En las cárceles hay miles de guerrilleros presos. Sus historias muestran lo intenso que ha sido el conflicto y las vidas que destruye la guerra. Marta Ruiz estuvo, con el Comité Internacional de la Cruz Roja, en dos de ellas. Por Marta Ruiz.
Karina Espinosa es ecuatoriana y en enero de 2010 perdió un brazo en un bombardeo. Ingresó a las Farc a los 17 años. Ahora tiene 22 años y anhela reunirse con su familia, al salir de prisión. Aquí puede verse en su celda de El Buen Pastor de Bogotá. /FOTO REVISTA SEMAN |
Primero fue un ruido atronador el que le hizo pensar que era el fin del mundo. Luego, un destello iluminó el cielo, y en cuestión de segundos sintió como si una especie de cuchillo afilado le hubiera pasado por el brazo. El mismo que estaba colgando de un pedacito de carne y que por instinto se amarró con un saco para no desan-grarse. Esa medianoche del 19 de enero de 2010, Karina Espinosa estaba postrada por una hepatitis, pero aun adormilada entendió que lo que tenía encima era un bombardeo.
Se tiró de la hamaca para correr y no pudo. No sentía las piernas y entonces se arrastró. Esquirlas y trozos de madera caían como granizo por entre los árboles. Solo escuchaba lamentos y quejidos. “Compañeros de uno pidiendo auxilio y cuerpos tirados por todos lados”. Se refugió tras un cadáver o un moribundo, no recuerda bien. Cuando cesaron las bombas, pensó que habría un desembarco. Tenía poco tiempo para salir de allí o si no, creía, la fusilarían sin remedio.
Sedienta, se arrastró por el follaje sin soltar su fusil AK47. En medio de las tinieblas, escuchó un arroyuelo y eso arreció su sed. El cuerpo le ardía y el olor a carne quemada le produjo náuseas. Estiró la mano para alcanzar el agua y no pudo. No sabe cómo, pero un bejuco se le enredó en una pierna y la dejó atrapada. Le tomó tiempo darse cuenta de qué le estaba pasando, porque de la cintura para abajo no sentía nada. La sed la estaba consumiendo por dentro, y ese hilo de agua, inalcanzable, la torturaba. Como no podía moverse, se tranquilizó y se puso a esperar la muerte.
Un rato después, las bengalas volvieron a iluminar el firmamento. Recordó lo lejos que estaba de su casa. Evocó a los guerrilleros que habían quedado desparramados en el campamento, a los que había querido como hermanos. Pensó en lo mucho que extrañaba a su papá, que debía estar en Quito, su ciudad. En ese momento se resignó a morir en la selva del Putumayo, a sus 22 años.
Estaba tiritando de frío por la pérdida de sangre cuando la descubrió uno de sus temidos enemigos. Un soldado del Ejército colombiano se le acercó con cautela, y ella, con ojos de animal acorralado, esperaba un tiro de gracia. No tenía ganas ni alientos de pelear más. Semiinconsciente, se dio cuenta de que el soldado la estaba curando y dándole un poco de calor mientras los helicópteros, venían a sacarla de ese sangriento campo de batalla. Ahora estaba inválida y prisionera.
Hace pocos meses llegó a la cárcel del Buen Pastor, en Bogotá, en silla de ruedas y llevando a cuestas una depresión profunda, de la que la han sacado sus compañeras y la solidaridad de algunas guardianas del Inpec, que le han hecho menos difícil su recuperación. “Quedar medio es muy duro. Pero al brazo ya le hice el duelo”. Ahora camina, pero tiene fuertes secuelas. “Me tienen que sondear todos los días”.
