La maldición de Caín (Muerte de Carlos Castaño) (Semana)

      

Qué llevó a Vicente Castaño a mandar matar a su hermano Carlos.

Carlos Castaño se sentía seguro en Rancho al Hombro. A principios de 2004 se había refugiado en este granero hecho de madera y lata al que sólo se podía llegar por una carretera polvorienta enclavada en las montañas que unen Córdoba con Urabá. Pasaba horas enteras frente al computador enviando mensajes por Internet a los pocos amigos que le quedaban.

Estaba más solo que nunca, y atrapado en una encrucijada existencial. Quería dejar la guerra. Replegarse a la vida familiar que empezaba a construir con su esposa Kenya Gómez, y su pequeña hija Rosa, que nació con una enfermedad incurable. Como si fuera poco, había perdido todas las batallas dentro de las autodefensas. Sabía que algunos de sus compañeros de armas querían matarlo. Por eso se resguardó en este lugar, que apenas conocían su esposa y algunos de sus hombres de confianza. Un sitio seguro porque limitaba entre sus tierras, y las de su hermano Vicente Castaño, conocido como ‘El Profe’.

No imaginaba que su suerte ya estaba echada. En los primeros días de marzo habían empezado a concentrarse los mejores combatientes de las autodefensas de Córdoba y Urabá en la finca El Quince, propiedad de Vicente Castaño. Durante todo el mes estuvieron en entrenamientos. Recibieron armas y uniformes nuevos. A principios de abril de 2004 empezaron a escoltar a ‘El Profe’ entre su finca y hastaSanta Fe Ralito, donde se sentaba junto a los demás jefes paramilitares en la mesa de negociación. A pesar de que todo parecía en calma, para los escoltas era claro que algo se fraguaba. Una operación importante y secreta para la que habían resultado elegidos.

El 16 de abril era el día señalado. Esa mañana, Jesús Ignacio Roldán, alias ‘Monoleche’, llegó hasta la finca La Quince, seguido por una caravana de seis camionetas todo terreno. Todos sabían que ‘Monoleche’, un corpulento hombre de 37 años, paisano de los Castaño, era el jefe de seguridad de ‘El Profe’, su hombre de confianza, que estaba en las autodefensas hacía más de 15 años, y que había logrado amasar una considerable fortuna.

De La Quince salieron en los carros unos 30 hombres, armados hasta los dientes y con rumbo desconocido. Recorrieron a toda velocidad una carretera estrecha, llena de altibajos. Al mediodía, cuando el sol canicular les estaba quemando las espaldas, pararon en una tienda para almorzar. ‘Monoleche’ les advirtió a todos que estuvieran atentos porque en cualquier momento podrían tener un combate. “El objetivo está cerca”, advirtió. Retomaron luego el camino y hacia las 2 de la tarde, salieron a otra carretera. A la izquierda de ésta estaba Rancho al Hombro. Carlos Castaño se encontraba en ese momento en la cocina sin saber que en esos instantes estaban rodeando la casa. De un momento a otro, empezó la balacera. Antes de que los escoltas de Carlos Castaño pudieran reaccionar, los hombres de ‘Monoleche’, armados con AK 47, rodearon el lugar y dispararon a matar a quienes estaban allí.

Un grupo de cinco paramilitares fornidos, de rasgos sabaneros, se ensañaron contra los hombresde Castaño. Hasta que los doblegaron. Cuatro de ellos muertos, tres heridos. Castaño estaba dentro del rancho, atrincherado, cuando escuchó a ‘Noventa’, un paramilitar que actuaba como mando medio en Urabá, que le gritaba: “Carlos, entréguese ya que toda su escolta se rindió”. Después de un corto silencio, ‘Noventa’ pidió voluntarios para entrar a la casa y sacar a Castaño a la fuerza. Ninguno tuvo el coraje de alzar la mano. Entonces ‘Noventa’ señaló a ‘Culión’ y a ‘Cenizo’. Los dos entraron, apuntando con sus fusiles hacia el refrigerador donde estaba atrincherado Carlos Castaño. El otrora máximo jefe paramilitar, el símbolo de muerte y terror, se había quedado sin balas. Entregó su arma. Agarrado por los brazos por quienes hasta hace poco eran sus propios soldados, caminó unos cuantos metros hasta encontrarse cara a cara con ‘Monoleche’. El mensaje era inequívoco. Sabía que este hombre rubio y de marcado acento paisa le servía de fiel escudero a Vicente Castaño. Aun así, quería escucharlo de sus labios. “¿Quién ordenó esto?”, preguntó. La respuesta resultó peor que las balas. Sin piedad, ‘Monoleche’ respondió: ‘El Profe’. Antes de que Carlos pudiera maldecir o compadecer a su propio hermano, el emisario de la muerte descargó 12 tiros de pistola 9 milímetros sobre él.

