porque tú estás en una ciudad, en un edificio, entonces eso va afectando mucho, y aunque uno no lo cree y uno oye la canción ve y por qué cambió, es porque lo sacaron de su entorno. De allí la importancia de analizar cada canción, para construir identidad y tejer memoria”, detalla la periodista.
Para Mosquera, el arte y la cultura son el pilar de la construcción de una estrategia de paz territorial que se debe realizar tocando las emociones de la gente, con el fin de buscar que expresen lo que han callado, y ayuden a tejer memoria a partir de lo que a cada uno lo mueve. A pocos meses de cumplir cinco años, varios de los relatos y memorias perdidas del vallenato fueron incluidos en el Museo del Caribe, un espacio el cual se pretende concentrar la historia de esta región.
Museo para la cultura y el medioambiente
En diálogo con VerdadAbierta.com, Andrés Roldán, coordinador de campo de “El Caribe Viaja” del Parque Cultural del Caribe, comenta que dos de las ideas principales con las que nace el Museo del Caribe son fortalecer la identidad y contribuir a la reconstrucción del imaginario de la región, buscando con ella rescatar más de dos décadas de conocimiento invisibilizadas por el conflicto armado.
“Hemos hablado del Caribe como zona del paramilitarismo, de narcotráfico y de violencia. Ahora, en el marco de todo el proceso de paz, y del posconflicto, ¿de qué vamos a hablar? ¿Qué hay para contar? En eso estamos trabajando ahora”, agrega Roldán.
Hablar del Museo del Caribe es contar la historia del barrio donde fue construido, Barlovento, una de las cunas del narcotráfico en Barranquilla y centro de drogadicción, prostitución e indigencia de la ciudad. Su edificación, que se pensó como una oportunidad para generar un impacto arquitectónico, permitió empezar a generar procesos de cambio sociales dentro de la comunidad y del sector.
Los habitantes fueron partícipes de su construcción vinculándose a los primeros eventos en torno al barrio y a la necesidad del museo. A la fecha, quienes están encargados de la seguridad del museo son sus vecinos.
Según cuentan sus habitantes, el sentimiento de apego se empezó a generar desde que la comunidad entendió que el museo era para ellos y que había que cuidarlo. “Nadie antes podía acceder a cosas culturales como las que tiene el museo, eso era para la gente de con plata. Ahora podemos asistir a conciertos y en vacaciones los niños tienen buenas ofertas para no andar por la calle”, comenta Erley Jimeno, habitante del barrio Barlovento.
La situación no es nueva en el país, también ha ocurrido con otros museos a nivel nacional como el Museo Casa de la Memoria en Medellín, cuya construcción en el barrio Boston implicó, al menos, disminuir graves problemas sociales que azotaban su vecindario, entre ellos, la venta de estupefacientes y la delincuencia común.
Para Roldán, el rescate del patrimonio cultural e histórico como pilares fundamentales de la construcción del museo deben venir acompañados de incidencia social, de allí que los primeros proyectos estuvieran encaminados a tejer lazos sociales y culturales en los barrios más estigmatizados, con problemas de violencia, pobreza y segregación.
“Llegamos a estos barrios no para ver las carencias, sino para resaltar sus potencialidades”, afirma Roldán. Los trabajos con las comunidades duraron alrededor de tres semanas y se priorizó la búsqueda de momentos significativos, personajes, fiestas y cualquier otro tipo de patrimonio a resaltar.
Bajo el programa “Barrios Creativos”, desarrollado en 2012 y 2013, el museo ha ejecutado otros cuatro proyectos que han permitido beneficiar a más de un millón y medio de personas entre estudiantes, gestores de convivencia, emprendedores de la cultura y gente de a pie. Para la comunidad, uno de los más recordados fue “Atlántico música y vida”, mediante el cual se buscó estimular la formación musical de niños y adolecentes de los 23 municipios del departamento del Atlántico.
“De las tamboras, las gaitas, las guacharacas y acordeones, que tocaron los abuelos, aprendimos que se pueden contar historias, de lo que a cada unos nos pase y con eso no olvidamos lo que somos. Yo nací en familia de vallenatos y ahora quiero ayudar a trasmitir el mensaje musical a los demás”, afirma Nicolás, uno de los cerca de 497 mil beneficiarios indirectos del programa.
El museo cuenta con cinco salas interactivas para viajar y explorar en tiempo y espacio las dimensiones ambientales, socioculturales e históricas de la región. La sala de la palabra, una de las más concurridas, detalla hechos anecdóticos a través del canto, poesía y el relato testimonial que, con el peso del tiempo, se han convertido en hitos territoriales.