La transformación que presagiaba el Acuerdo de Paz con las Farc se está quedando sólo en un anhelo para los pueblos de la cordillera nariñense. Disidencias y grupos criminales como los ‘gaitanistas’ se disputan el territorio; programas como el PNIS o el PDET son un ‘canto a la bandera’; y la región continúa sumida en un abandono histórico que parece perpetuarse
Cuando el entonces presidente Juan Manuel Santos (2010-2018) llamó a Claudia Inés Cabrera, alcaldesa de Policarpa, en Nariño, para comunicarle que en su municipio se ubicaría una zona para la concentración de los guerrilleros de las Farc que se disponían a dejar sus armas e iniciar su tránsito a la vida legal como colofón del proceso de paz, ella, sin pensarlo dos veces, le respondió: “Claro, Presidente, con toda. ¡Vamos a apostarle a la paz!”.
Esa llamada ocurrió promediando el 2016, un año que los policarpenses recuerdan como uno los más tranquilos de las últimas décadas. Los diálogos entre el grupo insurgente y el gobierno nacional entraban en su recta final en La Habana, Cuba, y el inminente silencio de los fusiles llenaba de optimismo el alma de un pueblo que ha convivido con los vaivenes de la guerra.
“En verdad creíamos que se iban a transformar cosas. Que iba llegar el desarrollo que tanto anhelamos. Se hablaba de sustitución voluntaria (PNIS), de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Había entusiasmo”, relata la alcaldesa. Prueba de ello fue el apoyo dado por los votantes de Policarpa al Plebiscito del 2 de octubre de 2016. De un total de 9.537 personas aptas para votar, acudieron a las urnas unas 4.257 (el 44,6 por ciento). De ellas, unas 3.690, es decir, el 88,89 por ciento de los electores, votó por el Sí.
Pero hoy, poco más de tres años después de esa llamada, tanto la mandataria como los lugareños sostienen que la apuesta por la paz le ha salido bastante costosa a Policarpa. Y razones tienen para tal afirmación. En La Paloma, por ejemplo, el predio ubicado en la vereda Betania de este municipio escogido por el gobierno nacional para levantar allí la Zona Veredal Transitoria de Normalización (ZVTN), sólo quedan edificaciones a medio construir que la manigua amenaza con tragarse. (Leer más en: Zona Veredal de las Farc en Policarpa, entre acuerdos y desacuerdos)
“Hasta allá llegaron como unos 300 excombatientes, su gran mayoría del Frente 29, que fue el que operó en toda esta región. Pero fue como si les hubieran dejado tirados a su suerte allá”, recuerda la mandataria. “No tenían comida, no tenía agua. Comenzaron a enfermarse. Y el gobierno tardaba muchísimo en responderles. Desde la administración comenzamos a solucionar como podíamos, atendiéndolos por el Sisbén, por ejemplo, pero, claro, no dábamos abasto. Cuando el gobierno nacional decidió llevarse la Zona Veredal para El Estrecho (Patía, Cauca), sólo unos 55 excombatientes se fueron para allá”. (Leer más en: En el ETCR más atrasado del país no dejan de apostarle al proceso de paz)
El resto de excombatientes, estiman las autoridades locales, o bien terminaron engrosando las filas de una disidencia que se hace llamar ‘Frente Estiven González de las Farc-EP’; o bien acabaron bajo las órdenes de alias ‘Sábalo’, un exguerrillero que decidió apartarse del proceso de paz y hoy lidera un grupo armado que viene infundiendo terror en toda la región conocida como Bajo Patía. (Leer más en: “Demoras en proceso de reintegración de las Farc las aprovecharon grupos armados ilegales”)
Tanto la disidencia ‘Frente Estiven González’ como los hombres de ‘Sábalo’ protagonizan actualmente una confrontación armada contra las llamadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), que viene creciendo en intensidad y cuyo inicio lo recuerda muy bien la alcaldesa de Policarpa: “Desde mediados de 2017 comenzamos a ver casas pintadas con las siglas Agc desde (municipio) Remolino hasta la entrada del municipio”.