‘Monoleche’ tomó el radio y dio el parte de que la misión estaba cumplida. Después saqueó las pertenencias del fusilado. Se llevó el computador portátil y un saco lleno de dinero. Tiraron el cuerpo de Castaño, con sus jeans y su camisa blanca bañadas en sangre, en la parte de atrás de una de las camionetas y lo taparon con hojas de plátano. Les dieron el tiro de gracia a los demás heridos y sobrevivientes y enterraron sus cuerpos allí mismo. Excepto los de dos de ellos: ‘La Vaca’ y ‘El Tigre’, que lograron escapar. El cuerpo de Castaño fue conducido hasta la finca El Quince, donde Vicente Castaño esperaba la prueba de sangre. Algo debió removerse en su conciencia porque a pesar de tenerlo allí, no quiso ver el cuerpo destrozado de su hermano. Simplemente ordenó que lo enterraran en un lugar hasta ahora desconocido.

Una semana después, a la cúpula de las autodefensas llegó el rumor de que ‘La Vaca’ y ‘El Tigre’ les habían contado todo a las autoridades y que la Fiscalía venía en camino para buscar los cuerpos. Entonces algunos de los hombres que habían participado en el crimen fueron enviados a desenterrar los cadáveres -excepto el de Castaño- y llevarlos hasta la finca El Barro, propiedad de ‘Monoleche’. Para evitar que algún día fueran identificados, los picaron y después los incineraron. Finalmente, los dejaron en una fosa común. Cuando la misión estuvo totalmente cumplida, todos los pistoleros recibieron una recompensa de 20 millones de pesos enviada por ‘El Profe’ por la tarea cumplida. La muerte de Castaño despejaba el camino para que narcotráfico y paramilitares quedaran unidos como un solo cuerpo en las negociaciones que se llevaban a cabo en Santa Fe Ralito.

¿Por qué lo mataron?

Dos semanas antes de que mataran a Carlos Castaño, su nombre había dejado de figurar en la lista de los voceros y negociadores de las Autodefensas Unidas de Colombia. Había pasado del paroxismo mediático donde, como jefe máximo de las AUC daba entrevistas en televisión en horario triple A para erigirse como una especie de Robin Hood criollo, al ostracismo militar en el interior de la organización paramilitar donde los tentáculos del narcotráfico se estaban moviendo con rapidez.

En su momento, el también asesinado disidente de las AUC Rodrigo Franco, ‘Doblecero’, dijo que “esa había sido la condición que habían puesto algunos de los jefes paramilitares para conformar una mesa única con el gobierno”. Carlos Castaño se oponía a que en la mesa estuvieran hombres sin trayectoria como autodefensa y cuyo único propósito era el narcotráfico. En su momento, ‘Doblecero’ mencionó a ‘Macaco’, ‘Don Berna’y ‘Los Mellizos’ como parte del abanico de narcos que se camufló para entrar en la negociación y limpiar su pasado. Sin embargo, lo que más preocupaba a muchos de los jefes de las AUC era que Castaño estaba tercamente empeñado en negociar con el gobierno de Estados Unidos el desmonte del narcotráfico, para evitar su extradición.

El destino de los grupos de autodefensa y el narcotráfico se tejió desde muy temprano. Junto a ‘Don Berna’, Fidel y Carlos Castaño hicieron parte de ‘Los Pepes’, organización criminal que contribuyó a darle el golpe final a su archienemigo Pablo Escobar. Los frentes de las autodefensas de Córdoba y Urabá desde siempre fueron financiados no sólo por ganaderos y empresarios, sino por narcotraficantes. En 1994, cuando desapareció Fidel, sería otro de la misma saga quien asumiría junto a Carlos el liderazgo de los paramilitares: Vicente. El sexto de los 12 hermanos, de 49 años, se había dedicado desde su juventud a los negocios, no siempre legales. Hace más de una década su nombre saltó a la luz pública, cuando un abogado cercano a los paramilitares lo acusó de haber matado a sus familiares para robarles la tierra en Casanare. Su mentalidad pragmática y calculadora lo convirtió en el cerebro de la expansión de los paramilitares, especialmente en el oriente y el sur del país. Como lo relata el propio Carlos en el libro Mi Confesión, gran parte de ese crecimiento se hizo en alianza con los ‘financiadores’, que no eran más que poderosos narcotraficantes. Los organismos de inteligencia tienen indicios de que Vicente Castaño vendió la franquicia de las AUC a varios capos de la droga, como ‘los mellizos’ Mejía en Arauca, ‘Gordolindo’ en el Pacífico y Miguel Arroyave en Meta y Casanare.

