VerdadAbierta.com recorrió este municipio caldense y reconstruyó cómo el conflicto armado hizo sufrir a campesinos pacíficos, arrasó la frágil economía cafetera y los dejó en un atraso del que aún hoy no se reponen.
El rumor se regó por Encimadas, un corregimiento de Samaná en la frontera entre Caldas y Antioquia, como lo hacen las malas noticias, rápido y sin preámbulos. El 11 de noviembre de 2005, la guerrilla les dio tres días a los campesinos para que desocuparan esas tierras. Decían que “le iban a dar bala” al Ejército. El miedo los inundó. Solo se quedaron Blanquita -que no andaba bien de la cabeza- y los Cirilos, un par de hermanos que sobrepasaban los 70 años y que como casi todos habían nacido y crecido en esa región de montañas empinadas. Fueron los únicos que tuvieron las agallas; preferían que los mataran a tener que abandonar lo suyo.
Era un viernes, recuerda el profesor Germán Camacho, que ese día madrugó a la escuela en la que dictaba clases a 30 alumnos de la vereda La Sombra, a los que tuvo que devolver a sus casas porque la orden del terror no dejaba de replicarse en los caminos. Sobre la trocha que comunica a Encimadas con Samaná, empezaron a apretujarse los buses-escaleras a los que intentaban subirse, con lo poco que pudieron recoger, más de 2.000 campesinos. “Unos intentaron subir cerdos y gallinas, pero los conductores, casi a modo de súplica, les pedían que los dejaran. Ellos también querían salir de allí lo más rápido posible, antes que empezara la plomacera”, dice el profesor.
No era la primera vez que este corregimiento, colindante con Pensilvania, vivía la incertidumbre del conflicto. Pero sí la primera en que todos sus habitantes eran obligados a salir, dejando atrás la cosecha de café a punto de recoger y lo poco que había en sus ranchos.
En solo dos días, Encimadas fue desalojado, los campesinos que salieron desplazados fueron ubicados en el coliseo de Samaná y los colegios tuvieron que suspender las clases para usar las aulas como habitaciones, mientras pasaron los combates que se extendieron por más de un mes, alrededor de la selva de Florencia. Algunas de las familias que decidieron retornar, cuando los militares y la policía tomaron el control de la zona, encontraron que, en su retirada, la guerrilla había saqueado sus fincas y sus casas.
“Nos impusieron la causa”
Cuando el Frente 47 de las Farc llegó a Samaná, tierra de campesinos católicos y conservadores a finales de los años noventa, el paisaje era parecido al que se ve hoy: muchas fincas pequeñas, de menos de una hectárea, con corrales tan pequeños que apenas si albergan una vaca y unas cuantas gallinas.
El primero en llegar fue el grupo de ‘Nodier’, nombre de combate de Hernán Giraldo García, y tras de él, el de Jesús Elías López, alias ‘El Paisa’, un muchacho que aún recuerdan en el pueblo porque trabajó como cotero en varias tiendas. En este grupo también estaba Elda Neyis Mosquera alias ‘Karina’, a quien ellos ahora llaman ‘sor Karina’, a modo de burla después de que se entregara a las autoridades en mayo de 2008 y fuera nombrada por Álvaro Uribe gestora de paz.
“Llegaron haciendo reuniones –relata Francisco, un campesino de la región que pidió la reserva de su apellido –. Nos decían que teníamos derechos que debíamos hacer sentir”. Pero ese discurso de las Farc no caló entre estos campesinos. Ni tenían acceso a servicios públicos ni se consideraban ricos, pero se conformaban con lo que les daba la tierra.
“Acá, la gente solo se daba cuenta de que era pobre cuando iba al pueblo y veían lo que tenían otros. No eran inconformes aunque no tenían ni escuelas ni puestos de salud, pero sí se sentían estrechos porque no había donde cultivar”, cuenta otro labriego.
“Nos impusieron la causa. Nos dijeron: acá no puede haber ni marihuaneros, ni ladrones, ni violadores. A los sapos: ‘yuca’; es decir, la muerte”, dice Francisco refiriéndose a que mataban a los que no le hicieran caso a los guerrilleros o dijeran a la policía dónde estaban. “Nos pidieron que viviéramos en armonía, bajo sus reglas, pero empezaron a decirle a algunos que se fueran; a otros simplemente los mataban”.
Cambian café por coca
En Encimadas, Caldas, la mayoría de las familias campesinas vivían del café y de la caña de azúcar. “Aquí se cultivaba café arábigo y después el que se conoce como caturro. En promedio, por finca, podían tener entre 2.500 y 3 mil árboles”, explica una agrónoma que hace parte del comité local de cafeteros, la institución más importante en la zona después de la Iglesia Católica.
Samaná hace parte del llamado “cinturón cafetero” de Caldas, integrado por Marquetalia y una porción de Victoria, Norcasia, Manzanares, Pensilvania y Marulanda. Los campesinos han sembrado café desde hace más de cinco décadas, entre otras cosas porque es el único producto que tenía garantía de compra: no importaba si producían una o cien arrobas, ya que una vez llevaban su carga a la cooperativa, esta se las compraba y con eso subsistían.
