El 52% de la tierra en Colombia le pertenece al 1,5% de los colombianos. A muchos campesinos no les alcanza la vida ni el trabajo para conseguir una parcela. La violencia les ha quitado una y otra vez la tierra. La violencia se repite una y otra vez sobre la misma tierra.
Un par de horas tardó la violencia en obligar a Vidal González a huir de Chigorodó (Urabá) y dejar las tierras que el Incora le había otorgado. Trece años esperó hasta encontrar una entidad del Estado que escuchara su reclamo. 19 años pasaron hasta que logró volver a su tierra. Casi un año tardaron sus vecinos en entender que la violencia armada hizo víctimas y victimarios, con armas y sin ellas, pero que les correspondía a todos entender, conocer diversas verdades y empezar a sanar.
Vidal tiene 58 años, unas manos, piel y andar rústicos que contrastan con su mirada curiosa y el trato suave al conversar. Creció entre San Pedro de Urabá y Cartagena, a donde fue para estudiar la primaria. A los 14 años, tras el divorcio de sus padres, “me tocó hacerme hombrecito”. Regresó a Urabá, trabajó de finca en finca y aprendió de ganadería, madera, agricultura y hasta de barcos.
Cuando tenía 20 años empezó a pagar una pequeña parcela en San Pedro, que recibió cuatro años después y que debió dejar sólo unos meses más tarde tras una fuerte sequía que le hizo perder los cultivos de arroz y maíz. Vidal con su esposa y dos hijos se fueron a Chigorodó, donde estaba uno de sus hermanos mayores y ya lo reconocían por su trabajo.
Carlos Enrique Arango González era dueño de una gran extensión de tierras en la vereda Veracruz de Chigorodó. Planeaba venderle esos terrenos al Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora)para que los repartiera entre los campesinos. Vidal trabajó para Arango y entre ganado y cultivos creció una relación de respeto, apoyo y amistad; por eso en 1983 Arango le prometió a Vidal que lo ayudaría para que lo incluyeran en el listado de los parceleros. Diez años después, en 1993, el Incora finalmente compró los terrenos y un año después, en 1994, a Vidal le adjudicaron la Parcela 2 de Veracruz.
La esquina de todos contra todos
Urabá es la esquina exacta de Suramérica, la une a Centroamérica y conecta naturalmente al océano Pacífico con el Atlántico. Allí se localizan 18 municipios de Antioquia, Chocó y Córdoba. Está lejos de los centros de poder, y no se trata de las seis horas que hay para ir de Apartadó, la ciudad principal de la región, a Medellín, sino de la poca presencia estatal. Todo esto ha convertido a la región en un lugar estratégico para el tráfico de drogas y armas.
Entre las décadas 60 y 70, en Urabá se crearon sindicatos de trabajadores de las empresas de cultivos de banano que habían crecido rápidamente por la zona desde los años 50. Para los años 80, los trabajadores, sólidamente organizados, habían logrado considerables mejoras de sus condiciones laborales y los sindicatos habían llegado a tener alrededor de 18.000 integrantes.
La fuerte organización sindical generó dos respuestas. La primera fue de las guerrillas, que aprovecharon para acercarse e influir la población al infiltrarse entre los trabajadores. La segunda fue de los empresarios y terratenientes que, tras tener ‘pérdidas’ económicas, decidieron apoyar grupos de autodefensas para presionar a las comunidades y defender sus intereses.
En 1988 llegaron a la zona los ‘mochacabezas’ y ‘los tangueros’, como se conocieron a los primeros grupos paramilitares que, aliados con militares, narcotraficantes, empresarios y políticos locales, persiguieron y asesinaron a líderes y simpatizantes de movimientos y partidos de izquierda, especialmente.
En 1991 el Ejército Popular de Liberación (Epl) se desmovilizó con un acuerdo de paz y creó el partido político ‘Esperanza, Paz y Libertad’. Las Farc y las disidencias del Epl atacaron a los ‘esperanzados’ tras calificarlos de traidores aliados de los paramilitares. Para defenderse, los ‘esperanzados’ crearon los ‘Comandos Populares’, que recibieron apoyo paramilitar. En 1992, las autodefensas dirigidas por Fidel Castaño se instalaron en la zona y aumentaron su influencia.
Con los años por allí pasaron altos jefes paramilitares como alias ‘El Alemán’, alias ‘HH’ y los hermanos Castaño, además del general (r) del Ejército Rito Alejo Del Río, acusado de ser aliado de los ‘paras’. En 1996, con la creación de las cooperativas de vigilancia y seguridad privada, conocidas como Convivir, y las medidas adoptadas por el entonces gobernador de Antioquia Álvaro Uribe para recuperar la seguridad de la zona, se generó una ola de enfrentamientos entre las Farc y las autodefensas, apoyadas por sectores del Ejército, lo que generó algunas de las mayores violaciones a los derechos humanos y de los peores escándalos entre las Fuerzas Armadas.