Desde que estuvo hospitalizada, los miembros del Comité Internacional de la Cruz Roja (Cicr) se ofrecieron a buscar a su familia, por lejos que estuviera. El Cicr se encarga de contactar a los familiares de los combatientes que caen presos y que en muchas ocasiones han roto todo vínculo con sus hogares. Es una labor humanitaria que se aplica en todo el mundo, en todos los conflictos. A las familias que lo necesitan se les apoya con tiquetes para que puedan llegar hasta las cárceles, que muchas veces están en ciudades lejanas. Karina no tiene a muchos que la visiten. Solo un hermano, que la ve de vez en cuando.
Ella comparte el cuarto con otra detenida del patio de ‘las Políticas’. Allí todas tienen una historia en la guerra. Algo difícil de adivinar entre los muñecos de peluche, las mantas bordadas, las agujas de tejer, el maquillaje brillante y colorido que usan y la música tropical o romántica que se oye en los radios. Las celdas tienen las puertas abiertas todo el día, y varios niños corretean por los pasillos.
Muchas mujeres han llegado con heridas de guerra severas. A una de ellas la llamaré ‘Margarita’, una mujer de mediana edad que, aunque vivía en Bogotá, se deslumbró con las Farc durante un viaje que hizo a un municipio de la otrora zona de distensión. Hace una década, se vinculó a la guerrilla a pesar de que tenía dos hijos pequeños. Se convirtió en enfermera en un frente del Guaviare, donde tuvo que hacer incluso cirugías de alto riesgo en hospitales de campaña, en las condiciones más precarias que alguien pueda imaginar. Combates y bombardeos fueron sus más amargas experiencias, y, por supuesto, la emboscada en la que le volaron media pierna, lo que la obligó a llevar un tutor de acero durante más de un año. Margarita recién llegó al Buen Pastor y se le ve solitaria y pensativa. Como quien no quiere meterse en problemas.
En el patio se siente una fuerte tensión. Hay diferencias entre las campesinas y las urbanas, las que tenían rango en la guerrilla y quienes no lo tienen, y entre quienes esperan pronto una salida para rehacer sus vidas en la civilidad y quienes piensan que la guerrilla es una opción sin retorno ni reversa. Karina, por ejemplo, está en el centro de un huracán, por su estrecha relación con las guardianas. Para ella es un gesto de gratitud por el buen trato que ha recibido. Para otras, una concesión al “régimen”. En todo caso, ella, que ya puso su cuota de sangre para “la revolución”, no se siente obligada a recibir órdenes de otras presas. No asume el patio como si fuera un frente guerrillero.
Los condenados
A tres horas de allí, en la fría y rigurosa cárcel de máxima seguridad de Cómbita, dos centenares de guerrilleros purgan largas condenas por delitos atroces. Casi todos hablan de “la revolución” convencidos de que esta no ha sido derrotada y que la vía de las armas “es la única que nos dejaron”. Cuando llega la delegada del Cicr, Laurence Meylan, todos quieren hablar con ella sobre la familia y sobre las condiciones de la reclusión. “Yo no miro el delito, sino a las personas. Cada uno de ellos es un libro que se abre”, dice esta mujer nacida en Suiza, que además de escucharlos, les lleva libros y se encarga de verificar que las condiciones de la cárcel sean dignas. En Cómbita lo son, pero en muchas otras prisiones la realidad es otra. Para muchos de los presos, Laurence es la única persona externa con quien conversan. Las visitas de sus familias están limitadas a unas cuantas horas cada 15 días, pero en la práctica muchos prefieren que sus parientes no vayan, bien por seguridad o por los costos que ello significa.
En el patio de los guerrilleros, el liderazgo indiscutible es de Wílmar Antonio Marín, más conocido como ‘Hugo’, un campesino de Tame, Arauca, quien tomó la armas siendo un niño. Apenas estudió tres meses en la escuela de su vereda, y por eso las Farc fueron quienes le enseñaron a leer y escribir y a defender la doctrina marxista y bolivariana.