Cuando las autodefensas hacían presencia en casi todo el territorio nacional, Carlos Castaño intentó crear una sola organización, y erigirse como su mando único. Desde el primer momento emergió el conflicto que lo llevaría a la muerte. A algunos jefes de autodefensas los movía un sentimiento contrainsurgente. Pero otros eran sencillamente narcos que necesitan ejércitos al servicio de sus negocios ilícitos. Castaño comprendió muy tarde que estos últimos, con su gran poder económico, terminarían por apoderarse de todo.

En 1999 Carlos Castaño renunció por primera vez a la jefatura de las autodefensas. Había hecho esfuerzos infructuosos para que los narcos, liderados por él, hicieran un pacto con la DEA. Como no lo logró, amenazó con marginarse de las AUC, pero no lo hizo. Fue sólo en 2002 cuando realmente se hizo a un lado. Para entonces, Castaño estaba haciendo contactos secretos con agentes de Estados Unidos y también había hecho pública una carta donde se ofrecía como intermediario para una negociación con los narcos más importantes del país. Convocó en Cartago (Valle), una cumbre a la que asistieron más de 100 capos de la droga. Su intención era explorar la posibilidad de un sometimiento a la justicia. Apenas la mitad de ellos siguieron a Castaño y firmaron una carta dirigida al Departamento de Estado donde manifestaban su voluntad de buscar caminos para resolver definitivamente el tema del narcotráfico. Ni ‘Cuco Vanoy’, ni ‘Macaco’ ni los ‘Mellizos’ firmaron la misiva. Según se supo después, Diego Montoya, ‘Don Diego’, cabeza del cartel del norte del Valle, tampoco la firmó porque sintió desconfianza de que hombres tan cercanos a Castaño se rehusaran a hacerlo.

En esa ocasión, igual que ahora, los abogados de los narcos sólo encontraron una fórmula jurídica para eludir la extradición: convertirlos en delincuentes políticos. En otras palabras, ponerles el camuflado y la insignia de las AUC. Meses después, Castaño admitió que se marginó de ese grupo porque “lo que querían era comprar impunidad”.

Poco después, las contradicciones entre los paramilitares se volvieron insostenibles. La gota que rebosó la copa fue el secuestro del empresario venezolano Richard Boulton por un grupo de autodefensas en los Llanos Orientales. Este episodio desató la ira de Castaño, y en su momento también de Mancuso, que en agosto de 2002 declararon la defunción de las AUC. “Nos encontramos con una serie de grupos atomizados y altamente penetrados por el narcotráfico que, en muchos casos, pasaron de la confederación a la anarquía o perdieron sus principios”, escribieron.

Al mismo tiempo se estaba librando una batalla campal entre dos frentes de las AUC en Antioquia. El Bloque Metro, comandado por ‘Doblecero’, un hombre leal a Castaño y que se opuso hasta el momento de su muerte al narcotráfico, y el Bloque Cacique Nutibara, comandado por ‘Don Berna’. Este último era considerado entonces un narco tan poderoso, y quizá más, que Pablo Escobar. Luego de una batalla campal que dejó más de 300 muertos en decenas de combates en el oriente antioqueño y Medellín, ‘Don Berna’, como era de esperarse, ganó esa guerra. ‘Doblecero’, un ex oficial del Ejército de 37 años, de clase media de Medellín, con formación política y quien encarnaba al auténtico paramilitar, había sido derrotado. El narcotráfico se estaba tomando la cúpula de las autodefensas por todos los flancos.

Castaño pareció quemar las naves de las AUC cuando denunció públicamente al Bloque Central Bolívar -‘Ernesto Báez’, ‘Macaco’, ‘Julián Bolívar’ y ‘Rafa’ del Putumayo-, como narcotraficantes sin escrúpulos. Paradójicamente, cuando un periodista le preguntó por qué no incluía a su hermano Vicente en la lista de narcos, Castaño respondió: “Él no tiene que ver con el narcotráfico. Y agregó: Yo puedo renunciar a todo menos a un hermano”.

Castaño, ya de por sí débil dentro de su organización, sufrió el golpe más duro de su vida. En septiembre de ese mismo año, cuando ya soplaban vientos de negociación con Álvaro Uribe, Estados Unidos lo solicitó formalmente en extradición. El pedido se realizó un día antes de que el recién electo Presidente llegara a Washington en su primera visita oficial. Un gesto que no pasó inadvertido para nadie.

La amargura de Castaño no podía ser mayor. Durante tres años había tenido todo tipo de acercamientos con la DEA y el Departamento de Justicia. Incluso tres agentes de la agencia antidrogas gringa estuvieron en Córdoba, reunidos con el jefe paramilitar, en agosto de ese mismo año. Al parecer, Castaño tenía tomada la decisión de entregarse. Estaba dispuesto a hacer un acuerdo para entregar información a cambio de beneficios jurídicos y de protección para su familia. La Corte Penal Internacional atormentaba a Castaño tanto como la inclusión de las AUC en la lista de grupos terroristas por parte de Estados Unidos. Si lograba una negociación con Washington, podría resguardarse allí para no ser juzgado como un criminal de guerra. Pero los hombres de la DEA le advirtieron en esa ocasión que sólo lograría un acuerdo después de entregarse, y que no podrían evitar que se expidiera la orden de extradición.