La llegada de los ‘gaitanistas’ al casco urbano de Policarpa, otrora fortín militar del Frente 29 de las Farc, disparó los homicidios, rompiendo así con la tranquilidad que experimentó el pueblo durante los diálogos de paz. Según cifras de la Defensoría del Pueblo, entre el 26 mayo y el 4 junio de 2018 han sido asesinadas tres personas en sendos ataques armados, situación que generó una respuesta drástica e inmediata por parte de la administración local. “Tomé la decisión de decretar toque de queda y ley seca. No iba permitir que el municipio se saliera de control”, explica la mandataria local.
Ambas medidas fueron levantadas este año. Sin embargo, ello no significa que la seguridad haya llegado a Policarpa. En todo el Bajo Patía, sus pobladores temen que se recrudezcan en las próximas semanas los combates entre la disidencia ‘Frente Estiven González’ y las ‘Agc’. Los rumores de la llegada de comandos del Eln a la región aumenta la incertidumbre de una población que no conoce el significado de la palabra paz.
La grave situación de ese municipio fue advertida y denunciada en reiteradas ocasiones desde 2017, cuando las Farc dejaron las armas y sus antiguos territorios empezaron a ser disputados por diferentes grupos armados, sin recibir una respuesta contundente e integral por parte del Estado. Así lo reportó este portal en ese entonces: ¿La implementación del Acuerdo Final hace agua en Policarpa? y “No nos dejen solos, Policarpa es una bomba de tiempo”.
Conflicto que no cesa
Policarpa es un municipio de poco más de 16 mil habitantes erigido en pleno corazón de la cordillera nariñense. Administrativamente cuenta con ocho corregimientos y 70 veredas. Buena parte de su jurisdicción hace parte del Consejo Mayor para el Desarrollo Integral de Comunidades Negras de la Cordillera Occidental de Nariño (Copdiconc), un territorio colectivo de comunidades negras de 137 mil hectáreas que abarca, además, áreas de los pueblos de Cumbitara, Leyva, El Rosario, Santa Barbará de Iscuandé y El Charco. (Leer más en: Armonizar PDET con enfoque étnico, prioridad en el norte de Nariño)
En sus 46 años de vida municipal (fue creado mediante Ordenanza No. 22 del 29 de noviembre de 1972 de la Asamblea de Nariño), tanto las comunidades negras como los campesinos han tenido que convivir con las reglas impuestas por diferentes grupos armados ilegales que han convertido a Policarpa en su refugio, su retaguardia y su fortín debido a las bondades estratégicas que tiene en materia de ubicación geográfica, tan útiles para los intereses de la guerra y los negocios ilegales.
El primero en incursionar fue la guerrilla del Eln que, en su intención de conectar municipios nariñenses como Samaniego, Ricaurte, Barbacoas, Magüí Payán y Roberto Payán con la Bota Caucana y el vecino departamento del Putumayo, comenzó a transitar esporádicamente por zona rural de Policarpa finalizando la década de los setenta.
Luego llegaron las Farc. A partir de 1985, el Frente 29 se posicionó en el pie de monte costero nariñense y en el sur de Cauca. Para consolidar su dominio sobre un importante corredor que les permitía conectar la Costa Pacífica con importantes zonas montañosas, esenciales para la retaguardia de tropas, se asentaron en Policarpa con la intención de ejercer allí un férreo control social, militar y territorial. En muchas de sus veredas, el grupo guerrillero terminó convertido en autoridad de facto: impuso normas de conducta, reguló la vida cotidiana, cobró tributos forzados e impartió “justicia revolucionaria”.
Las huestes paramilitares llegaron finalizando la década de los noventa. Carlos Castaño decidió conformar el Bloque Libertadores del Sur, un brazo del Bloque Central Bolívar de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), para que le arrebataran a las Farc, a como diera lugar, sus corredores de movilidad y sus fuentes de financiación. El comandante delegado para esa misión fue Guillermo Pérez Alzate, conocido como ‘Pablo Sevillano’, quien no vaciló en ordenar masacres, desapariciones, homicidios selectivos y destierros forzados, entre otros, para cumplir con su misión.
