A continuación reproducimos uno de los capítulos del libro Un viaje sin regreso, producto de la investigación que realizó un equipo periodístico conformado por 20 periodistas y siete organizaciones de diferentes países, en el que participaron reporteros de este portal. Dicho trabajo fue nominado en la categoría de Cobertura en el Premio de Periodismo Gabriel García Márquez que se entregará en octubre.

Los muertos recientes de Tumaco suman una cifra esquiva. Algunas fuentes dicen que fueron más de trescientos. Otras, que no más de 220. La Fiscalía de Colombia asegura que en 2018 se registraron 245 asesinatos en esa pequeña ciudad del Pacífico, un 17 por ciento más que el año anterior. Pero todos los habitantes coinciden en que allí la violencia está desbordada. Tanto, que la tasa de homicidios para el 2018 en ese municipio fue de 117,07 por cada 100.000 habitantes, cifra que supera la de ciudades violentas como Caracas, Acapulco y Juárez, clasificadas entre las cinco más mortíferas del mundo.

La violencia en Tumaco es una enfermedad crónica, el resultado de una mezcla nociva. En el puerto viven 200.000 habitantes, y en su zona rural están los mayores cultivos de coca del mundo: 19.500 hectáreas rodeadas por un 85 por ciento de pobreza. Allí, financiados por la industria de la cocaína, conviven paramilitares, narcotraficantes, gatilleros, mafiosos mexicanos, guerrilleros disidentes y pandilleros que se disputan el control de los cultivos, los laboratorios y las rutas de salida para esa mercancía.

Ecuador está ubicado a solo 36 kilómetros, y por esa frontera se cuelan cargamentos de estupefacientes, fusiles, dólares y sicarios. Javier Ortega conocía bien esa realidad. En 2018, había visitado la frontera en tres oportunidades y en sus artículos anteriores había descrito las lanchas rápidas que cruzaban los ríos rumbo al Pacífico cargadas de cocaína; la presencia de los carteles mexicanos; los ataques de las disidencias de las Farc y el silencio como la única forma de sobrevivir en esa frontera sin ley.

Para vigilar este escenario incontrolable, más de 13.000 policías, soldados, infantes de marina y pilotos de ambos países fueron desplegados en la zona, hasta convertir dicho territorio en uno de los más militarizados de Suramérica. Así como de los vivos, las autoridades también tuvieron que ocuparse de los muertos y construyeron una nueva morgue en Tumaco.

Hasta ese momento, Medicina Legal operaba en condiciones dantescas. Un documento de la Alcaldía del municipio, del 2008, indica que la morgue se encontraba en el cementerio municipal, que las únicas dos neveras que tenían estaban dañadas, que no había agua ni un médico forense asignado, por lo que las necropsias eran realizadas por un técnico auxiliar y médicos rurales. La situación llegó a tal punto que en 2011 el entonces director de Medicina Legal, Carlos Valdez, se quejó públicamente y dijo que la morgue se encontraba en un estado lamentable por falta de espacio y que el entorno no era apropiado para las necropsias-medicolegales. El plan de respuesta a emergencia del municipio incluso resaltó en 2012 que ya no había una sola nevera disponible y que la capacidad total de la morgue apenas era de cinco cuerpos. Una bicoca frente al tsunami de muertos que inunda la ciudad desde hace quince años. Hasta allí llegaron Paúl, Javier y Efraín decididos a buscar la verdad, y encontraron la muerte.

Cada cierto tiempo desde la Casa de Nariño, la sede del gobierno de Colombia, se difunden planes para recuperar La Perla del Pacífico, como apodan a Tumaco. Planes de alcantarillado, centros pesqueros, escuelas técnicas y la infaltable promesa de construir la vía que une el puerto a Ecuador, hacen parte de los anuncios que llegan desde Bogotá. Algunos se enredan en las marañas de la corrupción local, donde varios de los últimos alcaldes tienen investigaciones abiertas. Otras promesas nunca pasan del discurso. Y lo poco que se logra construir no logra ser un antídoto suficiente para frenar la ley del gatillo y del dinero fácil.

