En alianza con un grupo de académicos y periodistas especializados en la comunicación de conflictos y paz de la Facultad de Comunicaciones de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), iniciamos este sábado una serie de diez crónicas sobre hombres y mujeres asesinados por buscar y difundir la verdad en tiempos de ocultamiento y violencia.
El ejercicio del periodismo en Colombia ha sido, por décadas, una actividad de alto riesgo. Distintos tipos de violencia han segado la vida de hombres y mujeres comprometidos con las labores de investigar e informar. Sus muertes representan el intento más dramático de callar a la sociedad.
Desde distintos medios de comunicación y de organizaciones no gubernamentales, estos hombres y mujeres sacrificados en ejercicio de sus tareas convirtieron la difusión de información en una estrategia para que las audiencias tuvieran una mayor comprensión de la realidad que las agobiaba, lo que sin duda molestó a quienes tenían las armas, legales o ilegales.
En su compromiso con la memoria, en estos tiempos de necesaria recordación de los hechos violentos, VerdadAbierta.com acogió la propuesta de un grupo de académicos y periodistas especializados en la comunicación de conflictos y paz, de la Facultad de Comunicaciones de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) de publicar diez crónicas que conforman el libro Las ideas no se matan: crónicas de comunicadores colombianos.
Cada sábado, a partir de hoy, difundiremos una crónica, comenzando con el prólogo, realizado por Antoni Castel, y el perfil de Mario Calderón y Elsa Alvarado, investigadores del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep).
En su informe anual del 2018, la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) alertaba del aumento de las agresiones contra periodistas. En dicho año se registraron 477 ataques, con la muerte de tres comunicadores del diario ecuatoriano El Comercio: Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra. Fueron muertos por el grupúsculo Oliver Sinisterra, disidente de las Farc.
Los tres engrosan la lista de los periodistas muertos por la intolerancia en los últimos 40 años. Las frías estadísticas nos dirán que son más de 150 personas, con nombre y apellidos. No obstante, cada uno de ellos, así fuera el reportero de la más modesta radio, dejó una familia, unas amistades, unas ilusiones, una forma de entender la vida. Con sus muertes, Colombia perdió no sólo a un periodista sino a una persona que la enriquecía con sus aportaciones.
Nuestro deber, como académicos y periodistas, es no olvidar, y guardar su memoria. No olvidaremos a Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra, como tampoco olvidaremos a los restantes comunicadores violentados. Ni olvidaremos, por supuesto, a las decenas de miles de personas, sobre todo mujeres y niños, que han sufrido las consecuencias de un conflicto extenuante, cruel, terrible.
Mediante la publicación del perfil de diez periodistas, pretendemos contribuir al “no olvido” de dichos profesionales de la comunicación, de procedencia tan diversa como la sociedad colombiana, que contribuyeron, con sus crónicas, artículos o análisis, a que este país no sucumbiera ante unos poderes corruptos, de prácticas mafiosas. Sin duda, el país es más decente gracias a ellos.
Al seleccionar a los periodistas, se intentó que hubiera perfiles de profesionales de diferentes medios, de distintos departamentos, con responsabilidades laborales de todo tipo, e incluso cuya muerte hubiera sido causada por victimarios diferentes. Obviamente, reflejan los enfoques personales de los autores y el acceso a la información. No está el lector, por tanto, ante la biografía del comunicador sino ante un perfil, escrito a partir de la información recabada por cada uno de los autores.
Los perfiles, que repito que deben ser vistos como una modesta contribución al recuerdo de los comunicadores, son obra de un grupo de académicos y periodistas especializados en la comunicación de conflictos y paz, de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). No hubiera sido posible su publicación sin el empeño de uno de los miembros del grupo, Edgar Suárez Osorio, y de Juan Diego Restrepo, de VerdadAbierta.com. Muchas gracias. Y agradecemos también a los familiares y allegados de los periodistas que nos hubieran facilitado, cuando se lo pedimos, datos para la escritura de los perfiles.
Haga clic en los siguientes recuadros para conocer las historias.
“Ustedes no están con el ELN sino en manos de Los Extraditables. Pero estén tranquilos, porque van a ser testigos de algo histórico”
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Por MLuz Cañete
oco se imaginaba Diana Turbay que aquel 30 de agosto de 1990 y pasadas apenas tres semanas de la toma de posesión del presidente César Gaviria, su secuestro, junto a sus compañeros Azucena Liévano, jefe de redacción del informativo Criptón; Juan Vitta, editor general de la revista Hoy por Hoy; Richard Becerra y Orlando Acevedo, cámara y sonidista, respectivamente, del informativo Criptón; y el periodista alemán radicado en Colombia, Hero Buss, formaría parte, no sólo de algo histórico, sino de una racha de secuestros sin precedentes en Colombia.
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Diana Turbay nació el miércoles 8 de marzo de 1950, hija del expresidente Julio César Turbay, de quien fue secretaria privada durante el periodo 1978–1982, y Nidia Quintero, presidenta de la Fundación Solidaridad por Colombia. Tuvo tres hermanos más entre los que se destaca Julio César Turbay Quintero, excontralor General de la República.
Se casó con Luis Francisco Hoyos Villegas y de esta unión nació su hija Carolina Hoyos Turbay, también periodista y viceministra General TIC en el Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones. Tenía 17 años cuando su madre fue secuestrada.
Tiempo después contrajo segundas nupcias con Miguel Uribe Londoño, quien fue presidente de la Federación Nacional de Cacaoteros, con quien tuvo un hijo, Miguel Uribe Turbay, concejal de Bogotá. Tenía menos de 5 años cuando Diana Turbay murió.
Diana Turbay fue una líder innata. Desde el inicio de su formación académica en el Colegio Andino de Bogotá, y cuando finalizó sus estudios de Periodismo y Derecho en el Colegio Mayor del Rosario, demostró ser una mujer trabajadora e idealista. Aunque obtuvo el título de abogada, dedicó su vida al periodismo con la obsesión de aportar la paz a Colombia. Así realizó entrevistas y reportajes como directora y presentadora del noticiero televisivo Criptón y como editora de la revista Hoy por Hoy.
A principios de la década de los años 90, Turbay se había convertido en una de las periodistas más influyentes de Colombia, tenía dos medios a su cargo y además fue mediadora con la guerrilla del M19, que se desmovilizó por esa época. Como ya tenía experiencia en el campo de los conflictos armados de su país, Turbay quiso intervenir en el que existía entre el gobierno de César Gaviria y Los Extraditables, que encabezaba el narcotraficante Pablo Escobar.
Este movimiento se formó como una respuesta a la extradición, acordada por el Estado colombiano, que enviaba a los terroristas y narcotraficantes a Estados Unidos, donde podían juzgarlos por sus delitos, y condenarlos a duras penas de cárcel. Esto era posible por un tratado suscrito bajo el Gobierno del presidente Julio César Turbay, padre de Diana Turbay, en el cual se acordó por primera vez la extradición de nacionales.
De este modo, Los Extraditables desataron una ola de atentados, secuestros y asesinatos como amenaza a las medidas que pudiera tomar el gobierno en su contra. Bajo el lema: “Preferimos una tumba en Colombia a una celda en los Estados Unidos”, justificaban todos sus crímenes.
En este escenario tan hostil, la periodista quiso entrevistar al cura Manuel Pérez, un sacerdote español que era comandante en jefe del Ejército de la Liberación Nacional (ELN), quien tenía otra de las llaves de esa paz que tanto obsesionaba a Diana Turbay. Ninguno de los pocos que conocieron la invitación había estado de acuerdo en que Diana la aceptara, y no se equivocaban: el líder insurgente fue usado por Pablo Escobar como un anzuelo, para poder secuestrar a Diana y a su equipo. La entrevista fue en realidad una farsa.
El encuentro quedó pactado para el 30 de agosto de 1990, después de haberse cancelado un año antes.
A las cinco de la tarde, y sin avisarlo a nadie, Diana y su equipo emprendieron la ruta de Bogotá a Medellín en una camioneta destartalada, con dos hombres jóvenes y una muchacha que se hicieron pasar por enviados de la dirección del ELN. El viaje mismo desde Bogotá fue una parodia fiel de cómo habría sido si en realidad lo hubieran hecho las guerrillas, motivo por el cual los periodistas no sospecharon nada, ya que ese tipo de trabajo ya lo habían hecho en otras ocasiones.
Así lo describió Gabriel García Márquez en su libro Noticia de un secuestro: “El primer día habían llegado hasta Honda, a ciento cuarenta y seis kilómetros al occidente de Bogotá. Allí los esperaron otros hombres con dos vehículos más confortables. Después de cenar en una fonda de arrieros prosiguieron por un camino invisible y peligroso bajo un fuerte aguacero, y amanecieron a la espera de que despejaran la vía por un derrumbe grande. Por fin, cansados y mal dormidos, llegaron a las once de la mañana a un lugar donde los esperaba una patrulla con cinco caballos. Diana y Azucena prosiguieron a la jineta durante cuatro horas, y sus compañeros a pie, primero por una montaña densa, y más tarde por un valle idílico con casas de paz entre los cafetales. La gente se asomaba a verlos pasar, algunos reconocían a Diana y la saludaban desde las terrazas. Juan Vitta calculó que no menos de quinientas personas los habían visto a lo largo de la ruta. En la tarde desmontaron en una finca desierta donde un joven de aspecto estudiantil se identificó como del ELN, pero no les dio ningún dato de su destino. Todos se mostraron confundidos. A no más de medio kilómetro se veía un tramo de autopista, y al fondo una ciudad que sin duda era Medellín. Es decir: un territorio que no era del ELN. A no ser -había pensado Hero Buss- que fuera una jugada maestra del cura Pérez para reunirse con ellos en una zona en donde nadie sospechara que pudiera estar”.
Finalmente, llegaron a una finca del pueblo de Copacabana. Al cabo de unas tres horas de espera llegó otro enmascarado que les dio la bienvenida en nombre de la comandancia, y les anunció que el cura Pérez los estaba esperando, pero por cuestiones de seguridad debían trasladar primero a las mujeres. Antes del amanecer se llevaron a Diana Turbay, Azucena Liévano y también a Juan Vitta. Hero Buss, Richard Becerra y Orlando Acevedo quedaron con cinco guardianes. La sospecha de que habían caído en una trampa aumentaba por horas.
Cuando los reporteros preguntaron a un sicario en qué momento se encontrarían con el cura Pérez, la respuesta fue: “No hay ningún Cura Pérez, ustedes están en manos de Los Extraditables”.
En los días y los meses sucesivos, frecuentemente el grupo de secuestrados era cambiado de lugar de cautiverio, y por separado. Se tiene la teoría de que Diana Turbay era utilizada por el capo, Pablo Escobar, como un escudo humano en caso de un operativo militar, ya que era trasladada a las fincas donde él estuviera.
Durante los cinco meses que estuvieron bajo la vigilancia de Los Extraditables, Diana Turbay y su equipo pasaron momentos muy duros. Aunque no recibieron malos tratos, vivían con la sensación de que en cualquier momento iban o a liberarlos o a asesinarlos. Las noches las pasaban en vela, rezando por ellos y sus familias. Diana, por su parte, sentía un gran sentimiento de culpa por no haberse percatado del engaño de Pablo Escobar. Además, quien realmente le importaba al capo era la periodista, debido a la influencia que ella tenía en el país y por ser la hija del responsable del decreto que molestaba a los insurgentes.
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Una semana después de la fecha en que Diana debía haber regresado, su esposo, Miguel Uribe, y el parlamentario Álvaro Leyva, hicieron un viaje confidencial a la Casa Verde, el cuartel general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la cordillera Oriental. Desde allí se pusieron en contacto con la totalidad de las organizaciones armadas para tratar de establecer sí Diana estaba con alguna de ellas. Siete lo negaron en un comunicado conjunto.
El 30 de octubre, sesenta días después del secuestro de Diana Turbay, Los Extraditables hicieron público lo que muchos sospechaban: «Aceptamos públicamente tener en nuestro poder a los periodistas desaparecidos».
Ocho días después fueron secuestradas Maruja Pachón y Beatriz Villamizar. Y había razones de sobra para pensar que la escalada de secuestros tenía una perspectiva todavía mucho más amplia.
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A partir de los meses de noviembre y diciembre de 1990, los sicarios de Pablo Escobar, poco a poco fueron liberando a los secuestrados. Entre los primeros en ver la luz estuvieron Juan Vitta, el 26 de noviembre, y Hero Buss, el 11 de diciembre. El 13 de diciembre salió Azucena Liévano, compañera inseparable de Turbay. El 18 de diciembre fue liberado, Orlando Acevedo, cerca de Medellín.
Por otro lado, trasladaron a Richard Becerrera al lugar donde se encontraba Diana Turbay en cautiverio.
El 25 de enero de 1991 fue el día elegido por las fuerzas de rescate colombianas para llevar a cabo el operativo que liberaría a Diana Turbay. Este ataque tuvo lugar a las diez de la mañana, en las afueras de una finca ubicada en la zona rural entre los municipios de Copacabana y Guarne, en Antioquia.
Cuando los captores se enteraron de que llegaban los policías ordenaron a los secuestrados que corrieran por el monte para que huyeran junto con ellos. Los periodistas estaban vestidos con ropas de campesinos, para que los oficiales no pudieran reconocerlos. Sin embargo, todo salió mal, pues se produjo un cruce de balas del cual resultó gravemente herida Diana Turbay. Unas versiones dicen que fueron los sicarios quienes dispararon a Turbay, otras afirman que los mismos policías, por error. Posteriormente, se dijo que no había sido una operación de rescate, e incluso el presidente César Gaviria negó el operativo diciendo que se habían encontrado a los carceleros y a los secuestrados por error. Sin embargo, miembros de la organización criminal dijeron todo lo contrario.
Diana Turbay fue llevada por la policía en un helicóptero al Aeropuerto Olaya Herrera y de ahí en ambulancia al Hospital General de Medellín, donde tres horas después murió, a las 5:30 de la tarde.
La madre de la periodista, Nidia Quintero, culpó de la muerte de su hija por igual a Pablo Escobar y al presidente César Gaviria. Al primero lo calificó de insensible e insensato, y aseguró que el Presidente, con indolencia y casi con frialdad e indiferencia, desoyó las súplicas para no rescatar a los periodistas y no poner así en peligro sus vidas. Aseguró también que el Presidente, por presiones de Washington, demoró la promulgación de medidas que modifican, tal como lo habían solicitado Los Extraditables, los decretos sobre no extradición y rebaja de penas para quienes se entregaran voluntariamente.
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El fallecimiento de Diana Turbay no quedó en el olvido. Un año después de su muerte se creó una fundación con su nombre, que se encarga de la formación de periodistas. Además, el programa de becas Diana Turbay de la organización Solidaridad por Colombia ayuda a los jóvenes en sus estudios de educación superior. Se erigió una estatua en la carrera Séptima de Bogotá en su memoria y un barrio de la capital colombiana lleva su nombre. Sus restos descansan en el cementerio Jardines de Paz, del norte de Bogotá.
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Diana Turbay tenía una obsesión: realizar una mesa de diálogo entre los actores violentos de la época. Esto la llevó a buscar a los involucrados. Por eso y a pesar de las advertencias, pensar que Diana desistiría de ese viaje en busca del cura Pérez, era no conocerla.
“Las ideas no se matan”
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Por Maite Sarasola
Pasaron muchas cosas en 1959: triunfó la Revolución Cubana, la selección Argentina ganó su décima segunda Copa América, la “cara oculta de la luna” fue fotografiada por primera vez, y en el municipio colombiano de Santa Rosa de Cabal nació Orlando Sierra Hernández.
Su mamá cuenta que una vez que Orlando comenzó a leer no había palabra que se le escapara de vista y cuando empuñó un lápiz escribió sobre todo lo que tenía a mano. Cuando ya no quedaban papeles seguía igual con su ropa o algún mantel. Es que lo que él necesitaba más que nada en el mundo era escribir. Contar.
Su abuelo y su padre dedicaron su vida a domar caballos. Él eligió la Filosofía y se formó en la Universidad de Caldas. Luego llegó el Periodismo en la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Primero ejerció la docencia en Caldas y luego ocupó el cargo de director de Extensión Cultural. En 1985 se integró al plantel del diario La Patria, de Manizales. Al principio fue colaborador de una columna cultural y con los años llegó a ser Jefe de Redacción para luego tomar el cargo de subdirector del diario. En La Patria nació su columna, “Punto de Encuentro”.