El café les permitía comprar más semilla, una vaca o los víveres. Pero con la llegada de la guerrilla todo se puso más difícil. “No podíamos trabajar bien por estar en medio de los enfrentamientos. Cuando ellos querían llevarse las cosas lo hacían. Si teníamos una res y ellos se la querían llevar, se la llevaban, porque eran los que mandaban”, dice Marta, una viuda que vive a un lado de la trocha entre Encimadas y Samaná, donde levantó un rancho para sus cuatro hijos y tiene algo más de una hectárea y media sembrada de café y caña de azúcar.
Pero además del miedo, las Farc también llevaron la semilla de coca. Les decían a los campesinos que el café no daba tanto y que la coca florecía más rápido. Aunque algunos no tomaron este camino, los campesinos que vivían en las partes más alejadas y en las faldas de los valles prefirieron sembrar la hoja, porque, al fin de cuentas, era más rentable que sacar una carga de cualquier alimento. “Sacar un bulto a Encimadas cuesta 3 mil pesos, a eso súmele el desgaste, perder un día en el camino, y si además tenía que lidiar con la guerrilla, no era mucho lo que les quedaba de ganancia”, explica un comerciante de Samaná.
Los efectos de la llegada de la coca comenzaron a verse muy pronto. “Una arroba de arroz podría valer entre 30 y 40 mil pesos. El Ejército no dejaba entrar comida porque decían que era para la guerrilla”, cuenta Alberto, otro campesino. Además, los guerrilleros los obligaban a entregarles un bulto de papa o arroz por cada compra que hacían.
Las condiciones económicas de estos pequeños cultivadores empeoraron a tal punto, que la guerrilla también comenzó a extorsionarlos. “Imagínese, campesinos que ganaban 20 mil pesos en un jornal, pagando extorsiones”, relata la presidenta de una junta de acción comunal en Samaná, que también pidió la reserva de su nombre. “Para que entrara una remesa era toda una batalla, los campesinos estaban acostumbrados a comprar lo que necesitaban para el semestre, entonces tocaba comprar poco porque el Ejército y los paramilitares les ponían límites”.
La gente temerosa no reclamaba, además de que no había ante quién quejarse, pues no había por allí policía ni ejército. En todos los corregimientos y veredas de Samaná empezaron a aparecer muertos y “los forasteros corrían la peor suerte si no había nadie que respondiera por ellos”, agrega Sonia. Según cifras de Memoria Histórica, entre 1990 y 2004 ocurrieron seis masacres en Samaná, protagonizadas por los diferentes grupos armados y precisamente en ese último año, según un informe de la Defensoría, en el municipio se movieron mensualmente 12 mil millones de pesos, producto de la siembra de coca.
Pero si hubo algo que derrumbó por completo la moral de estos pequeños agricultores, fue cuando los guerrilleros empezaron a meterse con sus hijos. “Los mismos del pueblo haciéndole daño a sus paisanos”, agrega Alberto. El reclutamiento los afectaba porque los niños y los viejos se quedaron solos trabajando la tierra. “Los niños eran muy ingenuos –dice el profesor Camacho –. Veían a los guerrilleros pasar en motos y carros robados y con armas, dándose la gran vida e iban a hacerles sus mandados. La gente colaboraba por simpatía o porque les tocaba. Nadie podía retroceder”.
Entre 2002 y 2003, encima, cayó una helada que acabó con la mayoría de los cultivos de café. Entre la presión violenta y la ruina económica, muchas familias empezaron a desplazarse. Abandonaron los cafetales y con ellos, la producción de Samaná se fue a pique.
Al principio, las Farc se dedicaron más a la prédica de la revolución, y sólo perseguían a quienes los resistían abiertamente. Pero en el año 2000, cuando llegó un grupo paramilitar al mando de Alejandro Manzano, alias ‘Chaqui’, del Frente Omar Isaza (FOI) de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, a meterse en su territorio, la guerrilla apretó a los campesinos al máximo, en especial en las veredas de Santa Bárbara, Florencia y Dulcenombre. (Ver: Fiscalía imputó 100 nuevos crímenes a Ramón Isaza)
“Comenzaron a decir que si no estábamos con ellos, estábamos en contra y a pedirnos que cogiéramos un arma porque estaban convencidos de que se tomarían el poder”, dijo un líder de Encimadas.
El pueblo ardió
En el casco urbano de Samaná, a dos horas y media de La Dorada, en la vía de Manizales a Bogotá, el conflicto de guerrillas y paramilitares llegó con fuerza a partir del nuevo siglo.
El 17 de abril de 2000, cuando secuestró al hacendado Luis Bernardo Escobar, un fiquero querido en la región que le daba empleo a 150 familias. Durante el cautiverio su salud se deterioró y murió. Su familia abandonó la finca y muchos se quedaron sin trabajo y sin ingresos para llevar a sus casas. Luego, el 18 de enero del 2002, desconocidos asesinaron al padre Arley Arias García, párroco de la iglesia Nuestra Señora de la Asunción de Florencia, otro corregimiento de Samaná. Arias también era comisionado de paz de la región y con él fueron asesinados un asistente, Carlos Pérez de 21 años y su primo, de 16.