A sus 38 años tiene dos condenas, una de 30 y otra de 40 años, y espera que se acumulen con las que resultarán de los 18 procesos que tiene en curso, la mayoría por secuestros perpetrados cuando era comandante del Frente 22. Acepta que pasará toda su vida en la cárcel y considera que cualquier guerrillero debe estar preparado para ello; por eso, el único delito que ha reconocido ante los jueces es el de ser rebelde. Su única esperanza de salir libre es la negociación política o el intercambio humanitario. Ignora que nadie volvió a hablar ni de lo uno ni de lo otro. “En mi cabeza no cabe el arrepentimiento. Los revolucionarios no tenemos que pedir perdón”, dice.
Hace unos años, Hugo se escapó de La Picota. Al ser recapturado, vivió la experiencia más dura de su vida, pues lo aislaron durante 22 meses en una celda pequeña, con apenas un sanitario, en la cárcel de Valledupar. Durante ese tiempo no vio a nadie y hasta perdió la noción del tiempo. “Me produjo aflicción y divagación mental”, dice. Cuando le pregunto si su experiencia en prisión le ha servido para entender lo cruel que han sido las Farc con los secuestrados, se queda impasible. “Ellos exageran”, dice. Como muchos otros hombres de armas, es incapaz de ponerse en el lugar del otro.
La guerra es una serpiente que se muerde la cola, y la vida en la cárcel es una síntesis de todas las violencias del país. Un buen ejemplo de ello es el caso de ‘Martín’, de 29 años, nacido en Bajirá, en el Urabá antioqueño. En 1996, cuando tenía 15 años, los paramilitares desplazaron a toda su vereda. Su papá los dejó a él y a su hermano mayor unos días en la finca mientras él ponía a salvo al resto de la familia. Pasaron los meses y el papá no regresó. Los paramilitares ya habían atenazado la vereda y los dos muchachos se fueron con la primera columna del ELN que pasó por allí. Martín en realidad no quería ser guerrillero y al principio estaba tan inconforme que el jefe del Frente le dijo que si tenía algún familiar que lo recogiera, se podía ir del grupo armado. Pero no tenía a nadie. Entonces se quedó y con el tiempo se convirtió en uno de los comandantes del Frente El Boche. En 2006 estaba haciendo un secuestro junto a su compañera sentimental, cuando fueron capturados por el DAS. En el intercambio de disparos, ella murió y él, enfurecido, comenzó a disparar y mató a dos agentes de esa agencia de inteligencia. También recibió cinco tiros y ahora purga una larga condena. Desde que estaba en el hospital, el Cicr le prometió que encontraría a su familia, y aunque la gestión se tardó un año, al cabo recibió una llamada de su padre. “Yo no elegí la guerra”, dice.
A diferencia de otras prisiones donde muchos presos se reclaman inocentes, aquí hay casi un orgullo de estar en la cárcel. El orgullo de ser rebeldes. Quizá por convicción o como mecanismo de supervivencia, se nota una coraza fuerte en sus palabras y miradas, que cede un poco cuando, con voz emocionada y ojos aguados, hablan de sus hijos, de la vida que quisieran para ellos: que estudien. Ninguno quiere que vayan a la guerra.
Aquí las tensiones no provienen de las luchas internas por el poder y la convivencia, sino por las constantes campañas de desmovilización que hace el gobierno en los patios. La delación, la traición y, en todo caso, la evidencia de que van perdiendo la guerra, son los fantasmas de estos presos. Todos están condenados por delitos de lesa humanidad y están convencidos de que no hay un lugar para ellos en la democracia. La revolución está en sus mentes, y en la soledad de la cárcel se afincan en ella.
A pesar de sus fehacientes declaraciones días después de mi visita a Cómbita, uno de ellos me llamó. Lo habían trasladado del patio de los guerrilleros al de los delincuentes comunes: “¡Es que me desmovilicé. Entregué las armas. Esta guerra no va para ninguna parte!”, me dijo con la voz emocionada. No pude estar más de acuerdo con él.
Revista Semana