Los confines de la guerra

      
En los territorios del Guaviare que fueron del Mono Jojoy, hay poco que celebrar: miles de colombianos viven bajo las bombas, pasan hambre y claman por el fin del desangre. Marta Ruiz estuvo allí con el Comité Internacional de la Cruz Roja.

Mientras en el resto del país la guerra parece cosa del pasado, en Guaviare arrecia. Los indígenas jiw, que otrora vivían tranquilos en las selvas, se han convertido en las principales víctimas de las minas y el desplazamiento. En la foto, una familia indígena, en medio de la desolación y el abismo. / FOTO SEMANA

Cuando un buque de la Armada se instaló a orillas de Mocuare, en lo profundo del Guaviare, todos los colonos del pueblo supieron que la lluvia de balas y bombas sobre sus cabezas no vendría sola. El hambre llegaría también, rauda y demoledora, tal como pasó. Mocuare es un pequeño caserío a 340 kilómetros de San José, al que se llega navegando por el río Guaviare, y después de pasar dos pueblos con nombres de masacres: Mapiripán y Puerto Alvira, golpeados brutalmente por los paramilitares.

Las aguas grises, debrillo metálico, están más solitarias que nunca. Uno que otro bote de pescadores se bambolea en las orillas. El buque ARC Ariari viene remontando las aguas, y las pirañas de la Infantería de Marina se ponen en alerta a nuestro paso, justo cuando suenan a lo lejos unos cuantos disparos. Vamos en una pequeña pero veloz lancha del Comité Internacional de la Cruz Roja (Cicr), dejando atrás una hilera de árboles majestuosos cuyas copas se enredan formando una maraña. En Mocuare nos esperan. Bajo la sombra de un palo de pomarrosa un puñado de colonos pobres, que han cultivado coca desde hace muchos años, sacan su memorial de agravios.

Al unísono cuentan que el 27 de julio se desplazaron porque los militares se negaron a mover el buque que habían anclado justo frente al centro de salud y el internado. Los hombres de ‘Ciro’, uno de los jefes del frente 44 de las Farc, no tenían reparo en hostigar a los Infantes de Marina, aunque las balas pasaran rozando a los niños. Incluso mandaron la razón que maestros y alumnos se resguardaran en la cocina, tras un endeble fogón de leña, para que no resultaran lesionados. Los militares tampoco tuvieron recato en disparar granadas hacia el otro lado del río. La zozobra fue mayor cuando los guerrilleros anunciaron que usarían sus rudimentarios morteros, que no tienen precisión,y ahí fue cuando los habitantes de Mocuare se fueron del pueblo y dejaron que los bandos se dieran plomo solos.

Les habían implorado a los militares que se movieran un poco. No solo por el miedo al fuego cruzado, sino por la coca. Desde que la Armada llegó al pueblo, la coca desapareció. También la comida.

En las tiendas está la infaltable romana, instrumento vital para el trueque del polvo amarillento y compacto, por arroz, frijoles, sal y jabón. Un hombre de mediana edad saca un pedazo de la pasta que guarda en un plástico retorcido y lo pesa. Tiene 36 gramos que equivalen a 72.000 pesos con los que compra en ese instante 15 panelas, jabón, crema dental y un poco de cebolla y tomate. Hace 10 años Mocuare producía hasta 10.000 kilos de coca a la semana. Pero la erradicación tiene acabados los cultivos. “Ocho fumigaciones en dos años. En la última se tiraron la cosecha de maíz y hasta los limoneros se encresparon”, dice el hombre de los 36 gramos.

Aun así, con la coca es con lo único que se come. Sin la coca hay hambre. Y el hambre empezó a mostrar su peor mueca con la llegada de los militares. El coronel Bernabé Losada, de la Infantería de Marina, tuvo que decir no cuando un grupo de líderes le hizo la insólita solicitud de que se retirara por lo menos 15 días, para poder sacar la coca y que la gente tuviera un alivio. La guerra siguió y el hambre arreciaba. La situación se puso tan grave, que según Losada, a sus tropas les tocó atender a “una mujer que se estaba enloqueciendo, se estaba comiendo el pelo, por el hambre”.

