Jairo Varela pasó de ser el gran líder comunitario de Saiza, en Córdoba, a guardabosques del Parque Natural del Paramillo. En 2011 lo asesinaron. Detrás de su muerte estarían las Farc y sus intereses en los cultivos de coca.
Por Ricardo Cruz
Primero se escucharon dos fuertes estallidos que rompieron el angustioso silencio que inundaba al pueblo a esas horas de la noche. Inmediatamente después, el cielo rugió y gruesas gotas de agua comenzaron a caer con tal velocidad que no tardaron en convertirse en un verdadero diluvio. Del grupo de guardabosques presentes, Emel Varela fue el primero que corrió cuesta abajo hasta el lugar donde se escucharon los estruendos. Su corazón no podía darle crédito a lo que sus ojos veían. En el suelo, tirado sobre el charco de su propia sangre, yacía el cuerpo de su primo Jairo Antonio Varela Arboleda.
Sacando fuerzas de flaqueza, Emel, con la ayuda de varios compañeros que corrieron tras él, levantaron el macizo cuerpo de Jairo y lo llevaron hasta la primera casa que encontraron. Ya no había nada que hacer. Su corazón había dejado de latir. Mientras tanto, otro de los guardabosques, al que todos conocían como Quinía, huía despavorido entre matorrales, rompiendo la oscuridad de la noche y soportando el inclemente aguacero. “Cuando escuché los disparos, lo primero que pensé era que me iban a matar. Incluso una compañera me dijo: ‘vuélese que de pronto vienen por usted’”, recuerda Quinía, quien caminó entre la montaña hasta que despuntaron los primeros rayos del sol.
Su travesía lo llevó hasta el sitio conocido como El Cerro, donde le informó a sus paisanos el trágico hecho: habían matado a Jairo. La noticia se regó como pólvora por toda la región. Los campesinos comenzaron a llegar a El Cerro a la espera del grupo de guardabosques que permanecía en el pueblo. Pero estos sólo llegaron a eso de las 11:00 de la mañana, pese a que iniciaron su recorrido luctuoso temprano en la mañana. Primero, caminaron desde el sitio del infortunio, el casco urbano de Saiza, al sur de Córdoba, durante una hora, cargando el cuerpo sin vida de Jairo en una improvisada hamaca, hasta que llegaron a la vereda El Llano, donde tomaron un vehículo que los llevó hasta El Cerro, donde los recibió una multitud aún incrédula, desconsolada e indignada.
En Carepa, el municipio del Urabá antioqueño donde se radicó Varela luego que la violencia paramilitar lo expulsara de su tierra en 1999, el impacto que generó la noticia de su muerte fue aún mayor. Cuando se enteró, a eso de las 6:30 de la mañana, Milady Ramos, su esposa, entró en shock. “Y eso que no me llamaron a mí, sino que llamaron a una vecina y le dijeron a ella que le pasaran a otra vecina. Y ella viene a mi casa y me dice: ‘le tengo una mala noticia’. ‘¿Qué pasó?’, le pregunto. Yo lo que pensé fue que si estaba en Saiza, pues mínimo había pisado una mina antipersona ¿Qué otra cosa mala podía pasarle a él? Cuando me dice: ‘mataron a Jairo’. Ahí mismo perdí el sentido”.
No era para menos. Desde el día en que se casó con él, ese 21 de diciembre de 1989, nunca presenció ni pelea ni alegato que tuviera como protagonista a su esposo. Porel contrario, si algo debió acostumbrarse fue a ver la sala de su casa convertida constantemente y hasta altas horas de la noche, en una improvisada oficina en la que Jairo gestionaba, recomendaba, informaba y hasta se apersonaba de los problemas de amigos y desconocidos. Con todo y ello, siempre supo dedicarles tiempo a sus tres hijas. Por eso, en la mañana de ese miércoles 5 de octubre de 2011, Milady quería que literalmente se la tragara la tierra.
Al final, fue Juan de Dios Arboleda quien adelantó gestiones en el hospital de Carepa para que recibieran el cuerpo sin vida de su primo Jairo, una vez llegó desde El Cerro, a eso de la 1:00 de la tarde. Su sepelio fue ese mismo día y hasta la fecha, no ha habido evento más multitudinario en este municipio del Eje Bananero. Para ese entonces, ni al campesino más suspicaz, ni al funcionario más temeroso, ni al dirigente social más beligerante se le pasaba por la cabeza que a Jairo Varela algún día alguien lo podía a matar. Y, ¿quién podría matar a Jairo, si todo el mundo lo quería, si a todo el mundo le ayudaba, si no tenía problemas con nadie?
Pero ocurrió. Y desde este fatal miércoles 5 de octubre de 2011 hasta la fecha, sus paisanos de Saiza,corregimiento de Tierralta, Córdoba, donde nació y murió; sus vecinos y amigos de Carepa, donde vivió los últimos años de su vida; y sus compañeros del Parque Nacional Natural Paramillo, donde trabajó desde 1998, aún se preguntan ¿quién le arrebató la vida a Jairo Antonio Varela Arboleda, y por qué?
En el alma de los colonos
Fueron colonos antioqueños venidos de Peque, Ituango, Dabieba, Urrao y Frontino los que levantaron un pueblo en las montañas cordobesas de la serranía de Abibe, en pleno corazón del Nudo del Paramillo, por allá en los primeros años de la década del 40 del siglo XX. Pronto, el sector conocido como Saiza, nombre de un cacique indígena de la etnia Emberá Katío, comenzó a poblarse con campesinos provenientes del Urabá antioqueño y cordobés que huían de la violencia partidista de los años 50. Para los desarraigados, la llegada a Saiza se convirtió en una bendición. El agua era abundante y los paisajes majestuosos. Había tierra para vivir y trabajar. El fantasma de la violencia rondaba en poblaciones cuya distancia se medía por los días que tomara el viaje a pie, a lomo de mula o surcando la corriente de uno de los tantos ríos que bañaban la región.