La capital de la corrupción La Coalición
El departamento de Caldas está ubicado en el centro occidente de Colombia. En su capital, Manizales, viven más de medio millón de personas. Tiene una gran producción de café, un volcán, calles empinadas y hace cuarenta años que es manejada por los mismos políticos.
Liberales y conservadores se dividieron el poder mediante una alianza conocida como La Coalición. Así mantuvieron una hegemonía que los habilitó a hacer sin rendir cuentas. La corrupción y el nepotismo conquistaron Manizalez.
El Partido Conservador mantenía como líder al Dr. Omar Yepes y los liberales tenían a Víctor Renán Barco. En ese matrimonio político los cabecillas se ponían de acuerdo para elegir a alcaldes, gobernadores, y cualquier otra figura de poder.
Debido a la cadena de favores que crearon los políticos de Manizales, cualquier denuncia movía más de un punto de la red. Tocar a un político implicaba mover los hilos de una compleja y delicada trama de relaciones de dependencia. Tocar a uno es tocar a todos.
La columna de Sierra
Punto de Encuentro era el nombre de la columna dominical que publicaba Sierra en el diario La Patria, el más popular de Manizales. Era una columna de denuncia que se caracterizaba por tener un contenido fuerte y conciso, enfocado a luchar contra la corrupción y abogar por el respeto de los Derechos Humanos.
Su compañera Gloria Luz Ángel Echeverri cuenta que Sierra era un periodista “muy profesional y responsable”. “No publicaba un artículo o una columna sin estar muy seguro de lo que decía, sin investigar a fondo. La prueba es que aunque trataba temas muy delicados, nunca fue demandado por falsedad o calumnia”.
Su pasado de profesor lo siguió a lo largo de su carrera y el empeño que le ponía a su trabajo periodístico no quedaba ahí sino que “cuando ascendió a Jefe de Redacción acompañaba a los redactores en la factura de las notas, indicándoles cómo orientarlas y haciendo las correcciones necesarias, pero enseñándoles cuáles eran los errores y cómo se podían corregir”.
Orlando era fuerte pero también era un ser humano y en una entrevista al programa Cara a Cara en 2001 explicaba: “Yo soy inmune cuando escribo y muy frágil después de que sale publicado. Yo siento que nadie me puede hacer nada cuando estoy escribiendo eso. Cuando sale esa vaina empiezo a temblar”. Y tenía sus buenas razones para hacerlo.
Palabras grandes
El 16 de julio de 1995 Sierra publicaba la columna titulada “Lazos familiares”, una extensa denuncia de cómo prácticamente toda la familia de Arturo Yepes, político local, se encontraba ocupando cargos públicos. Orlando no generaliza ni exagera y nombra uno por uno a todos los integrantes del árbol familiar de Yepes que trabajan para el Estado.
“No soy antiyepista como podría parecer, soy antinepotista. Me da coraje ver que sucedan estas cosas y que nuestro medio sencillamente guarde silencio frente a ellos. Se hace el de la vista gorda. Con los detentadores del poder hay que ser sinceros y claros. Oficiar de piedra en mi zapato para saber que no se puede ir impunemente cuanto se le antoje a nombre de su poder”.
Las columnas de Sierra tenían nombre y apellido. Acusaban, llamaban, señalaban, interpelaban. Así lo hizo en el 2000, cuando le dirigió una carta abierta a Víctor Renán Barco, líder de los liberales: “Senador Barco, no se puede juzgar bien a quien traiciona una causa y usted lo hizo porque puso a Caldas en manos de rapaces. Se ufana de eso, además: ¿Qué dirigente que se respete se rodea de personas, que como sus segundos, todos han sido cuestionados, enjuiciados o condenados? Usted prefirió el repugnante oportunismo de aliarse con el diablo con tal de conquistar sus fines”.
Ese mismo año Sierra continuó con su dura crítica hacia los políticos de Manizales escribiendo: “Los políticos tradicionales han hecho más daño que bien. Quizás se les deba un puente, un edificio o una buena intriga por Caldas pero eso no compensa que hubieran castrado a tantos. Haciendo de esta una tierra de liliputienses, es decir, de hombres pequeños”.
Otro político contra el que arremetió Sierra en su columna fue Ferney Tapasco, que asumió la presidencia de la Asamblea de Caldas. Lo que Sierra criticaba públicamente era el prontuario de Tapasco, quien ya había sido procesado por los delitos de concusión, encubrimiento y falsa denuncia. “¿Falta memoria al diputado Ferney Tapasco, para recordar estos hechos? ¿Tan frágil es la de sus colegas de la Asamblea? ¿Tan débil su carácter que no tomaron en cuenta a la hora de elegirlo que el señor está sub judice? ¿Tan faltos de dignidad son los senadores Omar Yepes y Víctor Renán Barco que sabiendo que todo esto apaña tal despropósito?”, se preguntaba Sierra en una columna publicada el 17 de marzo de 1996.
Sierra tenía claro que estas denuncias lo ponían en un lugar peligroso: “En un grafiti en Europa un ángel del buen humor transformó la célebre sentencia del filósofo Descartes ‘Cogito ergo sum’, pienso luego existo, por ‘Cogito ergo pum’, para significar el riesgo que significa ir contra la corriente. Pienso, luego ¡pum!, ¡pum!, acallar, chitón, a lo tuyo capullo, a otra cosa mariposa, ¡pum! Dios mío, ¿por qué no me hiciste como a tantos de esta tierra, un poco más cobarde y resignado? Yo también lo confieso le temo al ‘pum’”.
El 30 de enero de 2002 el “pum” llegó. El sicario lo había estado esperando y cuando volvió de almorzar con su hija se le acercó y a pocos metros de la puerta del diario le pegó tres disparos. A los dos días del ataque Orlando moría en el hospital.
Comienzo
El proceso judicial por el homicidio de Orlando Sierra duró más de 16 años y cuando llegó a su fin, en 2018, logró marcar un antes y un después en la historia de Colombia.
El mismo día del ataque, la Policía detuvo al sicario, Luis Fernando Soto Zapata, que fue luego condenado a una pena de diecinueve años y seis meses de prisión. Soto confesó que fue Luis Arley Ortiz Orozco, alías ‘Pereque’, quien le pagó un millón de pesos por matar a Orlando. A pesar de la confesión de Soto, el 8 de febrero de 2012 la Fiscalía se abstuvo de proferir medidas contra él y quedó en libertad.
Tres años más tarde, ‘Pereque’ fue condenado por la justicia a veintiocho años de prisión por considerarlo coautor del crimen de Orlando. También condenaron a Luis Miguel Tabares Hernández, alias ‘Tilín’, jefe de sicarios de la Galería.
En setiembre de 2007, apenas cinco años después de ser condenado, Soto fue puesto en libertad. Lejos quedó el cumplimiento de la pena de diecinueve años, y entre descuentos por buena conducta y otras reducciones cuestionables, salió de la cárcel. Al año fue asesinado en un confuso enfrentamiento con la Policía.
Casi que como repitiendo la historia, en 2010 salió ‘Pereque’ en libertad, también lejos de cumplir la pena de casi treinta años que le había impuesto la justicia.
Autores intelectuales
En 2011 la fiscalía dictó una medida de aseguramiento contra el político Ferney Tapasco y junto a él también cayeron Henry Calle Obando y los hermanos Jorge Hernando y Fabio López Escobar, todos vinculados con el plan y la ejecución del homicidio de Sierra.
El caso de Orlando tuvo otra particularidad: muchos testigos clave fueron asesinados durante el proceso. Marco Aurelio Candelo Muñoz, una de las víctimas, había declarado: “Yo me encuentro con la sorpresa de que estaban planeando la muerte de Orlando Sierra (…). La plata como que vino de una persona de mucho dinero. Ellos dicen que fue un duro el que pagó, un político importante, dicen que fue Ferney Tapasco”.
“El señor Tapasco se reunió con mi patrón, que era ‘Tilín’. Después de la reunión el patrón dijo: ‘la lengua es el peor enemigo de uno’. Yo le pregunté: ¿por qué, ‘Tilín’? Él dijo: ‘ese güevon del periodista se puso a hacer comentarios del señor Tapasco y vea lo que se buscó: una quebrada, es decir, la muerte”. Son parte de las declaraciones que realizó Néstor Arboleda Franco, también asesinado.
A pesar de la “limpieza” de testigos clave, la Fiscalía presentó suficientes evidencias para que Tapasco fuera condenado por el crimen de Sierra. Sin embargo, el 24 de diciembre de 2013, el juzgado único especializado de Pereira sentenció que no había suficientes evidencias y Tapasco fue absuelto junto con Henry Calle Obando, Jorge Hernando López Escobar y Fabio López Escobar que habían sido acusados como coautores del homicidio.
Retrocesos
En un comunicado, la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) rechazó el fallo absolutorio del 24 de diciembre. Expresaron que “la decisión que además de Tapasco, favorece a Henry Calle Obando y a los hermanos Fabio y Jorge López Escobar, es un retroceso en las expectativas sobre una justicia ejemplar en casos de asesinatos de periodistas”. Denunciaron también que el nombre de Ferney Tapasco como presunto autor intelectual del crimen se deriva de las fuertes denuncias que hacía Sierra en sus publicaciones y de diversos testimonios ante la Fiscalía que desde 2003 le atribuían dicha responsabilidad.
“En ese entonces, uno de los testigos aseguró que quien pagó por el asesinato del periodista fue Ferney Tapasco. Otro declarante manifestó que todo se planeó en un bar, donde escuchó a unas personas decir que debían asesinar a Sierra porque “tenía problemas” con el mencionado líder liberal. Un tercer testigo dijo que estando en la oficina del político lo escuchó decir, refiriéndose a Sierra, que “si a este perro no lo ‘organizamos’ en esta semana, me va a publicar unos asuntos malucos”, agregaron.
A pesar de los testimonios la Fiscalía tardó tres años en vincular a Tapasco en la investigación, declara el comunicado de la FLIP. “Luego, la Justicia tomaría seis años más para iniciar el juicio contra el líder político y los otros tres implicados. Sólo hasta septiembre de 2012, 10 años y medio después del asesinato de Orlando Sierra, se dio apertura al primer juicio en Colombia contra autores intelectuales del asesinato de un periodista. A lo largo de los 11 años transcurridos desde la muerte de Sierra, más de 9 testigos que no recibieron protección por parte de las autoridades judiciales fueron asesinados”.
El Juicio
El 24 de junio de 2015, el Tribunal Superior de Manizales le dio un giro de 180 grados al caso cuando condenó a Tapasco a 36 años, tres meses y un día de prisión por ser el autor intelectual del homicidio de Orlando Sierra. Los hermanos López Escobar –amigos de la familia Tapasco- también fueron condenados por su participación en el hecho.
Luego de que los involucrados apelaran la decisión del Tribunal, el 11 de diciembre de 2018, la Suprema Corte de Justicia de Colombia ratificó la condena.
Por primera vez en la historia del país, todos los involucrados en el homicidio de un periodista, desde el que tuvo la idea hasta el que jaló el gatillo, fueron a prisión. Este caso marca un hito, un mojón, en los casos de asesinatos de profesionales de la comunicación.
Precedentes
La compañera de Sierra, Gloria Luz Ángel Etcheverry, destacó el rol que tuvieron los medios de comunicación en darle visibilidad al caso de Orlando. “Es un caso que es ícono en la lucha contra impunidad, en especial en el caso de asesinatos contra periodistas por cuestión de su oficio”.
Echeverri cree que la mayoría de los periodistas en Colombia tienen miedo de hacer su trabajo, aunque hay algunos que se enfrentan a todo, como lo hacía Orlando: “Está la guerrilla, los que eran los paramilitares, funcionarios del Gobierno, hasta los mismos jefes que censuran. Pero pienso que lo peor es la autocensura. Pero eso no solo pasa en Colombia, también sucede en el resto del mundo. El periodismo, bien hecho, es una profesión peligrosa y se necesita mucha valentía para realizarlo”.
Horas antes de su muerte Sierra brindó una entrevista a Caracol TV en la que dijo: “Tratar de silenciar o acallar los medios de comunicación es un acto doblemente terrorista porque es al miedo infundirle el silencio. Ya estamos soportando una guerra, una batalla de armas y de atronar, como para que además tengamos que soportar una batalla de silencios”.
El día de su velorio no reinó el silencio. La marea que acompañó su ataúd gritó una y otra vez: “Orlando Sierra está vivo”. No se equivocaron.
Orlando Sierra está vivo porque las ideas no se matan.
Se quiso zafar de sus captores
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Por Antonio García Iglesias
Guillermo José Quiroz Delgado tenía 31 años cuando falleció tras un incidente con la Policía en 2012. Era periodista, natural de San Pedro (departamento de Sucre). Trabajaba tanto para el modesto diario El Meridiano de Sucre como para varias emisoras y canales de televisión de su municipio.
Llevaba cuatro meses vinculado al Colegio Nacional de Periodistas, que denuncia a menudo la desprotección de los trabajadores del sector en Colombia. Semanas antes de los sucesos que condujeron a su muerte, denunció ante la Fundación de la Libertad de la Prensa (FLIP, organización que colabora con Reporteros Sin Fronteras) haber recibido amenazas por su labor como periodista. Quiroz afirmó haber recibido panfletos intimidatorios, y que las fuerzas de seguridad estatales no se molestaban en proporcionarle seguridad. Lo que ya le había causado algunos conflictos con los uniformados de la zona.
Cuando ocurrió el incidente que llevó a su muerte, Quiroz estaba cubriendo unas protestas contra la multinacional petrolera Pacific Rubiales Energy en San Pedro. La manifestación en cuestión tuvo lugar el 20 de noviembre de 2012. Aunque su defunción no sería hasta una semana más tarde.
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Pacific Rubiales Energy era una de las principales petroleras en Colombia. Formaba parte de la bolsa canadiense, aunque contaba con capital de diversos países de América. Fue una de las mayores empresas en el sector petrolero colombiano hasta su caída en desgracia con la crisis del petróleo de 2014, aunque algunas investigaciones apuntan a que su final fue debido a una mala gestión de su equipo directivo. En cualquier caso, en 2016 se llegó a su venta y a un proceso de desmantelamiento algo complejo y oscuro.
Pero los hechos que tienen que ver con la muerte de Guillermo Quiroz se dan en el momento álgido de Pacific Rubiales Energy. En 2011 comenzaron a darse conflictos laborales de la compañía con su plantilla de trabajadores.
La Unión Sindical de Trabajadores denunció a la multinacional por violar el derecho de asociación sindical, y múltiples empleados afirmaban que la mano de obra no cualificada realizaba jornadas de trabajo excesivas. Sin embargo, la empresa negaba estas acusaciones, afirmando que su política laboral era más que adecuada y acorde con lo establecido en la legislación.
Todo ello hizo que el clima de descontento llevara a la plantilla a poner en marcha protestas y huelgas de producción durante el 2011. Algunas de estas acciones conllevaron incidentes y acciones violentas, llegando a darse ataques a las instalaciones de la empresa. En respuesta había tensión e intervenciones de la Policía en algunos casos.
Uno de los puntos en que Pacific Rubiales comenzó su actividad en Colombia fue precisamente en San Pedro. Tras introducirse en el país con inversiones mineras, el gran salto de la multinacional llegó cuando en 2004 comenzó a explotar el campo de gas situado bajo el municipio sucreño.
Las protestas no fueron un hecho aislado ocurrido en 2011, y se alargaron en el tiempo, con distintas intensidades según el estado de las negociaciones entre la empresa y los sindicatos. Muestra de ello es la manifestación de los trabajadores de esta misma empresa que cubría Quiroz en San Pedro en noviembre de 2012 cuando sufrió el incidente que le conduciría a la muerte.
A pesar de estos conflictos, la actividad de la multinacional en Colombia no cesó. Y cuando lo hizo, fue por razones económicas y no por la presión de sus trabajadores.
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El día 20 de noviembre, Guillermo José Quiroz Delgado fue desde muy temprano con su cámara recogiendo imágenes de los trabajadores de Pacific Rubiales que se manifestaban en su municipio natal, según relataron varios testigos que participaban en la protesta. La manifestación se debía a unos compromisos de la petrolera con sus empleados que la empresa no había cumplido. Había un gran nerviosismo entre los participantes.