Por eso, por las balas y el hambre, la gente se fue de Mocuare. Y sin gente, la guerra se pone difícil. Para las Farc, porque no logran abastecerse ni tener información. Para los militares, porque su función es proteger a la población civil. Total, en septiembre los militares se fueron, las Farc se quedaron y la población retornó en medio de una pobreza escandalosa que se agravó con algunos saqueos que encontraron en sus casas.

Luis Alberto Capera, un indio coyaima que usa sombrero de fieltro negro, llega sudando después de caminar más de dos horas para leer en un papel lo que perdió durante la incursión de las tropas oficiales: un radio transistor de 80.000 pesos, una crema colgate, un talco Johnson, un frasco de insecticida, chocolate y alverjas. Parece poco, pero en estas lejanías es mucho. Cada uno saca su propia lista. A uno le vendaron los ojos por un camino, a otro lo interrogaron y otro tuvo que botar a una quebrada un explosivo que los militares dejaron tirado en su finca. Para muchos soldados, los ranchos abandonados por los habitantes de Mocuare no eran más que casas de milicianos. Guaridas de la guerrilla y, por tanto, sus pertenencias, un botín. Los colonos le entregan por escrito estas denuncias a Adolfo Beteta, un curtido funcionario nicaragüense del Cicr, que dirige la misión en Guaviare y que les prestó ayuda humanitaria durante el desplazamiento. Ahora se ha convertido en soporte de su retorno.

Para equilibrar pregunto por los atropellos de la guerrilla. Callan. Solo dos líderes dicen que con “el grupo armado” (así llaman a las Farc) hay relativa calma. “¿Y las minas?”, pregunto. “Bueno, ellos dicen por qué lados no podemos movernos y si uno obedece nada le pasa”. Total, me dicen, los que han caído en ellas son unos tontos, que no acatan las órdenes. Es el mundo al revés.

No me sorprende que la gente haya aceptado de alguna manera el orden social arbitrario que imponen las Farc, puesto que el otro, el del Estado, está ausente o lleno de falencias. Para muestra una líder saca una docena de cédulas inservibles y con errores que sacó la Registraduría durante una jornada que quedó inconclusa porque se acabó la papelería. En Mocuare muchas personas ni siquiera tienen cédula. No la han necesitado hasta ahora en ese país de los confines donde la coca es la moneda y el fusil, la ley. Pero llegado el Estado, así sea solo con la bota y el camuflado, las necesidades cambian. Todos necesitan tener una identidad y empezar a hacer parte de la Colombia legítima.

Pero los problemas para que el Estado llegue son infinitos. Hay un centro de salud recién remodelado, pero sin doctores ni medicinas. Este año la falta de una ambulancia se hizo crítica cuando una niña indígena de 11 años cayó en una mina a las nueve de la mañana, y solo en la noche pudo ser sacada por sus vecinos hasta Puerto Alvira. “Lloraba en silencio. Tenía destrozado el estómago, los labios y un ojo”, dice una líder de Mocuare, quien para poder mover a la herida por el río tuvo que esperar que tanto las Farc como los militares le dieran permiso. Ahora esperan una lancha-ambulancia que prometió la Gobernación del Meta.

En Mocuare no se ven muchos jóvenes. Unos se han ido a la guerrilla y otros huyendo de ella. Uno de los pocos muchachos que rondan por ahí es Gilbert Andrés Chavarro, que anda en cotizas, tiene manos gruesas, dientes blancos y ese candor propio de la gente del campo. Estudiante destacado del internado, ahora que ya terminó los estudios tiene que salir a la ciudad. Quizá una prima lo reciba en Bogotá para estudiar sistemas. Si es que logra conseguir algo de dinero. Le gusta la tierra, pero en Mocuare no tiene futuro.

El internado es una amplia construcción de salones de madera y zinc, con árboles frondosos y una cancha de fútbol de grama perfecta. Ahora hay 42 niños estudiando, pero el año pasado eran más de cien. En realidad, muchos están allí porque es un lugar donde se come. La Gobernación nombra a los maestros y envía raciones de comida si bien no totalmente suculenta, por lo menos alimenticia. En una cartelera se lee el menú del día: sopa de sardina, galletas, avena.

