Colombia es uno de los países más golpeados por ese flagelo. Por lo general, la mayoría de los casos son cometidos por agentes estatales y grupos armados ilegales contra civiles; sin embargo, cientos de familias de soldados y policías, sufren, en silencio e invisibilizadas, la agonía de no saber qué pasó con sus seres queridos, y cuestionan a la JEP.

El 2 de noviembre de 1992, José Vicente Rojas Rincón, sargento segundo del Ejército Nacional, se levantó temprano, se vistió con una camiseta rosada, una pantalón corto y tenis negros. A las cuatro de la mañana salió de la casa y su familia nunca más lo volvió a ver. El suboficial se dirigía a la base militar de Mutatá, Antioquia, cuando miembros de las Farc lo hicieron bajar del bus intermunicipal en el que se transportaba.

Al siguiente día, un soldado golpeó en la puerta de la familia Rojas y preguntó por él, pero luego el coronel Álvaro Plata Pinilla les dio una noticia que no esperaban. “Me dijo que mi esposo había sido secuestrado en un retén que hicieron las Farc, y que lo bajaron porque parece ser que a él ya lo tenían fichado”, recuerda Olga Esperanza Rojas, cónyuge del sargento Rojas.

Olga no supo nada más hasta que un año después las autoridades le informaron que su esposo se había escapado, pero que las Farc lo volvieron a retener. Durante dos años, Olga vivió en el batallón con la ilusión de volver a ver a su marido, pero la incertidumbre y el desespero la motivaron a instalarse en Bogotá a finales de 1995. 

Desde entonces han pasado 27 años y tan sólo ha recibido algunos datos a cuentagotas. La información más reciente la recibió el 26 de mayo de 2014, durante una audiencia ante la sala  Justicia y Paz en Medellín, en donde Elda Neyis Mosquera, alias ‘Karina’, exjefa del Frente 47 de las Farc y otros desmovilizados de la antigua guerrilla, confesaron que el sargento Rojas fue secuestrado por los frentes 5 y 34. Sin embargo, no tenían información sobre su suerte o paradero. 

Desde mediados de la década de los años ochenta, y hasta los primeros años del 2000, las Farc realizaron operaciones conocidas como ‘pescas milagrosas’. Se caracterizaron por el montaje de retenes ilegales en las carreteras que tenían poca vigilancia para secuestrar civiles y cobrar grandes sumas de dinero por su liberación.

En esas ‘redes’ también cayeron integrantes de la Fuerza Pública. “Para ellos era de vital importancia secuestrar y desaparecer militares porque ascendían a un cargo superior dentro de la misma estructura. Ellos lo han confesado y yo me baso en lo que he escuchado en las audiencias”, comenta Olga.

La desaparición forzada se caracteriza por la privación de la libertad de una persona en contra de su voluntad. El victimario se esfuerza por no dejar ningún tipo de huellas de la víctima, con lo que pretende borrar por completo la identidad de la víctima hasta invisibilizar su existencia. Está catalogado como crimen de lesa humanidad e implica doble tortura: física, que se le impone directamente a la víctima y psicológica, que se ejerce en sus seres queridos. En Colombia se tipificó como delito con la Ley 589 de 2000.

La Fuerza Pública está integrada por las uerzas Militares (Ejército, Fuerza Aérea y Armada) y la Policía Nacional, y cuando son asignados a operaciones enfrentan la incertidumbre de quedar vivos o muertos, y sus familias viven en constante vacío y sufrimiento.

En Colombia, la desaparición forzada de uniformados fue parte del repertorio de la guerra y usada como arma. Así lo refiere Antonio José Ochoa, magister en Derechos Humanos y Democratización, y profesor universitario: “No los matan porque los militares están preparados para morir. Cuando se llevan a un militar y lo desaparecen, pues lo que buscan es causar un temor en sus compañeros: ‘Mire que al sargento tal, al cabo tal y al general tal, lo desaparecieron’”.

De acuerdo con el Observatorio de Memoria y Conflicto (OMC) del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), entre 1958 y 2015, fueron desaparecidos 658 miembros de la Fuerza Pública. Los departamentos que más casos registran son Antioquia, Meta, Putumayo, Cauca y Guaviare. Del total, se desconoce de dónde fueron sustraídos dos uniformados. 

Configuración del delito

El 24 de junio de 1999, John Gebel Mahecha Rivera salió de Planadas, Tolima, en un bus intermunicipal a una cita médica. Su familia lo volvió a ver por última vez el 9 de julio, a través de un video emitido en noticieros, que informaron que fue interceptado y trasladado a San Vicente del Caguán por Fabián Ramírez, entonces segundo jefe del Bloque Sur de las Farc.

