En junio de 1988, 14 mineros de esta vereda de San Rafael, oriente de Antioquia, fueron retenidos y posteriormente sus cuerpos descuartizados. Sus partes fueron arrojados a las aguas del río Nare. Sus familiares regresaron 28 años después a rendirles homenaje y reclamar justicia.
Sin pensarlo dos veces, Marta Gutiérrez emprendió el viaje que la llevó al lugar donde 27 años atrás fue retenido y luego desaparecido forzosamente su hijo, Jhon Mario Giraldo. Fue la segunda vez en toda su vida que pisaba las tierras de El Topacio, una vereda de San Rafael, oriente de Antioquia, donde alguna vez la sevicia y la infamia se confabularon para cometer un crimen tan atroz, que su recuerdo aún hoy genera consternación entre sus pobladores.
Marta no viajó sola. A su lado estaba Carlos, uno de los tres hijos que le sobreviven, quien para el momento de los hechos tenía tan solo tres años de edad. También estaba Olimpo Daza, que ese trágico día también perdió a su hermano Oscar y a su primo Diofanor. El transporte estuvo a cargo de Álvaro Arango, hijo de Alejo Arango, recordado dirigente de la Unión Patriótica (UP) en San Rafael, desaparecido en extrañas circunstancias tan solo tres meses antes de los hechos que marcaron para siempre la vida de Marta, Olimpo y otras 14 familias sanrafaelitas.
El suceso también impactó la vida de todo San Rafael. No en vano, pocos en este pueblo hablan abierta y tranquilamente de lo ocurrido entre el 12 y el 14 de junio de 1988 en la vereda El Topacio; de la dantesca imagen que dejaron restos humanos flotando en las aguas del río Nare; de la responsabilidad del Ejército Nacional; de la violenta persecución contra los miembros de la UP; de cómo guerrilleros y paramilitares convirtieron esta tierra en zona de guerra.
Olimpo, por ejemplo, decidió no hablar de lo ocurrido ni volver por allá luego de ese día que tuvo que viajar a El Topacio para recoger de las orillas del río Nare brazos, piernas, manos y troncos humanos como si fueran restos de ganado. Álvaro también llevaba sus años sin ir a San Rafael. Bastó ser hijo de su padre y una fuerte amistad con líderes de la UP para tener que dejar su terruño finalizando los años ochenta. Y no regresó. Se instaló en un municipio vecino y solo viaja ocasionalmente para visitar a sus seres más allegados.
Por ello, el espontáneo encuentro que tuvo lugar la mañana del pasado 30 de julio en el sitio donde por última vieron con vida a John Mario, Oscar y Diofanor y donde ahora se erige un monumento en honor a las víctimas, sirvió para remover heridas que aún no cicatrizan, honrar la memoria de seres queridos, aclarar eventos del pasado y exigir, con el coraje que la guerra diezmó dos décadas atrás, justicia, verdad y reparación.
Un pueblo convulsionado
En total, fueron 14 los mineros retenidos, posteriormente desaparecidos y luego descuartizados por el comando armado que ingresó a las minas San Javier y Los Encenillos, ambas en la vereda El Topacio, durante el domingo 12 y el martes 14 de junio de 1988. Sin embargo, en el monolito construido junto a la cruz solo figuran trece nombres. Fue Olimpo quien advirtió el hecho cuando dijo: “aquí falta el nombre de mi hermano, Óscar Daza”, pero al instante recibió como respuesta de un lugareño: “siempre pensamos que las víctimas eran trece”.
“Es que aquí nunca se hablaba de eso. Solo hasta ahora es que la gente se está atreviendo a contar todo lo que nos pasó. Por eso es que ni siquiera era claro cuántas fueron las víctimas”, agregó Álvaro. No se trató de un silencio indiferente. Para esos años, según recuerda, la violencia se pavoneaba en San Rafael con descarada impunidad. “Mataban alguien en la mañana. Y uno veía al asesino, lo identificaba. Por la tarde, esa misma persona estaba en el parque cómo si nada, hablando con la Policía, el Ejército. ¿Quién decía algo pues?”.
Eran momentos en que en todos los rincones del país caían asesinados por montones dirigentes sindicales, simpatizantes de izquierda y miembros de la UP por simple sospecha de ser guerrilleros. San Rafael no fue la excepción. Sin embargo, en esta localidad, la violencia política tenía un complejo antecedente adicional: la construcción de las centrales hidroeléctricas que circundan el Oriente antioqueño.