Lo que sí logró entregar el gobierno de Juan Manuel Santos para enfrentar la violencia fue esa nueva morgue, que costó 1.300 millones de pesos y que se inauguró en marzo de 2018. El largo edificio de fachada gris, de una sola planta, está ubicado en las afueras de la ciudad. Adentro, las paredes y los pisos de la sala de espera y las oficinas son de un blanco inmaculado, en contraste con las sillas de color oscuro. En ese lugar, los médicos se acercan a los familiares para entregarles los resultados de las autopsias. Esta nueva sede cuenta con veintiséis mesas provistas para trabajar sobre los cuerpos y está custodiada por estrictas medidas de seguridad. La principal causa de muerte de los cadáveres que recibe es, de lejos, por armas de fuego.

En los primeros tres días de 2018, siete personas fueron asesinadas por sicarios en las calles de Tumaco. Esto prendió las alarmas: todas las autoridades emitieron alertas, prometieron planes de contingencia y mejorar el control. Pero nada detuvo el desangre.

En febrero de ese mismo año, cuando el puerto celebraba su tradicional Carnaval del Fuego, el desfile náutico se convirtió en una batalla naval. Dos lanchas de barrios rivales se cruzaron y estalló una balacera, en la que murieron tres personas y otras cinco fueron heridas.

Solo dos meses después, en mayo, la Procuraduría General de la Nación14 denunció que en Tumaco funcionaban siete “casas de pique”: lugares siniestros donde torturaban, desmembraban y desaparecían personas. Un testigo les explicó a los investigadores: “Si su muerto no está en Medicina Legal, hay que irlo a buscar a El Tigre. Allá, en la vía Tumaco-Pasto, cerca de unos manglares, tiran los pedazos. Las mamás de los muchachos hacen los levantamientos porque a varios de esos barrios no puede entrar la Fiscalía ni la Policía”.

En julio, sicarios asesinaron a la líder social Margarita Estupiñán Uscátegui, presidenta de la Junta de Acción Comunal del barrio El Recreo, cuando estaba en la puerta de su casa. Días más tarde una patrulla del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía fue emboscada en el kilómetro 47 de la vía que conduce de Tumaco a Pasto, la capital del departamento de Nariño.

Después de dispararles a los funcionarios y obligarlos a parar, un comando le prendió fuego a la camioneta donde viajaban. Allí murieron quemados dos investigadores que ya estaban heridos. El tercer agente fue rematado al borde de la carretera. En agosto de ese año mataron a Holmes Alberto Niscue, líder del Resguardo Indígena Awá del Gran Rosario, a menos de doscientos metros de la estación de Policía del corregimiento de la Guayacana, ubicado a una hora de Tumaco. Varios hombres armados forzaron al líder para que se fuera con ellos. Cuando se resistió, le dispararon tres veces.

Ese mes también asesinaron a James Celedonio Escobar Montenegro, miembro del Consejo Comunitario del Alto Mira y Frontera, una organización afrocolombiana que cuenta con medidas cautelares otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Lo ametrallaron desde una lancha cuando se desplazaba en otra embarcación por el río Mira.

En octubre, el patrullero Narem Mora, de veintitrés años, falleció tras pisar una mina antipersonal en una operación de erradicación de cultivos de coca en el sector de La Guayacana. El primero de diciembre, la indígena de dieciséis años Lola Cortés Taicus fue asesinada en ese mismo corregimiento, uno de los epicentros de la guerra por la coca. La joven fue interceptada por dos personas que iban en moto. Se la llevaron, le dispararon y tiraron su cadáver a la orilla de la carretera. Y el 2 de enero Luis Eduardo Caicedo Vallejo se convirtió en el primer muerto del 2019 en Tumaco. Cuando dormía, en su casa cerca de La Guayacana, un grupo de hombres armados lo sacó de su cama y, pese a las súplicas de sus familiares, se lo llevaron a un camino destapado donde lo ejecutaron a tiros.