En la pieza audiovisual, Ramírez afirma que Mahecha fue capturado por realizar inteligencia para el Ejército con el objetivo de atentar contra las Farc y obstruir los diálogos de paz con el entonces presidente Andrés Pastrana (1998-2002). No obstante, 10 años atrás, Mahecha había sido retirado de la institución castrense por tener problemas psiquiátricos. 

“Le dieron de baja como enfermo mental y le hicieron firmar como cabo primero del Ejército, pero la realidad es que sólo prestó servicio militar en el batallón Cisneros en Armenia, Quindío. Es más, no lo pudo terminar porque allá lo enfermaron”, afirma Merly Mahecha, hermana del desaparecido. 

La familia sostiene que el Ejército nunca desmintió que él ya no pertenecía a esa institución y que jamás recibieron ayuda para encontrarlo. Hoy, 23 años después, aún no comprenden por qué las Farc lo secuestraron y desaparecieron. También cuestionan, y les duele, el silencio de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, pues las cartas que les enviaron a los exmandatarios Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, nunca recibieron respuesta.

“Nos sentimos discriminados porque la Dirección de Fiscalía Nacional Especializada de Justicia Transicional tenía el caso y lo archivaron en 2006. La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) tiene los documentos de mi hermano y nunca nos han llamado. Sólo hemos recibido atención de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), que no nos ha dejado perder la esperanza, pero tampoco tenemos respuestas de la desaparición de mi hermano”, lamenta Narly, una de las hermanas del cabo Mahecha.

En Colombia, el Código Penal, en su artículo 165, establece que la desaparición forzada consiste en privar de su libertad a una persona, seguida de su ocultamiento y de la negativa a reconocer dicha privación o de dar información sobre su paradero.

“Sobre este aspecto, el detonante principal es el conflicto armado y afecta una serie de derechos de protección como la vida, la libertad, la familia, el trabajo, el derecho de autodeterminación, entre otros”, dice Beatriz Cuervo, abogada litigante en justicia transicional.

Según el CNMH, los años en los que más ocurrieron desapariciones forzadas de miembros de la fuerza pública son 1998 (47 desaparecidos), 2000 (45 desaparecidos), 2001 (40 desaparecidos), 2002 (63 desaparecidos) y 2005 (42 desaparecidos). 

De los 658 uniformados desaparecidos en casi 60 años, la mayoría pertenecen al Ejército Nacional y la Policía Nacional. 

Reconocimiento como víctimas

El 30 de septiembre de 2011, Luis Alberto García Calibío se comunicó con su familia desde el Batallón de Infantería Marina 4 de Corozal, Sucre, para avisar que a las 6:30 de la tarde estaría rumbo a su casa en Cali. Sonia Calibío, mamá de Luis, recuerda que el jóven, de 27 años de edad, se subió al bus a las 9 de la noche. y estaría llegando entre la 1 y las 2 de la mañana del 2 de octubre. En su casa familiares y amigos lo estuvieron esperando para darle la bienvenida y celebrar su cumpleaños por adelantado, pero nunca llegó. 

“A los días me llamó el mayor Ayala y me dijo que mi hijo era un marihuanero empedernido y que estaría en Magangué o Cartagena metiendo vicio”, afirma Sonia, quien estuvo de pueblo en pueblo buscándolo por sus propios medios y nunca lo encontró. Meses después, la Armada Nacional le envió unas cartas donde sentenciaba que Luis era desertor y se tenía que presentar. 

“Al año me mandaron otra donde me decían que el pasado 18 de junio de 2011 dieron de alta a 100 jóvenes que no eran aptos para el servicio, entre esos mi hijo, pero él había jurado bandera el 12 de agosto de 2011. Mi pregunta es: ¿por qué si le dieron de alta a mi hijo, juró bandera meses después? Yo estuve ahí”, comenta Sonia. 

Antes de que Luis prestara servicio en la Armada Nacional, fue rechazado ocho veces en el Ejército Nacional. “Nunca lo aceptaron porque mi hijo psicológicamente no era apto para el servicio, él nació sietemesino y a los 16 años se le reventó el oído izquierdo. Además, él sólo estudió hasta quinto de primaria porque su condición mental lo hacía un niño adulto. No entiendo por qué la Armada Nacional lo aceptó así y con esa edad”, cuestiona Sonia. 

Han pasado casi 11 años y la familia de Luis no ha obtenido respuestas sobre su paradero. “Yo estoy acreditada como víctima de desaparición forzada, pero este año me mandaron una carta donde dice que debo tener 72 años para reclamar la ayuda de víctimas del gobierno. O sea, yo puedo morir y resucitar y nunca me van a ayudar”, asegura la madre de Luis. 

La desaparición forzada es un crimen que sume a los familiares de las víctimas en un estado de zozobra permanente.