Según lo reseñó el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en su informe Memorias de una masacre olvidada, para la década de los setenta el Oriente antioqueño era un verdadero hervidero humano: la construcción de las centrales hidroeléctricas atrajo miles de trabajadores; los pueblos comenzaron a crecer y los modos de vida se transformaron profundamente. Asimismo, se iniciaron los arduos reclamos y las intensas movilizaciones de una población que se sentía atropellada. Fueron emergiendo líderes de fuerzas políticas alternas a los tradicionales partidos Liberal y Conservador.
Como si fuera poco, iniciando los años ochenta llegó a la región el Frente 9 de las Farc, que se instaló en veredas como El Topacio para fortalecerse militar y políticamente. Fue en este ambiente, caracterizado por un conflicto armado que amenazaba con agudizarse, donde emergían los movimientos de izquierda y el descontento social iba en ascenso. Fue así cómo Alejo Arango, Froylan Arango y Rosa Margarita Daza, integrantes de la UP, empezaron a trabajar “manga por hombro” con las comunidades sanfaelitas.
“Mi papá era un soñador. Él decía que se le podía garantizar trabajo a mucha gente, pero que había que organizarlos, trabajar en la legalización de la minería de oro de San Rafael”, relató Álvaro. En Efecto, con la ayuda de Froylan y Rosa Margarita, Alejo creó, en 1987, la Sociedad Minera El Topacio, mediante la cual buscaba congregar, carnetizar y legalizar a todos los mineros de la cuenca del río Nare afectados por la construcción del embalse San Lorenzo.
Tarea bastante peligrosa si se tiene en cuenta que, para aquel entonces, en El Topacio y otras veredas mineras, las Farc cobraban onerosas extorsiones, controlaban con dureza la actividad extractiva y protegían con fiereza militar un territorio que consideraban vital para sus intereses. Mientras que en el casco urbano no pasaba día sin que un miembro de la UP fuera asesinado o, en el mejor de los casos, fuera acusado por las autoridades militares como auxiliador de la guerrilla.
Alejo no fue la excepción. Los militares lo vincularon tanto con la subversión que el 13 de febrero de 1988 fue detenido por miembros del Ejército Nacional quienes lo condujeron a las instalaciones del Batallón Bárbula de Puerto Boyacá, acusado de extorsión.
Pero ni el Ejército Nacional ni las autoridades civiles de la época, han podido explicar lo que ocurrió después de aquella detención. “Mi papá es trasladado nuevamente a la cárcel de San Rafael el 16 de febrero de 1988. Para esos días el pueblo estaba militarizado y había toque de queda. Entonces, a todos los presos los trasladan, menos a mi papá, que queda solo. El 4 de marzo entró un comando armado y se lo llevó. Los guardias dijeron que fue la guerrilla que entró a rescatarlo”, contó Álvaro, quien no deja de sorprenderse por lo extraño de algunos detalles.
“En su celda habían pintas que decían ‘las far’. ¿Fue realmente la guerrilla? ¿Cómo puede un comando de las Farc rescatar a un preso que estaba altamente custodiado por el Ejército, en un pueblo militarizado y en toque de queda? ¿Por qué trasladaron a todos los reclusos, menos a él?”. Nadie ha podido responderle estas preguntas a Álvaro, tampoco donde está su padre, cuyo paradero es incierto hasta el día de hoy.
Cuatro meses antes de la desaparición de Alejo, los sanrafaelitas vieron caer a Froylan Arango. Su asesinato se produjo el 28 de noviembre de 1987 en pleno casco urbano de la localidad. Meses después, el 24 abril de 1988, fue acribillada en pleno parque de San Rafael la compañera de luchas de los Arango y en aquel momento concejal municipal: Rosa Margarita Daza.
Un acto de sevicia
El mismo día que Marta Gutiérrez llegó a San Rafael proveniente de Puerto Berrío, Magdalena Medio antioqueño, se registró un intenso combate entre la guerrilla de las Farc y tropas del Ejército Nacional al mando del capitán Carlos Enrique Martínez Orozco, comandante de la base militar destacada en este municipio. Se trató del enfrentamiento que tuvo lugar el 9 de junio de 1988 en el sitio La Clara de la vereda Santa Isabel de San Roque, cercana a la vereda El Topacio, que dejó como saldo un subteniente del Ejército abatido por los guerrilleros.
Del hecho Marta se enteraría semanas después, cuando la gente del pueblo comenzó a relacionar la muerte del oficial con la desaparición de su hijo. Tal como ella lo recordó, su visita a San Rafael obedeció a que “tenía que realizar una diligencia relacionada con una herencia que nos había dejado mi mamá”. Había viajado con Jhon Mario, su hijo de 15 años, quien ya anhelaba emprender la aventura de buscar oro en las caudalosas aguas del río Nare.