La desmovilización del Bloque Libertadores del Sur bajo los acuerdos entre el Estado Mayor Negociador de las Auc y el gobierno de entonces presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), realizada el 30 de julio de 2005 en zona rural del municipio de Tamaningo (Nariño), generó expectativas entre los policarpenses sobre la llegada de mejores tiempos. (Leer más en: ‘Pablo Sevillano’ confiesa purgas y otros crímenes del Bloque Libertadores del Sur)
Pero no fue así. Tan sólo un año después, agencias estatales como la Defensoría del Pueblo alertaron sobre el surgimiento de grupos armados conformados por antiguos paramilitares en municipios de la costa Pacífica y la cordillera nariñense cuyos nombres comenzaron a generar terror en toda la región: ‘Águilas Negras’ y ‘Rastrojos’.
Las vendettas entre las estructuras armadas herederas del paramilitarismo, sumado al reposicionamiento de las Farc en toda la región de la cordillera nariñense, marcaron la cotidianidad de los habitantes de municipios como Policarpa, que nuevamente quedaron sometidos al imperio de los grupos armados y sus normas restrictivas.
El anhelo de paz volvería a tomarse nuevamente el alma del pueblo, esta vez por cuenta de las negociaciones que transcurrían en La Habana entre voceros de las Farc y representantes del gobierno de Santos. La tranquilidad experimentada por los policarpenses durante los meses previos a la firma del acuerdo para ponerle fin a más de 50 años de confrontación armada, a juicio de Rosa*, lideresa de la vereda La Cuchilla, era la mejor prueba de que la paz sí era posible.
“Yo creo que el 2016 fue uno de los años más tranquilos que hemos tenido en este municipio”, relata. “De un momento a otro parecía que el gobierno se hubiera acordado de nosotros. Llegó Ejército, llegó Policía, llegaron entidades del Estado. Pero se fue la guerrilla y ahora estamos peor que antes, porque el Ejército se fue y el gobierno se olvidó de nosotros”.
Abandono educativo
No hay mejor retrato del olvido histórico en que han vivido los pueblos de la cordillera nariñense que sus escuelas. La de la vereda La Cuchilla, por ejemplo, se encuentra sobre la explanada de una montaña a la que se llega luego de caminar por estrechos senderos que surcan empinadas laderas. Se trata de un rancho de diez metros cuadrados construido y techado con latas de zinc, forrado en tela plástica verde y rodeado de cientos de arbustos de hoja de coca, donde cursan sus primeros años de primaria unos 15 infantes, entre los 7 y 13 años.
A una hora de camino de allí, descendiendo la montaña por una trocha rodeada de sembradíos de hoja de coca, plataneras, cacaoteras y papayas, y cruzando luego las aguas del río Iscuandecito, se llega a la escuela oficial de la vereda Las Palmas. La edificación está a medio derruir, techada con tejas de zinc, varias de ellas rotas, sin puertas ni ventanas, sin tableros ni pupitres. Alrededor hay enormes arbustos de hoja de coca a punto de dar cosecha. En esas condiciones estudian actualmente seis niños, entre los 6 y los 13 años, pero, según el docente Germán Mosquera Parra, “debería tener como mínimo 17 estudiantes”.
En ambos establecimientos las clases comenzaron la última semana de mayo. Ante la demora en el inicio de actividades, muchas familias deciden trasladarse a otras veredas o, simplemente, emplear a sus hijos en la única actividad económica de la región: la hoja de coca. “Así es la realidad por aquí”, dice María Antonia Amaya, presidenta del Consejo Mayor para el Desarrollo Integral de Comunidades Negras de la Cordillera Occidental de Nariño (Copdiconc). “Tenemos 54 escuelas en todo el territorio colectivo y todas están en las mismas condiciones. Y todos los años es el mismo problema: que las clases inician en mayo o junio”.
Para garantizar el derecho a la educación en estos territorios, considerados por el gobierno nacional como “zonas de comunidades rurales dispersas” y afectadas, además, por problemas de orden público, el Ministerio de Educación recurre a la figura del Banco de Oferentes, proceso administrativo que permite contratar la prestación de este servicio público con entidades privadas, sin ánimo de lucro, entre otras, que se postulen para tal fin.