Vidal poco habla de la violencia de esa época. “Es algo que no vale la pena recordar, pero aquí hubo un desastre total”, atina a responder por cortesía. No es claro si evita hablar del tema porque ahora sus problemas son otros o para evitar que los malos recuerdos perturben su calma. “De lo que te podría contar es que aquí no vivía todo el mundo ni el que quería, sino el que podía vivir. Pasó de todo, pero como te digo, ya esto se me sale de las manos”.
¿La tierra o la vida?
El 22 de marzo de 1995, tras años de trabajar en las fincas de la zona y a sólo unos pocos meses de recibir la Parcela 2 en Veracruz, a Vidal lo secuestraron.
Los parceleros se habían reunido en la única casa que había en la zona, la que había construido el primer propietario, Carlos Arango. Con un funcionario de la Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria (Umata) conversaban sobre los criaderos de marranos y gallinas que empezarían. A las 9 y 30 de la mañana “vimos que venía el viaje de gente en bestias y otras a pie”, encapuchados y armados. Al llegar, revolcaron la casa, no sabían qué buscaban ni a qué grupo pertenecían. “Habían tantos grupos de guerrilla en ese entonces”. Y obligaron a los 20 parceleros a irse con ellos para que arriaran 300 reses que habían recogido en una finca vecina. “Aquí nadie se atrevía a decir: no voy a hacer esto, porque tenían problemas, ya usted sabe lo que le podían hacer a uno”, explica Vidal.
Poco a poco, el grupo fue dejando por el camino a los más viejos y a los más débiles. Al final quedaron cinco personas, entre ellos Vidal. Después de unos días los liberaron con varias amenazas. “Yo vi que no quedaba más de otras que irme”.
Al día siguiente de la liberación mataron al funcionario de la Umata. Quince días después, otro de los cinco apareció muerto, “no sabemos por qué”. Al tercero lo mataron en el Magdalena. “Yo me fui a los dos días de que nos soltaron y no supe más”. El último de los cinco, uno de los parceleros más viejos, sigue viviendo en el pueblo. “Sólo él y yo estamos vivos”.
“Me fui solo, con lo del pasaje”, a San Pedro, donde el suegro. La esposa de Vidal se quedó unos días más para cobrar su paga y recoger algunas cosas de los cuatro hijos. “A los diítas que nos fuimos, entraron otros grupos”. Como cuentan varios de los vecinos, en 1995 Chigorodó casi se convierte en un pueblo fantasma, los habitantes vendieron las casas a muy bajos precios. “A los que no pudieron irse, los mataron, esto fue un conflicto grande, grandísimo”.
Masacres y más masacres
En el Eje Bananero, como se conoce a los municipios de Chigorodó, Carepa, Apartadó y Turbo, las cifras sobre los asesinatos varían entre una y otra fuente, pero todos los números son altos. Entre 1990 y 2007 hubo más de 7.500 homicidios, la mitad ocurrieron entre 1994 y 1998. Sólo en 1994 hubo alrededor de 470 muertos y en 1995 la cifra se dobló, de acuerdo con datos de la Policía Nacional. Entre 1991 y 2003 fueron asesinados 632 sindicalistas. Juan Aparicio, investigador de la Universidad de los Andes, registró 2.950 homicidios con fines políticos entre 1995 y 1997. La mayoría de las personas asesinadas estaban entre los 20 y 35 años.
Algunas de las masacres más macabras del país sucedieron en Urabá. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1988 y 2002, hubo 103 masacres en la región, la mayoría en el Eje Bananero. Entre las más tenebrosas estuvo la del barrio La Chinita en Apartadó, el 23 de enero de 1994, cuando las Farc asesinaron a 35 personas. El 12 de agosto de 1995 fue el turno en El Aracatazo, como se llamaba un bar en Chigorodó a donde llegaron los paramilitares para matar a 20 personas.
El Registro Único de la Unidad de Víctimas muestra que en Urabá hay 479.219 víctimas del conflicto armado. La región tiene alrededor de 600.000 habitantes. Los paramilitares se desmovilizaron entre 2003 y 2006 en todo el país. Sin embargo, a mediados de 2006 surgió en esta región un grupo armado ilegal, sucesor del paramilitarismo, que se autonombró como Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Las amenazas, extorsiones y asesinatos han continuado en menor medida, el tráfico de drogas va en aumento y se han sumado la prostitución infantil y el tráfico de personas.
Según la Universidad de los Andes, 32.000 personas fueron desplazadas, es decir el 5 por ciento de la población. Entre los ires y venires, la gente fue ocupando la tierra, la fue comprando y apropiando a un ritmo frenético, presionado, legal e ilegalmente, en pequeñas y grandes extensiones. Pasados los años, cuando la violencia disminuyó y los propietarios regresaron a sus fincas, empezó el problema de los segundos y terceros ocupantes.