En Tumaco nadie está a salvo. Policías, líderes sociales, comerciantes, camioneros, campesinos, pescadores y menores de edad pueden caer en cualquier momento. En muchos sectores se percibe una mezcla de miedo y resignación. Un sacerdote del barrio Nuevo Milenio, uno de los más violentos de la ciudad, contó que el conflicto se ha prolongado por tanto tiempo que muchos se han acostumbrado: “Cuando hay balaceras nosotros nos tiramos al piso; y cuando se acaban, nos levantamos y seguimos trabajando”.

Para enfrentar la violencia, el puerto solo cuenta con un fiscal: Jairo Esteban Tonguino, que llegó a principios de 2019 con una tarea titánica: resolver cientos de homicidios con un equipo diminuto. Trabaja con apenas dos personas del Cuerpo Técnico de Investigaciones y cuatro agentes de la Sijín de la Policía. Por seguridad, el fiscal no puede ir a los corregimientos más peligrosos. Y por la falta de personal, varias horas pueden pasar entre un asesinato y el análisis de la escena de crimen.

Al otro lado del río Mataje, que separa a Ecuador de Colombia, también se extendió la mancha de la violencia. En los primeros días de 2019 en San Lorenzo, la principal ciudad fronteriza de la región de Esmeraldas, se registraron tres homicidios a manos de sicarios.

Aunque las cifras son mucho menores a las colombianas, los asesinatos en la provincia de Esmeraldas también han crecido, a pesar de la presencia de las fuerzas de seguridad. En 2017 se contaron 63 asesinatos, y en 2018 fueron 78: un aumento de 23 por ciento. Ajustes de cuentas, muertes a machetazos, balazos en discotecas y cadáveres en las carreteras se han convertido en el paisaje noticioso de la provincia y con 10,8 homicidios por cada 100.000 habitantes, Esmeraldas tiene la tasa más alta de Ecuador: cerca de tres veces el promedio nacional. En cuanto a San Lorenzo, la ciudad fronteriza de Esmeraldas que es más cercana a Colombia, tenía la tasa de homicidios más alta de Ecuador en el 2013: 96, frente a una cifra nacional de 10,1316. Desde ese año viene bajando, con tasas de 63 en el 2014; 36 en el 2015 y 20 en el 201617. Sin embargo, para ese momento seguía siendo tres veces más alta que la tasa nacional.

A 50 kilómetros, distancia en lancha del lugar al que llegaron desde Ecuador los tres de El Comercio, en la Base Naval de Tumaco, un mapa enorme de Nariño y el océano Pacífico, de tres por tres metros, domina una sala amplia. Allí están marcados los puntos más complejos de la región: los cultivos de coca, la presencia de actores ilegales, los embarcaderos de la droga. Al lado hay un tablero grande con los perfiles de los hombres más buscados, cada uno con su foto, sus fortalezas, sus debilidades, su zona de acción y el tamaño de su banda.

Desde este sitio la Armada colombiana trata de detectar e interceptar las decenas de embarcaciones que se aventuran en alta mar cada semana, repletas de cocaína pura, rumbo a Centroamérica y Estados Unidos. Tumaco es la capital mundial de la coca. En ningún otro lugar hay tal concentración de cultivos, laboratorios y puertos clandestinos.

La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Undoc) estimó en su último monitoreo nacional que hay 19.517 hectáreas de coca en Tumaco: más que en cualquier otro municipio de Colombia. Una cifra cercana a la de toda Bolivia, el tercer mayor productor del mundo. Solo en 2018 se incautaron más de cien toneladas de cocaína en ese puerto.

El municipio es un verdadero clúster industrial para la producción y exportación de cocaína. Está ubicado en una región que ofrece las condiciones ideales para cultivar el arbusto de coca: un clima tropical y húmedo, con alturas que van desde el nivel del mar hasta los 2.000 metros, que permite recoger tres o cuatro cosechas cada año. Es un territorio agreste y aislado, poco poblado y sin carreteras, montañoso y cubierto por una de las selvas más densas del mundo donde se resguardan cultivos, laboratorios y rutas de contrabando. La erradicación de las plantaciones de coca, tanto manual como con aviones de fumigación, es extremadamente difícil.