Saiza comenzó a crecer como crecieron muchos pueblos en Colombia: sin la dirección del Estado, con llegada permanente de colonos y desplazados de todas partes y con sus gentes decididas a construirse a sí mismas sus carreteras, sus viviendas, escuelas, puentes, acueductos e iglesias. A punta de convites, por ejemplo, los lugareños adecuaron el camino de herradura que de Carepa conducía hasta la vereda El Cerro. Por iniciativa propia, los saiceños construyeron su primer acueducto, en 1975. Una fuerte labor de cabildeo ante la gobernación de Córdoba les permitió conseguir una planta eléctrica y 40 mil pesos en efectivo para paliar el problema de energía eléctrica, en 1971. De tanto insistir y persistir ante los funcionarios de la gobernación de Antioquia, los pobladores de Saiza lograron construir una pista de aterrizaje que sirvió como aeropuerto. Un 5 de julio de 1968 aterrizó allí la primera avioneta que ayudó a conectar este rincón del Nudo de Paramillo con el resto del país.
Era como si en el ADN de los pobladores de Saiza estuviera presente un gen que se hereda de generación en generación y que activa la pasión por el trabajo comunitario. Lo tuvieron los colonos antioqueños quienes no se dejaron amedrentar por las inclemencias del clima, lo profundo de los desfiladeros y lo resbaloso de los peñascos y aun así fundaron un pueblo que décadas después, en 1962, fue erigido como corregimiento del municipio de Tierralta. Lo heredaron los hijos de los colonos que frenaron los intentos de las chusmas liberales y las contra-chusmas conservadoras, de convertir la región en un campo de batalla más de la guerra partidista. Los hijos de esta generación también nacieron con ese amor por la tierra al no dejarse amilanar ante la displicencia de un Estado distante e incapaz de dar respuesta a las necesidades más sentidas de la población. Y serían los hijos de esta generación quienes mantendrían el pueblo unido en los peores momentos de la confrontación armada entre guerrillas, Ejército y paramilitares de finales del siglo XX.
Quizás por ello no es de extrañar que Jairo Antonio Varela Arboleda, nacido en Saiza un 27 de marzo de 1963, sea recordado entre sus paisanos como un admirado líder comunitario. Estaba en sus genes. Quienes compartieron con él, como su primo Juan de Dios Arboleda, no dudan en describirlo como un hombre inquieto, inteligente, afable, paciente, aplomado. A sus 19 años ya era miembro activo de la junta de acción comunal a la vez que recibía capacitaciones en primeros auxilios odontológicos. Para finales de la década de los 70 del siglo XX, pertenecer a la acción comunal era orgullo y responsabilidad a la vez. Jairo era consciente de ello pese a su corta edad.
Como desde los tiempos de fundación del pueblo, era este órgano de gobierno comunitario el encargado de gestionar soluciones prontas a las demandas puntuales de una población que crecía vertiginosamente. Según David Sepúlveda Roldán, licenciado en Filosofía y Letras oriundo de Saiza y quien en 2003 publicó un libro titulado Saiza, esplendor y ocaso, un pueblo fantasma del Nudo del Paramillo, para principios de la década de los 80 el pueblo ya contaba con una población estimada de cinco mil habitantes distribuidos en 29 veredas y el casco urbano. Y en todas ellas afloraban las mismas problemáticas: falta de vías de interconexión, déficit en centros de salud y de educación; poco acompañamiento técnico para los campesinos.
Desde la junta de acción comunal se enviaban mensualmente decenas de misivas a ministerios, gobernaciones y alcaldías; entidades estatales, empresas privadas y organismos de cooperación internacional. En tiempos donde Internet era una fantasía de otro mundo y en muchas regiones de Colombia el correo físico se entregaba a lomo de mula, muchas cartas se enviaban con la incertidumbre de recibir respuesta. Por ello, cuando a principios de 1983 comenzaron a llegar los primeros oficios con el escudo de Colombia estampado en una de las esquinas superiores del papel y con la rúbrica de reconocidos personajes públicos al final del mismo, en Saiza hubo algarabía y gozo. Si bien las respuestas abundaban en compromisos etéreos y difusos, para los saiceños era la forma de sentirse reconocidos y una prueba fehaciente de que la unión comunitaria era la vía para obtener respuesta a sus demandas.
Con ese convencimiento entre ceja y ceja, en octubre de 1983 la junta de acción comunal resolvió organizar una comisión integrada por varios dirigentes campesinos para que viajara a la ciudad de Bogotá y recorriera los pasillos de los distintos ministerios y entidades estatales gestionando recursos para sus proyectos. Los viáticos para la delegación salieron de bolsillo de sus paisanos. Uno de los primeros en levantar la mano cuando se pidieron voluntarios para el viaje fue Jairo. Pero los líderes consideraron que la misión requería la sapiencia de los viejos más que el ímpetu de los jóvenes. Jairo realizaría el mismo viaje tres años después, cuando la junta decidió que la compleja situación en que se hallaba sumida Saiza ameritaba una fuerte labor de cabildeo en la capital por parte de personas impetuosas. Paradoja o no, a Jairo le tocó gestionar soluciones a una problemática que solo vino a conocer la delegación que viajó a Bogotá en octubre 1983.
En efecto, a su llegada a la capital, la comisión proveniente de Saiza se topó con la noticia que el Ministerio de Agricultura, mediante resolución ejecutiva No. 163 del 6 de junio de 1977, aprobaba el Acuerdo No. 0024 del 2 de mayo del mismo año, proferido por la Junta Directiva del Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente, antiguo Inderena, mediante la cual se delimitaba y reservaba un área de 460 mil hectáreas de superficie de la región conocida como Nudo de Paramillo, las cuales estarían en jurisdicción de los municipios de Tierralta y Montelíbano (Córdoba) e Ituango, Dabeiba y Peque (Antioquia). El área pasaría a denominarse Parque Nacional Natural Paramillo y el uso del suelo estaría estrictamente reservado a la conservación de la fauna, la flora, las bellezas naturales, la preservación de culturas ancestrales y el impulso de la investigación científica. En su artículo segundo, la resolución consignó la prohibición expresa de “cualquier actividad diferente a las de conservación, investigación, educación, recreación, cultura, recuperación y control y en especial la adjudicación de baldíos”.
