La ilusión de volver a El Congal

      

Campesinos de esta vereda del municipio de Samaná, en Caldas, huyeron hace doce años, expulsados por paramilitares en guerra contra las Farc. Hoy están intentando retornar, pero ni siquiera hay vía para hacerlo.

Nena, hoy de 41 años, dice que su hijo Víctor nació con un genio muy difícil, porque le tocó vivir el desplazamiento desde que lo llevaba en su barriga. Ella estaba a quince días del parto cuando los paramilitares dieron la orden de desalojar El Congal. Ahora vive en el pueblo con su familia. “En el colegio todos los días una queja –dice –. No ha perdido años pero tiene ese temperamento. Me dijo la sicóloga que su comportamiento es porque yo tuve tanto miedo, pero a él no se le convirtió en miedo sino en rabia”.

Wilson, sentado en un bordillo al lado de su negocio en la plaza del centro poblado del corregimiento de Florencia, donde ahora viven, le echa la culpa a la guerrilla de que le hubiera tocado irse, luego de la muerte de dos de sus cuñados: “Los mataron en San Diego porque creyeron que eran informantes; es que las Farc involucraron a los muchachos, los usaban”.

Alfonso espera que le llenen una carretilla con arena, mientras cuenta que su esposa murió hace tres meses de una enfermedad extraña y que después de 12 años de destierro, aún le cueste conseguir lo del diario. Trabaja en la construcción de 30 viviendas, de las que el gobierno nacional está dando gratis, en lo más alto de Florencia. “Me pagan 25 mil pesos y con eso vivo”, dice resignado.

Alfonso, Wilson y Nena comparten la misma nostalgia por El Congal. “Era muy bueno”, dice Nena. La aldea dónde vivían 32 familias era un ejemplo para la región. La gente ni salía porque tenían todo a la mano: seis tiendas de granos y abarrotes, un almacén de donde se proveían de lo que no podían sembrar en el campo y una cafetería que también era bar.

Además, contaban con cementerio propio, inspección de policía y cancha deportiva. El párroco había empezado a construir la iglesia. Las tierras eran fértiles para la agricultura y la ganadería, sembraban fríjol, yuca, arroz y café, que incluso les daba en abundancia, por lo que vendían a veredas vecinas como El Volcán, La Cumbre, Quebrada Seca, La Selva y La Tolda.

Nena recuerda a menudo su vida en esas tierras: “cada uno tenía su finca, los que tenían más tenían potreros para el ganado, pero teníamos un cafetal, de eso vivíamos. Sembrábamos maíz y yuca. Salía revuelto y lo vendíamos en Florencia y San Diego. Allá no había miedo de salir a cualquier hora, si uno quería andar el día o la noche, lo hacía”.

Pero además de productivo, El Congal era festivo. Celebraban sus cumpleaños y, por supuesto cada nueva cosecha de café que recogían.

Bajo la ‘ley fariana’
No es que Florencia fuera remanso de paz. Desde 1992 se supo que las Farc estaban en el corregimiento, cuando mataron a cuatro personas que acompañaban un entierro de otro asesinado días antes; al año siguiente corrió la voz de alarma por los atentados contra dos fincas que seguramente no habían pagado la extorsión; se oía de secuestros; y en 1996, los guerrilleros atacaron el puesto de policía de Florencia e hirieron a varios agentes y a la personas que por allí pasaban.

Pero al El Congal propiamente dicho, no llegaron sino hasta después de 1999, cuando el recio Frente 47 resolvió expandirse desde el oriente antioqueño, hacia el oriente de Caldas. Muy cerca, en la vereda Cristales, montaron una base, y con ella les mandaron el mensaje de que habían llegado allí para quedarse. Primero, sólo los citaban a las reuniones obligatorias. Luego, con muy poco, se apoderaron de sus vidas: impusieron reglas y prohibiciones, con el pretendido ánimo de mejorarles la vida. Y después, les empezaron a exigir que entregaran sus hijos para la guerra.

“Ellos (los guerrilleros) eran los que mandaban; estaban en las quebradas y los milicianos en el pueblo”, cuenta Wilson. Aun así se podía vivir. “A nosotros no nos mataban porque cuando había enfrentamientos nos metíamos en el monte”, dice Wilson.

Con la crisis del café en toda la región, llegó la coca y la guerrilla la alentó porque sabía que le traería dinero para sostener su aparato armado en crecimiento.

Blanco de paramilitares
Ahí fue cuando los paramilitares, que estaban asentados cordillera abajo en la costa sobre el río Magdalena, desde los años ochenta, se interesaron en Samaná. “Mientras sembrábamos el cafecito nadie nos veía, cuando llegó la coca, los paramilitares empezaron a apuntarnos”, cuenta Brian, otro campesino que fue testigo del conflicto. Arremetieron para quitarle a Florencia a las Farc y quedarse con el rentable cultivo.