Desde su llegada al cargo en enero de 2016, el gobernador de Nariño, Camilo Romero, decidió que las entidades más capacitadas para la prestación del servicio educativo en las “zonas de comunidades rurales dispersas” eran las Diócesis, “porque el gobernador pensó que eran las más competentes. Pero hemos tenido todos los problemas del mundo. El año pasado fue la Diócesis de Tumaco, y arrancaron clase en junio. Este año es la Diócesis de Pasto y el problema sigue igual: no consiguen docentes a tiempo y las clases inician en mitad de año. Todo porque dicen que no es rentable prestar el servicio en nuestro territorio. Es decir, un negocio”, añade María Antonia.
En Santa Rosa, que para efectos administrativos es una de las 70 veredas de Policarpa pero que, a su vez, es donde inicia el territorio colectivo de Copdiconc, la escuela cuenta con 34 estudiantes matriculados que comenzaron clase en abril. “Al ver que nada que mandaban un profesor, pues nos reunimos, toda la comunidad, recogimos dinero y contratamos un profesor para que viniera y les diera clase a los niños. El profe comenzó su contrato oficial en mayo. ¿Le parece justo eso?”, exclama Roberto*, un líder del caserío.
Sus cuentas son dramáticas: “Aquí estudian la primaria. Si un padre de familia quiere que su hijo estudie bachillerato lo tiene que mandar a (corregimiento) Santa Cruz o al mismo Policarpa. Eso cuesta mucha plata. Así que aquí, sin exagerar, por lo menos el 95 por ciento de los jóvenes no logra estudiar el bachillerato. ¿Cuántos pueden ingresar a una universidad? Ninguno”.
Mediante la Alerta Temprana 082-18 del 20 de noviembre de 2018, el Sistema de Alertas Tempranas (SAT) de la Defensoría del Pueblo detalló que, para los municipios de la cordillera nariñense (Cumbitara, Leyva, Policarpa, El Rosario y Tamaningo), el promedio de cobertura en educación media corresponde al 17 por ciento, “lo que implica que la cobertura en formación técnica, tecnológica y profesional en la zona presenta un déficit del 83 por ciento”, advierte el documento y resalta que “la cobertura en educación secundaria tiene un promedio del 48 por ciento”.
“Y eso es un problema muy serio”, expresa Roberto. “¿Por qué? Pues tenemos muchos niños y jóvenes por ahí sin hacer nada, que pueden tomar malos caminos porque usted sabe que están los grupos armados, que pueden llegar a decirles: ‘Mire, trabaje con nosotros en esto, en lo otro, nosotros les pagamos’ y así, con plata, comienzan a endulzares el oído y se los llevan”.
Similar apreciación tiene el SAT de la Defensoría del Pueblo: “Las precarias condiciones de vida en estas zonas han sido empleadas como carnada por parte de grupos armados, no sólo para justificar su presencia en los territorios, sino también para involucrar en actividades bélicas y economías subterráneas a quienes tienen limitaciones para acceder a estos beneficios”.
El “café blanco”
En Policarpa, comunidades negras y campesinas se han visto abocadas a enfrentar el olvido histórico en que los ha mantenido el Estado colombiano con la hoja de coca. Traída a estas tierras por colonos que llegaron provenientes del vecino departamento del Putumayo a mediados de los años ochenta, el cultivo ilícito se esparció rápidamente por montañas y valles. Poco tiempo después llegaron también los grupos armados ilegales con intenciones de regular su siembra y producción, situación que terminó incrementando exponencialmente los cultivos.
Así, según las mediciones del Sistema de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de la Oficina en Colombia de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), este municipio registró en 2006 un total de 545 hectáreas sembradas con hoja de coca y en 2007 la cifra se ubicó en 773 hectáreas. Fue justo en esos años cuando el gobierno nacional arreció las erradicaciones forzadas y las aspersiones aéreas con glifosato como método para enfrentar el complejo problema de los cultivos de uso ilícito.