“Él me decía que lo dejara ir a las minas, que él quería conocer cómo se sacaba el oro, cómo era todo ese proceso”, recuerda Marta. Pese a las noticias que llegaban del “monte” sobre la presencia de la guerrilla y los combates con el Ejército, ella confió en la experiencia minera y el conocimiento de la región de un allegado a la familia, Juan Evangelista Mora, quien lo llevó a El Topacio esa fatídica mañana del 12 de junio.
Tal como lo documentó el CNMH, la noche de ese 12 de junio un comando armado vistiendo prendas camufladas irrumpió en la vereda. Primero, ingresaron en la vivienda de la familia Buriticá Rincón, llevándose a la fuerza a dos jóvenes de esa familia a quienes señalaron de guerrilleros. Luego, llegaron a la casa de los Buriticá Parra, de donde también se llevaron amarrado al padre de familia.
El comando armado continuó su marcha hasta la cooperativa de la acción comunal de la vereda. Allí golpearon y amenazaron de muerte a su administrador. Finalmente, el 14 de junio arribaron al campamento minero de Los Encenillos, donde se encontraban Juan Evangelista y Jhon Mario. Ambos fueron retenidos junto a otros ocho mineros. Captores y retenidos partieron con rumbo desconocido. En el camino fue secuestrado otro minero más. Fueron, en total, 14 las personas en ese recorrido.
Solo se salvó la mujer encargada de la alimentación de los mineros en el campamento. Fue ella quien llevó la noticia al pueblo. Días después, ante el desconcierto de las autoridades locales, miembros de la misma comunidad, entre ellos algunos parientes de los retenidos, organizaron una comisión para ir, ocho días después, al sitio de los hechos para constatar un trágico presagio.
“Empezaron a volar muchos gallinazos por la zona. Pensamos: ‘debe haber gente muerta allá”, recordó Olimpo Daza, quien no lo pensó dos veces para viajar hasta El Topacio y buscar noticias de su hermano y su primo. La imagen que vio cuando llegó al sitio se quedó grabada en su memoria como un tatuaje: “en una islita que forma el río en sus orillas había parte de cuerpos humanos: brazos, pies, manos, troncos, ropas rotas. Todo eso flotaba ahí en el agua”.
Los restos encontrados fueron inhumados en varias bóvedas del cementerio de San Rafael. No hubo proceso de identificación. Eran tiempos en que los protocolos forenses eran una quimera. El párroco de la época emitió un acta de defunción masiva. Así, con el dolor entre pecho y espalda, y todas las incertidumbres posibles, los pobladores comenzaron a preguntarse quién habría sido capaz de tanta sevicia.
Para la gran mayoría, había un solo responsable: “dijeron que fue el Ejército. Aquí ya había antecedentes de atropellos de los militares. Que el Ejército hizo eso porque los mineros eran cercanos a don Alejo, el señor de la UP que desaparecieron, que ellos eran de la guerrilla. Y que además, eso fue una retaliación por la muerte de un militar cerca de San Roque”, respondió Marta.
¿Crimen de Estado?
El capitán del Ejército Carlos Enrique Martínez Orozco llegó a la base militar de San Rafael promediando la década de los ochenta, en momentos en que el paisaje del Oriente antioqueño cambiaba drásticamente por cuenta de la construcción de las centraleshidroeléctricas.
Fue uno de los tantos militares colombianos formados bajo la doctrina del “enemigo interno” que impartió en Estados Unidos la famosa Escuela de Las Américas durante la década de los setenta. Buena parte de sus servicios lo prestó en el Batallón Bárbula de Puerto Berrío, salpicado por sus nexos con las autodefensas de Henry Pérez.
Desde su llegada al municipio, según lo recuerdan quienes padecieron aquella época, el capitán Martínez Orozco dejó claro que su misión era exterminar toda manifestación de guerrilla, tal como lo había hecho durante sus años de servicio en Puerto Boyacá. Curiosamente, su lucha contrainsurgente se caracterizó por reiteradas denuncias en su contra por maltratos, acusaciones y falsos señalamientos, principalmente por parte de mineros y dirigentes de la UP.
Por ello, cuando varios de los familiares de los mineros desaparecidos y descuartizados instauraron denuncia penal ante las autoridades judiciales, a mediados de junio de 1988, el primer interrogado fue el capitán Martínez. Según consta en expediente judicial, el Juzgado 28 de Instrucción Criminal Ambulante de Medellín ordenó su reclusión preventiva el 7 de septiembre del mismo año por cuanto los testimonios recopilados hasta entonces lo ubicaban en el lugar y justo en los días de los macabros hechos que sacudieron a San Rafael.