El Congal estrenó siglo bajo dos fuegos, las guerrillas exigiéndoles la lealtad que no les tenían, y los paramilitares sospechando de ellos como amigos de la subversión. Eran prisioneros de las Farc y blanco de las autodefensas del Frente Omar Isaza (FOI). La confrontación se volvió cada vez más violenta y la fuerza pública también intensificó los combates. “Una vez estuvimos quince días a punta de aguadulce, porque los guerrilleros tuvieron enfrentamientos con los paramilitares y el Ejército”, recuerda Wilson. La guerra se hizo cotidiana.

Para llegar a El Congal desde Florencia hay que tomar una trocha de grava que se pasea por las montañas de la cordillera central, llenas de cascadas y quebradas, y se interrumpe a solo dos kilómetros de la inspección. Para llegar en época seca, los campesinos tardan tres horas, pero en invierno, pueden ser seis o siete. Sin embargo, hasta allá llegaban los paramilitares del FOI a buscar a los guerrilleros que dominaban los alrededores del parque natural “la selva de Florencia”, a dónde se sabía iban a parar muchas personas secuestradas en Antioquia y Caldas.

Los grupos armados crearon fronteras ficticias entre caseríos hermanos. Así, como tildaban de guerrilleros a los habitantes de El Congal, los paramilitares no los dejaban salir. Como las Farc señalaban a los vecinos de Berlín, San Miguel y Norcasia de auxiliadores de los paramilitares, entonces los atacaban. El que pasara de un pueblo al otro era sentenciado a muerte por cualquiera de los dos grupos armados.

Así aguantaban las 32 familias congalesas, entre las que estaban las de Nena, Wilson y Alfonso, intentando llevar su vida. Pero en enero de 2002, los paramilitares les dieron la orden de que empacaran lo que pudieran, abandonaran sus tierras y se fueran de allí. Cuando estaban listos para partir, las obligaron a presenciar la quema de sus propiedades y todos sus enceres.

El centenar largo de hombres, mujeres y niños desplazados, alzando lo que salvaron de las ruinas, salieron como pudieron. Algunos fueron acogidos por amigos y familiares en el pueblo de Florencia. A otros los ayudóel Comité Internacional de la Cruz Roja, dándoles techo y comida por tres meses. Después varios se fueron a Manizales, a Medellín o a Bogotá a rebuscarse la vida.

La ilusión de regresar
Florencia tiene hoy unos diez mil habitantes. Algunos llegaron de El Congal hace doce años y, ahora que el frente 47 de las Farc ya no existe y los paramilitares del FOI se desmovilizaron, quieren regresar. Incluso hay ex guerrilleros, jóvenes que fueron reclutados en los años noventa, y ya han culminado su programa de reinserción con el gobierno, que quieren volver a su pueblito. Dicen que ya nadie les guarda rencor por lo que pasó.

Nadie quiere atribuirse la autoría del plan de retorno que existe para devolver a su tierra a 26 de las 32 familias desplazadas originalmente; no por falsas modestias, ni siquiera por temor. Es que, explican varios de los promotores, es un asunto de todos.

El padre Humberto Cortés, párroco de la iglesia Nuestra Señora de la Asunción y que ha estado detrás de varios intentos fallidos de retorno, dice que todo nació cuando se dieron cuenta de que en los alrededores de Florencia ya casi no quedaban campesinos y que buena parte del plátano, la yuca, el maíz y el fríjol tenían que traerlo de otros municipios.

Por eso cree que es tan importante ayudarles a estas víctimas a regresar, para que vuelvan a ser campesinos, en vez de estar sufriendo en los suburbios de las ciudades; y si viven hoy en la miseria, puedan reconstruir una comunidad productiva.

Ahora que el sacerdote, con apoyo de La Legión del Afecto –un grupo de jóvenes que apelan a su creatividad y alegría para acompañar a comunidades acorraladas por el conflicto –decidieron apoyar el retorno de las familias desplazadas de Florencia, varios campesinos están creyendo que ahora sí, el asunto va en serio.

El sacerdote y cuatro legionarios, entre ellos Jesús Pineda, su coordinador en Caldas, se reunieron primero en Bogotá y después en la parroquia de Florencia para elaborar un plan que acompañara a estos campesinos despojados. La idea no era venderles un retorno doloroso. Les dijeron que iban a hacer una fiesta.

De tanto insistir, los motivó. “El padre cuando habla, lo escuchan. Por eso nos decidimos a no dejarlo solo”, dice un comerciante nacido y criado en El Congal. Desde ese momento, a comienzos del 2013, los más escépticos se dieron cuenta de que si lo acompañaban en su idea, habría una posibilidad real de regresar a sus tierras.

También los entusiasmó que en diciembre de 2012, el Programa de Desminado Humanitario anunció que había dejado la zona libre de minas antipersonal, otro de los lastres que de las Farc por el que temían retornar.