La noticia dejó estupefacta a la comunidad. En pocas palabras, el Estado, que siempre se mostró lejano, les decía ahora que el pueblo que habían levantado con sudor y sacrificio debía ser reubicado porque se hallaba al interior de un parque natural. Algo impensable para quienes habían tejido una relación entrañable con la tierra. Fue entonces cuando surgió la necesidad de enviar más comisiones a la capital. En 1984 saldría el segundo grupo de líderes campesinos y en 1986 regresaría una tercera delegación integrada por seis personas, entre ellas Jairo Varela. Todas iban con la misma petición: excluir a Saiza del área protegida del Parque Nacional Natural Paramillo. Aunque sus gestiones tuvieron poco éxito, pues el corregimiento continuó (hasta la fecha) al interior del área protegida por el parque, dirigentes viajeros como Omar Pino, Adán Quiroz y Jairo Varela, alcanzaron notable reconocimiento ante los funcionarios públicos por su capacidad de expresión, su poder de persuasión y la claridad de sus peticiones.
Y que un hombre como Jairo sorprendiera por su capacidad de expresión y liderazgo en una tierra donde los líderes campesinos nacen por cosechas, da muestras de un carácter único y una personalidad excepcional.
“¿De dónde sacó esas habilidades? Hombre, no sé. Yo digo que era vocación”, responde Juan de Dios Arboleda, quien no ahorra elogios para describir a su primo Jairo. “Era muy inteligente. Y trabajador. Mire, él fue presidente de la junta de acción comunal entre 1986 y 1987; fue Inspector de Policía cinco años, entre 1992 y 1997; trabajó brindando primeros auxilios a la población, pues no había puesto de salud. También oficiaba como dentista porque había hecho varias capacitaciones con odontólogos, tanto en Córdoba como en Currulao (Turbo), donde aprendió los primeros auxilios odontológicos. Y luego entró a trabajar a Parques Naturales. Y pues claro, ¡todo el mundo lo conocía! Y no solo eso: lo querían”.
El guardián del Paramillo
“¿Qué cómo conocí yo a Jairo Varela? Pues mira, eso fue cuando yo ingresé a Parque Nacionales, por allá en 1996 si la memoria no me falla”, dice Antonio Martínez mientras se esfuerza por capturar en su mente el recuerdo de una fecha más precisa sin mucho éxito. Cuando explica el nombre de su cargo: “jefe de área protegida del Parque Nacional Natural Paramillo”, aclara enfáticamente que “ese es el nombre del parque, no es Nudo de Paramillo. Ese es el nombre del accidente geográfico de la cordillera occidental que a la altura de Antioquia, en límites con Córdoba, se bifurca y de ahí nacen tres serranías: Ayapel, San Jerónimo y Abibe”.
Donde no muestra ningún atisbo de duda es en los primeros recuerdos que conserva de Jairo Varela: “mira, resulta que el Paramillo tenía una oficina en Ituango y otra en el corregimiento de Saiza. El parque se administraba prácticamente desde Ituango. Y la oficina que teníamos en Saiza, ¡que todavía tenía el emblema del Inderena, imagínate!, funcionaba en la casa del papá de Jairo. Ahí fue que lo conocí. Él integraba la junta de acción comunal con otros líderes del pueblo como Juan de Dios Arboleda, Omar Pino y otros. Y empezamos a hablar con ellos. Resulta que Parques Nacionales vincula a un familiar de Jairo, que fue el primero en trabajar con nosotros. Ese familiar sale de la zona y empezamos a trabajar con Jairo desde 1998”.
Con la llegada de Antonio a la dirección del Parque Nacional Natural Paramillo, la entidad quiso pisarle el acelerador a una tarea que llevaba años postergándose: obtener información precisa que permitiera dimensionar la ocupación campesina al interior del Parque. Por más sencillo que sonara, se trataba de adelantar semejante empresa en el Nudo de Paramillo, donde la violencia ha florecido de forma tan natural como el laurel, el comino, el roble, la caoba o el bálsamo.
A mediados del siglo XX, la guerra entre liberales y conservadores manchó de sangre las estribaciones del Paramillo. No fueron pocos los combates registrados en zonas rurales de Tierralta y Montelíbano (Córdoba) entre las chumas liberales y los ejércitos conservadores. Para finales de la década del 60 incursionaron las guerrillas quienes no solo advirtieron el potencial estratégico que tendría para la guerra dicha región natural sino que, desde su llegada, dejaron claro que querían instalar allí un piloto de su proyecto antiestatal. Las comunidades campesinas al interior del parque quedaron sometidas a un férreo régimen de dominación implementado, primero, por el Ejército Popular de Liberación (Epl) y, luego, por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Promediando los años 90 llegarían los paramilitares de Carlos Castaño, dispuestos a expulsar a sangre y fuego a las guerrillas y controlar ese corredor natural que no solo servía para replegarse y conectar regiones como el Urabá con el Bajo Cauca, sino que además podía ser utilizada como despensa cocalera.
