A través de la toma del yajé y de sus deliberaciones en comunidad, comprendí el sentido de hermandad del pueblo indígena Siona, que resiste en su territorio ancestral de la frontera colombo-ecuatoriana el implacable avance de la guerra, de los mercenarios de la hoja de coca y de las empresas petroleras en Putumayo.
La ceremonia de curación había terminado. Sentado en el piso, en una de las esquinas de la casa, de espaldas a la pared adornada con el imponente tigre rojo que emergía del centro del universo, se encontraba el Taita Pablo, hombre de brazos y piernas largas, cabello plateado, piel marrón, semblante recio. Un tímido rayo de sol iluminaba su rostro. Todos los presentes estábamos listos para partir: habíamos recogido nuestras pertenencias, desmontado y doblado las hamacas, guardado las mantas, cerrados los morrales, calzado nuestras botas de caucho. Pero antes de que emprendiéramos el viaje de regreso al resguardo, Taita Pablo llamó a los miembros de la Guardia Indígena.
Todos respondieron al llamado de inmediato. Se pararon de pie junto a él, formando un improvisado círculo. “Jóvenes, ¿qué está pasando?”, les preguntó en tono seco, como cuando un padre interpela a sus hijos. “Necesitamos estar fuertes, ustedes que han recorrido el territorio, que han dejado solos sus hogares por tanto tiempo, sus esposas, sus hijos, saben cómo están las cosas y por eso no podemos permitirnos la pereza o la duda. Los mayores me llamaron la atención por lo que está pasando. Ellos, desde donde están, no nos están viendo fuertes, como debemos estarlo. Debemos estar con nuestro gobernador, apoyar sus decisiones”. Ningún miembro de la Guardia protestó. No hubo ningún intento por contradecir, reprochar o justificar las aseveraciones del Taita. Todos asintieron en silencio.
Para los Siona, el pueblo indígena con el que llevaba 24 horas compartiendo, el Taita es una autoridad espiritual que infunde respeto y su palabra es apreciada y valorada. Igual sucede con los mayores y las abuelas (mamitas), ellos son los depositarios de la sabiduría y de la espiritualidad necesaria para guiar a su comunidad. Por ello, su muerte supone una gran pérdida para todos. En lo que va de este año han fallecido un taita y dos mayores. Taita Pablo les recalcaba eso a los miembros de la Guardia Indígena. Les dijo que durante la toma de “medicina” se había conectado con ellos, que el mensaje de fortaleza y unidad que les transmitía provenía de ellos.
Creo que fue ahí cuando comencé a entender porque los Siona llaman al yajé “remedio” y la importante función espiritual que cumple en sus vidas. Lo cierto es que allí, viendo a Taita Pablo hablar con los jóvenes que conformaban la Guardia, agradecí a la vida haber conocido la “medicina” de sus manos y participado en la ceremonia de armonización que acababa de llevarse a cabo y, que a su vez, sirvió de colofón de una intensa Asamblea que tuve la oportunidad de presenciar el día anterior y donde conocí el sentido de hermandad de un pueblo indígena que resiste el implacable avance de la guerra, de los mercenarios de la hoja de coca y de los petroleros en su territorio.
En Asamblea
Para llegar al resguardo Buenavista del pueblo Siona tuvimos que abordar un taxi en Puerto Asís, Putumayo, la madrugada de un jueves de junio. Este se internó por una carretera aún sin pavimentar, barrienta en invierno y polvorienta en verano, que se abre paso por un bosque espeso, húmedo y neblinoso. Una hora después estábamos en la vereda La Rosa, final del trayecto por tierra. Se trata de un pequeño pueblo construido a orillas del río Putumayo, amplio afluente que a su vez sirve de línea divisoria entre Colombia y Ecuador. Allí abordamos una aragüana, como suelen llamar en esas tierras a los botes con motor, que remontó el cauce del río por poco más de 45 minutos.
Era mi primera vez en tierras de lo que llaman la Amazonía colombiana. No así para mis compañeras de viaje, una abogada y una antropóloga, curtidas en eso de apiñárselas bien en cualquier rincón del fin del mundo. Era, también, la primera vez que visitaba una comunidad indígena de la cual poco o nada sabía. Una de mis tareas era documentar las vicisitudes que aquejan a los Siona, uno de los 36 pueblos indígenas en peligro de exterminio físico y cultural por causas relacionadas con el conflicto armado, según lo determinó la Corte Constitucional en un documento que se conoce como Auto 004 de 2009. También, entender el litigio jurídico que ellos emprendieron hace poco más de dos años y que actualmente cursa trámite ante un juez de restitución de tierras de Mocoa.