Las clases apenas comenzaron en mayo, puesto que a un político de San José le dio por obstruir los nombramientos de los maestros, hasta que no pasaran las elecciones. “Primero tienen que mostrar por quién votaron”, cuentan que dijo. Luego vino el desplazamiento. Total, “solo han estudiado 55 días”, dice un padre de familia. Ahora hay una maestra y un maestro, ambos chocoanos. Su trabajo comienza a las 5:30 de la mañana, y entre dar clases, arreglar las instalaciones y proponerles algo de lúdica a los muchachos terminan su jornada más allá de las 9:00 de la noche, sábados y domingos incluidos. El profesor Atilio Borja dice que el mayor problema que se ha encontrado son los enamoramientos: los niños que espían a las niñas por el gozne de las tablas mientras ellas se visten y que lo obligan a dormir con un ojo abierto todas las noches.

Hay un cuarto que los niños llaman el del ‘finadito’. Era la habitación de Luis Fernando Gómez, un joven maestro de Salamina, Caldas, a quien en la madrugada del 29 de octubre de 2007 lo sacaron las Farc encañonado. Nunca más se supo de él. ‘Rafael’, el guerrillero que ordenó su desaparición, admitió haberlo matado porque le habían encontrado una foto con uniforme. El uniforme en realidad era de bombero voluntario. El año pasado ‘Rafael’ se desmovilizó y llegó a Mocuare acompañando a las tropas y señalando a la población que otrora le brindó un vaso de agua o un plato de comida. Cuando la gente habló de la desaparición del maestro, ‘Rafael’ no volvió por allí. Sabe bien que la desaparición es un crimen imprescriptible y de lesa humanidad. El Cicr todavía está esperando que cumpla la promesa de entregar el cadáver de su víctima. El padre del maestro, según me contaron, es un anciano de más de 90 años que aún no cree que su hijo, un educador dedicado a los niños de las selvas olvidadas, haya muerto porque un guerrillero ignorante no sabe qué cosa es un bombero.

De todos los niños del internado hay uno que se me acerca y me saluda con un fuerte apretón de manos. Me mira directo a los ojos, con una sonrisa amplia. Tiene 16 años, pecas en la cara, cabello rojo y un moderno corte de pelo, con cachumbos hacia arriba. En 2003, él y su hermana menor -el retratode él, pero silenciosa y retraída- vio cómo los paramilitares le arrebataron a su mamá en un retén instalado cerca a Mapiripán. Él se aferró a las piernas de ella, pataleando y gritando, cuando los hombres de Martín Llanos se la llevaron a un monte, le cortaron los senos, la violaron, le rajaron el cuerpo y le echaron ácido en la piel. Su cadáver fue rescatado en medio de las balas, por el padre de los niños, que se enteró de la noticia mientras trabajaba en una finca del llano. Al lado de su cuerpo había otros tres hombres descuartizados. A todos los enterraron en silencio y empezó el trasegar del vaquero con sus dos hijos. Cuando habla de su tragedia, el padre se traga el llanto y mira para el suelo. “Tal vez si yo hubiera estado con ellos…”, dice. La culpa del sobreviviente, que ya se nos hace tan familiar en esta guerra.

En su corta historia, tanto el sonriente pelirrojo como su hermana han tenido cinco desplazamientos, aun así dice: “Yo no pienso cobrar esa muerte”. Solo quiere salir de Mocuare y estudiar mecánica de motores. Su hermana quiere tener un salón de belleza. Sueños pequeños, que no necesitan una revolución para ser cumplidos. Solo la mano de un Estado que los incluya en sus proyectos.

En la orilla izquierda del río Guaviare, entrando por un estrecho caño de aguas pantanosas, está la maloka, o lugar donde habita la comunidad jiw. Un puñado de casas maltrechas de madera rodea la que algún día fue la escuelita del resguardo y que se cayó en abril. Cuatro palos y una lata, por toda estructura, albergan los desvencijados escritorios donde 28 niños de todas las edades intentan aprender algo de matemáticas. No han desayunado porque la remesa no ha llegado. Cada mes la envían desde Puerto Alvira, pero ahora hay desabastecimiento. En las tiendas no hay nada. Los compradores de coca no han vuelto a bajar por el río desde que en Bogotá cayeron varias caletas de dólares. El narcotráfico es todo un engranaje. Además, la funcionaria encargada de llevar en lancha los víveres está amenazada por las Farc. Ahora tiene que mandarlos con cualquier paisano y pedirle que tome una foto cuando entregue el mercado, que ella guarda como prueba del deber cumplido.

