Escrito por: Matía Astrid Toscano Villán, para la Comisión Colombiana de Juristas y VerdadAbierta.com

Madre, hija y nietas de la familia Salas han hecho parte de la lucha por las tierras en el Caribe colombiano: desde la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) hasta participar en los procesos de restitución de tierras de la Ley 1448.

La mayoría de los muertos en los campos de guerra son de hombres. Sin embargo, en el día a día, son las mujeres las que están resistiendo, sanando y contando el conflicto y la violencia que hemos vivido. Más aún, sus cuerpos, los de las mujeres, sí han estado en las batallas, pero no se han contado todas sus historias.

Rosa Salas nació en El Retén (Magdalena), en medio de la miseria más severa. Su papá trabajaba en la United Fruit Company, la empresa que afrontó una larga huelga en Ciénaga que terminó el 6 de diciembre de 1928, cuando tropas del Ejército atacaron a los obreros, ocasionado decenas de muertos, en lo que se conoce como la Masacre de las Bananeras, denunciada por el prócer liberal Jorge Eliecer Gaitán y relatada por los escritores Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez.

Cuando la empresa dejó la zona bananera, en los años 60, los trabajadores partieron a buscar empleo en Venezuela y Turbo (Antioquia) para huir del hambre, con ellos se fue Enrique Salas, el papá de Rosa. Las mujeres se marcharon a trabajar como empleadas de servicio en casas de familia. Elida Ruíz, la mamá de Rosa, se quedó en el pueblo de tres calles con sus siete hijos.

La miseria y el hambre de una mujer olvidada en un pueblo olvidado se convirtieron en jornadas que iniciaban a la una de la mañana, cuando Elida y otras compañeras iban a los sembradíos de arroz por la paja que botaban las máquinas recolectoras y las sacudían hasta que lograban amontonar un pucho para vender, o al menos para comer en casa.

Los domingos se dividían entre recoger guineos en los rastrojos de las fincas y cortar la leña para la semana. Enrique a veces enviaba dinero y ya tenía otra familia en Turbo.
A los nueve años de edad, Rosa se fue a Venezuela para trabajar como niñera de un bebé de seis meses. Al año volvió y empezó a ir todas las noches al mercado de Ciénaga, municipio donde dormía, para madrugar a comprar el pescado que ella y sus hermanos vendían por las calles.

Tierra contra la pobreza

A finales de la década del 60, bajo la reforma agraria impulsada por el presidente Carlos Lleras Restrepo, se creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), que movilizó a los campesinos de las regiones para reclamar tierras baldías de propiedad del Estado.

En El Retén, 77 mujeres se aliaron para reclamar las tierras que había dejado la United. Las mujeres y los hombres del pueblo aprovechaban la noche para reunirse en el cementerio y definir posibles ocupaciones al margen de los terratenientes. Pero al ocupar cualquier terreno debían soportar la respuesta, muchas veces violenta, de la Policía y el Ejército.

Estas acciones terminaban generalmente con la captura de los campesinos. A los hombres los trasladaban a cárceles de otros municipios. A las mujeres solo las metían en la estación de Policía local, por eso ellas fueron las que hicieron las ocupaciones. Los niños y jóvenes hacían ruidos con cachos de animales y latas para avisar la llegada de la Fuerza Pública, entre ellos estaba Rosa. “La Policía nos llevaba para que las mamás tuvieran que ir a buscarnos”, recuerda.

De día, las mujeres resistían las ocupaciones en el campo. De noche, los hombres se encargaban de limpiar la tierra y sembrar. De día, los hombres asistían a las reuniones de la ANUC y a las negociaciones políticas. De día y de noche las mujeres no aparecían en los escenarios políticos. Como en el libro de Svetlana Alexievich, la guerra no tiene rostro de mujer, pareciera que en Colombia la lucha por la tierra tampoco ha tenido rostro de mujer.
Elida, junto a Rosa, que no la desamparaba, y las otras mujeres, apoyó las tomas de baldíos en Aracataca y Fundación, en Magdalena, y llegaron hasta Sucre y Córdoba. “Quedamos unas cuantas de las semillas de esas 77 mujeres”, piensa Rosa.