Iba a contar con un escenario excepcional para mis fines: la Asamblea, un espacio donde se conjuga lo sagrado con lo político, donde el pueblo resuelve sus asuntos internos y discuten cómo enfrentar las amenazas externas. Después de mi arribo, comenzaron a llegar nativos en sus aragüanas provenientes de todos los rincones del Bajo Putumayo. Todos se congregaron en el amplio salón techado con tejas de zinc y construido sobre la explanada que da al río. En el centro se encontraba una mesa en la que se sentó quien presidió la Asamblea, en este caso, la autoridad política del resguardo: el Gobernador. A su derecha estaban los mayores, atentos en sus puestos. A su izquierda se encontraban las abuelas. La apertura de la Asamblea corrió por cuenta de una mujer integrante de la Guardia Indígena, quien pidió a los asistentes que la acompañaran en su oración, en la que pidió a Dios orientación y sabiduría.
Cinco puntos conformaban la agenda de trabajo de la Asamblea y cada uno de ellos guardaba relación, directa o indirecta, con tres asuntos fundamentales: la pervivencia de la guerra en un territorio donde el Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y la antigua guerrilla de las Farc sólo fue un calmante a la contaminación auditiva producida por el exceso de plomo; los reiterados incumplimientos de ese mismo Estado que, asegura, no contar con los recursos económicos, logísticos y humos para garantizarles sus derechos fundamentales; y la (muy) tensa relación de la comunidad indígena con la empresa petrolera Amerisur que, desde 2012, extrae barriles y barriles de crudo de nueve yacimientos ubicados en las goteras de territorio sagrado y ancestral de los Siona.
La Asamblea avanzaba conforme el Gobernador informaba el resultado de gestiones recientes: que después de tocar muchas puertas por fin les darán eso que llaman: “medidas colectivas e individuales de protección”; que hay entidades que quieren documentar la historia de su pueblo como medida para preservar su memoria; que, al parecer, el gobierno nacional ahora sí les va a prestar atención a sus denuncias sobre la contaminación de los ríos en el Medio y Bajo Putumayo por cuenta del oro negro. Según los Siona, desde la llegada de una empresa petrolera muchas cosas han cambiado en su territorio. Dicen que los niveles de contaminación del río han aumentado considerablemente. Que ya no se puede pescar allí. Mucho menos bañarse en esas aguas. “Tenemos casos de niños que se han bañado en el río y hoy tienen problemas de infecciones en la piel”, me dijo Mario Erazo, quien fuera gobernador del resguardo hasta 2018.
Lo que más lamentan los Siona es que las actividades de la empresa, principalmente las de sísmica, que no es otra cosa que crear temblores de tierra de manera artificial para causar ondas que luego son leídas en instrumentos especiales que ayudan a determinar si hay hidrocarburos en el subsuelo, están perturbando un territorio considerado sagrado para ellos. “Ellos alegan que sus actividades no están al interior del resguardo. Digamos que es verdad. Pero lo que hacen afecta nuestro territorio, nuestros sitios sagrados, contaminan nuestras plantas. Nuestros Taitas no pueden concentrarse en las ceremonias por cuenta del ruido de las máquinas de la petrolera”, decía a viva voz el gobernador durante la Asamblea, mientras en el fondo del salón, Taita Pablo, sentado en su silla, calzando sus botas de caucho, vestido con sus jeans azules, su camisa manga larga blanca de raya azules y su cachucha negra, asentía en silencio las palabras de la autoridad política del resguardo.
Su presencia hubiera pasado desapercibida para mí e, incluso, hubiera pensado que se trataba de cualquier parroquiano más, de no ser porque a mis espaldas, dos miembros de Guardia Indígena señalaban en su dirección y decían en voz baja: “Ahí está Taita Pablo. Creo que él va dirigir la ceremonia de esta noche… mmm, ¡Ay!”. Fue esa misma tarde cuando comprendí que, para el pueblo Siona, el yajé es más que un bebedizo extraído de la savia de una liana, una planta que crece en tierra, trepa por los troncos de los árboles hasta alcanzar sus partes altas, donde se ramifica. Cuando le pregunté a Mario, el exgoberndor, por qué era tan importante el yajé para su pueblo, me dijo: “Esa es nuestra espiritualidad. Eso es lo que nos ha permitido mantenernos fuertes, unidos, enfrentando todas las amenazas que tenemos en nuestra contra. Es nuestra medicina”.