Uno de los primeros antecedentes legales para el reconocimiento de militares y policías como víctimas del conflicto armado colombiano fue la Sentencia de la Corte Constitucional 456 de 1997, al establecer que “los miembros de la Fuerza Pública, no sobra recordarlo, no agotan como servidores públicos su dimensión existencial. Ante todo, se trata de personas, y, como tales, salvo los derechos que la Constitución expresamente no les otorga, gozan de los restantes”.

No obstante, entre 1997 y 2010, el Congreso de la República aprobó leyes que le dieron reconocimiento específicamente a víctimas civiles, pero las víctimas de la Fuerza Pública no fueron tenidas en cuenta. 

“Cuando uno empieza a buscar a miembros de la Fuerza Pública que son víctimas, pues es muy compleja la tarea porque como históricamente les han dicho que no son víctimas, entonces ellos ni siquiera se autoreconocen como víctimas”, sostiene Antonio José Ochoa. 

Sin embargo, la Ley 975 de 2005, conocida como Ley de Justicia y Paz, en su artículo 5, considerara como víctimas a “los miembros de la fuerza pública que hayan sufrido lesiones transitorias o permanentes que ocasionen algún tipo de discapacidad física, psíquica y/o sensorial (visual o auditiva), o menoscabo de sus derechos fundamentales, como consecuencia de las acciones de algún miembro de los grupos armados organizados al margen de la ley”.

La Ley 1448 de 2011, conocida como Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, reconoce como víctima a quien “haya sufrido un daño ocasionado por la comisión de infracciones graves a los derechos humanos o al Derecho Internacional Humanitario, siempre que se trate de hechos sucedidos a partir del 1 de enero de 1985, al igual que sus respectivos cónyuges, compañeros o compañeras permanentes, familiar en primer grado de consanguinidad, cuando a la víctima directa se le hubiera dado muerte o estuviera desaparecida”.

Ochoa afirma que “esta ley tiene un fenómeno bien particular porque es la ley actual de reparación a víctimas y aunque reconoce a militares y policías como víctimas, no les da el derecho a la reparación integral”.

Para Olga Esperanza Rojas, quien este año cumplirá tres décadas sin tener noticias de su cónyuge, las leyes aún no han funcionado para la desaparición forzada y tampoco para visibilizar el daño que ha dejado este fenómeno en familias de militares y policías víctimas. “Por ser miembros de la Fuerza Pública hemos sido revictimizados y no hay ni una sola familia que diga: ‘Lo enterré o lo encontré vivo’. Es como si para el Estado la desaparición forzada no existiera en Colombia y especialmente en la Fuerza Pública”, recrimina con indignación.  

Subregistros

Encuentro de familiares de miembros de la Fuerza Pública desaparecidos. Foto: archivo particular.

La dificultad en el acceso a la justicia y las barreras legales para reconocerse como víctimas han imposibilitado que las cifras oficiales reflejen la realidad de la desaparición forzada de los miembros de la Fuerza Pública. Esto ha generado que las víctimas no denuncien, lo que genera un gran subregistro; es decir, las cifras registradas son menores que los casos ocurridos. 

“No se manejan cifras exactas y no hay un registro único. Hay una cantidad de información que no coincide con lo que uno observa entre las entidades o instituciones”, afirma Luis Gonzalo Lozano, abogado penalista.

La Unidad para las Víctimas se encarga de la oficialización de las cifras a través de la Subdirección Red Nacional de Información (RNI) que hace parte de la Dirección de Registro y Gestión de Información. Sin embargo, cuando se consulta el Registro Único de Víctimas (RUV), sólo se puede filtrar por departamento, municipio, género, pertenencia étnica, edad, discapacidad y hecho victimizante, pero no por Fuerza Pública. 

“Realmente las cifras que están ahí no son del todo ciertas porque con esa barrera y esa discriminación pues ese registro es una mentira”, explica Ochoa. Además, sostiene que “hoy el subregistro que se maneja es de más o menos 330.000 policías y militares víctimas, y si fuéramos a las bases de datos de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional, seguramente podrían ser más”.

Por lo tanto, los registros disponibles en esta institución dan una claridad parcial no solo de las cifras, sino también de las zonas donde se concentró esta práctica porque se presentan como un consolidado general de las víctimas de desaparición forzada. 

Actualmente, con la puesta en marcha de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), los aportes para el esclarecimiento de este crimen de lesa humanidad han sido mínimos. “Hasta ahora no se ha encontrado ningún cuerpo de los desaparecidos. Yo creo que hace falta más compromiso por parte de los comparecientes, o sea, la JEP funciona en la medida en que los comparecientes quieran que funcione”, sentencia Ochoa.