No obstante, pese a los testimonios recopilados por los investigadores judiciales que vinculaban al capitán con la masacre, la rigurosa recolección de pruebas técnicas y el intenso debate jurídico, que incluyó enfrentamiento con la justicia penal militar que pedía investigar este caso; situación que fue resuelto a favor de la justicia ordinaria; el Juzgado Cuarto de Orden Público de Medellín profirió sentencia absolutoria contra el capitán Martínez el 17 de agosto de 1990, consignando que los testimonios presentados por la defensa del militar “tienen la virtud de entronizar la duda sobre la responsabilidad penal del sindicado”.
Se trató, a juicio de conocedores, una investigación con visos de irregularidad. “Hubo un proceso, pero que se debe analizar y revisar con lupa, porque se advierten irregularidades. Pero lo cierto es que, según la justicia, este fue un caso juzgado”, advirtió Juan Alberto Gómez, correlator del informe Memorias de una masacre olvidada, del CNMH.
Según pudo establecer el CNMH, el capitán Martínez fue destituido del Ejército Nacional el 28 de abril de 1992 por su presunta negligencia en la persecución de un grupo paramilitar encabezado por el narcotraficante Jaime Eduardo Rueda Rocha, señalado como uno de los autores materiales del crimen del dirigente político Luis Carlos Galán.
Una nueva oportunidad
Cuando las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) culminaron sus desmovilizaciones colectivas en agosto de 2006 y sus miembros comenzaron a ser juzgados bajo la Ley 975 de 2005, conocida como Justicia y Paz, Marta Gutiérrez sintió que tenía una segunda oportunidad para saciar la sed de verdad y justicia que mantiene desde 1988.
Y no es para menos. Tras los hechos de El Topacio, en San Rafael se impuso la ley del silencio. Hablar de lo ocurrido se convirtió en tabú, incluso para los familiares de las víctimas, quienes optaron por aceptar que los huesos depositados a la “topa tolondra” en una bóveda del cementerio de San Rafael, eran los de sus familiares. La decisión judicial que exoneró al capitán Martínez, sindicado como uno de los máximos responsables, terminó por doblegar los pocos alientos de aquellos que clamaban por justicia.
Luego, finalizando la década de los noventa, vino la arremetida paramilitar del Bloque Metro de las Accu, primero; y el Bloque Héroes de Granada de las Auc, después. Así, el recuerdo de los mineros retenidos, desaparecidos y descuartizados presuntamente por miembros del Ejército Nacional terminó sepultado en lo más profundo de la memoria colectiva de los sanrafaelitas.
Menos en el alma de Marta, quien siente que se le clavó una filosa espina en su pecho justo en el momento en que se enteró de la desaparición de su hijo. “La vida me cambió desde ese momento. Tuve problemas con el licor, perdí a mi esposo. Fueron años muy duros que logré superar gracias a mis hijos”, recordó.
De ahí que en 2007, cuando se enteró de que en su pueblo, Puerto Berrío, había una oficina de la Fiscalía de Justicia y Paz, no lo pensó dos veces: “la gente me decía: ‘¿qué se va poner en esas?, mire que de pronto la emprenden contra usted’, pero yo quería que me escucharan. Y me tocó venir a San Rafael a buscar con las víctimas. Nadie quería hablar, pero lentamente las fui convenciendo”.
Su declaración llevó a que la Unidad de Exhumaciones de la Fiscalía de Justicia y Paz se apersonara del caso. En 2010, este despacho trasladó el expediente a la Unidad Nacional contra los delitos de Desaparición Forzada y Desplazamiento Forzado, que actualmente adelanta las labores de identificación de los restos y la reapertura de la investigación penal. Según pudo establecer VerdadAbierta.com, el proceso lo lidera actualmente la Fiscalía 32 del Eje Temático de Desaparición Forzada y la investigación sobre los responsables del hecho, entre ellos antiguos miembros del Ejército, se encuentra en etapa previa.
“Ahora, por lo menos he visto más empeño de las autoridades para que esto no quede en la impunidad, que yo pueda saber si los huesitos que hay enterrados por ahí sí sean los de mi hijo. Por lo menos ya se habla, todavía con temor, pero se habla. Pero lo que sí sería reparación para nosotros es que ese señor Martínez responda por lo que hizo”, sentenció Marta Gutiérrez, quien aún mantiene viva la esperanza de justicia.