En esa tierra de nadie, Antonio estaba dispuesto a cumplir con la misión encomendada. Pronto se dio cuenta que para el éxito de su empresa, el apoyo de Jairo Varela sería fundamental. Lo descubrió el día que organizó una reunión en el casco urbano de Saiza, a principios de 1998. Los campesinos, los profesores, los líderes, el Inspector de Policía y el sacerdote respondieron a su convocatoria. Ante un público masivo y expectante, Antonio explicó, argumentó y aclaró los alcances que tendría realizar un censo en la región. Luego de un par de horas, los funcionarios del Parque y los pobladores de Saiza le dieron luz verde a la iniciativa. Y el censo arrancó sin contratiempos. Por espacio de un año, Jairo Varela, en compañía de funcionarios del Parque, recorrieron cada rincón de Saiza. En cada casa campesina que se encontraron a su paso preguntaron lo mismo: quién vivía en ese predio y con cuántas personas; cómo se llamaba la finca, cuántas hectáreas tenía, qué uso le estaban dando al suelo.
El resultado superócon creces las expectativas de Antonio. El censo arrojó que para 1998 habitaban en Saiza unas 1.039 familias, poco más de cinco mil personas, en un total de 33 veredas. “Eso era información valiosísima que nadie tenía en ese momento”. Su entusiasmo no era para menos. Ya contaba con insumos que serían de suma utilidad en el diseño de planes de reubicación para una población ya identificada. Y en esas andaba, escuchando propuestas de la comunidad cuando apareció el conflicto armado con toda su furia para truncar su labor. El 14 de julio de 1999, una violenta incursión paramilitar al corregimiento de Saiza obligó al éxodo de prácticamente todos los pobladores. Y Antonio fue testigo de esta ignominia.
Y llegó la violencia
“Resulta que para mediados de 1999, junio si no estoy mal, las familias de 19 veredas le manifiestan a Parques Nacionales que querían negociar su reubicación, porque, tú sabes, cuando declaran el Paramillo parque nacional lo primero que pide el Estado es darle solución a las familias que están ocupando el parque. Entonces, como era el primer acercamiento que íbamos a tener con los campesinos que querían negociar, pues programamos un recorrido de campo de 15 días en los cuales pensábamos realizar unas cinco reuniones. Lo que hicimos fue que zonificamos y dijimos: ‘aquí hacemos una reunión y concentramos tantas veredas’. Llevábamos mercados, colchonetas, de todo.
En esa época, para llegar a Saiza había que llegar a Puerto Casquillo, en Tierralta, abordar una lancha que nos llevara por todo el río Sinú, luego coger el río Verde y en dos horas estaba uno en el casco urbano. Resulta que bajábamos por el río Sinú para caer al (río) Verde y se produce un hecho de violencia, pero no nos dimos cuenta. Jairo nos estaba esperando aguas abajo y nos preguntó que si nos habíamos topado con retenes de los grupos armados. Eran como las 7:00 de la noche. Jairo nos cuenta que habían asesinado a dos motoristas y pregunta si nos habíamos encontrados los cadáveres. Subimos al pueblo y encontramos a la gente muy atemorizada. Allá estaban los compañeros de Jairo de la junta y nos pidieron un apoyo para hacer un recorrido por el río, para encontrar los dos cadáveres. Hicimos una reunión y decidimos, ahí mismo, primero, que seguíamos adelante con la comisión de 15 días, porque vimos condiciones; y segundo, que prestaríamos el apoyo para buscar a los motoristas.
Y efectivamente, arrancamos al otro día aguas arriba del río Verde, rumbo al sitio donde íbamos a realizar la primera entrevista que teníamos prevista. Salimos con Jairo como a las 8:00 de la mañana y llegamos al sitio por la tarde. Hicimos la reunión y dormimos allá. Al día siguiente estábamos pasando las mulas y los mercados hacia la margen contraria del río Verde, cuando llega un señor, Francisco Graciano, líder de la vereda donde íbamos a hacer la segunda reunión. El señor se nos aparece a eso de las 9:00 de la mañana y nos dice: ‘no se puede hacer la reunión porque anoche entró un grupo armado a Saiza y quemó todo el pueblo y mató un poco de gente’.
¡Imagínate! Todos los familiares de Jairo estaban en Saiza. Su esposa y sus hijas que todavía estaban pequeñas, el papá, la mamá. Llamé a Jairo y ahí en el sitio evaluamos la situación y decidimos regresarnos para Saiza. En esa época no teníamos celular, no teníamos radio y los que teníamos eran fijos y estaban en la oficina del casco urbano. Cuando a mí me dicen esa vaina yo no supe qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue decirle a Jairo: ‘regresemos hermano porque hay que saber qué pasó con tu familia’. Porque la noticia fue escueta y dura: que habían quemado el pueblo y matado toda la gente. Nosotros empezamos a bajar por el río Verde y como Jairo conocía a todo el mundo, él iba preguntando y actualizando. Entonces, me iba diciendo: ‘Antonio, no quemaron todo el pueblo, solo varios negocios; Antonio, no mataron a todo el mundo, asesinaron como nueve personas’.
Y seguimos bajando. Lo sorprendente era su temple. Otra persona se desespera, pero el tipo era muy calmado. Y tenía mucho conocimiento. Con él uno iba seguro, por donde él se metiera. Él era, que te digo yo, una persona totalmente sana. Jairo era una gran persona. En toda parte lo querían. Nunca he podido entender por qué lo mataron. En fin, íbamos bajando y a medida que íbamos bajando, nos íbamos ilustrando. Cuando llegamos al pueblo, pues ya estábamos enterados de lo que había pasado.
¿Y qué pasó? Algo dantesco. Llegamos a eso de las 4:00 de la tardepor una de las esquinas del pueblo. Y lo primero que vemos es un poco de ranchos echando humo. Yo creo que quemaron como diez negocios. Incinerados totalmente. Eran los graneros más grandes del pueblo. La gente estaba llena de pánico. Mira, el casco urbano de Saiza es como un rectángulo, donde la iglesia está a un costado lateral, en el centro está la placa polideportiva, en otro costado hay un billar junto con otras casas, del costado opuesto salen las calles empedradas para las veredas y más abajo viene el río Verde. Y la noche anterior había incursionado un actor armado, mató nueve personas y las dejaron ahí tiradas en la placa. Ya iban para 24 horas de estar ahí tirados. Nadie se atrevía a enterrarlos, ni siquiera el cura. Porque los que cometieron ese asesinato advirtieron que quienes los movieran, también les daban. Que ellos iban a volver. Eso fue lo que nosotros encontramos.