La Policía Nacional de Sucre desplegó un operativo para poner fin a la revuelta, mandando a su Escuadrón Móvil Antidisturbios. Para hacerles frente, muchos de los ciudadanos se apostaron en la entrada principal de San Pedro. La tensión aumentaba en la localidad. Mientras tanto, Quiroz, moviéndose en moto, seguía tomando imágenes de lo que sucedía a su alrededor.
En la entrada principal de San Pedro la Policía le dio el alto para requerirle la documentación de su vehículo. El periodista la mostró. Pero según las fuentes policiales no la tenía completa, por lo que los agentes procedieron a inmovilizar la motocicleta y subirla a un camión para llevarla a las dependencias policiales pertinentes.
Quiroz no quedó conforme con el procedimiento de las fuerzas del orden, y dijo que si se llevaban su medio de transporte también se lo llevaban a él, subiendo a continuación al camión. Y a partir de este punto es cuando los hechos están menos claros.
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Según el periodista y sus allegados, en el camión los agentes le golpearon en la cara y lo tiraron del vehículo. Al caer, Quiroz se hizo múltiples heridas en el cuerpo, especialmente en la espalda y la cabeza. Sin embargo, las que le causarían la muerte eran las que había sufrido en la parte posterior de su cabeza, que según los médicos no parecía probable que hubieran sido ocasionadas por la caída.
Estando ingresado en la clínica María Reina de Sincelejo, capital del departamento de Sucre, el periodista denunció ante los medios la agresión sufrida. En esta declaración, dijo con dificultad que le “subieron en un carro” y que le golpearon en toda la cara y le tiraron en marcha. Asimismo, representantes de su familia afirman que estuvo consciente en todo momento y que mantuvo siempre que había sido agredido por los agentes de la Policía.
Siete días después del incidente con los uniformados, Quiroz moría en el hospital. Las heridas en la parte posterior de la cabeza le produjeron un coágulo de sangre que a su vez condujo a unas fallas respiratorias que acabaron con su vida. De esta manera fue como el periodista falleció el día 27 de noviembre de 2012.
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La versión de los hechos que la Policía ofreció era bastante diferente de la que Guillermo José Quiroz Delgado expuso ante los medios, y cambió según avanzaba la investigación. La primera de ellas la ofreció el coronel Salvador Gutiérrez, comandante de la Policía de Sucre, el 22 de noviembre, dos días después del incidente, con el periodista aún vivo.
En esa primera versión, la Policía señalaba que un hombre que era parte activa de la manifestación y que no estaba acreditado como periodista a pesar de llevar una cámara apareció de pronto en moto y sin casco. Según sostenía el comandante, se le reclamó la documentación a esa persona, que resultó no tener ni el seguro obligatorio ni el certificado de revisión del vehículo. Ante estas faltas, se procedió a inmovilizarle la moto y subirla al camión, lo cual indignó al periodista, que trató de bajarla de nuevo y golpeó en el brazo a un agente.
Quiroz fue subido por tanto al camión como detenido, para trasladarle a las dependencias policiales pertinentes acusado de conducta violenta. Sin embargo, según esta primera versión, después de que en el transporte se le identificara como Guillermo Quiroz, el comunicador agrede a uno de los uniformados y se lanza del camión, sufriendo las heridas que causarían su muerte. Esta versión de los hechos perdió fuerza después de que los médicos de la Clínica María Reina apuntaran que era improbable que las heridas que causaron la muerte de Quiroz fueran ocasionadas por la caída.
Más adelante, con Quiroz ya fallecido, la Policía expuso que su caída no se debió a que él se tirara del camión. Pero tampoco reconocieron ninguna agresión.
Según esta nueva historia, él se quiso zafar de sus captores y saltar del vehículo, con intención de evitar su encarcelamiento. Sin embargo, uno de los agentes trató de evitarlo, y ambos cayeron juntos del camión.
Para explicar las heridas en la cabeza que causaron su muerte, la Policía argumentó que debieron de producirse en el forcejeo entre ambos, aunque no se aclaraba cómo pudo ocurrir sin una agresión.
Asimismo, resultaba sospechoso que el hombre que había caído junto a Quiroz no hubiera sufrido graves heridas.
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El 28 de noviembre, día del funeral de Quiroz, el coronel de la Policía colombiana Salvador Vanegas anunció que ya estaba abierta una investigación sobre el caso. El clima en San Pedro tras la muerte de Quiroz era muy tenso, dando lugar a enfrentamientos de personas locales contra policías tras el entierro. Cuatro agentes y 50 civiles resultaron heridos en la confrontación, que estuvo a punto de llegar a la tragedia.
Días más tarde, el 1 de diciembre, la Inspección General de la Policía Nacional anunció que suspendía provisionalmente del cargo a tres agentes que participaron en el incidente que llevó a la muerte del periodista, aunque no facilitaron sus nombres. Esta medida fue revelada por el general Santiago Parras, inspector general de la Policía, que a su vez también anunció el relevo de 14 patrulleros, un teniente y un sargento adscritos a la localidad de San Pedro para así evitar posibles conflictos futuros con habitantes cercanos al fallecido.
Dos meses más tarde, el 5 de febrero de 2013, el subintendente Jorge David Pérez Contreras fue acusado del homicidio por la Oficina de Control Interno de la Policía. Pérez era señalado como responsable por no haber adoptado las medidas de seguridad necesarias en el traslado del comunicador. Pero además, también se señalaba que el subintendente fue el hombre que cayó con Quiroz del camión.
Respecto a esta acusación, el abogado de Pérez concedió una entrevista a El Meridiano de Sucre, diario en el que trabajaba Quiroz. En ella, el letrado negó que se vinculara a tres agentes al caso y dijo que sólo su cliente había sido relacionado con el incidente, y que en ningún momento había sido suspendido, sino que seguía ejerciendo en otra comisaría del departamento. Asimismo, también sostenía la inocencia del subintendente, que había sido agredido por el periodista –lo cual afirmaba que estaba probado–. Además, había reclamado la vinculación con el caso del coronel John Arévalo Rodríguez, comandante del operativo y responsable por tanto del mismo.
Esta versión también suscribía todo lo afirmado desde el cuerpo de policía salvo por los tres agentes supuestamente suspendidos y afirmaba que fue su cliente quien cayó del camión con el difunto, sufriendo sólo heridas leves por su preparación policial. Respecto a la responsabilidad del coronel, añadió además que el camión en que Quiroz estaba siendo transportado no era adecuado para llevar personas detenidas y que había otros vehículos que sí estaban preparados para ello, y que la decisión respecto al transporte escogido era responsabilidad del señor Rodríguez y no de su representado.
Esta entrevista aumenta, por tanto, aún más la confusión en torno a los hechos que condujeron a la muerte de Guillermo Quiroz. Es más, puede extraerse de estas declaraciones que la investigación de la Policía podría estar protegiendo a los responsables por su cargo.
En febrero de 2014, la investigación se trasladó a la Justicia Penal Militar. Hasta entonces había estado en manos de la Fiscalía Novena Seccional de Corozal, pero era este tribunal el encargado de buscar la verdad tras la muerte del periodista.
Este hecho causó la protesta de la Asociación Colombiana de Periodistas Sociales (ACPS), que consideró que se estaba dilatando el proceso y que no se había ofrecido ningún resultado a la familia de la víctima. Sin embargo, el Director de Fiscalías Seccional respondió que el caso de Guillermo Quiroz era competencia de la Justicia Penal Militar y no suya, y que por tanto este procedimiento era inevitable y necesario.
Dos años más tarde, el subintendente Jorge David Pérez Contreras fue juzgado culpable del homicidio de Guillermo Quiroz. El juzgado desestimó la vinculación del coronel Rodríguez y dio así por cerrado el caso del periodista de San Pedro.
“Feliz entre las ramas y las guaduas”
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Por Josefina Queija
“Alto, espigado, serio y burlón. Firme y buen trabajador. Hábil, artesano, creativo, consciente, honesto al extremo. Una mirada inquisitiva. Un silencio atento esperando su turno para nombrar la pregunta dura, la palabra precisa. Confiable. Siempre allí. Pensando, dispuesto. Valiente. Un hermano, un compañero. Feliz entre las ramas y las guaduas. Perfeccionista”. Así recuerdan sus compañeros a Rodolfo Julio Maya Aricape, en un comunicado del Tejido de Comunicación y Relaciones Externas para la Verdad y la Vida, al conmemorar un año de su muerte.
Rodolfo Maya era el menor de siete hermanos, nacidos en el departamento de Cauca, y pertenecientes al pueblo Nasa. A los 12 años, junto con dos de ellos, se traslada a Bogotá a terminar el bachillerato. Allí vive la adolescencia y trabaja como ayudante de una ensambladora de autos y luego como asistente de carpintería. Pero si bien en la capital podría haber llevado una vida tranquila, esto no es suficiente para Rodolfo: necesita volver a su tierra y colaborar con el proceso de organización indígena que se venía gestando en la región.
Pasados sus 20 años, Rodolfo regresa al departamento de Cauca, puntualmente al municipio de Corinto. Este cabildo está conformado por las veredas de Guabito, Pilamo y Vista Hermosa. Cuenta con una población total de 22.825 personas y es uno de los 115 cabildos que se organizaron en el suroccidente colombiano, que alberga al mayor porcentaje de población indígena del país, aproximadamente el 20 por ciento de la población total del Cauca. El pueblo Nasa es la comunidad indígena mayoritaria de la zona, pero en Cauca también hay otras comunidades como los guambianos, ingas, así como afrodescendientes y criollos.
Como analiza la historiadora e investigadora Fernanda Espinosa Moreno, además de la presencia histórica de actores militares legales o ilegales en la zona, hay otras razones por las cuales el conflicto armado colombiano se concentra en ese departamento. En primer lugar, es un corredor estratégico de movilidad de armas y droga ya que esta cadena de negocios se expande en una ruta que va desde el norte de Valle del Cauca hasta las salidas al Pacífico.
Finalmente, debemos observar que el crecimiento de los mega proyectos económicos por parte de empresas transnacionales mineras, como Anglo Gold Ashanti, Cerromatoso y Carboandes, coinciden con el recrudecimiento del conflicto, al entregarse de más de 1.200 solicitudes de exploración minera en el departamento, lo que se traduce al 56 por ciento del territorio. Esto ha generado crisis ambiental y desplazamiento forzoso de comunidades en las zonas de impacto de estas empresas transnacionales. Se ha percibido, además, la creación de unidades militares especializadas en la custodia de los proyectos minero-energéticos lo que aumenta la militarización del territorio. Según Espinosa Moreno, la situación en Cauca es cada vez más grave y diariamente se producen ataques, asesinatos y amenazas donde se perjudica directamente a la población civil.
Para resistir a esta situación de cruce de fuegos, de desplazamiento forzoso y de desprotección estatal, en 1994 se creó la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acin), ubicada en el municipio de Santander de Quilichao. La Acin tiene como banderas fundamentales la unidad, el territorio y la autonomía para llevar a cabo el “Plan de Vida” que implica “consolidar la construcción de nuestro proceso ancestral en plena libertad a través de la participación efectiva de la comunidad”.
Además de contar con proyectos político organizativos, educativos, programas de salud, de planificación y gestión, económico ambientales y jurídicos, también tiene el programa de comunicaciones donde se formó el Telecentro Comunitario Acin, y las emisoras “Voces de Nuestra Tierra”, “Radio Nasa” y “Radio PA´YUMAT”. El programa de comunicación fue creciendo y cobrando cada vez más importancia para la organización hasta que tomó el nombre de Tejido de Comunicación y Relaciones Externas para la Verdad y la Vida. La Acin entiende que la comunicación es una herramienta indispensable de socialización y visibilización del trabajo indígena como estrategia de protección de derechos.
Desde esa organización se comprende que el Tejido está compuesto por Nudos, es decir, equipos y actividades de los proyectos, como comunicadores, profesores, promotores de salud y promotores culturales y el Centro de Comunicación Zonal, cuya función es alimentar y alimentarse de los procesos organizativos. También está compuesta por Hilos, que serían los mecanismos y estrategias que enlazan los diferentes nudos, y finalmente incluye Huecos, que representan la selección de prioridades, traducción e interpretación del trabajo del Tejido, para que de esta manera “cuando se toca un hilo haga vibrar a toda la red”.
El tejido de comunicación no se centra tan sólo en los medios tecnológicos de difusión sino que hace hincapié en la riqueza de los saberes culturales y de los sentidos comunitarios desde donde nace la resistencia de los pueblos. Es por eso que buscan coordinar los medios tecnológicos (radio, vídeo, internet) con las comunicaciones comunitarias, como asambleas y mingas de trabajo colectivo, para complementar la forma de informar con la reflexión y participación para tomar decisiones en conjunto y de manera autónoma. Como el propio Tejido sostiene, el lema es “informar, reflexionar, decidir, actuar para hacer resistencia pacífica a través del conocimiento”.
Frente a este panorama regional, al regresar a Corinto, Maya Aricape integró primero el movimiento juvenil Álvaro Ulcué Chocué, grupo que busca posicionar a los jóvenes del pueblo Nasa como sujetos políticos. En este ámbito, Maya participó como animador comunitario y luego, mientras trabajaba como carpintero para mantener su hogar, ingresó activamente a la Acin, donde se desempeñó como Secretario del Cabildo Indígena del resguardo de López Adentro; coordinador de la Escuela de Comunicación; y comunicador en la Radio Pa´yumat del Tejido de Comunicación.
Los cabildos son la unidad básica del gobierno indígena en Colombia, reconocidos por la comunidad como autoridad tradicional y amparados por la legislación nacional para administrar el territorio indígena de la zona. Como secretario principal del cabildo de López Adentro, Maya se desempeñó como un líder activo realizando denuncias de la violación de los derechos colectivos que sufren las poblaciones del territorio. Desde la Acin recuerdan que “Rodolfo acompañaba las actividades de su comunidad participando activamente en cada responsabilidad que se le asignaba. Ejerció una labor de comunicación diaria informando sobre los sucesos de su resguardo y también reflexionando con la comunidad sobre las diversas problemáticas que la aquejan. Esto lo hacía a través de video foros y de otros espacios de encuentro, en los que se destacó siempre con un posición firme y clara rechazando a todos los actores armados.
Rodolfo Maya, junto con su comunidad, El Guabito, recibió el primer encuentro de la Escuela de Comunicación tomando la responsabilidad de coordinar la logística y la disciplina del encuentro que albergaba a 130 estudiantes de todas partes del país. Los integrantes de la Escuela lo recuerdan como “comunicador de gran fortaleza, ser de decisión y palabras llenas de valor y verdad, continúa siendo para muchos un líder claro y contundente que señala el camino a seguir para encontrar alternativas y hacer frente al constante atropello que vive la población por parte del gobierno nacional, los agentes transnacionales, y demás actores armados que sirven a los intereses del modelo capitalista y neoliberal actual”. En un reportaje realizado para la FLIP, su hermano Diego afirma que Rodolfo siempre llevaba una cámara de video consigo para filmar las mingas y sentar la evidencia del proceso indígena. “En la escuela desarrolló vídeos para grabar la minga, las marchas, los congresos. Él quería construir la memoria de lo que viene haciendo la comunidad”.
A su vez, Rodolfo trabajaba también para la Radio Pa´yumat, emisora que nace en el año 2002. Pa´yumat es una palabra dulce y amistosa que significa “hola, buenos días (tardes, noches), ¿quién hay en casa? ¿Puedo seguir? El casero dirá “meeeka”: “Entre, siga para adentro”.[14] Con esta palabra el pueblo Nasa saluda y pide permiso para entrar, y así convertirse en amigo y conectarse con otras comunidades indígenas de la región. A través de esta emisora, dirigida especialmente al ámbito rural e indígena, se han realizado campañas de sensibilización y alerta para amortiguar el impacto de las acciones de los grupos armados, también denuncias de los abusos que se realizan sobre las comunidades y han iniciado campañas de recolección de víveres, medicamentos y otros elementos de ayuda para la población afectada. En el año 2010, esta radio ha sido galardonada con el premio Bartolomé de las Casas, otorgado por la Casa de América de España “a las organizaciones que defienden los valores de los indígenas de América”.
