La ley de víctimas le entrega al país entero el inmenso desafío de rememorar la barbarie para evitar que se repita. Por Revista Semana
La toma del Palacio de Justicia en 1985 y la masacre de Caloto, Cauca, en 1991, son ejemplos de hechos violentos que hacen parte de la memoria traumática del país. / Foto archivo Semana |
En una audiencia de Justicia y Paz un paramilitar confesó el crimen de un joven. Narró cómo lo habían matado, pidió perdón y reveló el lugar donde fue enterrado el cuerpo, desaparecido años atrás. Cuando concluyó el relato, la madre del joven, que lo estaba escuchando, le pidió a la fiscal que le permitiera entrar al salón donde estaba el victimario. Se fue directo a abrazarlo y, entre lágrimas, le agradeció por haber confesado la verdad.
La estremecedora escena muestra el inmenso valor que tiene para las víctimas la verdad: es una liberación y, a la vez, la puerta al perdón. De ahí que la ley haya contemplado múltiples medidas de reparación simbólica que contribuyan a develar la verdad, reconocer la dignidad de las víctimas, mitigar el dolor de sus familias y reconciliar al país. Semejante misión solo es posible si la memoria deja de ser un asunto de académicos, víctimas y ONG para instalarse como un referente de toda la sociedad, tal como lo propone la ley.
Por eso, a diferencia de la reparación económica, que se limita a quienes fueron victimizados desde 1985, esta restauración simbólica no queda sujeta a fechas. Así, por ejemplo, contempla que los reinsertados de todos los tiempos ofrezcan excusas públicas a sus víctimas. Gustavo Petro, excandidato presidencial y exmilitante del M-19, lamentó que la norma no incluya al Estado, “que es responsable de muchas atrocidades como la creación del paramilitarismo. Pero aún así, estoy dispuesto a hacer ese pronunciamiento autocrítico”.
La ley contiene otras medidas para honrar a las víctimas. Crea el día nacional de solidaridad con ellas y el Centro de Memoria Histórica: una institución que pondrá en marcha un amplio programa de derechos humanos y memoria nacional en coordinación con las víctimas, el Ministerio de Educación y autoridades locales. Se ordena también fundar el Museo de la Memoria y el Archivo Nacional del Conflicto. Con estas instituciones, el Estado reconoce la memoria como un derecho central de la sociedad y se propone que ya no solo expertos o víctimas, sino todos los ciudadanos conozcan la convulsionada historia política y social de Colombia “mediante actividades museísticas, pedagógicas y cuantas sean necesarias”, como reza la ley.
Construir la memoria nacional del horror es un desafío complejo y espinoso. ¿Qué función debe cumplir el pasado en el presente y hacia el futuro? Para algunos, rememorar las atrocidades y señalar responsables abre nuevas heridas que pueden conducir a la sociedad hacia una espiral de retaliaciones, cuando el propósito es justamente lo contrario: superar la violencia. Pero los autores de la ley consideran que recordar lo que pasó es indispensable para convocar a la sociedad y al Estado a reflexionar sobre qué fue lo que condujo a la barbarie. También es necesario que las nuevas generaciones conozcan y entiendan lo que vivieron sus padres, para que la historia no se siga repitiendo.
No hay fórmula precisa para construir la memoria. Cada pueblo la erige como mejor considera. En Granada, Antioquia, los viernes la comunidad enciende velas en la Plaza de la Memoria, donde han escrito los nombres de sus víctimas en piedras coloreadas. En Bojayá, Chocó, niños y jóvenes sobrevivientes de la masacre de 2002 danzan simulando el destierro y retorno de la comunidad mientras una mujer narra testimonios de la matanza entrelazados con los traumas que esta dejó entre la gente. El grupo de Memoria Histórica, dirigido por el historiador Gonzalo Sánchez, que trabaja desde hace seis años por mandato de la Ley de Justicia y Paz, ha encontrado iniciativas tan diversas como estas por todo el país. Justamente por esa amplia gama de experiencias, Sánchez cree que las nuevas instituciones deben concebirse rompiendo la fijación territorial. “Hoy los museos se piensan en redes, como nodos articuladores. El lugar donde esté el edificio no debe ser donde estará la memoria. Desde allí se articulará el pueblo, la escuela, la comunidad”, dice.
Con esta ley se abre la esperanza de que conocer la verdad, recordar el horror y reconocer por fin a sus víctimas conduzca al país de una vez por todas a superar estos tiempos aciagos.
Por Revista Semana