Nos fuimos para la oficina. Allá teníamos el radio que afortunadamente no se habían metido con él. Y me comunico con todas las oficinas de Parques Nacionales. Con la primera oficina que me contacto es la de Tierralta. Allá ubicamos al representante del Comité Internacional de la Cruz Roja (Cicr) y al cura de Tierralta. Les informo lo que estaba pasando. Que la gente se estaba yendo al monte a dormir. Hombre, yo había leído esa vaina en los libros de la violencia, pero cuando vi esa joda… ¡la gente de verdad creía que los matones esos iban a volver a rematar a todo el pueblo! Y la gente salió con colchonetas y sobrecamas a dormir en los maizales, en el monte. Te digo eso porque yo estuve allá.
Y con Jairo preparamos comida para la gente. Hermano ¡y Jairo siempre mantuvo la calma! Hablamos con el cura y entre Jairo y Francisco Graciano, el líder que primero nos avisó de todo esto, se hizo una fosa para enterrar a los muertos. Hombre, nos tocó una cosa horrible: un viejito que no se quiso ir para el monte, se fue para la oficina de nosotros y ¡se nos murió ahí!, no resistió tanta conmoción y se nos murió ahí. Presenciamos muchas atrocidades. Jairo colaboró mucho en el entierro de las personas fallecidas. Cancelamos la misión y nos devolvimos. Eso marcó un hito en Saiza, y te digo así porque después de eso vino un desplazamiento masivo que no quedó ni un alma en Saiza”.
Hoy, las versiones de paramilitares desmovilizados ante los estrados de Justicia y Paz han permitido conocer más detalles sobre este atroz crimen con el que Vicente Castaño Gil, máximo comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), pretendió cobrar una venganza.
La venganza
Todo comenzó en diciembre de 1998. Por aquellos años, los pueblos del Urabá cordobés se habían convertido en refugio, cuartel y vivienda de Carlos Castaño Gil. Fue precisamente una finca de su propiedad, ubicada en la vereda Tolová del corregimiento Palmira, Tierralta, Córdoba, la escogida por el máximo comandante de las Auc para pasar los últimos días del año. Un grupo de 30 de sus más preparados combatientes cuidaban su descanso. Aunque en esas lejanas tierras no se movía una hoja sin orden de los paramilitares, el anillo de seguridad de Castaño no se confió de ello y, tras advertir movimientos sospechosos en la zona, decidió trasladar a su comandante a otro municipio un 26 de diciembre. Dos días después, 350 hombres pertenecientes al Bloque José María Córdova de las Farc lanzaron un feroz ataque contra la finca. El combate duró dos días y en él perdieron la vida un total de 18 combatientes de ambos bandos. De acuerdo con postulados a los beneficios de la Ley de Justicia y Paz del bloque Héroes de Tolová, lo único que logró replegar a los guerrilleros fue la llegada de Salvatore Mancuso en su helicóptero lanzando explosivos.
Para el mayor de los Castaño, Vicente, el ataque contra su hermano Carlos constituía una afrenta que debía cobrarse con sangre. Junto a su estratega militar, Carlos Mauricio García, alias ‘Doble Cero’, inició la planeación de un operativo que diera un golpe mortal a un bastión guerrillero. Vicente señaló a Saiza. Decía que en esa tierra se movían los insurgentes con toda libertad, con el beneplácito de sus pobladores. Su versión no era falsa, pero sí muy imprecisa. Para los saiceños, la imagen de guerrilleros rondando la región no era nueva. Habían llegado iniciando los años 80 y la fuerza de las circunstancias los obligó a convivir con ellos. Tanto, que ese diciembre de 1998, cuando 500 guerrilleros de las Farc ingresaron al casco urbano de Saiza, obligando a la población a que les suministraran provisiones, los campesinos, atemorizados, no tuvieron más remedio que obedecer.
Lo que nunca se podrá saber es por qué Carlos Castaño siempre se mostró en desacuerdo con ese operativo, tal como se contó en una ocasión a fiscales de Justicia y Paz Ever Veloza García, alias ‘HH’, comandante paramilitar que hoy purga una pena de prisión en Estados Unidos. Lo que sí se sabe es que Vicente y ‘Doble Cero’ encargaron de la operación a alias ‘Jimmy’, un exmilitar que terminó entrenando soldados para los ejércitos paramilitares de los Castaño en la mítica escuela de entrenamiento que funcionó en San Pedro de Urabá y que se conoció como “La 35”. ‘Jimmy’ seleccionó 40 de los hombres más curtidos de guerra de los bloques Élmer Cárdenas y Bananero así como a 20 de sus mejores alumnos.
El 14 de julio de 1999 iniciaron su recorrido de muerte desde Carepa, pasando por El Cerro, hasta llegar al caso urbano. Arribaron a eso de las 4:00 de la tarde. De inmediato ‘Jimmy’ apostó sus hombres a lo largo y ancho del pueblo. Ordenó que sacaran a todos los hombres de sus casas y que le prendieran fuego a todas las tiendas del pueblo. A punta de culetazos, los varones fueron llevados ante la presencia de ‘Jimmy’. Ante los gritos desgarradores de las mujeres, el comandante paramilitar terminó separando a 13 de ellos, a quienes llevó hasta una placa polideportiva que también cumplía funciones de plaza principal.