Por el alcance y la fortaleza de esta experiencia de comunicación, esta emisora, como muchas otras radios de la zona, ha sido blanco constante de ataques de los distintos grupos armados. Como señala Patricia Aley, del periódico El Tiempo, “sólo en el año 2012 Nasa Estéreo ha salido del aire dos veces por los ataques contra la Fuerza Pública en Toribío. En julio del 2011 dos comunicadores resultaron heridos en un atentado con una chiva bomba; dos meses después otra bomba afectó las instalaciones de la emisora. En el 2010 fue asesinado el comunicador Rodolfo Maya, del cabildo López Adentro”. El mensaje de estas emisoras en contra de todos los grupos armados, la constante campaña contra el reclutamiento de niños, y la promoción de derechos humanos y derechos colectivos, ha resultado incómodo para los señores de la guerra, quienes se muestran inconformes con el proceso de organización e información que se gesta en estas comunidades, y han provocado constantemente intentos de censura.
Desde su trabajo para la Acin, tanto como secretario como participante activo del Tejido de Comunicación, Rodolfo dejaba en evidencia el rechazo a cualquier grupo armado legal o ilegal y denunciaba la constante violación de derechos que los pueblos de la región de Cauca sufren de manera continua. Y eso es justamente lo que buscaron silenciar con las balas.
Rodolfo Julio Maya Aricape fue asesinado el 14 de octubre del año 2010 a las cuatro y media de la tarde, en la puerta de su casa en la vereda El Guabito, frente a su esposa Rosa y una de sus hijas de siete años, cuando dos hombres armados que transitaban en motocicleta le dispararon varias veces. Según la Acin, Rodolfo había recibido amenazas en el mes de septiembre, cuando aparecieron letreros intimidatorios en las paredes de la escuela de su resguardo, en los que lo señalaban como integrante de las Farc.
Las amenazas y el asesinato de Maya Aricape no son hechos aislados, sino que hacen parte de una estrategia de intimidación y persecución que se viene incrementando en el territorio, por parte de todos los actores armados. “A todos les interesa destruir este proceso para sembrar su estrategia de muerte y terror sobre nuestros territorios. Sabemos también que esa estrategia no viene sola, detrás vienen todos los megaproyectos con su codicia sin control, para cooptar y someter”, señalan en una publicación de la Acin.
Según un informe de Reporteros Sin Fronteras, “los comunicadores indígenas son amenazados por todos los grupos armados (paramilitares, Ejército y guerrilla) quienes los intimidan a través de mensajes, comunicados y acciones represivas. Les impiden transmitir en su lengua y los obligan a abandonar sus territorios”. Ellos también exigen que “las autoridades deben responder con prontitud y disponer medidas que protejan la vida de las y los radiodifusores indígenas de la zona del Cauca amenazada por la acción de los actores armados. Se debe también salvaguardar y garantizar el derecho de las comunidades del Cauca y Cartagena a transmitir en su lengua, respetando la vigencia de los convenios suscritos por Colombia en materias de diversidad cultural y derechos humanos”.
Pero las balas no lograron silenciar la palabra de Rodolfo. Desde el Tejido de Comunicación declaran: “El delito que cometió Rodolfo fue hablar siempre con la verdad. Porque en este país quien dice la verdad paga el precio con su vida. No tuvo miedo ni se quedó en silencio ante la realidad que vive su pueblo en medio de la guerra, el sometimiento, la ocupación y el engaño de quienes están interesados en este territorio”.
En su memoria, se ha realizado el Festival de Cine Rodolfo Maya Aricape con el objetivo de compartir con las comunidades locales material para la reflexión sobre los temas que afectan a los pueblos pero además, el día 14 de octubre fue declarado por la Acin como el Día de los Tejedores/as de la Verdad y la Vida. Mientras tanto, frente al abandono y la injusticia en el departamento de Cauca, el pueblo indígena se mantiene en resistencia.
“Uno se sentía trabajando en la boca del lobo”
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Por Ester Dachs
El día 10 de octubre del 1989, Martha Luz López, gerente regional de la oficina de El Espectador en Medellín, salía de casa después de la comida del mediodía. Conducía su sedan blanco acompañada de su madre. En un semáforo en rojo, un motorista paró a su lado, sacó una pistola y las acribilló. Una bala atravesó el cuello de Martha, matándola al instante. Su madre resultó herida en la pierna. Entre el caos, el asesino huyó. Una llamada de la Policía informó a sus compañeros.
En la misma ciudad y con menos de una hora de diferencia, Miguel Ángel Soler, jefe de distribución del mismo diario, fue abatido en la puerta de su casa. También por un motorista que huyó en medio del caos. El propio hijo de Soler fue el encargado de llamar para informar al diario.
En un mediodía, la corresponsalía de Medellín quedaba decapitada, sin equipo directivo. En la redacción después de las llamadas de la Policía y de la del hijo de Soler, el teléfono sonó una vez más:
“Esta es una voz de alerta, y lo que digo es definitivo: no queremos volver a ver ese pasquín en Medellín (…) El Espectador, por A o por B, y por orden del ‘Doctor’ tiene dejar de circular en Medellín”.
El redactor jefe que atendió las llamadas empezó a llorar: por un capricho del destino ese día había retrasado su hora del almuerzo, quien sabe si esperándole cerca de su casa había otra moto. Cuando llegó la Policía se confirmaron sus sospechas. Fuentes del cartel de Medellín, el grupo narcotraficante que había declarado la guerra al diario, hablaban de 3 objetivos. Los empleados del periódico se tuvieron que quedar encerrados en las oficinas hasta que en la noche la Policía consideró seguro trasladarlos uno a uno a sus casas. Aun así hicieron el recorrido agachados contra el suelo del coche patrulla. Uno puede imaginarse su horror, su miedo… Lo que no estaban era especialmente sorprendidos. Trabajar en El Espectador y más en Medellín a finales de los 80 era llevar colgando encima la espada de Damocles. Pablo Escobar iba a por ti.
Se ha llegado a llamar a El Espectador como el diario más amenazado del mundo. Se deberían analizar otros casos pero sin duda es un buen candidato al título. Después del asesinato de su director Guillermo Cano (1986[3], Pablo Escobar decidió que el diario tenía que simple y llanamente desaparecer. La amenaza se hacía sentir por toda Colombia, pero era especialmente intensa en Medellín. La ciudad era el centro de poder del grupo de narcotraficantes que dirigía Escobar, el cartel de Medellín, y, a la vez, el lugar de nacimiento del diario.
Y aunque la sede central hacía tiempo que se había trasladado a Bogotá, la corresponsalía de allí tenía aún una gran importancia sentimental. Esas dos circunstancias la convirtieron en uno de los frentes más activos de la campaña. Es fácil suponer que en calidad de gerente de una corresponsalía del diario, Martha Luz asistió al entierro de Guillermo Cano. Viendo como enterraban a su director, ¿fue consciente de que era solo el principio? ¿De las negras nubes que se dibujaban sobre su vida y la oficina qué dirigía? La situación en Medellín iba solo a empeorar.
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La pequeña corresponsalía estaba formada por entre 12 y 18 personas, pero el núcleo duro eran 6. En la dirección estaban Martha Luz, gerente y responsable de publicidad, y Miguel Ángel Soler, responsable de distribución; los otros 4 eran el redactor jefe, un redactor, una secretaria y un periodista gráfico. Los demás eran colaboradores habituales encargados de secciones específicas. A partir del 1986, la vida de todos cambió.
Empezaron las amenazas, llamadas anónimas que se volvieron diarias. Entre ellas destacaba un autoproclamado poeta, que les regalaba creaciones como esta:
“Obedézcanle a Don Pablo,
Él ya les dijo que se fueran
Pero si se ponen tercos como el diablo
No les extrañe que se mueran.
Don Pablo es el rey
Lo que dice es la ley.
El Espectador es un pasquín
Y debe morir”
Por seguridad cambiaron de local ese mismo año, de la carretera Bolívar, pasaron a una casa en Prado Centro. Durante el traslado hubo el primer sacrificado: el letrero que decoraba las anteriores oficinas. Un enorme anuncio de cinco metros de largo con vistosas letras. Un símbolo de orgullo que ahora se veía demasiado temerario. El signo terminó sus días pudriéndose en el patio interior de la nueva sede mientras en su lugar se ponía una pequeña pegatina, de 20 x 5 centímetros, colocada discretamente sobre una ventana. No eran momentos para promocionarse.
María Cristina Arango, colaboradora de la sección cultural de la corresponsalía[6] en esos años, describe la situación de “auténtica cacería”. También explica cómo la economía del diario se volvió una pesadilla. Los ingresos cayeron, muy pocos querían o podían identificarse abiertamente con el diario que Escobar había decido exterminar. El trabajo de Martha Luz como responsable de publicidad se volvió una tarea titánica. La otra fuente de ingreso, las ventas, también se complicó: los ejemplares eran rutinariamente requisados y los quiosqueros amenazados, los únicos que podían leer regularmente el diario eran sus subscriptores.
Martha y los otros trabajadores empezaron a modificar sus rutinas. Dejaron de ir al trabajo con sus coches privados, para que estos no fueran reconocidos. En su lugar, iban en taxi o andando. Nunca salían ni entraban en grupo y cambiaban las rutas con regularidad. Por si acaso.
A principios de 1988 un redactor no pudo más y aconsejado por su familia y la Policía decidió pedir el traslado a Bogotá. En agosto se contrató a Carlos Mario Correa, un joven periodista que describe así el ambiente de su nuevo trabajo:
“En poco tiempo, empecé a sentir la tensión con la cual se trabajaba, el constante nerviosismo de mi jefe, sobre el cual pesaban todo tipo de advertencias. Con solo contestar al teléfono, uno recibía el insulto (…) Uno se sentía trabajando en la boca del lobo, pensando en el peligro de afuera, en ese alguien que seguía nuestros pasos, el sicario que nos esperaba para matarnos.
A principios del 89, la posibilidad de un atentado bomba empezó a tomar cada vez más fuerza. Una bomba estallaría en la calle, así que como medida de protección Martha y el resto del equipo decidió mover la redacción, que estaba en una habitación que daba al exterior, a otra más interior. Unos meses más tarde volvieron a moverse, más hacia dentro, huyendo de esa calle que era cada vez más peligrosa y hostil. Al final del verano, todas las actividades del diario se realizaban entre el sótano y la habitación más céntrica de la casa: la cocina. Los trabajadores hacían broma sobre la situación: “Él último que se vaya que apague la bomba”, se convirtió en una despedida habitual. Cuando el 2 de septiembre de ese año la bomba estalló no allí sino en la sede central de Bogotá, en Medellín la tristeza por sus compañeros se mezcló con alivio, esa alegría perturbadora de saber que no te ha tocado a ti.
Cinco semanas después, los dos dirigentes del diario, Martha y Miguel, murieron bajo una lluvia de balas. La corresponsalía quedo herida de muerte.
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Martha Luz López no era periodista, era una gerente cuya principal función era asegurar la publicidad del medio. Nunca escribió los artículos que tanto enfurecieron a Escobar ni hizo investigación alguna sobre el cartel de Medellín. Su asesinato no fue personal, a sus ejecutores no les importaba quién era o en qué creía. Únicamente trabajaba para el medio “condenado” y se había negado a dejarlo. La mujer de 35 años de pelo negro rizado y mirada sonriente fue sólo un instrumento, un mensaje a los Cano. La llamada telefónica que los narcotraficantes hicieron reclamando la autoría confirmó el objetivo tras la matanza:
“Ustedes, los que quedan, tienen 3 días para desocupar, váyanse a trabajar al Tiempo, al Colombiano, al Mundo, o a otra empresa (…) no responderemos por las vidas de los que sigan ahí”.
El narcotraficante había decido que El Espectador debía desaparecer y no le importaba a cuántos hubiera que matar para conseguirlo. Esta persecución implacable con la finalidad no de terminar con alguien sino de liquidar a todo un colectivo, llevó a que la Procuraduría de Colombia solicitara que el asesinato de Martha y del resto de trabajadores de El Espectador, fueran calificados como crímenes de lesa humanidad. Efectivamente, el 26 de noviembre de 2009, la Fiscalía General de la Nación tomó esa decisión para evitar que 21 delitos cometidos por le Cartel de Medellín prescribieran.
En Medellín, los últimos meses de 1989 fueron muy duros: en noviembre la sede fue cerrada y abandonada. Como insulto final, el Cartel de Medellín instaló un laboratorio de drogas en el edificio. En la ciudad, El Espectador se volvió una autentica rareza, la mayoría de ejemplares eran requisados en el aeropuerto y lanzados al río. Las amenazas a los quioscos siguieron y no era nada recomendable ser visto con el diario en las manos. Parecía que Escobar había ganado. Pero 11 meses más tarde, El Espectador volvió a publicar noticias escritas desde Medellín. Notas redactadas en una sede clandestina por Carlos Mario Correa. El periodista que había entrado a trabajar bajo las órdenes de Martha Luz durante su último año de vida, se negó a que la derrota fuera el legado de sus compañeros.
La sede continuó funcionando en esas condiciones hasta después de la muerte de Escobar, cuando pudo por fin salir a la luz.
“No hizo caso y se dio la orden de ejecutarlo”
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Por Édgar Suárez Osorio
Esa noche estuvo en vela o eso creía. Estaba inquieto. Sentía que no había dormido bien los últimos meses. Soñaba desde entonces con más frecuencia e intensidad. Sabía que su madre Ana Dolores, don Julio, su padre y los ocho hermanos fallecidos, lo protegían, pero últimamente su presencia era muy fuerte. Quería encontrar el idioma que permitiera descifrar el enigma de los sueños y consultaba lecturas sobre su interpretación.
Esa noche los había visto a todos juntos. Revivió su infancia con ellos, en la casa de Aguachica. Martín era el decimoctavo de los veintiún hermanos. No los conoció a todos o al menos no guardaba en la memoria sus caras, pero sabía que estaban ahí.
Soñó que subían a un vehículo, pero él se quedó viendo cómo desaparecían a lo lejos. No entendía por qué ellos estaban felices, mientras el carro se alejaba lentamente. Había leído que no abordar un carro era símbolo de resistencia a la muerte. Una manera inconsciente de perder la cita con el más allá… Martín sentía la compañía de sus padres, pero no los veía.
Estaba amaneciendo, el reloj marcaba las cinco. Estaba solo. Se levantó para no seguir dando vueltas en la cama. No desentrañaría los enigmas mirando al vacío ni en ese duermevela que lo impacientaba, sin entender por qué se había abierto esa ventana a los sueños, a un mundo onírico, cifrado, misterioso… No eran imágenes terroríficas como en las películas que había proyectado en el teatro Leo, una de las salas de cine de su padre.
La familia ya vivía en Bogotá. No quería permitir que su inquietud se notara. Se incorporó con sigilo para no llamar la atención, como si estuviera con su esposa en la habitación. Se controlaba para no aumentar la angustia de sus seres queridos. Hizo lo que pensó que hacía todos los días, para sentir autocontrol, pero estaba más puntilloso que habitualmente.
Era un día cálido, cálido como es su pueblo. El sol salió antes, antes que todos los días. El bochorno empezó temprano. El pueblo estaba muy iluminado.
Había hablado con amigos sobre construir un centro comercial para el municipio de San Alberto, en el departamento de Cesar, del cual haría una maqueta al llegar a Bogotá. Debía llamar para que le buscaran las figuras a escala. Sería un polo de desarrollo para la zona. Este y otros proyectos le permitían pensar en otras perspectivas, que le abrieran al futuro, para no quedarse anclado en el hoy ni en el ayer. Tenía que mirar hacia adelante.
Hoy debía llamar temprano a los niños para tranquilizarlos, decirles que este viaje era el regreso definitivo a su lado, y que se quedaría con ellos en Bogotá para siempre.
Notó que se movía torpemente, lo que aumentaba su fatiga y se exigía controlar sus nervios para sentir que tenía el dominio de su ansiedad. Era un ritual de los últimos días, para espantar los presagios. No dejaba de pensar qué pasaría si se cumplieran las amenazas, como escarnio público.
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No le gustaba que lo llamaran José Bernabé, como lo bautizó el sacerdote y prefería Martín, como todos lo llamaban desde que nació en Aguachica, Cesar, un municipio cercano a San Alberto, el 5 de octubre de 1952, no un 31 de mayo como algunos dirían. Pocos sabían aquel nombre de pila y algunos de sus hermanos se lo recordaban cuando querían molestarlo. Pero casi todos los llamaban ‘Tincho’, abreviatura de Martín.