Castaño había liderado los acercamientos con Estados Unidos. Por eso cuando la solicitud de extradición se hizo pública, quedó inexorablemente debilitado. “Perdí mi autoridad moral y mi credibilidad”, dijo entonces. Aun así, las comunicaciones con Estados Unidos se hicieron más intensas. En junio de 2003 el Departamento de Estado confirmó que tenía contactos con un ‘asesor civil’ de las autodefensas. Al mes siguiente, se firmó el acuerdo de Santa Fe Ralito que dio inicio formal al proceso de paz.

Durante los primeros meses en Ralito, las tensiones internas en las autodefensas eran evidentes. Castaño dejó su acostumbrada locuacidad mediática, y otros jefes como Mancuso, ‘Don Berna’ y ‘Jorge 40’ saltaron a la palestra pública. En la primera semana de abril de 2004, se conformó la mesa unificada de las AUC, que incluía al Bloque Central Bolívar. Carlos Castaño no aparecía como parte del equipo negociador. Había sido relevado de la dirección de las autodefensas. Los capos le habían ganado el pulso.

Había perdido la fe en el proceso que se iniciaba en Ralito y se afianzó en la idea que tenía febrilmente metida en la cabeza: negociar con el gobierno de Estados Unidos. Por eso, ese 16 de abril de 2004, antes de recibir los disparos que le quitaron la vida, Castaño le preguntó a ‘Monoleche’ por qué se atrevería a matar a un jefe de las autodefensas. “Porque usted es un torcido que está con la DEA”, respondió el verdugo.

Punto de quiebre

Sobre el cadáver del jefe paramilitar, la estrategia de los narcos se pudo consumar. Capos de la droga de todas las regiones tuvieron cabida en la mesa de negociación de Ralito. Muchos se colaron desde el principio como jefes de autodefensa -‘Gordolindo’, los ‘Mellizos’ Mejía por ejemplo-. Otros como ‘Rogelio’ y ‘Daniel’, de la temida ‘oficina de Envigado’ -donde se gestan las peores vendettas de la mafia de Medellín- se hicieron en el camino como supuestos jefes del Bloque Héroes de Granada. Y el caso más increíble ocurrió apenas la semana pasada, cuando el gobierno aceptó a Juan Carlos ‘El Tuso’ Sierra como jefe paramilitar. Sierra es un traficante de droga y de armas, solicitado en extradición, a quien el gobierno, en un principio, le negó el reconocimiento como miembro de la mesa de Ralito por considerarlo un narcotraficante puro.

El asesinato de Castaño fue el punto de quiebre de la toma del paramilitarismo por parte del narcotráfico. Carlos Castaño se quedó corto en sus temores sobre lo que significaba que los narcos se adueñaran del aparato militar de los paras. En lo económico, el negocio de la droga pasó de ser protegido por pistoleros a sueldo en las ciudades a poderosos ejércitos que supervisan la salida de la droga en retaguardias inhóspitas. En lo político, temidos delincuentes adquirieron un estatus que les permite desmovilizarse y limpiar su prontuario criminal. En lo jurídico, importantes capos de la droga le hacen el quite a la extradición. Aunque en este tema, Estados Unidos y la justicia penal internacional tienen la ultima palabra y es por esta razón que el proceso no está blindado. La dilación en la aplicación de la Ley de Justicia y Paz y la incapacidad del gobierno para sacar un decreto reglamentario muestran los dilemas a los que se enfrenta un proceso que empezó teniendo sentados en la mesa a grupos de autodefensa, y terminó como una negociación con capos del narcotráfico.

Y en lo militar, a las autoridades les quedará mucho más difícil perseguir a los cabecillas de la droga y sus brazos criminales, ya que sus centros de operaciones están más en las montañas que en las ciudades donde el Estado es más fuerte.

Carlos Castaño fue un criminal despiadado, que bañó de sangre el país y que financió con coca sus ejércitos, como todos los demás. Para muchos, su muerte es apenas una demostración de que quien a hierro mata, a hierro muere. Sin embargo, este crimen es una impresionante parábola sobre el daño que el narcotráfico le puede hacer a una sociedad. Todas las guerras son crueles. Pero cuando detrás de los fusiles humeantes del conflicto está el poder corruptor del dinero, las cosas son aun peores. El asesinato de Carlos Castaño es el reflejo de la inmoralidad y la sevicia a las que puede llegar una guerra cuando ha sido tomada por el narcotráfico.


Publicado en SEMANA, Fecha: 28/08/2006 – Edición 1269