Los ‘paras’ les dispararon a quema ropa y sentenciaron a sus viudas a no recoger los cuerpos si no querían terminar como sus maridos. Allí quedaron tendidos los cuerpos de Heriberto y Wilmar Tuberquia; Adelio Molina, Jaime Muñetón, Luis Adrián Guissao, Aníbal Hernández, Elkin Tuberquia y varios más. Antes de retirarse con sus hombres, ‘Jimmy’ lanzó una última orden perentoria: en tres días, Saiza debía estar completamente desocupada.
La documentación realizada por la Unidad de Justicia Transicional de la Fiscalía, antes Justicia y Paz, señala que un total de 1.019 familias salieron forzosamente de Saiza entre el 15 y el 17 de julio de 1999. El pueblo levantado por colonos antiqueños en montañas cordobesas, por allá en los años 40 del siglo XX, terminó convertido en territorio fantasma y perdiendo su categoría de corregimiento un año después. Los saiceños tuvieron que reconstruir sus vidas en tierras desconocidas donde reinaban tiempos hostiles.
Fue en ese momento cuando se hizo más urgente la necesidad de un líder que fuera capaz de darle esperanza a una comunidad que parecía perderla. De nuevo, la figura de Jairo Varela emergió para asumir el reto de mantener a su pueblo unido y con la moral en alto.
El retorno y la reconstrucción
Corría el año 1999. La guerra que libraban paramilitares y guerrilleros en las llanuras, costas, valles y montañas del Urabá antioqueño estaba generando una crisis humanitaria nunca antes vista en la región. Semanalmente, campesinos llegaban en masa a los cascos urbanos de Carepa, Chigorodó, Turbo y Apartadó, huyendo del zumbido de las balas, evitando morir a manos de uno de los bandas en disputa.
La dimensión del problema superaba la capacidad de respuesta de las frágiles entidades estatales de la región. Pese a que en 1997, el gobierno había promulgado la Ley 387 para la atención y protección de la población desplazada, en los municipios no sabían, ni tenían cómo hacer efectivo este articulado. Como si fuera poco, para algunas comunidades campesinas hacer pública su condición de desplazadas en localidades sometidas al yugo paramilitar, era como firmar una sentencia de muerte.
Por ello, cuando la guerra paramilitar sorprendió a los pobladores de Saiza ese 14 de julio de 1999, obligándolos a abandonar sus tierras, lo primero que decidieron los desarraigados fue buscar refugio donde amigos, familiares y vecinos asentados en Carepa, Turbo, Tierralta, Montelíbano, Montería o Medellín. Muchos se quedaron en Carepa. María Betsey Duarte fue una de ellas. “Había muchos que teníamos familia y amigos acá. Entonces, ellos le decían a uno: ‘vení metete acá’, pero a los días ya uno era carga. Entonces, ya nos tocaba ver para donde nos íbamos, a buscar fincas para trabajar y meternos allá”.
Fueron Jairo Varela y su primo Juan de Dios Arboleda quienes se “echaron al hombro” la responsabilidad de gestionar ayudas para sus paisanos. Lo primero que hicieron fue conocer a profundidad los alcances de la Ley 387, para evitar que funcionarios públicos respondieran con negativas o evasivas a sus demandas. Entre más se adentraban en los vericuetos de la norma, más se convencían este par de dirigentes campesinos que la mejor forma de enfrentar su situación era asociándose. Fue así como nació la Corporación Comunitaria de Desplazados de Saiza, organización que según afirma Juan de Dios sin ánimo pretensioso, fue, quizás, la primera de su tipo en el Urabá antioqueño. Aunque la corporación nació oficialmente en 2001, sus orígenes se remontan a esos meses posteriores al desplazamiento masivo, cuando en el sector conocido como San Marino de Carepa, en medio de un extenso potrero a medio poblar ybajo la refrescante sombra que proyectaba un frondoso árbol, los saiceños desarraigados se reunían para ver cómo solucionaban sus problemas más urgentes: refugio y comida.
Con la corporación funcionando, la gestión de ayudas se facilitó mucho más. La capacidad de expresión de Jairo facilitó los contactos con ONG internacionales; con la misma Acción Social, con el Comité Internacional de la Cruz Roja (Cicr). Alimentos, ropa, medicinas, entre otras, comenzaron a llegar asiduamente a Carepa. A Jairo le tocó repartir su tiempo entre su trabajo con el Parque Nacional Natural Paramillo, las gestiones para ayudar a su pueblo y las demandas propias de su hogar. Cuando piensa en el pasado, Milady Ramos, su esposa, aún no se explica cómo lograba cumplirle a todos.
“Todo el día se la pasaba en la calle y cuando llegaba a la casa, siempre había gente esperándolo. Y a todos los atendía hasta la hora que fuera. ¿Qué si era bravo? Ese hombre era de una paciencia para escuchar a la gente, impresionante”.
En 2005, cansados de pasar penurias en barrios de mala muerte de Carepa, unas 600 familias decidieron retornar a Saiza por sus propios medios y sin ningún tipo de acompañamiento del Estado. A su llegada encontraron un pueblo devorado por la manigua. Y, como en el pasado, todos trabajaron “manga por hombro” para recuperar su terruño. Jairo y Juan de Dios se quedarían en Carepa y desde allí, coordinaron ayudas y proyectos para sus paisanos retornados.
Con Saiza nuevamente poblada, la dirección del Parque Nacional Natural Paramiilo retomó un proceso que la guerra paramilitar había truncado. Nuevamente, la figura de Jairo Varela resultó vital para que la actividad llegara a buen puerto. Lo que nadie sospechaba era que trabajando en Saiza, la tierra que lo vio nacer y por la que tanto luchó, encontraría la muerte un miércoles 5 de octubre de 2011.
De líder a guardabosques
Contigua a la alcaldía de Carepa funciona una oficina del Parque Nacional Natural Paramillo. Sus directivas decidieron ubicarla allí, en el año 2000, con un doble propósito: que su contratista, Jairo Varela, pudiera continuar con una labor iniciada dos años atrás. Y segundo; que sirviera como centro de operaciones para que Jairo tramitara ayudas, contactos y proyectos para sus paisanos desplazados de Saiza.