Para los Siona, el yajé les permite conectar los planos de mundos que nos son perceptibles por medio de los sentidos. Despeja dudas, entrega respuestas. “Qué día estuve en una toma con Taita Héctor y salí livianitico. Hasta pude trabajar todo un día y toda una noche sin dormir. ¿Y usted cree que me dio sueño, cansancio, hambre? Nada”, me contó un indígena del resguardo Buenavista.
Sólo los taitas dirigen las ceremonias, “porque son ellos los que pueden hacerlo, porque para eso se preparan. Para ser Taita hay que prepararse desde pequeño. Eso no es como creen algunos que van a tres tomas y creen que ya pueden dirigir una ceremonia”, según me explicó Mario. Este año han fallecido dos taitas. Ambos en tierras muy lejanas. “Vamos a hacer una toma con los hermanos Cofán para ver qué es lo que está pasando”, añade Mario, contándome a renglón seguido que ahora, en Buenavista, quedan cuatro taitas, uno de ellos, Pablo.
“Y ese Taita Pablo sí lo pone a ver a uno el propio Diablo”, me dijo entre risas una pequeña de poco más de 10 años de edad, quien escuchaba atenta nuestra conversación.
– ¿Y tú has tomado medicina? – le pregunté curioso
– Sí, claro, yo he tomado. Esta noche también voy a ir – respondió con la mayor naturalidad.
La Asamblea terminó cuando ya no hubo más luz de día. O por lo menos el momento de rendir informes, preguntar qué acciones tomar frente a la multinacional petrolera; conocer el estado del proceso judicial por restitución de tierras; qué acciones adelantar ante el gobierno nacional para presionar que cumpla con lo que se comprometió en 2009, cuando la Corte Constitucional obligó al Estado colombiano a proteger a los Siona. Ahora, continuaba, quizás, la jornada más importante del día: la ceremonia de armonización.
Una noche oscura
El día fue bastante lluvioso. Llovió desde las 9 de la mañana hasta las 2 de la tarde. Hubo momentos en que el agua golpeó con tal fuerza el techo de zinc que era imposible escuchar a los intervinientes en la Asamblea. Volvió a llover desde las 4 de la tarde hasta pasadas las 8 de la noche. Fue justo después de esa tregua del agua que cruzamos en las aragüanas a la orilla ecuatoriana del río Putumayo, en dirección a la Casa de Curación, el sitio donde se llevaría a cabo la ceremonia. La noche era oscura y fría. Sólo era posible advertir en el lejano horizonte, a estribor de la embarcación, un naranja intenso en forma de bola de fuego que ni la densa neblina lograba ocultar. “Esa es la petrolera sacándole petróleo a la tierra”, me dijo uno de los indígenas con quien iba.
Para llegar a la Casa de Curación tuvimos que caminar poco más de 20 minutos en medio de una manigua espesa y húmeda. Por lo menos 60 personas arribamos allí de los cuales, sólo unos cinco éramos ‘cuyás’ (si acaso se escribe así, en cuyo caso significa, en la lengua de los Siona, hombres blancos). La Casa es una amplia maloca en forma de T invertida, con muros de 1.50 metros, vigas de madera y techos de zinc. Sus paredes, sus vigas y sus pisos están decoradas con serpientes, jaguares, tigres y las más extrañas formas geométricas en toda una vasta gama de colores. Tres velones encendidos eran la única fuente de luz en el lugar. Eso y las linternas de los teléfonos móviles, paradójicamente, para lo único que sirven allí.
Los presentes comenzaron a desempacar sus hamacas. Buscaban pacientemente el lugar indicado para templar las cuerdas, procurando dejarle espacio al vecino. “¿No hubiese sido preferible haberme quedado en el resguardo y haber dicho que no cuando uno de los Siona me preguntó si iba a tomar medicina?”, me repetía mentalmente mientras miraba el techo, cuyo ruido presagiaba una larga lluvia. Sentí que allí, el tiempo corría más despacio. Muchos se echaron a descansar. Opté por quitarme las botas y estirarme en mi colchoneta, a observar con detenimiento lo que cada quien hacía en medio de la penumbra, tratando de adivinar qué seguiría después. Era curioso sentir tanto silencio con el chisporroteo de las gotas de lluvia chocaban con fuerza contra el zinc. De repente recordé las palabras de mi viejo amigo, Luis, habitual tomador de “medicina”: “El yajé te busca a vos, no es al revés. Por algo te enviaron allá”. Sin darme cuenta, me quedé dormido.