La vida sin tierra
Dos años después de resistir en San Pedro y con el aviso de que había algo de calma en Chigorodo, en 1997 Vidal regresó para cultivar su tierra: “Cuando volví, la señora María Teresa del Incora me dijo que la parcela se la habían entregado al señor Antonio Aguirre, pero que hablara con él para que me la devolviera”. Aguirre se instaló en la finca en noviembre de 1995, siete meses después de que Vidal huyera tras su secuestro y las amenazas.
Las parcelas estaban solas, casi todos habían vendido. “El señor Antonio me dijo que sí se salía, pero que le pagara las mejoras, una casita y un corralito. Yo no tenía ni para mí y eran como diez millones”. Con esta respuesta, Vidal volvió a buscar ayuda en el Incora y en el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA): “Me sacaron, me dijeron que ya la parcela estaba adjudicada y que yo no volvería a tener derecho a tierras sino hasta dentro de 20 años”.
Antonio Aguirre es un paisa que llegó a Chigorodó desde el departamento del Chocó y durante diez años vivió en la Parcela 2 de Veracruz. En 2007, le vendió la finca a un primo, quien fue asesinado en 2008, por lo tanto la parcela pasó a manos de sus hijos que volvieron a vender. Durante diez años más, hasta 2017, la finca estuvo ocupada por cuidadores.
El Estado queda lejos
En Apartadó no había una sola oficina que pudiese ayudar a Vidal. “No sabía si había oficinas en otra parte y tampoco podía ir hasta Medellín sin saber qué y dónde buscar”. En 2012 abrieron allí una oficina de la Unidad de Restitución de Tierras: “Yo estaba trabajando en Carepa cuando me enteré, ahí mismo fui, expuse el caso, llevé toda la papelería y empezó el proceso”.
En el Incoder, que reemplazó al Incora, no se encontró un documento que registrara la adjudicación de la Parcela 2 a Antonio Aguirre o su esposa, Ana Joaquina Benítez, aunque sí aparecieron en el listado para ser tenidos en cuenta para la adjudicación tras el trámite de caducidad por abandono contra Vidal. El 19 de octubre de 2017, el Juez Tercero Civil Especializado de Tierras de Antioquia ordenó restituirle las tierras a Vidal.
La justicia creyó, ¿y la sociedad?
La Parcela 2 de Veracruz está a tan sólo unos minutos de camino, a pie, de la casa de Vidal. Él y su esposa viven en media hectárea de la Parcela 1 que le vendió el dueño por 600 mil pesos. “Esto no tenía ni camino para entrar”. Durante 19 años, desde que regresaron en 1995, han pasado varias veces a la semana por la que fuese su tierra y que les fue restituida el 5 de diciembre de 2017.
“Había un viaje de gente con unas pancartas. Los abogados los reconocieron de otros procesos, cada vez que entregan, ellos invaden”, así empieza a explicar Vidal el último tropiezo que tuvo en la restitución de su parcela. Los invasores instalaron carpas, bloquearon la entrada y amenazaron a Vidal. Antonio Aguirre regresó con su esposa, que alentaba a los invasores y reclamaba que la Parcela les pertenecía a ellos, pues nunca habían vendido sino que habían arrendado la tierra.
Durante varios meses, Vidal y su familia estuvieron en peligro de pasar frente a la parcela, a uno de sus hijos lo amenazaron con machete. Se enteraron que los invasores tenían planes de quemar su casa y golpearlos por el camino. “Un viernes santo me vinieron a buscar para una carrera en la moto. Cuando íbamos en camino, el muchacho me dijo: a usted lo van a matar”, así cuenta Vidal quizás uno de los momentos más tensos tras la restitución de la Parcela 2. “Si Dios permite, porque el diablo hace si Dios se lo permite”, le respondió al hombre que estaba confesando la tarea que tenía a cargo.
“Llegamos al pueblo y me invitó a tomar tinto, llorando me dijo todo lo que iba a hacer. Me seguía en el pueblo, pero que nunca pudo hacer nada. Él fue guerrillero y paramilitar, nunca había perdonado a alguien”, recuerda Vidal, un cristiano con una fe sorprendente y un positivismo contagioso. “Ese mismo día le contó todo a la mamá, que también es cristiana. Ahora es mi amigo y yo voy a la casa de su mamá. Yo les cuento a las personas y no me creen”.
La Policía y el Ejército desalojaron varias veces a los invasores, quienes finalmente se marcharon cuando alambraron la Parcela 2 y la Unidad de Restitución de Tierras instaló una valla en la que aclara que el predio le pertenece a Vidal. Los invasores aún siguen en la vereda. “Ahora son mis amigos, mis vecinos”. Antonio Aguirre y su esposa viven en el pueblo. “La gente cree lo que ve cerquita, por eso hay que contar y contar la verdad para recuperar la tierra y que no se repita el conflicto”.
* Imagen de apertura: retrato realizado por Mario Esteban Villa Vélez, maestro en Artes Plásticas de la Universidad Nacional.