La recompensa

“El que tiene un pedazo de tierra, sus hijos no padecen. La tierra para mí es todo, es riqueza, es salud, es futuro”, asevera Rosa hablando de las razones de la lucha campesina. En 1991, por fin vio resultados de esa lucha. El Incora (Instituto Colombiano para la Reforma Agraria) le adjudicó tierras, no en El Retén, porque ya se habían acabado los baldíos dispuestos para los campesinos allí, sino en Chibolo, un municipio a unas cuantas horas de distancia. En ese momento, ella era la presidenta de la ANUC.

“Fueron los años más felices de toda mi vida”, recuerda. Rosa se mudó a la parcela Las Cuatro Hermanas, con sus cuatro hijas. Consiguió empleo como promotora de salud y poco a poco, nuevamente, se fue convirtiendo en líder de la comunidad. Allí conoció a su actual esposo, otro campesino y docente que también había llegado desde El Retén y con el que ya lleva 27 años de matrimonio. Juntos construyeron sus parcelas, consiguieron ganado, dieron clases, cultivaron y hasta llegaron a contratar a un par de trabajadores.

Guerrillas y paramilitares

En Chibolo, a inicios de los años 90, estaban presentes las guerrillas de las Farc y el Eln. A la vereda de Rosa llegaron insurgentes de uno y otro grupo en varias ocasiones para reclutar a los más jóvenes de la zona. Ella y otros líderes comunitarios se opusieron y evitaron que se llevaran a varios de ellos.

Para finales de esa misma década, las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) incursionaron en la región. Guerrillas y paramilitares emprendieron entonces una disputa con enfrentamientos armados y persecuciones. En la mitad quedaron los campesinos.

La hacienda El Balcón, en la vereda La Pola, de Chibolo, se convirtió en el centro de operaciones y casa de Rodrigo Pupo Tovar, alias ‘Jorge 40’, uno de los más altos mandos de las Auc en el norte del país. En esa hacienda fue donde en 1997, ‘Jorge 40’ y sus subalternos torturaron y asesinaron a campesinos y guerrilleros, y dieron la orden de que en la zona solo podían quedarse quienes tuviesen los papeles de propiedad de sus tierras, con la advertencia de que estarían en medio de la guerra. El resto de campesinos tuvo que vender sus parcelas a precios irrisorios y entregarlas a testaferros y lugartenientes paramilitares.

Rosa y su familia se quedaron. Pero no pasaba un día sin que no “nos tildaran de guerrilleros y fuimos soportando”. El 14 de junio de 1998, una comisión de padres de familia, en la que iba Rosa, se movilizaba en las veredas fue detenida por paramilitares. “Nos separaron. A mí me violaron 14 hombres. Otra vez mi vida volvió a apagarse”.

Cuerpo de mujer, campo de batalla

A Rosa la han violado terratenientes, guerrilleros y paramilitares. “El cuerpo mío ha sido como un botín de guerra para todo el que lo ha querido coger”. Todos penetraron su sexo y su cuerpo para castigarla por luchar por la tierra y la comunidad. Los cuerpos de las mujeres sí han estado en el campo de batalla.

En los primeros años de su lucha por la tierra, en la década del 70, cuando acompañaba la ocupación de un baldío en Orihueca (Magdalena), el administrador de la finca la encerró en una bodega y la violó.

Tras enfrentarse a las Far y el Eln , en Chibolo, un comandante guerrillero ordenó llevarla a la fuerza y violarla como castigo por “meterse donde no debía”. Rosa resistió la violencia sexual y siguió luchando por evitar el reclutamiento forzado de los pelados de la comunidad.

Cuando los paramilitares la violaron, Rosa tuvo que salir inmediatamente de Chibolo. La trasladaron a Santa Marta, primero, para recibir atención médica. Nunca más volvió a la finca. “Quedé como loca, no tenía ganas de vivir. Me derrumbé nuevamente”. Regresó a El Retén, al rancho de madera y barro que había dejado años atrás en su pueblo natal.

El pacto de Chibolo

En Chibolo, las autodefensas ingresaron en 1996 y se apropiaron de los poderes comunitario, territorial y armado de la región. Para legalizar los despojos de tierras cooptaron el Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural), entre otros.

Controlar a campesinos y las dinámicas diarias de la región fue poco para los paramilitares. Como si fuese una película de terror o como la más oscura conspiración, el 28 de diciembre de 2000, se reunieron líderes políticos y autodefensas para firmar el Pacto de Chibolo, liderado por ‘Jorge 40’, con el que planearon tomar el poder político. Ese día definieron quiénes serían los candidatos con aval y apoyo de los ‘paras’: 13 alcaldes, 395 concejales, José Domingo Dávila como gobernador y Jorge de Jesús Castro Pacheco como senador.