A finales de los años noventa, en los departamentos amazónicos de Caquetá y Putumayo, el Plan Colombia, un acuerdo de cooperación bilateral entre Colombia y Estados Unidos, que incluía un componente militar para la lucha contra las drogas, expulsó hacia Nariño a decenas de raspachines, campesinos cocaleros, distribuidores de insumos químicos, expertos en el proceso de fabricación de cocaína, narcotraficantes y sicarios. Lo que pasó en Nariño en los años siguientes quedó en evidencia con el crecimiento exponencial de las plantaciones de coca. De acuerdo con los informes de monitoreo de las Naciones Unidas, en 1999 el departamento tenía 3.959 hectáreas cultivadas mientras que, para diciembre del 2002, ya había más de 15.000.

Ese año, la columna móvil Daniel Aldana de las Farc se implantó en la región junto con la recua de negociantes ligados al tráfico de droga: capos, distribuidores de insumos químicos y comerciantes de todo pelambre. En los corregimientos La Guayacana y Llorente, los grandes centros de acopio de la cocaína, se multiplicaron los burdeles, las tabernas, los billares. El dinero empezó a correr a raudales, así como el plomo. A finales de 2002, la bonanza atrajo al bloque Libertadores del Sur (BLS), un grupo paramilitar que se empezó a disputar el negocio a sangre y fuego con la guerrilla. Las masacres y los asesinatos se dispararon. Cuando el BLS se desmovilizó en 2005, fueron rápidamente reemplazados por nuevas bandas como Nueva Generación, Águilas Negras y Los Rastrojos, que siguieron con la guerra contra las Farc.

Las miserables condiciones de vida que padecen muchos pobladores en esa zona garantizan una reserva permanente de jornaleros dispuestos al mejor postor. Y no es todo. Los narcotraficantes también cuentan con otro importante insumo: el Oleoducto Trasandino atraviesa la región y es regularmente perforado para extraer combustible, que luego de un proceso casero de refinación puede ser usado como solvente para fabricar cocaína de alta calidad.

Tumaco cuenta además con una plataforma logística inmejorable. Comparte cincuenta kilómetros de frontera con Ecuador, un país que ofrece dos ventajas adicionales para el negocio: una economía dolarizada y grandes puertos exportadores sobre el Pacífico.

Según contó Jairo Arizala, secretario del Consejo Cantonal de Protección de Derechos de San Lorenzo en Ecuador, la población se empezó a incrementar en la región con el Plan Colombia, que trajo violencia y desplazados. En los archivos de los diarios19 se encuentran noticias como la masacre de 45 campesinos ecuatorianos y colombianos en el 2003, a lo largo de Mataje.

El Mataje es uno de los ríos caudalosos y navegables que atraviesa la región, lo mismo que el Mira y el Patía, arterias por donde se mueven insumos para los laboratorios, las armas y la cocaína. Las desembocaduras forman intrincados laberintos de manglares, con esteros, canales, caños y ciénagas que ofrecen protección para alistar los cargamentos y condiciones de seguridad y navegación óptimas para sacar la droga al mar. No en vano un alto jefe policial, sin grabadoras ni cámaras prendidas, aseguró: “en ese río Mataje no hay control”.

Los narcos saben aprovechar las vías fluviales para enviar la mercancía a sus socios en Guatemala, Honduras o México. Según un alto oficial apostado en Tumaco, “en este momento están empleando lanchas semisumergibles de fibra de vidrio, que son de difícil detección. También tienen lanchas tipo Flipper (botes pequeños de turismo con motores poderosos), con doble fondo, que llevan hasta media tonelada. A veces ponen boyas de pesca satelitales, con GPS, para dejar el cargamento en altamar y que otros vengan a recogerlo. O se llevan los narcóticos a Ecuador, desde donde embarcan la droga”.