Últimamente se hacía preguntas sobre la trascendencia de llamarse José Bernabé, que así se llamaba en las Escrituras a San José, pero que los apóstoles lo cambiaron por Bernabé, que significa Hijo de la exhortación, el esforzado, el que anima y entusiasma, y su significado íntimamente lo reconfortaba, porque la radio era una forma de exhortación.
Pensaba frecuentemente lo que había desatado esa angustia que lo agobiaba. ¿Fue prudente señalar a los paramilitares de la zona que extorsionaban en nombre del orden y la tranquilidad? Con cada tropelía de los paramilitares se convencía en la urgencia de exhortar a la gente honrada a rescatar a la región de los delincuentes; sostenía que si el pueblo pagaba a los victimarios serían cómplices y ¿en qué se diferenciarían de los criminales?
Extrañaba la paz que alguna vez se respiró en su región, y lamentaba en lo que se había convertido. Pasó su infancia y adolescencia en Aguachica, su pueblo natal. Era el epicentro geográfico, económico, comercial y social de una rica zona, a la que llegaron bolivarenses, santandereanos, antioqueños, caldenses, boyacenses, a sembrar arroz, algodón, sorgo, ajonjolí y a criar ganado.
Cesar es un departamento situado en la llanura fértil del río Magdalena, que se escindió del departamento del mismo nombre, hacía cuatro décadas, con hacendados absentistas, residenciados en Santa Marta, Cartagena, Riohacha y los dos Santanderes, antioqueños con inversiones en las fértiles vegas del río Magdalena y las llanuras bañadas por las frescas aguas que bajan de la Sierra Nevada. Es una mezcla entre la festiva cultura caribeña y la cultura del interior.
Cuando ya no había tierras disponibles en el Magdalena Medio en los años 70, llegó una oleada de ganaderos paisas, que aceleraron el crecimiento de los municipios de Aguachica, Pailitas, y San Alberto. Allí fue la zona donde los narcotraficantes y esmeralderos como Rodríguez Gacha, Pablo Escobar, Henry de Jesús Pérez, Víctor Carranza, Ramón Isaza, y otros personajes tenían haciendas y donde crearon grupos de autodefensa, asociados con los sanguinarios hermanos Fidel, Carlos y Vicente Castaño. Para preparar a esas bandas contrataron instructores israelíes, que formaron una generación de sicarios para exterminar a líderes de oposición.
Se financiaban con una cuota por hectárea, extorsión a petroleras, contratistas, mineros, traficantes, robo de combustible a los oleoductos, etc.. Puerto Boyacá, llamada “capital antisubversiva de Colombia”, como decía una valla, era el ejemplo que se mostró para Cesar. Los que lo amenazaban a Martín surgieron para proteger a la gente de bien. Trajeron gente de la banda los Masetos desde Puerto Boyacá. Ofrecieron seguridad a las personas prósperas a cambio de un aporte. La organización se volvió tan grande y voraz que la base de contribuyentes tenía que ampliarse y presionaban a todo aquel que tuviera un jornal, un sueldo, una ganancia… cualquier ingreso que gravar.
Seguía dolido con el asesinato de Aída Cecilia Lasso Gemade, la exfuncionaria del municipio a la que le costó la vida aspirar a la Alcaldía. Aída, muy popular, lideraba la red de mujeres y un programa de desarrollo regional. Lo enfurecía saber que a ella y a su hija de 13 años las habían asesinado con garrote. Se rumoreaba que había sido una conspiración de políticos, paramilitares y agentes del Estado, que también dieron muerte al aspirante a la alcaldía de Aguachica, Luis Fernando Rincón, y a muchos más.
¿Cómo detener a esos psicópatas? En medio del terror, ¿qué hacer para labrar un futuro en paz para su familia y su pueblo? Hacía dos años que Martín se había lanzado a la política, porque creyó que se podía frenar ese baño de sangre y aspiró al Concejo Municipal de San Alberto en el 2002, pero esa convivencia entre paramilitares y políticos no se lo permitió, porque se votaba por los que ellos decían. Recordó que alguien parafraseó al escritor costeño Moreno Durán cuando dijo que la politiquería es tan perversa que corrompe hasta al narcotráfico.
Martín se negó a pagar a la delincuencia. Habló por la emisora a la gente del pueblo, para pedir que dejaran de financiar el crimen. Cada billete para las bandas era una cuota para su propio funeral, dijo por los micrófonos de la emisora:
– ¡¡¡Ni un peso más para los asesinos!!!
Era su consigna convencer por lo menos a sus amigos, algunos de los cuales le dieron la espalda. Esos paramilitares que se presentaron como libertadores se habían adueñado del destino de los cesarenses y hoy lo sentenciaban a él, que no había cometido ningún delito, que había trabajado sin descanso por su tierra, que estaba lleno de ideas para el municipio.
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Martín era alegre y querido en su pueblo; todos los que lo conocieron recuerdan alguna anécdota jocosa o alguna parranda, o sus bromas y chistes desabridos, contados con tanta gracia que los hacía destornillar de risa. Otros lo recuerdan con su cámara profesional de 35mm. colgada al cuello, recorriendo una a una todas las calles del pueblo, reuniendo imágenes de todo.
Pasó esa última navidad con parientes y amigos en una finca cercana a San Alberto. Se fue con Carlos Mario, su hijo, en una pequeña motocicleta que difícilmente podía con los dos. Quería que el muchacho manejara para mostrarle confianza, pero tenía tan poca experiencia que cruzando una quebrada se cayeron.
– “Te cagaste la moto”, vociferó incorporándose mientras se revisaba y revisaba a Carlos Mario, que seguía tendido en el suelo sudando de nervios. Pero luego se sintió tan mal por haberse disgustado con él, que no lo perdió de vista toda la noche.
Fue una Navidad agridulce, llena de amor por su tierra y por su gente, revuelto con la desazón que no lo abandonaba. Sentía que lo que le pasaba era injusto, que la gente no entendía su tragedia y celebraba la Nochebuena sin pensar en su futuro.
Evitaba hablar de la muerte, no quería verla como inminente sino como una remota posibilidad existencial; evadía conversar sobre ella, para que no rondara su vida. Usaba eufemismos, gerundios, infinitivos, rodeos: “Si no estuviera…”, “Si desapareciera…”, “Si llegase a faltar”, “Cuando no esté”. Era una manera de no enfrentar una posibilidad real.
No sabía cómo interpretar que las amenazas hubieran disminuido y en cambio hubiera gente extraña rondando por la emisora… eso podría ser una prueba de que corría peligro. Al ser una figura pública en el pueblo cualquiera podía preguntar por él; pero, ¿si fuera un secuestro que estuvieran fraguando…?
Llegó a pensar que no se atreverían a matarlo por ser persona conocida. Les bastaría hacerlo ir y que no hostigara contra la extorsión.
Ya había vivido en Bogotá desde junio y en septiembre regresó a San Alberto, luego de las amenazas y los rumores. Ya había enfrentado a Juancho Prada, el jefe paramilitar, para ver si era cierto que lo había sentenciado por cuestionar lo que ocurría en la localidad.
Prada le dijo que estuviera tranquilo, que eran chismes. Cuando lo visitó en la hacienda desde la que atendía, le mostraron un pozo de agua, donde arrojaban a los adversarios de Prada para alimentar caimanes y babillas. Era mejor no averiguar si era cierto, pero había escuchado historias sobre cómo se deshacía de sus víctimas.
Su familia no le reprochaba ni su oficio ni sus opiniones, pero sí su terquedad, su obstinación de quedarse. Ya lo habían amenazado y advertido de varias maneras para que se callara y se fuera. Quedarse podría ser tomado como un desafío.
No había pensado en vivir un secuestro. ¿Qué sería preferible: la agonía de un cautiverio desesperanzado o una muerte fulminante…? Lo podrían tener largo tiempo, pedir rescate y luego desaparecerlo… Sería una tragedia que sus hijos ni su mujer merecían.
Tenía parientes en toda la región. Era una familia conocida y querida por muchos… Tenía incontables amigos. ¿Lo llorarían?, ¿qué pasaría si ya no estuviera?
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Administró el teatro Leo hasta que su papá descubrió por qué daba pérdidas: a Tincho le faltaba olfato comercial. Martín se sonrió porque era verdad: buscaba películas de actualidad y regalaba entradas a sus amigos. Llevó “Brillantina”, con John Travolta; y Rocky con Stallone, la película más taquillera de la época, que le enseñó que uno sólo está derrotado cuando se rinde.
Cuando joven hizo la publicidad de las películas con un altavoz por todo el pueblo. No tenían aparatos para reproducir grabaciones y tenía que repetir cada dos o tres manzanas la publicidad, y cada cuña publicitaria la hacía distinta: variaba el tono de voz, buscaba distintos registros, cambiaba el texto, buscaba crear expectativa, suspenso, drama, curiosidad.
En 1999, atendió a una convocatoria del Ministerio de Comunicaciones y fue escogido para abrir la radioemisora La Palma Stéreo en San Alberto, Cesar, cerca de su ciudad natal. En febrero del año 2000 salió al aire.
A pesar de tantos años frente a un micrófono todavía se ponía nervioso. Creía que le hacía falta más preparación y quería profundizar sus estudios de comunicación y radio. Había intentado perfeccionar el oficio y se inscribió en cursos de periodismo y radiofonía, pero no concluyó ninguno, porque unos eran elementales u otros muy teóricos.
Tal vez esa era la revancha del profe de inglés, que no le había dejado recibir el título de bachiller en el Colegio José María Campo Serrano, de Aguachica, porque asumió solo la culpa de echar “pica-pica” la silla del profesor. Eso lo perjudicó para iniciar la carrera universitaria. Por eso quería que Carlos Mario tuviera todas las facilidades y realizara lo que él hubiera querido para sí.
Desde las primeras emisiones de su estación radial, Martín tuvo que pagar una cuota a los paramilitares. Martín tuvo que pagar lo que llaman “vacuna”, que no es otra cosa que una extorsión, que ascendía en aquel entonces a 25 dólares al mes, hasta que resolvió no volver a hacerlo.
Todos sabían que venía del bloque paramilitar Héctor Julio Peinado, que operaba desde 1994 en los departamentos de Cesar y Norte de Santander, también llamado Autodefensas de Santander y Sur del Cesar, que a tanta gente valiosa había asesinado, al mando de Juan Francisco Prada, llamado ‘Juancho Prada’.
De los paramilitares de Prada se hablaba desde antes de 1996, a raíz de la masacre en la hacienda Bellacruz, propiedad de la familia del señor Alberto Marulanda Grillo, en Cesar, que cubrió de luto a esa región cuando el grupo paramilitar desalojó a 600 familias que la habían ocupado muchos años. Fueron acribillados 30 campesinos cuando intentaron regresar.
Cuando a Martín le avisaron que hombres armados lo buscaban, estuvo varios meses en Bogotá, hasta que el 22 de diciembre regresó a San Alberto a buscar a alguien que se pusiera al frente de la emisora, “mientras se calmaban las cosas”.
Buscaba razones para vivir en Bogotá. No le gustaba el altiplano, era un “cielo cachaco”, opaco, donde el sol no calienta, las fiestas no son fiestas y la alegría es pa’dentro.
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El día anterior Martín leyó en un diario que, mientras los periodistas reflexionaban en un foro sobre libertad de prensa y sus peligros, el sexagésimo séptimo comunicador era asesinado en seis años; sacó el cálculo: en promedio diez por año.
Iban apenas en febrero, ¿y cuántos faltarían…? ¿Quién podría ser el siguiente? Volvió a estremecerse y se dijo: no hay más remedio, me debo ir…
El año anterior, 2003, habían matado a siete colegas. Una época luctuosa para la profesión, a manos de “fuerzas oscuras”, como es habitual decir.
Ya iban muchos periodistas muertos desde los inicios de los años 90, pero tenía en la cabeza a algunos más cercanos a su región, porque había leído sobre ellos o los conocía personalmente, como a Carlos Lajud Catalán, en Barranquilla; a Jairo Elías Márquez, en Armenia; en El Banco Magdalena, a Hernando Rangel Moreno; a Guzmán Quintero Torres, del Pilón de Valledupar; al periodista radial Gustavo Ruíz Cantillo, de Pivijay, muy cerca de San Alberto; en el 2000, al corresponsal de Voz en Tumaco, Flavio Bedoya Sarria; Ernesto Acero Cadena, en Armenia; a Orlando Sierra Hernández de La Patria, en Manizales; hasta a Elizabeth Obando Murcia, distribuidora de la prensa en Roncesvalles, y en la televisión huilense a Guillermo Bravo Vega, también en el 2003.
De estos se acordaba. Pero en su escritorio había una lista con más nombres que no recordaba, publicada por la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) y por el Proyecto contra la Impunidad, en la SIP.
¡¡¡Ahh!!! Casi olvida a Jaime Rengifo Ravelo, periodista radial y del Quincenario de Maicao, en La Guajira, también asesinado.
Ya le había llegado la segunda advertencia. Sabía que la tercera era letal. Esa era la ley en la zona. No había una tercera llamada. Ya le habían dicho que pagara y que no siguiera haciendo mala propaganda a los paramilitares o, como le dijeron: “Hablando cháchara”.
Los ‘paras’ no se andaban con rodeos. El 22 de diciembre regresó a San Alberto a impulsar la emisora, porque desde que vivía en la capital colombiana la había descuidado, y estaba en apuros financieros.
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Qué hubiera pasado si Santiago Nasar supiera que lo iban a matar, ¿hubiera podido evitarlo? Por lo menos Gabriel García Márquez no hubiera escrito Crónica de una muerte anunciada.
Volvió a pensar en ello cuando llegó la otra amenaza… ¿Sería esta notificación un dictado del destino anunciado por ‘Juancho Prada’, el comandante paramilitar de la región…? ¿O sería inútil huir…? Había que intentarlo, tenía una familia que lo necesitaba y se sentía joven, vital, con planes y con una emisora a la que le tenía cariño por ser su creación y su labor con la ciudadanía podría truncarse… ¿Lo extrañarían los radioyentes…?
La amenaza era seria. Pero, ¿cómo dirigir la emisora a distancia? Era mejor no arriesgarse, le decían en su casa. Temía que la empresa radial a la que puso tanto empeño se viniera abajo.
No podía confiar en la capacidad de las instituciones para protegerlo. Había una estructura en la sombra que no se puede desafiar y estaban atados a ella. Le habían dicho que llevara un arma para defenderse. Pero, ¿de qué puede servir? ¿Qué tal que tomen represalias con los hijos?
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Se estaba demorando más de lo esperado en el pueblo. Ya había pasado Nochebuena con los amigos y un 31 de diciembre en Aguachica con la familia, a donde viajó con Carlos Mario en moto. No quería que los dos hombres de la casa pasaran más tiempo lejos de las mujeres de su corazón.
Habló telefónicamente con Lizeth, la hija consentida, y le prometió que estaría definitivamente con ella. Le atormentaba estar lejos de Liz. Le envió por fax el dibujo de una familia y le escribió cuánto la amaba, al igual que a sus nietos Brandon y Valeria. Volvió a llamar y le repitió su promesa de radicarse en Bogotá. Había urgencia en su voz. A las 10 de la mañana hizo su tercera y última llamada. Le respondió su esposa, le dijo:
– Carmen, tienen que ser a escala las piezas que te pedí para la maqueta del centro comercial, que voy a armar mañana dmingo cuando esté allá en Bogotá.
Luz del Carmen le preguntó por qué aún no había viajado, como había prometido. Le respondió que esperaba una llamada muy importante a las 12 del día. Vería el noticiero del mediodía y tomaría un transporte para llegar a la capital en la noche.
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Estaba en la emisora a la hora del almuerzo. Llevaba tantos días durmiendo a medias y lo invadió el sueño en el sofá de la sala. Lo despertó un fuerte golpe en el pecho y una sombra huyó. Se despertó sobresaltado, como se despertó premonitoriamente tantas veces en las noches. Saltó y se llevó la mano al pecho… El cuchillo estaba incrustado aún. No entendía. ¿Era una pesadilla? Lo sacó apurado y sintió que sangraba a borbotones.