García había gestionado varias liberaciones de secuestrados ante la guerrilla y había intermediado con paramilitares para salvar vidas de gente que querían matar. Días después, el 8 de febrero, también asesinaron a la ex alcaldesa Rubiela Hoyos de Pineda cuando iba de gira política por el oriente de Caldas. Hoyos, de 45 años, era el quinto renglón de la lista a la Cámara de la dirigente conservadora Dilia Estrada Vélez.
Ese mismo año, el 24 de noviembre, diez personas fueron secuestradas en un retén ilegal de las Farc en la vía Samaná-Victoria. Los subversivos se llevaron las cargas de café que transportaban en cinco tractomulas. Entre los secuestrados estaban los conductores de los vehículos, sus familiares y administradores de tres fincas que se encontraban en el lugar. Pocos meses después, el 26 de febrero del 2003, asesinaron al personero de Samaná, Darío Botero Isaza, quien se había lanzado a la Alcaldía del pueblo. El crimen fue atribuido a las Farc.
Samaná se volvió territorio prohibido, pues a la gente le daba miedo ir allí. “No venían forasteros, no permitían que llegaran recogedores de café de otras regiones, lo que nos hubiera permitido vender más abarrotes o más carne”, señala Luis Bernardo Díaz, un empresario local que a pesar de las quiebras se ha mantenido en el pueblo.
Comerciantes como María Elena Soto vivieron en carne propia el impacto de la violencia. Ella recuerda que a cualquier hora del día les tocaba cerrar los negocios cuando la guerrilla se metía al pueblo a hostigar a los pocos policías que quedaban. A ella y su esposo les robaron unas vacas de engorde que tenían como ahorro para financiar la educación universitaria de sus tres hijos. Y para terminar de complicar su situación, un grupo de paramilitares se mudó a la casa de al lado, por lo que la guerrilla los declaró objetivo militar. “La guerrilla robaba por igual al que tuviera 1 o 2 vacas o 20. Se volvieron unos vividores”, dice Díaz, que le tocó vender una de sus fincas para poder sobrevivir al boleteo.
Con la violencia la producción se vino abajo. Así, de casi dos millones de toneladas de café que en 2002, les compraba la Cooperativa de Caficultores de Manizales a los campesinos de Samaná, en 2013, apenas les compró la mitad. “La gente que movía el pueblo terminó yéndose”, explica Mario Clavijo, un comerciante que fue Alcalde de esta población entre 2005 y 2007. Para él, el campesino se sintió abandonado y hoy prefiere ser desplazado y vivir de los subsidios que les entrega el gobierno.
Una recuperación a paso lento
Han pasado más de 15 años desde que las Farc y los paramilitares llegaron a Samaná y a sus alrededores. El frente 47 de la guerrilla fue desmantelado luego de que varios de sus jefes se entregaron a la justicia y otros fueran asesinados incluso por sus propios compañeros. El frente FOI de los paramilitares también se desmovilizó. No obstante, esta región todavía no se repone del impacto de la violencia y mucho menos del atraso en el que se sumió a lo largo de una década.
Según cálculos de la Vicepresidencia, entre 2000 y 2005 se desplazaron más de 25 mil campesinos de la región, casi la totalidad de los habitantes de Samaná. El 2002 fue el año más crítico por dos desplazamientos colectivos que protagonizó la guerrilla en San Diego, otro corregimiento de Samaná donde hacían presencia los paramilitares. También hubo desplazamientos posteriores cuando comenzaron las fumigaciones.
Entre los que regresaron, ya son menos los que quieren cultivar en esas montañas del oriente de Caldas. Los jóvenes, como explica la profesora María Buitrago, son los primeros que quieren irse, a pesar de programas como la Universidad en el Campo, que implementó la Federación de Cafeteros y que ofrece carreras técnicas a los campesinos. “Hay padres de familia que dicen: ‘¿Profe para qué? Vea, las muchachas que se quedan están de madres de familia y los muchachos solo esperan crecer para irse a boliar plomo’. La guerrilla le hizo mucho daño a la región porque llegaba y tomaba sin importar el esfuerzo y sacrificio de otro”.
Muchos que huyeron, en cambio, no quieren regresar. Dicen que recuperar un cafetal puede demorar hasta dos años y medio, el mismo tiempo que la caña de azúcar. Y ¿quién los va a sostener mientras el cafetal vuelve a dar? Además muchas de estas familias están endeudadas con créditos que no pudieron pagar cuando salieron huyendo.
Y están los que no quieren regresar porque el dolor de los recuerdos no los deja. No quieren revivir sus tragedias volviendo al lugar donde perdieron a sus familiares asesinados o donde sus niños fueron reclutados. Incluso les cuesta hasta decir los nombres de los muertos y de los desaparecidos. Pareciera como si con el silencio, estos campesinos simplemente le quisieran echar tierra a esa época atroz.