Las autoridades incluso han detectado una nueva modalidad para exportar cocaína a Europa. Los carteles contratan buzos que adhieren los cargamentos a los cascos de los buques mercantes. Luego, viajan en avión al puerto de destino y allí se vuelven a sumergir y recuperan la mercancía.

En un terreno en la Base Naval de Tumaco se exhibe la creatividad y la chequera sin límites de la industria criminal. Junto a grandes canecas de gasolina, yacen más de cincuenta embarcaciones incautadas por la Armada. Hay pequeños navíos de pesca, lanchas rápidas, torpedos que se enganchan a buques de gran calado y submarinos construidos en astilleros clandestinos con capacidad para transportar una tripulación de cuatro personas y varias toneladas de cocaína.

Aunque estos objetos están hoy en territorio colombiano pertenecen a la realidad de la frontera con Ecuador. Mucha información de esta dinámica fue recopilada por Javier y quedó consignada en los apuntes de reportería que dejó en su puesto de trabajo, en la redacción del diario El Comercio.

En esos cuadernos escolares, con una letra veloz, precisa y clara, el reportero apuntó toda la información de contexto que necesitaba para sus reportajes. También hizo listas de las fuentes que debía consultar y escribió preguntas necesarias y aquellas que consideraba relevantes para sus historias.

Los cuadernos de Javier contienen además apuntes sobre el narcotráfico; sobre la construcción de submarinos para los carteles en el pueblo de Palma Real; sobre las embarcaciones con doble fondo donde llevan la cocaína; sobre los envíos que salen en la noche equipados con GPS; sobre los pescadores que hacen de ‘campaneros’ y dan las alertas cuando ven venir a las autoridades.

Buena parte de este material vio la luz apenas dos semanas antes de su último viaje, cuando escribió sobre la droga oculta en playas ecuatorianas, el paso de lanchas rápidas que llegan en la noche a recoger los cargamentos y el rol de algunos habitantes de la frontera como informantes de los grupos irregulares.

Según Néstor Rosanía, director del Centro de Estudios en Seguridad y Paz en Bogotá, hay dos claves para entender por qué la frontera entre Colombia y Ecuador se convirtió en el epicentro del mercado global de cocaína: “Por un lado, los cultivos están muy cerca al mar; la cadena logística es muy cortica, entre cultivo, laboratorio y salida. Y segundo, ellos también están haciendo un repliegue estratégico hacia Ecuador para la operación de lavado de activos. Como Ecuador tiene economía dolarizada, es mucho más rápido lavar la plata”.

Fernando Carrión, experto ecuatoriano en temas de seguridad afirmó que el crimen organizado internacional funciona como holdings. Bajo la vía de la tercerización –dijo–, contratan grupos locales para el cultivo, la producción y el traslado de la droga. Y la frontera de Ecuador, tradicionalmente olvidada por Quito y Guayaquil, se ha convertido en un terreno fértil para el crecimiento del narcotráfico, a tal punto que en los últimos años cientos de ecuatorianos han caído en manos de las autoridades, ya sea como lancheros o como capos. Y mientras que en 2015 los guardacostas de Estados Unidos detuvieron veintisiete ecuatorianos llevando droga, antes de terminar el 2017 la cifra ya iba en 113.

Édison Washington Prado Álava, alias Gerald, fue uno de ellos. Nació cerca del puerto de Manta y puso sus habilidades de navegante al servicio de los carteles colombianos, llevando cocaína hasta Centro América. Luego innovó creando nuevas rutas marítimas gracias a un sistema de tanqueros de gasolina en alta mar. Gerald se fue consolidando hasta crear su propia flotilla, negociar directamente con las Farc en la frontera y tener contactos con los narcos en México. Hasta su captura, en 2017, era el rey de la droga en Ecuador, al punto que lo apodaron el Pablo Escobar ecuatoriano.