En ambas tareas se desempeñó a cabalidad. Sus gestiones permitieron que sus paisanos desplazados radicados en Carepa pudieran recibir atención médica cuando los centros asistenciales se las negaban; que sus hijos fueran admitidos en los centros educativos pese a la oposición ejercida por rectores y docentes; que el gobierno nacional cumpliera con las ayudas económicas prometidas. Comprometido como era, logró recolectar información que hoy reposa en los archivos del Parque en Tierralta y Montería.
“Recopilamos documentos que demostraran la titularidad del campesinos sobre la tierra –reconoce Antonio Martínez, jefe del Parque Nacional Natural Paramillo-; con la ayuda de Jairo logramos citar o ubicar a los campesinos desplazados y con ellos elaboramos mapas a mano alzada de los predios; logramos armar propuestas para tratar de resolver el problema de los ocupantes allá”.
En 2009, cuando la vida florecía lenta pero segura en Saiza, las directivas del parque citaron a sus pobladores a una reunión en Montería y allí, acordaron actualizar el censo realizado en 1998. El objetivo, según Antonio, “era mejorar la información que ya se tenía. El Parque decidió contratar un grupo de técnicos y gente de la zona para levantar mapas de los predios con GPS. Para darle mayor precisión. Necesitábamos mejorar la información de los ocupantes. Era un trabajo muy complejo. En 2009 había una plomacera la más hijo de puta en esa zona. Estábamos en el segundo periodo del presidente Álvaro Uribe, seguridad democrática, zona de consolidación Paramillo; se crea la Fuerza de Tarea Conjunta Nudo de Paramillo; ya teníamos problemas de cultivos ilícitos; combates, narcotráfico, presencia de actores ilegales, minas antipersona. Ya imaginarás lo que era entrar con GPS a esa zona. Por eso, Jairo era vital en ese trabajo. De hecho, lo vinculamos como funcionario público en 2008. Él hacía toda la interlocución con las comunidades, nos preparaba el terreno, nosotros íbamos, discutíamos con la gente, acordábamos y pa’dentro”.
El trabajado implicaba ciertos riesgos que no muchos estaban en condiciones de enfrentar. Para comenzar, había que convencer a los grupos armados ilegales con presencia en el parque que los GPS que portaban cumplían labores de reconocimiento topográfico; había que saberse mover por una tierra plagada de minas antipersona; había que tranquilizar a la comunidad que en ningún caso se trataba de un leguleyada para despojar a los campesinos de sus tierras. Por ello, Jairo recomendó a su primo Emel y a su compadre, Luis Eduardo, pero que todos conocen como Quinía, un hombre de figura menudita, sonrisa amplia y carácter afable pero con el temple suficiente para enfrentar cualquier situación, por más apremiante que fuera.
El equipo del Parque Nacional Natural Paramillo comenzó la actualización del censo en 2009. Para 2011, los funcionarios habían logrado ingresar a 24 de las 33 veredas identificadas en 1998. Los hallazgos preocupantes estuvieron en las nueve restantes. Jairo y Quinía, saiceños de pura cepa, identificaron que las personas que estaban habitando en dichas veredas no eran los vecinos que conocían desde siempre. “Eran gentes venidas de otras partes que habían llegado a la región con la intención de sembrar coca”, relata Quinía, quien responde con un escueto “ya se imaginará usted” la pregunta de cómo llegaron los labriegos a una zona tan compleja y totalmente desconocida para ellos.
Voces conocedoras de la dinámica de la región no dudan en afirmar que dicho repoblamiento es dirigido por las Farc. Señalan que ni los ocho años continuos de la política de seguridad democrática lograron quebrar el férreo control que esta guerrilla ha construido durante casi tres décadas en ese rincón del Nudo de Paramillo. Y agregan que los ‘farianos’ han venido trayendo su gente desde el sur del país hasta el Nudo de Paramillo, ubicándola en Saiza, en predios de campesinos que no han querido retornar.
“¿Qué si a esa gente la trajo las Farc? hombre, eso es verdad, aunque yo no diría que fueron solamente ellos. Son varios los grupos que han sembrado coca dentro del parque”, explica a su turno Antonio. Especulación o no, lo único cierto es que allí, en esa vasta zona donde Jairo Varela y sus compañeros tuvieron serios problemas para realizar el censo, han surgido en los últimos tres años cuatro asociaciones campesinas que desde 2013 vienen reclamándole al Estado la creación de una “zona de reserva campesina”. Y que dicha zona ha sido y es, un bastión histórico de las Farc.
Por ello, sobre esta guerrilla recaen todas las sindicaciones por la muerte de Jairo. “Meses antes de que a él lo mataran, me dijo que la guerrilla lo estaba citando a reuniones, pero él respondió que no iba a acudir a ninguna cita”, cuenta uno de sus compañeros de labores.
El golpe inesperado
Jairo alcanzó a tomarse sus últimos aguardientes el domingo 2 de octubre de 2011. Con su compadre Quinía, su primo Emel y el resto de guardabosques, bebieron y cantaron las canciones de Vicente Fernández que tanto le gustaban. Se tomaron fotos y rieron a carcajadas durante buena parte de la noche. El martes retomaron nuevamente actividades. Como era costumbre, todos se levantaron con las primeras luces del día. Con la primera taza de café del día venía también la planeación del trabajo. Y aunque no era el coordinador, Jairo siempre definía los recorridos, dividía al equipo y entregaba indicaciones permanentemente. Nadie ponía en tela de juicio sus disposiciones, pues a pesar de saber que había terminado sus estudios de bachiller en 2002, todos reconocían que ahí, en medio de la espesura del Nudo de Paramillo, él era el mejor cartógrafo, topógrafo, geólogo y guardabosques del equipo.