En los rostros de los niños jiw no se nota la angustia del hambre sino la costumbre a ella. Alirio Restrepo, el maestro, estudió hasta séptimo grado en el internado, y luego de unos cursos de validación obtuvo las credenciales para enseñar. Durante la clase, habla en su lengua, pero escribe en español con caligrafía perfecta. Sin libros, sin cartillas, casi sin cuadernos, la escuelita del resguardo es el triste retrato de las oportunidades que tendrán estos niños en el futuro. Más aún cuando la expulsión del territorio o su confinamiento en él es la realidad que se cierne sobre ellos.

Los jiw son un pueblo de 2.000 personas y a pesar de estar en sitios tan remotos y ser pacíficos, han sido azotados por la violencia desde los tiempos inmemoriales de las caucheras hasta ahora. Son seminómadas, cazadores y pescadores, les gustan la fariña y el casabe, y están sufriendo como pocos el impacto de las minas antipersonales sembradas por la guerrilla y de los residuos explosivos que dejan los bombardeos o el paso de la fuerza pública. Por eso hay más de 150 Jiw desplazados en varios caseríos a lo largo del río y en San José del Guaviare.

Uno de los casos más dramáticos lo están viviendo la familia González, del resguardo de Barrancón, a 15 minutos de San José. En parte de su territorio se instaló una escuela de fuerzas especiales de las Fuerzas Armadas y en 2005, cuando toda la familia salió a buscar desechos y chatarra, Nubia, en ese entonces con 20 años, tomó en sus manos un objeto que le estalló contra el cuerpo. Perdió los dos brazos, un ojo y la visión casi totalmente por el otro. Su piel quedó tan delicada que no puede usar prótesis. Sus hermanitos quedaron heridos y en total siete miembros de la familia terminaron en el hospital.

Después de la tragedia, la familia se empobreció aún más, tratando de darle un amoroso soporte a Nubia. Sus hermanos y padres trabajan como artesanos para darle un aliento de vida a ella. Con sus muñones, Nubia se frota el pecho. “Me duele mucho el corazón”, dice. Su padre refuerza la descripción. “A mí también. Hay noches que despierto y no puedo respirar”. Es el sufrimiento. Nubia se lamenta porque sus hijos no la visitan. Se fueron con quien era su esposo hasta el momento del accidente. No les gusta verle el rostro, el cuerpo destruido. La repudian o le temen. Y eso duele.

La historia de Nubia no es la única: 34 indígenas jiw han sido afectados por minas desde que arreció la guerra. Esperan que los militares cumplan la promesa de sacar sus campos de entrenamiento del resguardo y que las Farc entiendan que la selva es su vida. Que alguien se ocupe de hacer cumplir el Auto que expidió la Corte Constitucional el año pasado en el que advierte que los jiw son un pueblo en peligro de extinción, por el conflicto. “Aquí empeora la situación a medida que el gobierno gana terreno en otras regiones”, dice Héctor López, defensor del Pueblo del Guaviare.

Cuando dejamos Mocuare, aguas arriba vemos el buque de la discordia anclado cerca de Puerto Alvira. Es el jueves 23 de septiembre en la mañana y un teniente de la Armada nos da la noticia: el Mono Jojoy murió esa madrugada en un bombardeo. A decir verdad, en las selvas del Guaviare ni la gente del común, ni los militares estaban celebrando. En esa otra Colombia, donde la guerra es una realidad cotidiana, nadie se hace ilusiones de triunfos rápidos. Se sabe que el Estado va a quedarse. Y que seguramente a la postre, terminará dominando la manigua. No por nada están llegando petroleras a explorar este subsuelo, hay 100.000 hectáreas de palma cultivada, y una carretera que une a San José con Villavicencio que, según el coronel Losada, “nos ahorrará 20 años de guerra”. Pero mientras tanto el sufrimiento y el abandono reinan en este pedazo de país donde muchos colombianos, aún sin cédula, reclaman su derecho a ser incluidos en la idea de prosperidad que se enarbola desde el gobierno.

Esta guerra del Guaviare, periférica y marginal, selvática y olvidada, no está hecha de grandes hazañas sino de pequeñas tragedias. Y eso debería ser razón suficiente para ponerle fin.

Revista Semana