En Tumaco, se calcula que más de dieciséis mil familias dependen de la industria cocalera. Cada día millones de dólares en mercancía y negocios se mueven por las calles y los barrios más calientes del puerto. Según cálculos de Naciones Unidas, el tamaño del mercado de la coca en Tumaco es mayor al presupuesto anual del municipio.

Se estima que cada hectárea de coca produce hasta 8,2 kilos de cocaína refinada por cosecha. De Tumaco saldrían entre 478 y 636 toneladas de droga cada año. Lo suficiente para alimentar el mercado estadounidense durante semanas.

La Defensoría del Pueblo23 considera que Tumaco es hoy el núcleo de múltiples delitos transnacionales que involucran a ciudadanos de Colombia, Ecuador, Estados Unidos, México y otros países de Centroamérica.

Equipados con armas largas y cortas de diversos calibres, ametralladoras, lanzagranadas, tatucos, minas antipersonales y artefactos explosivos improvisados, hay ocho grupos ilegales que libran una auténtica guerra para llevarse una tajada del negocio de la cocaína.

En cada etapa del trasiego hacia el extranjero, el precio de la cocaína da un salto: en los centros de acopio en la selva un kilo de cocaína vale 2.000 dólares. En México alcanza los 15 mil dólares y en Estados Unidos los 30 mil. En Europa la ‘panela’ cuesta 50 mil dólares, mientras que en Oceanía el precio llega por encima de los 200 mil dólares. Pero a Tumaco y a Esmeraldas, en Ecuador, solo llegan fragmentos de esas extraordinarias sumas, pero la pobreza y la falta de alternativas de supervivencia en estos poblados es tal, que no importa de dónde provenga el dinero cualquier cifra que llegue a sus habitantes es una fuente de supervivencia. Este escenario lleva a pensar que acabar con el narcotráfico es una quimera.

San Lorenzo se encuentra a 56 kilómetros de Tumaco. Es una ciudad pesquera de 25.000 habitantes, en su gran mayoría afrodescendientes, muchos de ellos con doble nacionalidad. Hasta ahí llegaron los tres miembros del equipo de El Comercio en su último viaje.

Aunque es la sede de una base naval y es el principal centro de operaciones militares en la región, buena parte de sus calles no están pavimentadas. A pocos metros de la carretera principal, donde se concentra un puñado de hoteles, la Alcaldía y algunos edificios gubernamentales, la gente vive en casas precarias, sin servicios básicos. Muchos se quejan por el abandono y la falta de oportunidades; dicen que los han marginado por su raza, por tener familia en Colombia y por la criminalidad rampante.

Para Lucio Martínez, un activista de San Lorenzo, la situación se resume de manera sencilla. Hay tan pocas oportunidades, que solo cuentan con cinco fuentes de empleo: ir a recoger conchas en los esteros, salir a pescar, ser jornalero en una empresa de palma, extraer oro en una mina ilegal o apostarle a la coca. “Aunque le duela mucho a la gente eso es una realidad. Cuando el Gobierno ataca la disidencia, está atacando dos puntos fundamentales de trabajo: la coca y la minería. Muchas personas pueden quedar sin empleo”, dice.

Lola, quien también vive en San Lorenzo, opina algo similar: “Como persona, como familia, la gente busca cómo criar a sus hijos. Si antes la gente no se preocupaba por darle estudio a sus hijos, hoy sí, y a la mayoría de las mamás no les importa si les toca irse a raspar o a cocinar, pero así resuelven el estudio de sus hijos”.

En Esmeraldas, cerca del 78 por ciento de la población tiene alguna de sus necesidades básicas insatisfechas: el 64 por ciento no tiene agua potable, y el 14 por ciento no tiene electricidad, y la pobreza en el cantón de San Lorenzo es la condición del 84 por ciento de la población.