Corrió a la calle con desespero. Buscaba un vehículo que lo llevara al hospital. Desde el centro del pueblo hasta urgencias no podía caminar. Los vecinos lo vieron malherido y le ofrecieron la camioneta para llevarlo al hospital. Él saltó al platón con premura, mientras la camioneta recorría esas infinitas diez calles hasta el centro asistencial, pero era sábado al mediodía. Escuchaba sonar el pito y se apretaba con fuerza el cuello para que no se le fuera el alma. Sentía que el corazón bombeaba con fuerza. El viaje fue interminable, el camino larguísimo.
Llegaron al hospital. No esperó ayuda y saltó al andén. Corrió a la puerta principal y la empujó pero estaba cerrada, era mediodía y estaban almorzando… Dio la vuelta a la edificación, buscando la puerta de urgencias.
– ¡¡¡Mierda está cerrada!!!, se dijo- ¡¡¡No puede ser!!! Golpeó con las fuerzas que le quedaban, el celador lo oyó y corrió. No encontraba la llave.
– ¡¡¡Abra, abra!!! ¿Dónde está el médico? ¡¡¡Llámelo!!!
Se desplomó… Edipo, Santiago Nassar… sus ocho hermanos, Anita, su madre. Don Julio, su papá, ahora lo entendió todo… Los médicos dijeron que el retirar la hoja del cuchillo aumentó la hemorragia. En las noticias dijeron:
“Fue asesinado de una puñalada en el pecho. Aunque no se ha comprobado que fuera victimado como consecuencia de su actividad comunicacional, esta hipótesis tampoco había sido descartada en las investigaciones”.
Todos sabían quién era el verdugo, pero nadie lo decía, ni la Policía…
Otras noticias lacónicas dieron cuenta tres días después de su asesinato:
“Asesinado empresario de radio: El ejecutivo de radio y salas de cine, Martín La Rotta Duarte fue atacado con cuchillo por un hombre que irrumpió en las oficinas de la emisora La Palma Estéreo de la localidad de San Alberto, Cesar”.
“Asesinan a dueño de emisora: Valledupar Al mediodía del pasado sábado en San Alberto (Cesar), un desconocido asesinó, con un arma blanca, al empresario de cine y radio Martín La Rotta Duarte. La Rotta, propietario de la emisora La Palma Estéreo, falleció cuando era trasladado al hospital regional del municipio vecino de Aguachica. La versión que manejan las autoridades es que su atacante pertenece a un grupo armado ilegal que opera en la región y le estaba cobrando una vacuna de 50.000 pesos, que el empresario se negó a pagar”.
Tres años después del asesinato, Juan Francisco Prada Márquez, conocido con el remoquete de ‘Juancho Prada’ confesó el crimen en versión libre, para obtener rebaja de penas por colaboración. Dijo que lo mandó a matar porque le hacía mal ambiente a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) desde su emisora e invitaba a los ciudadanos a no pagar tributos a los paramilitares. No había cargos contra él por este crimen. Nadie lo preguntó y él lo soltó en la cara de todos, mostrando a los tribunales su efectividad.
Fue condenado el 11 de diciembre de 2014 por 78 hechos, entre ellos desplazamientos forzados, homicidios, desapariciones y torturas y salió en libertad en el año 2015
* Revisión del texto: Rodrigo Iván Suárez Cabrera y Heidy Angarita Suárez. Con la colaboración de Luz del Carmen Prada, Carlos Mario y Lizeth La Rotta Prada.
El próximo sábado publicaremos el perfil de Marta Luz López, gerente del diario El Espectador en Medellín, asesinada el 10 de octubre de 1989 en la capital antioqueña.
“Capaz de interpretar los sentimientos del ser humano”
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Por: Antía García
Podría decirse que Guillermo Cano Isaza ya era periodista mucho antes de nacer, mucho antes incluso de saber para qué servían los teletipos o cómo utilizar una máquina de escribir. Hijo de Gabriel Cano y Luz Isaza, Guillermo pertenecía a una de las grandes estirpes de periodistas de Colombia, y era consciente de ello.
Desde su nacimiento el 12 de agosto de 1925, y a lo largo de toda su vida, Guillermo se crió en el seno de una familia que vivía por y para el periódico. Circunstancias que, inevitablemente, lo llevaron a dedicarse por entero al ejercicio del periodismo con el mismo entusiasmo que le habían transmitido sus mayores.
Sus primeros pasos como comunicador los dio en el Gimnasio Moderno de Bogotá, donde cursó la enseñanza básica y el bachillerato. Fue en este centro donde puso en práctica por primera vez todo lo que había aprendido de su familia, y donde conoció de primera mano lo que significaba dirigir un periódico. En su sexto año tomó las riendas de El Aguilucho, el diario del centro donde dio los primeros pasos de una carrera de fondo que, años después, lo llevaría a dirigir El Espectador.
Cano pasó a formar parte del periódico familiar en 1943, una vez terminados sus estudios. Sus inicios en este diario fueron como los de cualquier otro periodista, aprendió la profesión desde abajo, siempre con el innegable apoyo de su padre, Gabriel Cano.
Comenzó escribiendo artículos culturales, que con el paso del tiempo dejaría para dedicarse a la crónica taurina. Fiel seguidor de Conchita Cintrón, famosa torera peruana, se ganó a pulso el pseudónimo de Conchito, por sus notas taurinas que algunos definían como “tan severas y eruditas, que su vocación dominante no parecía ser la de periodista sino de novillero”. Además, en sus años preparatorios como periodista raso, Cano escribió también numerosas crónicas deportivas desde Europa.
En lo personal Guillermo Cano era, tal y como lo define su viuda Ana María Busquets, “una persona sensible y empática, capaz de interpretar los sentimientos del ser humano”. Como periodista, los que lo conocen aseguran que reflejaba esta personalidad en todos sus textos ya que nada le impedía defender a los que consideraba inocentes o solicitar que se castigara a los que lo merecían. Esta ética profesional le ayudó a ejercer el periodismo durante los duros años que precedieron a su entrada en el periódico, una etapa que cambió no solo la política del país sino también a su sociedad.
La violencia
En 1946 el paisaje político de Colombia era convulso y estaba marcado, principalmente, por la división del partido liberal y el ascenso de Mariano Ospina a la presidencia del país. Un período denominado ‘La violencia’ que dividió ideológicamente al pueblo colombiano. Fue en esta época, 1948, cuando El Espectador fundó su dominical en el que participaron, como parte de la plantilla, grandes firmas del periodismo colombiano como Álvaro Panchón, quién con el paso del tiempo pasaría a ser un gran amigo de Guillermo Cano. Ese mismo año Colombia se quedaba petrificada ante el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el candidato liberal. Comenzaba así el Bogotazo, una de las etapas más duras para el periódico.
Apenas un año después del asesinato de Gaitán, Gabriel Cano asumía la dirección de El Espectador, y junto a él Guillermo aceptaba la responsabilidad de ayudar en la orientación periodística del diario. El clima de violencia y el descontento de la sociedad colombiana fueron incrementándose en los años posteriores, hasta que el 6 de septiembre de 1952 una turba enfurecida arremetió contra las sedes de los principales periódicos de Bogotá.
Ana María Busquets, viuda de Guillermo Cano recuerda aquella noche con tristeza. “En las primeras horas de la tarde avisaron de que una turba de gente que, se veía organizada, había apedreado el periódico El Tiempo, muy cercano a las instalaciones de El Espectador. Cuando nos asomamos al balcón del décimo piso, donde vivía la familia, y en el mismo edificio del periódico, vimos como llegaba la manifestación y atacaban por primera vez las oficinas, luego se presentaron dos incursiones más hasta que lo incendiaron”.
Apenas once días después de este terrible incidente, y con la sede del periódico todavía derruida por los disturbios, Gabriel Cano renunciaba a su puesto como director y Guillermo aceptaba el reto que suponía tomar el mando de El Espectador en aquella época y en los años que estaban por llegar.
Gabriel García Márquez definió así la llegada de Cano a la dirección de El Espectador: “El mejor periódico del mundo tenía al director más joven del mundo: Guillermo Cano de 25 años, el ejemplar más retraído de una tercera generación de periodistas congénitos. (…) En una época en la que el oficio no se enseñaba en las universidades, sino que se aprendía a pie de vaca, respirando tinta de imprenta. (…) Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras (…) Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor”.
A pesar de su juventud Cano supo compaginar sus mejores cualidades como la humildad, con el carácter recio y la valentía que era necesaria para dirigir el periódico.
El golpe de estado de Gustavo Pinilla no tardó en llegar y la censura se cernió sobre El Espectador y sobre el resto de medios de comunicación de Colombia. Desde que asumió su cargo como directo Guillermo había mantenido el firme propósito de mantener los ideales del diario, y los suyos propios –basados en la defensa del pueblo colombiano–. Los métodos de control del Gobierno no se lo pusieron fácil en absoluto. Aun así supo enfrentarse, con esa valentía que lo caracterizaba, a los problemas que se le presentaban al periódico en su día a día, buscando siempre la mejor solución cuando la censura prohibía la publicación de un editorial o impedía la salida del periódico.
De esta manera, Guillermo Cano comenzó una de las luchas más largas de su vida: la defensa de la libertad de expresión y del libre ejercicio del periodismo. La presión de la dictadura contra todos los diarios que consideraba de la “oposición” era muy fuerte.
La noche en la que Cano ofreció a Lleras la dirección de El Independiente el director de El Espectador fue agredido por dos hombres a la entrada de su casa. Ana María Busquets, que estaba presente en el momento de la agresión recuerda así aquella noche: “La noche en que se le ofreció a Lleras la dirección de El Independiente, saliendo de casa de mis suegros, nos siguió una camioneta con gente extraña que, cuando llegamos a casa golpearon a Guillermo y no pasó nada peor, porque pasaban unos amigos que asustaron a los asaltantes”.
Las agresiones físicas que había sufrido Cano no impidieron que el proyecto saliera adelante y finalmente El Independiente cubrió las calles de Colombia. Pero este nuevo diario era un testigo incómodo de la realidad del país para el Gobierno de Pinilla que presionó a la dirección del periódico hasta que este no tuvo más remedio que apagar las rotativas y dejar de publicarse.
Vuelta a la democracia
Con el tiempo volvieron a Colombia, casi a la par, la democracia y El Espectador. El diario volvía dispuesto a quedarse y a consolidarse como uno de los grandes periódicos del país, y así fue. Bajo la dirección de Guillermo Cano el diario comenzó su expansión para llegar a todos los rincones de la geografía colombiana. Este crecimiento no vino solamente de manos de los cambios técnicos y estéticos como la implantación del color en sus páginas, sino que también –siguiendo los ideales de Cano– comenzó a aceptar publicidad de los dos partidos políticos, para asegurar la pluralidad.
Además, fue uno de los primeros periódicos de Colombia en aceptar entre sus páginas a comentaristas de ambas ideologías que escribían con total libertad sobre diferentes temas. Cano seguía, de esta manera, luchando por uno de sus grandes ideales la libertad de prensa y la expresión pública de todas las ideologías. A estos cambios los acompañó también la apertura de la nueva sede del diario en la Avenida 68 de Bogotá, en la que años después se viviría uno de los capítulos más negros de la historia del periodismo colombiano.
Con la llegada de la democracia y de la libertad de prensa Guillermo Cano ayudó desde su puesto al fortalecimiento de una nueva generación de periodistas como Gabriel García Márquez, Juan Gossaín, o Consuelo Araújo Noguera. Muchos de ellos, como Gabo, –como llamaban a García Márquez– pasaron con el tiempo a ser uno de los grandes amigos del director de El Espectador, quién incluso llegó a defenderlo públicamente, desde su Libreta de Apuntes, de los ataques recibidos por el pueblo cuando estos eran injustos.
En esta línea, Cano publicó las siguientes palabras el 1 de marzo de 1981. “Me precio, y lo digo sin soberbia, pero sin modestia, de conocer bastante bien a Gabriel García Márquez como hombre, como periodista, como creador de la maravillosa fantasía de la realidad, de su posición ideológica, de su sentido personal sobre la realidad colombiana y de su amor a la patria, como para afirmar sin ninguna vacilación que jamás buscaría la publicidad bastarda para su obra por venir, como afirmaron no pocos “comunicadores sociales” con inaudita ligereza”.
Siguiendo su línea ética, puede que heredada por su familia, pero sin lugar a dudas, asumida como propia, defendió siempre a los que consideraba que lo merecían, desde sus primeros escritos hasta los últimos.
Gabriel Cano, su padre, influyó enormemente en esta ética periodística que tan arraigada tenía Guillermo. “Hube de pronunciar varias palabras sobre Gabriel Cano en las que intenté (…) dar si quiera una aproximada semblanza de lo que representó, de lo que él hizo, de lo que sufrió (…) para que se mantuviera, si ni siquiera pecados veniales, la integridad moral, la independencia de todos los poderes humanos, la consagración al servicio de Colombia y del liberalismo de El Espectador”.
Lo que no se puede negar es que Guillermo Cano mantuvo siempre estos pilares que su padre había asentado en el periódico, en especial en lo referido a la independencia de los poderes humanos. La cual demostró en los años 80, cuando Colombia estaba sumida en un inmensa crisis económica. Guillermo no dudó ni un momento en denunciar las defraudaciones financieras y en alertar de las trampas de los que apodó “los de cuello blanco”.
A pesar de que estas denuncias sobre el conglomerado financiero Grupo Grancolombiano pudieran suponer la retirada de parte de la publicidad del periódico, y con la oposición de varios miembros de la junta directiva del periódico, Cano prosiguió con sus investigaciones, porque consideraba que alguien tenía que denunciar los malos manejos de los bancos y las estafas de los que tenían el poder económico.
Pero la gran lucha de Cano por la defensa del pueblo colombiano no fue ni contra los poderes económicos ni políticos –contra los que también escribió artículos muy críticos cuando lo consideró oportuno–, sino contra lo que él consideraba la gran lacra del país, el narcotráfico. Una lucha que, desafortunadamente, le costó la vida.
Un ejemplo de su lucha contra el narcotráfico durante los años 80 son sus artículos publicados en la Libreta de apuntes. En la tribuna titulada ¿Dónde están que no los ven? Cano se refería de la siguiente manera a la “lacra” que las drogas suponían para Colombia. “¿De qué raro y exótico privilegio disfrutan estos narcotraficantes de la droga y mercaderes de la muerte para que contra ellos la justicia no logre avanzar un paso en el esclarecimiento de los delitos que se les atribuyen y de los cuales parecen existir abundantes pruebas? En nuestras cárceles hay muchos delincuentes y hasta no pocos en quienes si se han cumplido las órdenes judiciales de captura y detención, Y hasta un puñado de banqueros inescrupulosos, abusadores y estafadores, están en sus celdas de las cárceles colombianas.”
Cuando el gran narcotraficante Pablo Escobar fue nombrado suplente en la Cámara de Representantes en 1982 Cano ya sabía quién era y cuáles eran sus negocios, y también era consciente de que uno de los lugares más representativos del país se estaba corrompiendo gracias a los narcotraficantes. Cano empezó en este momento su lucha para alertar tanto al Gobierno como a la gente de lo que estaba pasando y de la gravedad del problema.
Guillermo Cano libró esta lucha desde su tribuna en la Libreta de Apuntes en la que defendió la lucha contra el narcotráfico que estaba llevando a cabo el ministro Rodrigo Kara Bonilla.
Gracias a estos artículos logró poner en la agenda pública este gran problema, a pesar de que las instituciones públicas parecían no escucharlo. Su viuda, Ana María Busquets, asegura que si sus alertas hubieran sido escuchadas y el tráfico de drogas hubiera sido reprimido –como solicitaba una y otra vez– tal vez Colombia no hubiera pasado por esa época tan nefasta marcada por la muerte, la violencia y las bombas que atemorizaban a la población a lo largo de todo el territorio.
A pesar de que tanto su mujer como sus compañeros le advirtieron de que se ponía en peligro cada vez que su columna atacaba a los narcotraficantes, nunca cedió en su lucha. Cano era consciente del riesgo que implicaban sus denuncias, pero a la vez pensaba que el cartel de Medellín no sería capaz de asesinar a un periodista como él.