Ese martes dividió al equipo en tres grupos. En uno iba Quinía acompañado de dos funcionarios más; una funcionaria del Parque iría con él y su primo con los guardaboques restantes formarían un solo grupo. Cada uno partió con rumbo definido, con la orden expresa de reencontrarse en esa casa del casco urbano de Saiza que habían adecuado como oficina a las 4:00 de la tarde en punto. Paradójicamente, todos llegaron a la hora acordada, menos él. Arribó casi a las cinco. “No alcancé a medir lo que tenía que medir”, le explicó Jairo a su compadre y confidente Quinía.
Al miércoles siguiente la rutina volvió a repetirse. Jairo conformó los equipos, dio las últimas órdenes y partieron cada uno a su destino. Quinía y sus compañeros salieron rumbo a la vereda El Viejo; Jairo partió para el sitio conocido como El Salado y el resto del grupo para la vereda Filo de los Holguín. El primero en retornar fue Quinía, quien llegó a eso la 1:00 de la tarde. El otro grupo llegó una hora después. Todos aguardaban por Jairo. Pasadas las 3:00 de la tarde, los funcionarios observaron en la distancia la silueta de tres hombres que se acercaban rápidamente al casco urbano. Conforme se iba aclarando la imagen pudieron distinguir que dos de ellos cargaba fusiles. Curiosamente, todos vestían como cualquier parroquiano de la región.
Al llegar al casco urbano, los hombres convocaron a los funcionarios presentes, les pidieron los GPS y las encuestas ya diligenciadas. Con voz recia, uno de ellos apartó a Quinía del grupo y le increpó:
-¿Usted es Jairo Varela?
-Yo no soy, pero, dígame en que le puedo colaborar.
-Ustedes porqué están midiendo estas tierras sin permiso, ¿quién los autorizó? ¿Por qué obligan a los campesinos a firmar esos papeles?- increpo uno de los hombres armados.
-Pues, usted se equivoca. Nosotros hablamos con la gente, les comentamos lo que íbamos a hacer y estuvieron de acuerdo. Además, hace días Jairo estuvo en El Manso hablando con su comandante, pregúntele a él si quiere y él autorizó. ¡Y como ustedes no dan un papel escrito!
La respuesta de Quinía no logró tranquilizar a los armados. Por el contrario, aguardaron la llegada de Jairo, quien nuevamente llegó 50 minutos después de la hora de llegada estipulada. Al verlo, los hombres lo ordenaron que se acercara hasta el punto donde se encontraban con Quinía.
-¿Usted es Jairo Varela?
-Sí señor, soy yo. ¿En qué puedo servirles? – les respondió.
Los armados le formularon a Jairo las mismas preguntas que horas antes le habían hecho a su compadre Quinía: por qué estaban ahí y con autorización de quién. Con la paciencia y el aplomo que lo caracterizaba, Jairo les explicó que trabajaban para el Parque NacionalNatural Paramillo, que estaban midiendo las tierras para tener un dato preciso a la hora de formular un plan de compensación; que semanas atrás había estado en El Manso, hablando con un jefe de las Farc en la zona, informándole la actividad que iban a realizar. Y que este no había puesto objeción alguna.
Pero los armados continuaron intranquilos. Del bolsillo de su pantalón, Jairo sacó un paquete de cigarrillos, convidó y todos fumaron.
-“¿Saben qué? nos vamos a ir, pero mañana, a las 8:00 de la mañana, venimos por usted y usted para que nos acompañen a una reunión- le dijo uno de los armados a Quinía y a Jairo.
-No hay problema, nosotros vamos- respondieron ambos al unísono.
La noche inundó el casco urbano de Saiza. Aunque la partida de los armados logró calmar la tensión de los guardabosques, todos, como respondiendo a un instinto de supervivencia, permanecieron en silencio. Faltando diez minutos para las 8:00 de la noche, regresaron los armados. Uno de ellos le grito a Jairo: “señor, venga un momento por favor”.
Jairo acudió sin protestar. Descendió cuesta abajo por el camino empedrado hasta el sitio donde lo aguardaba el armado. Los dos balazos de pistola que le propinaron a Jairo rompieron el angustioso silencio que inundaba el casco urbano de Saiza esa noche. Segundos después, el cielo rugió y gruesas gotas de agua comenzaron a caer con tal velocidad que no tardaron en convertirse en un verdadero diluvio. Fue como si alguien o algo allá arriba, también le hubiera dolido el asesinato de Jairo Varela.
Quinía temió por su vida. Después de todo, él también estaba citado a la reunión. “Cuando escuché los disparos, lo primero que pensé era que me iban a matar. Como ese tipo nos había citado a los dos y se devolvieron a buscar a Jairo, pues lo primero que pensé fue en volarme. Hasta una compañera me dijo: ‘vuélese que de pronto vienen por usted”. Y eso hizo. Y su fuga ha durado hasta el día de hoy. “Mire, después de eso yo he jurado que jamás regresaré a Saiza. Prefiero morirme aguantando hambre aquí donde estoy, de viejo tirado en la calle, como sea, pero yo a Saiza no vuelvo jamás”.
Por la muerte de Jairo Varela cursa una investigación en la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía, en Bogotá. Al momento de escribir estas líneas, marzo de 2015, poco o ningún avance ha mostrado las pesquisas judiciales. Cuando se indaga por la vida y obra de Jairo Varela entre los pobladores de Saiza y Carepa; aún entre los funcionarios del Parque Nacional Natural Paramillo, todos pronuncian la misma sentencia con tono profundo de incredulidad: “todavía nos preguntamos por qué mataron a Jairo”. Pero en personas como Quinia, Juan de Dios y Antonio, cuando se les indaga por la suerte de los asesinos, el tono de sus voces se torna más severo, y con evidente aire de indignación responden: “los que lo mataron están en estos momentos en La Habana, Cuba, negociando con el gobierno nacional”.