En Tumaco, la situación no cambia. Cerca del 85 por ciento de su población es clasificada como pobre, pero la cifra sube al 96 por ciento cuando se incorporan las áreas rurales. Solo el 5 por ciento del puerto tiene alcantarillado, y en 2011 la mortalidad infantil alcanzaba 54 casos por cada 1.000 nacimientos, el promedio mundial es de 35,5 casos para el mismo periodo. En cuanto a empleo, el panorama no es distinto: casi 70 por ciento de los 200.000 tumaqueños son desempleados y cerca de 95.000 están registrados como víctimas del conflicto. Esa realidad inunda a diario el despacho de Anny Castillo.

Desde 2016 esta abogada y especialista en Derechos Humanos es personera de Tumaco y se encarga de garantizar la protección de los ciudadanos. A su oficina, atiborrada de documentos, llegan todo tipo de denuncias, quejas e informaciones sobre todos los males que aquejan el municipio.

Para ella, no solo debe haber intervención militar y policial. Urge resolver los problemas estructurales. Allí no hay universidad pública, y muchos jóvenes desertan de los colegios por el conflicto. Tampoco hay carreteras. No hay a quién venderle los productos y mucho menos existe para alguien la seguridad alimentaria. En el proceso de desmovilización de las Farc no hubo una propuesta clara para ofrecer otras alternativas de subsistencia.

No extraña entonces que, con tan pocas oportunidades, muchos jóvenes terminen engrosando las filas de los grupos armados. “Si no hay inversión social, es muy poco probable que esta guerra se gane. Usted puede capturar a Guacho y a los comandantes de cada uno de los grupos, pero si los problemas de Tumaco siguen siendo los mismos, van a surgir muchos Guachos más”, dijo Castillo.

El diagnóstico de la Fundación Ideas para la Paz, con sede en Bogotá, no es muy diferente. Según uno de sus investigadores, que pidió la reserva de su nombre por razones de seguridad, “las condiciones económicas de estas zonas han llevado a que de alguna manera los grupos armados se conviertan en proveedores de servicios básicos, con lo que se genera una relación cada vez más estrecha entre la población y las bandas”.

En muchas veredas de Tumaco, donde la miseria es el común denominador, la coca y los grupos armados son la única alternativa económica de las familias. Algunos jóvenes son dotados de un celular y 300 mil pesos (100 dólares) por mes para informar sobre los movimientos de las autoridades; así han logrado construir una red de informantes.

En palabras de una fuente que Javier había consultado en el viaje anterior, el entramado funcionaba así: “Les pagan un millón de pesos (350 dólares) para que les avisen quiénes llegan, o si alguien les denuncia. Incluso ellos ya deben saber que usted estuvo aquí”.

Un desmovilizado contó que en una de las disidencias le pagaban a un comandante de escuadra hasta seis millones de pesos al mes (2.000 dólares). “Además le dan permiso cada dos o tres meses para ir a Ecuador o a las veredas de donde son oriundos”. Según él, no es difícil reclutar jóvenes, pues vienen de los caseríos a “pedir trabajo”. Por su parte, los lancheros más experimentados se ganan hasta 30.000 dólares por llevar un cargamento a Centro América.

Esos sueños de dinero fácil, narcotráfico y lujos retumban en las discotecas y cantinas de toda la región. A ritmo de trap, un género derivado del rap, algunos artistas describen con crudeza el negocio: “aunque toque traquetear, hay que camellar, muchos kilos pa’ mandar, hay que camellar para progresar, money money más money money”, tararean. O cantan que “compran la merca, contratan la lancha, la meten al norte y la venden en gramos. La base a dos mil, el flete a tres mil y en Nueva York vale cincuenta mil”. El himno de muchos es ‘Niche Panda’, del cantante Junior Jein:

“Nosotros mandamos las lanchas
lenas de coca y marihuana,
gringos consumen como panda,
los niches se llenan de plata.
El hijo del Chapo me llama,
me pide mil kilos de vaina,
Lo meto por Costa, por Nica,
por Guate y se los pongo en Guadalajara.
Coronamos la vuelta y me paga,
en unos containers la bajan,
lancheros esperan su plata”.