Busquets temía que algo malo pudiera pasarle a Cano, aunque este nunca le comentó si había recibido amenazas del cartel de la droga. Pero, sus palabras en una entrevista realizada poco antes de su asesinato, “no se sabe lo que le puede pasar a uno cuando sale por la noche del periódico”, dan a entender que él sí que era consciente del riesgo que corría al enfrentarse a Escobar y el resto de traficantes.
El asesinato de un gran periodista
El 17 de diciembre de 1986, a las 7:15 de la tarde Guillermo Cano salió del periódico y se dirigió hacia su coche con la intención de ir a su casa. En cuanto tomó el giro en U de la Avenida 68 de Bogotá aparecieron dos sicarios de Pablo Escobar sobre una motocicleta con una única misión: acallarlo a sangre fría. Matando a Cano pondrían fin a las columnas de la “Libreta de apuntes” que sacaban los colores al narcotráfico, y en especial, al cartel de Medellín.
Busquets recuerda que fue el hermano de Cano quién fue a su casa para contarle que habían disparado a su marido. “Habíamos pasado muy mal día porque en las horas de la mañana, nos dijeron que habían asesinado a la corresponsal de cuestiones culturales de El Espectador, en Miami. Yo había estado preocupada todo el día pero Guillermo estaba seguro que ese suceso no tenía nada que ver con mafias”, rememora Busquets.
En cuanto se enteraron de lo sucedido ella y el hermano de Cano se dirigieron directamente al periódico para ver qué había sucedido. “Cuando llegamos, al ver la cara de uno de las periodistas más antiguos del periódico, me di cuenta que no había nada que hacer”, relata dolorida Busquets. Ana María Busquets recuerda perfectamente cómo se despidió de su marido, “estaba con el rostro tranquilo, le di un gran beso y me fui por la puerta de atrás hacia el periódico”
Según relata Busquets el lugar del crimen, y puerta de El Espectador, no tardó en llenarse de políticos, reporteros y curiosos que se acercaban para dar el pésame a la familia de unos de los periodistas más combativos del momento.
“Esa noche me preguntaron si me parecía bien que se hiciera una manifestación en homenaje a Guillermo y desde luego lo aprobé. Nunca pensé que tanto su entierro, como luego esa manifestación, serían tan grandes y recibiéramos tanto apoyo”, recuerda la viuda.
Al día siguiente del entierro de Cano todos los medios de comunicación de Colombia se mantuvieron en silencio en solidaridad con su compañero de profesión, y por respeto a la familia, hasta el presidente de la república aseguró que Colombia estaba de luto.
El país había perdido a uno de sus grandes defensores, un hombre que con su pluma supo sacar a la luz los trapos más sucios de las instancias más altas, todo con un único propósito, que la sociedad supiera lo que estaba pasando, y denunciar a aquellos que lo merecían para que recibieran su justo castigo y hacer de Colombia, su amado país un lugar mejor.
Guillermo Cano ya era periodista mucho antes de nacer, lo fue durante toda su vida. Durante 44 años se dedicó por entero al ejercicio de la profesión, siguiendo sus ideales, su carácter, sin perder nunca el punto de vista humano. Con sus textos denunció a muchos, haciendo una defensa de lo defensable, pero también se acordaba de aquellos a los que quería, porque Guillermo Cano fue –como lo define su viuda– ante todo una persona romántica, sencilla, alegre y orgullosa de su familia; pero también fue una persona valiente, que no se dejó amedrentar, y que dio ejemplo como liberal, patriota y defensor de los derechos humanos.
“Aunque me digan pro yankee”
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Por: Johana Muñoz
“Prefiero la presión del Gobierno de los Estados Unidos a la presión de los narcos. Prefiero la influencia de los gringos sobre el Gobierno a la influencia de los narcotraficantes. Prefiero la intervención gringa en nuestros asuntos internos a la de los carteles de la droga”.
El 20 de marzo de 1997, a sus 55 años de edad, fue asesinado Gerardo Bedoya Borrero en una calle de la ciudad de Cali, Colombia. Cinco impactos de bala cobraron la vida de una figura reconocida por su labor en la política y el periodismo.
Bedoya murió a manos de un sicario, durante aquel capítulo del conflicto colombiano en el que las mafias de la droga gobernaban y se silenciaban a tiros las ideas de líderes políticos y periodistas.
Entre la política y el periodismo
Gerardo Bedoya nació en Cali en 1941. Hijo de Alfonso Bedoya y Rosa María Borrero de Bedoya, fue criado en el seno de una prestigiosa y tradicional familia caleña, en la que pudo desarrollar un intenso amor por su ciudad y su cultura.
Definido por sus allegados como un intelectual, literato, poeta y líder político. Gerardo Bedoya, abogado y economista graduado de la Pontificia Universidad Javeriana, a sus 55 años fue autor de varios libros. Entre sus trabajos destacan su libro de poemas “Con mis duras palabras” (1964) y otros textos, de mayor circulación, dedicados a la política. En esta materia sobresalen títulos como “El partido político” (1968) y “La muerte del Frente Nacional: historia secreta y pública” (1988).
Siguiendo los testimonios de sus amigos cercanos publicados luego de su asesinato se refleja como desde su juventud Gerardo transitó entre su inquietud intelectual, su interés por la política y su pasión por el periodismo.
Desde la época universitaria Bedoya encontró representados sus intereses e ideales políticos en el conservatismo del que fue militante hasta su muerte. Él, al igual que otros conservadores de su época, hacía parte de un grupo de jóvenes que en la década de los sesenta ya destacaba en la Universidad Javeriana por su vocación política e interés en el periodismo. Hugo Palacios Mejía, jurista colombiano y amigo de Bedoya, en una entrevista concedida en el 2002 a la revista universitaria de estudios socio-jurídicos, reconoció en el periodista a uno de sus más entrañables compañeros universitarios y señaló que, desde aquella época, ya contaba con una importante proyección política que lo acercó a figuras representativas del partido conservador como Álvaro Gómez Hurtado.
Según las declaraciones de su familia y allegados, entre Gómez Hurtado y Bedoya se crearon fuertes lazos de amistad. Para muchos Gómez Hurtado fue su mentor en el periodismo, siendo quien le llevó a la dirección adjunta del diario conservador El Nuevo Siglo. Una experiencia que marcaría los inicios de Bedoya como periodista.
Paradójicamente, la historia de estos amigos no solo se ve entrelazada por su militancia en el partido conservador y sus inquietudes periodísticas, también lo hace al tener en cuenta sus fatales desenlaces. Dos hombres que pasaron a la historia, siendo asesinados en la década de los noventa en Colombia, mientras denunciaban una casta política íntimamente relacionada con el narcotráfico y el paramilitarismo.
En su faceta política, Bedoya desempeñó cargos de relevancia en Colombia. Bedoya hizo parte de la Secretaría General de la Alcaldía de Bogotá, la Secretaría de Gobierno del Departamento del Valle del Cauca, la Cámara de Representantes y fue Ministro Plenipotenciario ante la Comunidad Europea. Sin embargo, tal como señaló Luis Guillermo Restrepo, en la conmemoración de los diez años de su asesinato fue precisamente “su formación intelectual la que lo llevó a cuestionar todo… y de allí que su carrera dentro del partido conservador estuviera matizada por los reconocimientos de sus calidades como pensador y líder y por sus dificultades en el ejercicio de la política”.
Posterior a su incursión en El Nuevo Siglo, la faceta de Bedoya como periodista encontró continuidad a principio de los noventa en el diario El País de Cali. Lugar al que fue llamado por el también político y periodista Rodrigo Lloreda Caicedo, quien entonces ocupaba el cargo de director. Allí Bedoya ocupó un papel importante como editor de opinión y columnista, dándose a conocer como un periodista apasionado.
Desde su columna titulada Textos, Bedoya publicaba dos veces por semana. Hablando de su ciudad y relacionando la coyuntura política nacional el periodista aprovechaba cada oportunidad para manifestar su compromiso por denunciar a un gobierno sin ética que venía relacionándose con el renombrado Cartel de Cali.
Para 1997, año de su asesinato, Bedoya ya resaltaba entre los periodistas caleños por sus brillantes, vibrantes y atrevidas columnas caracterizadas por señalar de forma abierta y directa su repudio por los cabecillas del cartel, la cultura del narcotráfico que se había instalado en la ciudad y, principalmente, por sus duras críticas contra la esfera política. Gerardo hablaba en Cali de asuntos que ya eran motivo de polémica a nivel nacional e internacional.
El periodista, al igual que muchos de sus colegas, abordaba un tema de interés público desde un medio de comunicación local que involucraba actores de poder a nivel nacional. Estos elementos, sumados a no contar con garantías de protección, se convirtieron rápidamente en factores de riesgo que ubicaron a periodistas como Bedoya en la boca del lobo.
El contexto nacional
A finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, Colombia repitió patrones violentos en un proceso electoral. La violencia fue ejercida por las mafias del narcotráfico y el paramilitarismo, segando la vida de importantes líderes políticos como Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán Sarmiento, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, todos nombres que pasaron a hacer parte de la historia de la violencia política en el país.
Sin lugar a dudas, en la historia reciente de Colombia los comicios de 1990 marcaron uno de los periodos más críticos. Tres de los candidatos presidenciales con mayor influencia y representación política fueron asesinados. Galán, Pizarro y Jaramillo fueron los líderes políticos que, promoviendo nuevas ideas, se convirtieron en víctimas fatales de una maquinaria de intereses superiores a ellos.
En este panorama, el 27 de mayo de 1990 César Gaviria Trujillo, representante del Partido Liberal Colombiano, fue elegido presidente de la República. El gobierno de Gaviria se caracterizó por declarar la guerra al narcotráfico y a los carteles de la droga en Colombia con el apoyo de los Estados Unidos. Entre sus grandes hitos se destacó la caída del líder del cartel de Medellín, Pablo Escobar, en 1993. Para finales de su mandato, en 1994, Colombia tenía una nueva Carta Constitucional y se había vendido la imagen de un país libre de mafias.
Rápidamente el mito de un narcotráfico debilitado se enfrentó a los escándalos desatados durante el periodo presidencial de Ernesto Samper Pizano quien, en representación del Partido Liberal de Colombia, ganó las elecciones de 1994. Un año después de su posesión presidencial, salió a la luz el proceso ocho mil; uno de los procesos judiciales más importantes de la historia de Colombia, que marcó el inicio de una lucha titánica para desmantelar la narcofinanciación de campañas políticas en el país. Durante este proceso se demostró que las mafias continuaban permeando las altas esfera del poder y como resultado de este fueron encarcelados y juzgados varios representantes políticos del momento.
Frente a este contexto la situación política colombiana requería de un periodismo crítico y aguerrido, pero al mismo tiempo convertía el país en uno de los escenarios más peligrosos de Latinoamérica para ejercer la profesión; principalmente para quienes trabajaban desde medios independientes, regionales y locales.
El asesinato de Gerardo Bedoya y su investigación
Desde un inicio, las declaraciones realizadas por familiares, amigos y compañeros de trabajo de Bedoya dejaron entre ver como a raíz del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, en 1995, el estilo de Bedoya se había dirigido a una lucha mordaz contra la corrupción en Colombia. En sus columnas, cada vez más críticas, el periodista se pronunció en repetidas oportunidades en contra del Gobierno de Samper Pizano y expuso controvertidos puntos de vista acerca del apoyo del gobierno de Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico.
En febrero de 1997 Bedoya publicó en El País de Cali su columna titulada “Aunque me digan pro ‘yankee’”, en ésta reafirmó su posición frente al narcotráfico. “Prefiero la influencia de los gringos sobre el Gobierno a la influencia de los narcotraficantes”, señaló, en las primeras líneas.
Aunque en su columna reconoció la doble moral de Estados Unidos frente al tema de las drogas, también afirmó que la intervención y la presión internacional ejercida eran un llamado a actuar sobre la realidad del país “Nos han abierto los ojos sobre el horror del narcotráfico y nos han obligado a terminar con la tolerancia que aquí se practicaba a todo nivel en torno del narcotráfico”.
Gerardo Bedoya, con su postura controversial, fue partidario de la extradición de los narcotraficantes; simpatizaba con la idea de que estos pagarán su condena en Estados Unidos, porque consideraba que las cárceles de Colombia no garantizaban que los cabecillas de los carteles dejarán de tener influencia en la sociedad. Era un simpatizante acérrimo de implementar leyes que impidieran el lavado de dinero en Cali por parte de los carteles, favorecía la posición estadounidense y, tal como señaló su hermana Clara Bedoya, repudiaba de manera directa el Gobierno de Samper Pizano.
Su lucha e interés por hablar de lo que sucedía en el país fue emprendida desde un medio regional y en una ciudad dominada por un importante cartel de la droga. El cartel de Cali, dirigido por los hermanos Rodríguez Orejuela.
Y fueron precisamente estos los temas que ocuparon las columnas de opinión de Bedoya justo antes de su asesinato. Para muchos era evidente que el crimen ocurrido, el 20 de marzo de 1997, se había producido como consecuencia del ejercicio periodístico que venía desarrollando. No obstante, los hechos que envolvieron el asesinato de Bedoya permitieron que las autoridades colombianas encargadas de la investigación trabajarán sin resultados, durante los primeros años, bajo la hipótesis de un supuesto crimen pasional.
Para el esclarecimiento de los hechos y el reconocimiento de su asesinato fue clave la investigación realizada en 1999 por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en la segunda edición del proyecto impunidad NUNCA MÁS – Crimen sin castigo contra periodistas. En esta edición, la periodista Ana Arana abordó el caso de Gerardo Bedoya visibilizando cómo el ejercicio de su profesión, sus columnas, opinión y postura crítica frente al narcotráfico y la corrupción en Colombia constituían causas directas de su asesinato. Los resultados de esta investigación fueron de vital importancia en el proceso investigativo para desestimar la hipótesis de un crimen pasional. Uno de los hechos que marcó el proceso de investigación fue, lo que Arana señala en el documento de la SIP, como un “trabajo detectivesco pobre” en el que ni siquiera se tomó en cuenta el retrato hablado del asesino, realizado por los primeros policías que acudieron a la escena del crimen la noche del 20 de marzo.
Tal como narran las publicaciones sobre el asesinato, aquella noche, Bedoya se encontraba en una zona residencial de Cali en compañía de una mujer. El nombre de María Eugenia Arango comenzó a figurar en las declaraciones de los testigos del asesinato. Según los datos registrados por la SIP, Bedoya estaba en compañía de Arango cuando recibió los impactos de bala que segaron su vida.
Los avances alcanzados en la investigación de la SIP dejaron en evidencia la falta de perspectiva de las autoridades locales al centrar la investigación en hipótesis relacionadas con la vida personal del periodista, desestimando aquellas que señalaban el ejercicio de su profesión como un factor de riesgo para su vida. Los hechos que envolvieron el crimen de Bedoya no se encuentran completamente detallados en ninguna de las fuentes consultadas debido a la ineficiencia con la cual fue desarrollada la investigación durante los primeros años.
Por múltiples razones el momento en el que Bedoya fue asesinado era coyuntural en el escenario político colombiano y resulta decepcionante observar como en aquel momento las autoridades descartaron la conexión del asesinato con la labor periodística, insistiendo en hipótesis erróneas y señalando que Bedoya no había hablado nunca de amenazas contra su vida.
Impunidad veinte años del asesinato – Crimen de lesa humanidad
Han pasado más de veinte años del asesinato de Gerardo Bedoya Borrero y han sido nulos los avances de la justicia colombiana para lograr identificar a los autores materiales e intelectuales de este crimen.
Según los aportes de la investigación realizada por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), entre 1997 y 1999 el caso fue llevado por las autoridades locales sin arrojar resultados y produciendo demoras en el proceso, así como la perdida de pruebas que se diluyeron poco a poco. Solo hasta inicios de 1999 la investigación del caso pasó a revisión de la Unidad de Derechos Humanos de Fiscalía General de la Nación y comenzaron a abordarse nuevas hipótesis. Momento que coincidió con las denuncias de la SIP en las que se señalaba que durante el gobierno de Samper Pizano (1994- 1998) en Colombia se vieron obstaculizadas las labores investigativas de varios casos de crímenes cometidos contra periodistas. Algo que resulta coherente si se tiene en cuenta que la intensión de la SIP era denunciar estos delitos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y estas denuncias se sumarían a la lista de crímenes cometidos durante el gobierno Samper.