La última vez que una avioneta surcó los cielos nariñenses para bañar la tierra con el herbicida fue en 2014. En Policarpa, las aspersiones aéreas con glifosato dejaron más que malos recuerdos. “No hay forma como vincular una cosa con la otra, pero sí coincidió que luego de las fumigaciones comenzaron a detectarse en el pueblo enfermedades muy raras, sobre todo en niños recién nacidos”, relata la alcaldesa local.
El glifosato no sólo acabó con la hoja de coca. Según los labriegos, el herbicida contaminó fuentes de agua, destruyó cultivos de pancoger, ocasionó enfermedades cutáneas y respiratorias entre niños y mujeres, y arrasó con la yerbabuena, el poleo, la doña juana, el paico, la verdolaga o el piojito, plantas que sirven como medicinas en tierras donde acceder a un puesto de salud, ser atendido por un médico profesional y recibir medicinas de calidad es una odisea.
Por eso, los anuncios del presidente Iván Duque (2018-2022) de recurrir nuevamente a las aspersiones con glifosato como estrategia para enfrentar el aumento de los cultivos ilícitos tiene con los “pelos de punta” a los policarpenses. “Si viene el gobierno y nos arranca las matas (de hoja de coca) o, peor, nos fumigan con ese veneno que es el glifosato, ¿de qué vamos a vivir? ¿Qué será de nosotros?”, se preguntan en todas las veredas del municipio.
No se trata de una preocupación menor. Las mediciones del SIMCI señalan que, para 2017, había unas 960 hectáreas sembradas con hoja de coca, cifra superior a la detectada en 2016 (733) y en 2015 (326). Se estima que el área sembrada aumentó significativamente en 2018 y si bien no existe un estimativo que precise cuántas familias se dedican a este cultivo de uso ilícito, en Policarpa afirman, con sobrada seguridad, que lo único que da de comer es la hoja de coca.
“Ese es nuestro ‘café blanco”, dice Arturo*, habitante de la vereda La Cuchilla, y para demostrarlo expone sus cuentas: “Un kilo de pasta base lo pagan, hoy por hoy, a 2,4 o 2,5 millones de pesos. Yo puedo sacar dos, tres kilos de pasta base en un morral, salir en mi mula hasta donde me la compran, y me devuelvo con plata en el bolsillo. ¿Puedo hacer lo mismo con otro cultivo, con estas carreteras que tenemos, cuando no hay quien compre en estos lados? Eso es imposible”.
Restando costos de producción e insumos para la pasta base, Arturo asegura que le pueden quedar, netos, 900 mil pesos. Difícilmente cualquier producto agrícola podría superar tal margen de ganancia, máxime si se tiene en cuenta que la hoja de coca produce tres y hasta cuatro cosechas al año: “Y no es que nosotros no queramos cambiar de cultivo, ¡claro que sí!, pero lo que quiere el gobierno es arrancarnos las matas, echarnos ese veneno del glifosato y dejarnos así, como si nada”.
Iniciativas como el Programa Integral de Sustitución Voluntaria de Cultivos Ilícitos (PNIS), surgido tras la firma del Acuerdo de Paz, nunca arrancó en esta población. (Leer más en: Policarpa: los retos del cacao de la paz)
“Vinieron, socializaron, pidieron información. Se firmaron acuerdos colectivos. Pero un año después de esa socialización, anunciaron que sólo abrirían mil cupos para el PNIS para todos los municipios de la cordillera”, afirma la mandataria local, quien se plantea la siguiente reflexión: “¿Mil cupos para cinco municipios cuando este es el que más hoja de coca tiene? ¿Qué impacto puede tener eso? Los campesinos quedaron muy desencantados y desilusionados con el gobierno nacional. Lo cierto es que el glifosato sería fatal para este pueblo”.