El país conocería el Pacto de Chibolo como uno de los episodios vitales para lo que luego se llamaría la “parapolítica”, que llenó cientos y cientos de cargos públicos, electorales y ejecutivos, con “delegados” de los paramilitares, sus políticas, su visión y su acción.

Siete años de perdón

Durante esos años del paramilitarismo más activo y cruel, las hijas y el esposo de Rosa resistieron y permanecieron en Chibolo, pero se marcharon en 2002. Fue una de las últimas familias en desplazarse. Durante esos años también, los vecinos de las veredas fueron llegando a casa de Rosa, en El Retén, en busca de refugio y apoyo: “No contábamos con unas alcaldías que nos abrieran las puertas porque cuando nosotros veníamos como desplazados era como si tuviéramos lepra para las instituciones”.

Rosa duró “encerrada” en su casa siete años. Salía a buscar comida y vender galletas y pudines. Quizás fueron los constantes pasos de sus vecinos víctimas los que un día le hicieron entender que ya le había entregado mucho tiempo y vida al miedo. Volvió a las actividades de su comunidad, a talleres, reuniones y a apoyar proyectos y movilizaciones.

Más tardó en llegar el perdón y la reconciliación consigo misma que el volver a convertirse en líder. Pareciera que el liderazgo se lleva en la sangre. “Yo le heredé eso a mi mamá”, que se hereda, justo como dice Rosa, de una generación anterior. Y lo que se hereda, no se hurta. Tras un par de talleres, varias mujeres llegaron a casa de Rosa para proponerle reunir a las víctimas y desplazados de Chibolo. Juntas crearon la Asociación de Campesinos Víctimas Reclamantes de Tierras del Magdalena (Asocavirtmag), y las organizaciones sociales las apoyaron.

Nuevamente, como en su juventud, Rosa recorrió el Caribe apoyando a quienes necesitaban reclamar, denunciar y luchar. El fortalecimiento de los movimientos de víctimas permite que el conflicto adquiera otros rostros. Durante un acto de protesta en Bogotá, para pedir la liberación de Ingrid Betancourt y los demás secuestrados, Rosa habló sobre las mujeres en el conflicto y puso en la agenda de los medios y la sociedad civil el tema de las agresiones sexuales como arma de guerra. Lenta y temerosamente, pero como si a todas les hubiesen empezado a quitar el miedo, las mujeres en las regiones empezaron a contar sus historias.

Rosa llegó a hacer parte de los líderes que aportaron a la construcción de la Ley 1148 o Ley de Víctimas. En 2011, Rosa y su comunidad registraron la primera petición de restitución de tierras. En 2012, a Chibolo fue el expresidente Juan Manuel Santos, a la misma hacienda El Balcón, para entregar los primeros predios que recuperaron los campesinos en el marco de Justicia y Paz. Se calcula que en Chibolo hubo más de 2.700 víctimas del conflicto, en una población de 16.000 personas.

La lucha por la tierra, en Colombia, no ha dejado de ser peligrosa. La protesta, la justicia, los abogados y las víctimas enfrentan una historia de terratenientes y violencia. Desde que registró su solicitud de restitución, a Rosa le hicieron dos atentados. Las organizaciones sociales le ayudaron a salir del pueblo y esconderse un par de meses en Santa Marta, otra vez lejos de su familia y su comunidad. La Unidad Nacional de Protección le dio un chaleco antibalas, un celular, un guardaespaldas y un carro a pesar de que no tenía dinero para la gasolina. “Yo me devolví -recuerda Rosa- y aquí estoy aguantando todavía llamadas, amenazas y panfletos, y así. A las entidades no les interesa mi casa porque no saben todo lo que hemos hecho para tener este techito”.

A pesar de los férreos opositores y terceros ocupantes, el proceso de Rosa y nueve compañeros más tuvo respuesta en junio de 2018, cuando los abogados de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) recibieron la sentencia del Tribunal Superior de Cartagena que les restituyó la tierra. Ahora, todos ellos esperan que el Juzgado Segundo de Santa Marta los llame para decirles que les entregará la tierra. Los años de lucha por la tierra, nuevamente, están a punto de obtener resultados. Rosa, por ahora, sigue esperando el retorno a la tierra.

* Imagen de apertura: retrato realizado por Mario Esteban Villa Vélez, maestro en Artes Plásticas de la Universidad Nacional.