En la lucha por sacar de la impunidad el caso de Gerardo Bedoya Borrero, desde 1999, la investigación realizada por la SIP cobro un papel vital. La continuidad y el seguimiento realizado por este organismo frente al caso dio a conocer nuevos detalles, aclaró los posibles móviles y visibilizó que el asesinato del periodista si tuvo una vinculación directa con el ejercicio de su profesión y sus posturas políticas.
En julio de 2013, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos aprobó la petición presentada por la SIP y los familiares de Gerardo Bedoya en 1999. En su alegato el Estado colombiano solicitó desestimar la petición señalando que no existió una falta de diligencia por parte de las autoridades judiciales y que no podía hablarse de una falta del Estado en cuanto a garantizar el derecho de protección del periodista debido a la inexistencia de amenazas. No obstante, en su fallo final la CIDH decidió admitir la petición generando presión al Estado para avanzar en la investigación y esclarecer el crimen de Bedoya.
En respuesta a este, y otros casos de periodistas asesinados, en 2017 el Estado colombiano reconoció el asesinato de Gerardo Bedoya Borrero como Crimen de Lesa Humanidad. Esto se considera un gran paso para garantizar que el delito cometido contra el periodista no prescriba ante la ley. Sin embargo, el llamado a la justicia colombiana hoy debe ser a reconocer que no existe ningún avance en muchas de estas investigaciones y en el caso concreto de Bedoya no hay una sola persona vinculada como posible responsable.
El asesinato de Gerardo Bedoya, así como el de muchos otros periodistas colombianos, continúan impune poniendo en evidencia no solo las amplias limitaciones de un sistema judicial, sino también los riesgos de desarrollar el periodismo en un contexto de violencia política.
De fondo estos crímenes contra las ideas cuentan un nefasto capítulo de la historia colombiana y ponen de manifiesto uno de los peores legados que la violencia ha dejado recaer en esta sociedad; la inminente perdida sobre el valor a la vida humana, que ha tomado diversas formas y caras acoplándose a las dinámicas que ha experimentado el conflicto en el país. Es esa misma ausencia del valor de la vida que, en la reconfiguración actual del conflicto, se traduce en un panorama desolador que afecta hoy principalmente a líderes sociales y que continúa reproduciendo las prácticas de un Estado que, a falta de garantías, invisibiliza.
“La paz en la espiral del silencio”
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Por: Miguel Sangüesa
“La paz se nos ha convertido en un tema crónico del país. Este propósito nacional se encierra hoy en una palabra de tres letras envejecida y gastada”.
Éstas palabras pertenecen al último artículo escrito para la revista Signo y Pensamiento por Elsa Alvarado, titulado “La paz en la espiral del silencio”. En él reflexiona y propone maneras para alcanzar el final del conflicto colombiano a través de la comunicación y el uso responsable de los medios. Poco después, ese mismo conflicto se la llevó, junto a su compañero y a su padre.
El crimen
En plena madrugada, cinco hombres vestidos de negro entraron en el edificio Quinta la Salle en el barrio del Chapinero, en Bogotá. En el séptimo piso dormían Elsa y Mario, los padres de ella y el hijo de la pareja, de tan sólo 19 meses de edad. Según el relato de Elvira Chacón, la madre, fueron dos los hombres que irrumpieron en la vivienda.
Disparaban lo que, en ese difuso espacio entre la vigilia y el sueño, le parecieron “luces silenciosas”. Varias de ellas la hirieron, también a su marido. Los hombres recorrieron el piso, vaciando sus cargadores contra todo lo que moviera. En medio de la confusión, Elsa consiguió esconder al pequeño en un armario, salvándole de la matanza. Él y su abuela sobrevivieron. En cambio, Elsa, Carlos Alvarado y Mario Calderón murieron asesinados en su apartamento el 19 de mayo de 1997. Sus verdugos se alejaron del lugar en un Renault 9 blanco.
En un contexto de violencia como el que sufre Colombia desde hace más de cuarenta años, la muerte de dos defensores de los derechos humanos no resulta algo excepcional; ni entonces ni ahora. Sin embargo, por su carácter vital, sencillo y cercano, el caso de Elsa y Mario fue un duro golpe para todos aquellos que intentaban alcanzar la paz en los duros años 90. Ambos fueron investigadores en el CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular), una fundación relacionada con la Compañía de Jesús que, mediante la educación, comunicación e información intenta construir una sociedad más justa y democrática.
La pareja era muy querida en el centro; sus compañeros tuvieron muy bonitas palabras para recordarlos. En los textos publicados tras su asesinato, los describían como unos “enamorados de la vida” y como “compañeros de sueños y utopías”. En el décimo aniversario de su muerte, la también investigadora María del Rosario Saavedra les dedicó un emocionante artículo en la publicación del CINEP, Cien días, en el que los recuerda como “seres de paz y de luz”.
Elsa
Elsa Alvarado nació en Bogotá en 1961. Hija menor de una familia de cinco hermanos, pasó parte de su infancia en Estados Unidos, donde aprendió el inglés como lengua materna. Tras pasar allí sus primeros cuatro años, Carlos Alvarado y Elvira Chacón quisieron que se educara en su país natal, así que volvieron. Elsa terminó el bachillerato en el Colegio Santa Francisca Romana de Bogotá, estudió comunicación en la Universidad Externado y realizó una maestría en investigación y tecnología educativa en la Universidad Javeriana. Su actividad profesional se centró en la asesoría a programas de educación y en la investigación, con especial atención en las cuestiones de la democratización de la comunicación, el peso de la opinión pública y el poder de los medios. Desde estos campos intentó que se escucharan aquellas voces que promovían un punto de vista diferente en un país marcado por la guerra y la cultura de la violencia.
Después de varios años trabajando en el CINEP, poco antes de su desaparición, Elsa decidió cambiar de aires y empezó a colaborar con el Ministerio de Comunicaciones. Allí se dedicó a estudiar las relaciones de las audiencias y los medios, además de desarrollar programas para mejorar la manera de los niños acercarse a la televisión, de potenciar su sentido común y su creatividad frente a sus mensajes.
Su labor investigadora siempre se compaginó con tareas docentes en la Universidad Javeriana y diversos centros de formación. En su artículo homenaje, María del Rosario Saavedra retrata a Elsa como una “maestra por excelencia, que inculcó, no sólo a sus estudiantes de comunicación, sino a todos los que con ella interactuamos, el pluralismo, el derecho a la diferencia, el respeto por el otro/a y la urgencia de que la comunicación respondiera a las necesidades del país”, y que “vivió para la creación de un nuevo modelo de comunicación democrática”.
Según su amiga y vecina María Gómez, en un artículo del portal Verdad Abierta, Elsa era en lo personal una “mujer vibrante”, a la que recuerda bailando salsa, cumbia o jazz. Otros amigos la recuerdan como una mujer bellísima, con una sonrisa que nada borraba y a la que le encantaba cocinar.
Mario
Así era Elsa, para los que convivieron con ella. Sin embargo, es sólo una parte de su historia, como mujer y comunicadora. Para hablar de Elsa, hay que hablar de Mario. Aunque su trayectoria de trabajo por la paz da comienzo mucho antes de conocerle, para acercarse a su figura es importante entender su relación con un sacerdote que había dejado la sotana, pero en ningún caso su vocación de servicio y de defensa de los más débiles.
Mario Calderón nació en Manizales en 1946, segundo hijo de los cinco de Alejandro Calderón y Luisa Villegas. Desde muy joven, sus ideas políticas y su necesidad de transformar el mundo le llevan a trabajar con las comunidades más desfavorecidas en la parroquia de San Javier en Bogotá. Mientras estudiaba Filosofía y Teología en la Universidad Javeriana, entró a formar parte de la Compañía de Jesús, cuna en América Latina de la Teología de la Liberación, la aproximación del evangelio a la filosofía marxista. Residió en París donde se doctoró en Sociología, y a su vuelta a Colombia fue investigador en el CINEP.
Esto le llevó en los años 80 a trabajar en la zona de Tierra Alta, en Córdoba, donde coordinó el Programa para la Paz del Alto Sinú. Mario defendió los intereses de los grupos indígenas y campesinos de la zona ante el megaproyecto de construcción de las represas de Urrá I y II. Según testimonios de su época allí, el todavía sacerdote se caracterizó por escuchar a los campesinos, y trabajar en procesos organizativos con los que defender sus propios derechos y asumir sus responsabilidades.
En el año 1989, un grupo paramilitar de la zona asesinó a su compañero jesuita Sergio Restrepo Jaramillo, lo que motivó que la Compañía le trasladara de vuelta a Bogotá y se decidiera a dejar los votos y continuar su lucha por la justicia desde la vida civil. Con un grupo de amigos ambientalistas, conformó la Asociación Reserva Natural de Sumapaz, desde la que peleó por el derecho a la defensa de los recursos naturales y a un futuro sostenible. Tal vez sus palabras sobre esta tierra son la mejor manera de descubrir gran parte de su carácter, de su gusto por la naturaleza y su preocupación social.
“En Sumapaz (…) nos quedó un nombre que puede significar, al menos, dos cosas: la invitación, en segunda persona del singular, en la que se propone sumar y no restar paz; y la valoración muy alta del tranquilo orden de los bosques de niebla y del páramo: no es mínima, o media, sino máxima suma, la paz que se respira allí. Pero estos dos resultados del juego con la palabra Sumapaz remiten inexorablemente a la realidad social de esta región. Ella es acaso sinónima de conflictos agrarios cuya no superación ha acarreado, para la gente y para los ecosistemas, el padecimiento de altas dosis de violencia”.
Elsa y Mario
Se conocieron en el CINEP. Aunque Elsa era mucho menor que él, poco a poco se enamoraron y comenzaron su vida en común. Mario la ayudó en su “proyecto de ser madre”, y concibieron a Iván, el superviviente. Residían en Chapinero, y pasaban largas temporadas en Sumapaz, trabajando codo con codo con sus amigos campesinos. En una entrevista concedida poco antes de la tragedia, recogida en el documental realizado por el centro, la propia Elsa rememora los inicios de su romance: “No fue un amor a primera vista. Nos encontramos, y poco a poco empezamos a conocernos, a conversar… Los hombres paisas la enamoran a una así, con la palabra”. Con la palabra ambos intentaron hacer de su país un lugar mejor, más justo y en el que todas las voces se escucharan, y ello les costó la vida. Aun hoy, las circunstancias del suceso siguen sin verse completamente claras. Entre otros motivos, buena parte de culpa la tiene la falta de transparencia que Elsa denunció en varios de sus artículos, como el citado al principio de este texto. Hay declaraciones de antiguos paramilitares que apuntan en una dirección, pero sobre ellas se extiende un velo de silencio que dificulta el esclarecimiento y la condena.
Los responsables
De los cinco ocupantes de Renault 9 blanco que aparcó aquella noche en la calle 60 de Bogotá hay dos personas condenadas por la autoría material del triple crimen, Juan Carlos González y Walter Josué Rivera, con penas de 60 y 45 años de prisión respectivamente. Vanderley Vargas y Gabriel Álvarez fueron sentenciados por su complicidad a penas de 55 y 20 meses. Otras cuatro personas fueron absueltas, por falta de pruebas. Todos ellos pertenecían a la banda de la Terraza, grupo paramilitar tristemente conocido por su hostigamiento a defensores de los derechos humanos. Los jefes del siniestro grupo eran Diego Fernando Murillo Bejarano, alias ‘Don Berna’, y Elkin Mena Sánchez, alias ‘El Negro’ Elkin.
‘Don Berna’ participó en 2009 y 2012 en las audiencias libres ante fiscales de la Unidad Nacional de Justicia y Paz, vinculados a la desmovilización que propuso el gobierno de Álvaro Uribe. En estas declaraciones, señaló la relación de Carlos Castaño, comandante de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), con la organización del crimen, así como el apoyo de agentes del Estado, vinculados a las fuerzas de Seguridad y al Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Según el ex paramilitar, Castaño tomó la decisión de atentar contra los dos investigadores después de recibir información del coronel Gonzalo Plazas Acevedo, conocido como Don Diego, que les señalaba como objetivo militar por sus “posturas críticas de izquierda en escritos académicos y periodísticos”.
Otros dos conocidos paramilitares, ‘HH’ y ‘Monoleche’, también vincularon en diversas declaraciones tras su desmovilización la autoría intelectual del crimen directamente a Carlos Castaño. El mismo Castaño llegó a contar en conversación privada al padre Gabriel Izquierdo, director por aquel entonces del CINEP, que él mismo podía haber sido su objetivo principal, y que le descartaron por el revuelo que podría causar su muerte.
A día de hoy, Castaño y ‘El Negro’ Elkin fueron asesinados, mientras que ‘HH’ y ‘Don Berna’ han sido extraditados a Estados Unidos y juzgados únicamente por motivos de narcotráfico. No hay hasta la fecha ningún miembro del ejército o agente público condenado por el crimen, pero es innegable que las confesiones de los paramilitares desmovilizados son suficientes para considerar una investigación profunda en ese ámbito. Aunque dos de las personas que apretaron el gatillo cumplan severas penas de cárcel, dista mucho de haberse hecho justicia, entendida como el cumplimiento de los derechos a la verdad y a la reparación de las víctimas.
Las (sin)razones
Y sobre los motivos, ¿cuáles fueron? ¿qué pudo impulsar a los jefes de las Auc, o a los Servicios de Inteligencia Militar que supuestamente combaten la actividad armada de las guerrillas a poner en el punto de mira a una sencilla pareja de idealistas que no habían tocado un arma en su vida?
Sobre esto también hay varias teorías, puede que todas tengan su parte de razón. En su libro sobre el conflicto colombiano Regresan siempre en Primavera, Maribel Montes-Wolf e Iván Cepeda hacen notar que varios de los defensores de las comunidades afectadas por los proyectos hidráulicos de Tierra Alta habían sido asesinados, e interpretar los asesinatos como un “escarmiento” ya que “proteger una fuente de agua o trabajar en el realojamiento de una población amenazada por el deslizamiento del terreno puede ser considerado como una intervención a favor de un campo o del otro, y en consecuencia convertirse en un objetivo militar”. Para ellos, este crimen “demostró que incluso las actividades desligadas de la lucha política son susceptibles de persecución”, si entendemos como lucha política algo más que trabajar con los sectores desfavorecidos en favor de la justicia social.
Desde la publicación Noche y Niebla, dedicada a la difusión de casos de violaciones de Derechos Humanos y violencia política, se relaciona el crimen con un episodio sucedido pocas días antes del mismo. Durante unos meses, el ejército estuvo haciendo indagaciones sobre la gente que trabajaba en la Reserva Natural de Sumapaz, en defensa de los derechos de los pueblos indígenas. A la vuelta de una de sus estancias, Elsa y Mario fueron retenidos por un retén militar. Los soldados anotaron sus números de cédula, matrícula del coche, dirección y teléfono. Una semana después, su apartamento era asaltado. Quizá fue esta lucha ambientalista la que les costó la vida.
O puede que, simplemente, como Castaño le hizo a saber al padre Gabriel Izquierdo, fuese un intento de desestabilizar al CINEP, como ejemplo para todas las organizaciones que luchan por la paz, para dejar claro que las investigaciones sobre violaciones de derechos humanos no salen gratis. En el fondo, todos estos motivos vienen a indicar uno solo: el terrible miedo que produce a las personas armadas la determinación de las personas que luchan pacíficamente por la paz.
“Los medios se mueven en la esfera de la información, pero también en la de la formación. Y su efecto formativo o educativo puede ser positivo o negativo. Tienen una responsabilidad social con el país en la medida en que poseen un enorme potencial para propiciar una cultura democrática y promover códigos de ética civil y tolerancia”.19 Esta frase, extraída de uno de sus artículos inéditos, resume la visión de Elsa Alvarado sobre la responsabilidad mediática. A las nuevas generaciones de periodistas y comunicadores les corresponde continuar con su legado, el de Mario, y el de tantos otros que, asumiendo como propia esa responsabilidad, fueron juzgados antes de tiempo y condenados por quienes no comprenden que la paz tarde o temprano tiene que llegar a Colombia.
En nuestra próxima entrega: “Aunque me digan pro yankee”, la historia de Gerardo Bedoya Borrero, columnista del diario El País, de Cali, asesinado el 21 de marzo de 1997.