El propio gobernador de Nariño, Camilo Romero, expresó una preocupación similar el pasado 12 de junio, durante su intervención en el Primer Dialogo Público por la No Repetición, convocado por la Comisión de la Verdad: “Llegar con glifosato al departamento de Nariño no es la solución integral ni estratégica. Es un nuevo problema social porque hay 50 mil familias a las que no pueden desaparecer, 50 mil familias a las que no puede fumigar y que necesitan de otro tipo de oferta del Estado”. (Leer más en: Líderes sociales expusieron sus riesgos ante la Comisión de la Verdad)
La quimera de la paz
Lo que hoy está ocurriendo en Policarpa -y en general, en todos los municipios de la cordillera nariñense- fue advertido en su momento por el SAT de la Defensoría del Pueblo en su Alerta Temprana 082-18 del 20 de noviembre de 2018. (Leer más en: ‘Arde’ la cordillera de Nariño y el Estado no hace mayores esfuerzos para evitarlo)
En ese documento, el SAT llamó la atención de las autoridades departamentales y nacionales sobre el fortalecimiento de la disidencia ‘Frente Estiven González’, el avance de las Agc hacia antiguas zonas de dominio de las antiguas Farc y la presencia de nuevos grupos armados, como el del exguerrillero conocido como ‘Sábalo’.
En su Alerta, esa agencia del Ministerio Público consignó que el objeto central de disputa entre estas organizaciones ilegales no es otro que el control del territorio y las economías que se desarrollan en él. Uno de los flagelos más disparados es la extorsión. Cada comerciante, expendedor de gasolina o transportador, debe pagar tributo forzado, bien a las Agc o bien a la disidencia de las Farc.
De los cobros extorsivos no se salvan ni los campesinos cocaleros. “Esos grupos le cobran a uno un impuesto. Por ejemplo: yo, por cada kilo, debo pagar 150 mil pesos y luego el grupo también le cobra impuesto al que viene a comprar la pasta base”, explica un campesino cocalero de la vereda Santa Rosa.
Las extorsiones también se extienden a la mediana minería que se desarrolla a lo largo del río Patía mediante planchones, dragas y dragones, actividad que genera graves afectaciones medioambientales, tal como lo advierte la Alerta Temprana 082-18: “Dichas prácticas indebidas a la fecha han generado un importante daño ambiental y efectos en la población civil como la propagación de vectores, fuertes epidemias de fiebre amarilla y la generación de accidentes”.
Los accidentes, según el SAT de la Defensoría, se debe a la “presencia de planchones denominados ‘Inversiones del Patía’ y a la fuerte intervención realizada por maquinaria pesada de propiedad de una persona presuntamente reconocida con el alias de ‘Chirapo’”. En 2016, por ejemplo, se registraron dos accidentes de lanchas que colisionaron contra planchones o contra la tierra depositada sin ningún control por las dragas y retroexcavadoras que están inundando las riberas.
La explotación minera, según reseñó el SAT de la Defensoría en su Alerta Temprana, “cuenta con el ‘aval’ de los grupos armados quienes se benefician del pago de prebendas a cambio de permitir la explotación y garantizar la seguridad de administradores, operarios y comercializadores”.
Quienes se han enfrentado a los mineros terminaron siendo amenazados por los grupos armados. “Propietarios y administradores de la maquinaria han amenazado a integrantes de Copdiconc, diciéndoles que si algo llega a perturbar el normal desarrollo de su actividad ilegal, ellos deberán asumir las consecuencias”, advierte el SAT.
Esa tensión ha elevado el nivel de riesgo de los integrantes de Copdiconc. Actualmente, las nueve personas que integran su Junta Directiva cuentan con férreos esquemas de seguridad debido a la seriedad de las amenazas de muerte recibidas por cada uno de ellos. Pese a la situación, sus integrantes no dejan de visitar el territorio colectivo y sus comunidades.
“Vivimos en medio de todas las dificultades, de todas las carencias, en medio de tanta inseguridad. Y sin embargo la gente vive feliz en el territorio. La gente siente que vive en el lugar más bello del mundo. Llegas y ves a la gente con una sonrisa amplia que uno se pregunta: ¿de dónde saca fuerzas? Y es por ellos que seguimos en la lucha”, afirma María Antonia Amaya, presidenta de Copdiconc.
* Nombre cambiado por razones de seguridad.
Este artículo se hizo con el apoyo en terreno del Programa Somos Defensores.