Así, la idea de volver empezó a tomar fuerza y durante algunos meses los desplazados que estaban en Florencia y otros desde Bogotá, Medellín y Manizales, organizaron “el jolgorio”. A la lista se anotaron unas 30 familias, mientras queotras quedaron a la expectativa de lo que lograran estas pioneras.

“(Algunos) se han acostumbrado a la vida de la ciudad y a los subsidios; otros están trabajando porque con eso tienen con qué comprar el mercado”, dice Carlos, un campesino que trata de explicar la reticencia de algunos a volver. Para Wilson hay otras razones más de corazón: “hay gente que le da nostalgia por los muertos que dejaron allá abajo”.

Días antes de la fiesta, varios legionarios fueron hasta El Congal, abrieron la trocha y cortaron parte de la maleza que había crecido en la docena de años en que estuvo abandonado el caserío. También limpiaron y pintaron con cal las paredes del puesto de salud, la escuela, y la iglesia.

El 11 de diciembre de 2013, la Legión del Afecto contrató tres chivas que se llenaron. En total, más de 500 personas se congregaron en lo que una vez había sido la plaza del pueblo y celebraron entre obras de teatro, carranga y baile. También sacrificaron una res y al final, el padre ofició una misa.

“Fue como si nunca nos hubiéramos ido”, dice Nena. Mientras que para el legionario Fredy, ese acto simbólico, en medio de las casas derruidas, llenó a los desplazados de ilusiones: “pensaron en que podían ser capaces de producir alimentos otra vez y se llenaron de nuevo de esperanzas”.

La fiesta duró un día y todos regresaron a Florencia más contentos. Pero ese momento feliz les dibujó una idea más clara de lo difícil que sería el retorno; no se trata solo de cortar maleza y levantar muros, sino también, lidiar con el peso del pasado y la pobreza del presente.

Un camino cuesta arriba
Este proceso ya lo han vivido otras ocho veredas cercanas, entre ellas La Selva y La Gallera, de las 47 que cuenta Florencia y que corrieron con la misma suerte de estar en medio del conflicto. Estos pueblos, metidos entre una selva tupida y nublada, aún permanecen deshabitados y sin una atención integral por parte del gobierno, a pesar de ser una de las prioridades para el Departamento de Prosperidad Social en Caldas.

Samaná, al que pertenece Florencia, es uno de los municipios caldenses con mayor número de desplazados. Solo en la cabecera hay registrados 23 mil de sus 25 mil habitantes, y si se suma la zona rural, la cifra se sube a 36 mil. El alcalde Wilder Escobar asegura que ya empezaron a trabajar en los retornos pero de manera lenta. “El programa que estamos implementando es Familias en su Tierra que comenzó con 600 familias. El impacto es muy grande, pero es un pequeño porcentaje de la población, yo diría que es por la magnitud del problema en Samaná. En la medida en que el gobierno nacional nos pueda inyectar recursos es que podremos reparar a la comunidad”, dice.

Y es que a pesar de que existen programas como Familias en su Tierra, Familias Guardabosques, de la erradicación de cultivos ilícitos y de los incentivos para el mejoramiento de vivienda, los cuales ha implementado el gobierno Santos, las dificultades para el retorno a El Congal son el mejor ejemplo de lo que viven a diario cientos de veredas pobres en el país, que escasamente sobreviven de las transferencias y de esos programas de ayuda.

“La población ha vivido del cultivo del café, de la caña y el ganado. El Estado ha hecho presencia pero son paños de agua tibia”, afirma el padre Cortés, que cuestiona la situación a la que el gobierno ha llevado a muchos desplazados. “Esto se ha vuelto es en una vida de mendigos que esperan ayuda, se la comen y siguen viviendo en la misma situación”.

Para el sacerdote se necesitan programas productivos que solucionen de raíz las necesidades de los campesinos que añoran regresar. “La gente está esperando que se reconstruya la vía para tener un aliciente por donde sacar los víveres que se produzcan en la zona. Pero también se necesitan viviendas para 27 familias, reinstalar el acueducto que tiene dos kilómetros y medio, la red eléctrica y reabrir el colegio”, agrega.

Pero eso es una pequeña parte del problema. La otra es que muchos se preguntan de qué vivirán en caso de algún día se les cumpla el sueño del retorno. “Es una tierra abandonada, todo es un rastrojo. Si uno va y hace la casita, me pregunto, qué comeremos. Con un jornal uno se mantiene, pero allá no hay de qué vivir”, se lamenta otro campesino. Hasta ahora, la alcaldía de Florencia se ha comprometido a abrir la trocha y les ha facilitado algunas tejas y perfiles para parar de nuevo el puesto de salud. El gobierno departamental y el nacional aún no han entrado a intervenir.

Y mientras esto sucede, unos siete campesinos hacen convites todos los sábados para ir a quitar la maleza en El Congal y así mantener la ilusión del regreso. Los otros desplazados que están en Bogotá y Medellín los siguen de lejos, esperando que un día les digan que todo está listo para revivir su vereda.