No supe cuánto tiempo transcurrió entre ese momento y el instante que un hombre sacudió mi hombro para preguntarme: “¿Va a tomar remedio?”. Le dije que sí sin pensarlo demasiado. “Ya comenzamos”, me dijo y me indicó que hiciera una fila. Al fondo, sentando en el piso, de espaldas a una pared adornada con el imponente tigre rojo que emergía del centro del universo, se encontraba el Taita Pablo. Vestía un atuendo especial, adornado por enormes collares. Sobre su cabeza pendía, colgados de la pared, los cuadros de la Virgen María y la imagen de un indígena Siona. Tenía frente a él una pequeña mesita en la que sobresalía un gran tazón metálico lleno de la bebida aún tibia, una pequeña taza blanca de porcelana de una sola oreja y un pequeño recipiente del que emanaba un olor a plantas aromáticas.
Taita Pablo musitaba palabras en mai coca, la lengua de los Siona de la que, según Mario, sólo quedan 50 personas que pueden hablarla y escucharla. La fila avanzaba a buen ritmo. Procuraba observar qué hacían quienes me antecedían, pero los nervios me lo impidieron. Hasta que llegó mi turno. El ritual era el mismo para todos: recitaba su oración en su lengua, del gran tazón metálico sacaba algo de bebida, la servía en la pequeña taza blanca, la bendecía y la entrega sin mirar a los ojos. “Ya está”, pensé. Recuerdo su sabor amargo. Tanto, que uno de los presentes me regaló un poco de agua. “Ahora a esperar qué pasa. Ojalá tenga algún sentido”.
Tardé un rato en percibir su efecto. De hecho, fue sólo después de sentir la náusea que me obligó a salir de la casa en medio de una pertinaz llovizna a vomitar cuando supe que estaba bajo los efectos del yajé. De allí en adelante comenzó otra historia. Las serpientes, los jaguares y los tigres cobraron vida de repente. Las extrañas formas geométricas se movían en todas las direcciones y las palabras del Taita comenzaron a retumbar con fuerza en todo el lugar. ¡Cuánto hubiera dado por saber qué estaba diciendo! La sensación física de estar completamente mareado, desubicado e impedido era tan potente como el sobresalto de sentir que me hundía en la profundidad de una nada oscura que todo lo llenaba. No era justamente la sensación de “paz y tranquilidad” que esperaba. Decidí quedarme quieto en mi colchoneta. Mirar a mi alrededor y ver que todos parecían estar igual que yo tampoco era algo que me sosegara.
La noche era oscura. El universo, infinito. El tiempo, una quimera. El espacio, surreal. Y mi mente… “por eso, tenemos que estar juntos. Si vamos a tomar una decisión, tenemos que tomarla como comunidad, si vamos a realizar ceremonia de toma de remedio, tenemos que ir todos. Esta noche vamos a realizar toma para armonizar”. ¿Por qué se me grabaron en la memoria las palabras que el gobernador dijo antes de salir a la ceremonia? ¿Por qué recuerdo haberlas visto nítidas, claras, en algún momento de la noche?
La palabra “armonizar” sonaba como un susurro en mi oído. Hablándome al oído también estaban aquellas personas que tienen significado para mí: Lucho, Juan, Ana, Fredy, Luisa, Sandra, Sebas… don Alberto. ¿Fue, acaso, cierto? Algo dentro de mí quiere creer que así. Si no, ¿por qué son tan potentes tales imágenes? Hubo bulla. Hubo música. Una armónica y su melodía relajante. El penetrante olor a incienso. Imágenes y sensaciones de una noche que aún no sé cómo explicar. Ni contar.
A veces creo que el bullicio y la algarabía de esa noche eran parte de mi sueño. O tal vez no. Sólo sé que, sin darme cuenta, la luz del amanecer comenzó a llenar la Casa. A mi lado, un grupo de indígenas tocaban música autóctona que producía una sensación de profundo bienestar. Apenas fue moverme en mi sitio cuando un miembro de la Guardia se me acercó y me dijo: “Ya puede tomar fotos si quiere”. Me sentí aceptado por la comunidad.
“Tú no buscas el yajé. Él te busca a ti”, decía una voz dentro de mí, una voz que no era la mía, la que escucho todos los días cuando hablo, discuto y peleo conmigo mismo. ¿Volveré a repetir semejante experiencia? Aún no sé. Sólo sé que Taita Pablo no quiso abandonar el lugar sin antes dirigirles unas cuantas palabras a los miembros de la Guardia Indígena y que, luego de aquel día, al escuchar ciertas palabras, siento que tienen vida propia, entran por mi epidermis, afectan algo dentro de mí: armonía. Hermandad. Amor. Dedicación. Yajé.