Decenas de mujeres vulnerables de ese departamento han estado o están detenidas en prisiones colombianas y ecuatorianas por tráfico o porte de estupefacientes. Al igual que las cocaleras, alegan que se involucraron en el negocio para mantener a sus familias, pero no hacen parte de procesos organizativos ni reciben la atención del Estado.
Teatro de operaciones de todos los actores armados, territorio en disputa por el control del narcotráfico y su combate, lugar de explotación petrolera, escenario de resistencia de las mujeres y de organización social, zona fronteriza abandonada por el Estado. Todo eso ha sido, en parte, el departamento de Putumayo, cuyos pobladores han tenido que afrontar tantas violencias que, de sus cerca de 358 mil habitantes, 146.903 se han inscrito en el Registro Único de la Unidad para las Víctimas.
Los impactos del conflicto social y armado han sido tan significativos en el departamento que el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) le ha dedicado cuatro informes, estudiando las victimizaciones causadas por las caucherías a los pueblos indígenas en el siglo XIX, la economía cocalera, las dinámicas de la guerra, los conflictos por la tierra, la producción petrolera, la organización comunitaria y la masacre de El Tigre, ejecutada por paramilitares en la inspección del mismo nombre, en el municipio Valle del Guamuez, en 1999.
[infogram id=”625124aa-bc11-4a72-a612-f1dbaa73ed26″ prefix=”PmK” format=”interactive” title=”Hechos víctimizantes en Putumayo”]En el centro de la guerra y de los procesos organizativos ha estado el narcotráfico, alrededor del cual se han fundado pueblos enteros y crecido varias generaciones, especialmente en la subregión del Bajo Putumayo. Las dimensiones del fenómeno son tales que, en 2016, de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), Putumayo era el segundo departamento con mayor producción de hoja de coca para uso ilícito, detrás de Nariño, con 25.162 hectáreas. Para ese año, último del que Unodc dispone datos, cuatro municipios del Bajo integraban la lista de los diez más afectados por cultivos de coca en todo el país. (Ver más en: Coca: un negocio familiar que marca a la mujer)
Vinculados como han estado con la siembra de la hoja, los campesinos de la región se han organizado desde hace décadas para demandar del Estado un tratamiento integral al problema de las drogas, que incluye inversión social para mejorar la calidad de vida de un departamento en que el 36 por ciento de las personas viven con Necesidades Básicas Insatisfechas, de acuerdo con el DANE. Justamente, la precariedad institucional y la pobreza que vive el Putumayo hicieron que el gobierno nacional y las Farc seleccionaran a nueve de sus 13 municipios como uno de los 16 territorios en los que se pondrán en marcha los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) pactados en el Acuerdo Final de paz.
No obstante, además de sembrar hoja de coca y de participar en su procesamiento, algunos pobladores del departamento se han involucrado en tareas asociadas al microtráfico en zonas urbanas y en el transporte de pequeñas cantidades de pasta base o de clorhidrato de cocaína, bien sea dentro de Colombia o hacia el fronterizo país de Ecuador. Son, en su mayoría, mujeres solteras con hijos, que enfrentan precarias condiciones económicas y muchas de las cuales terminan pagando largas condenas en las cárceles de ambos países.
A diferencia de las agendas de los cocaleros, las necesidades de estas mujeres han sido poco discutidas en el ámbito público, al estar desvinculadas del movimiento agrario y, dada su participación en el eslabón de la distribución, ser asociadas a las estructuras criminales encargadas del tráfico. Sus historias dan cuenta, sin embargo, de cómo el conflicto armado y la pobreza han marcado la relación de la población con el narcotráfico y de cómo la acción de la justicia en esos casos ha afectado los tejidos familiares. Todo ello, en una zona que se pretende clave para la superación de la conflictividad que ha vivido el país.
Presas en Colombia
El tercer municipio de Colombia y el primero de Putumayo con mayor cantidad de hoja de coca sembrada es Puerto Asís. En la cárcel municipal, de baja seguridad y a cargo de la Alcaldía, están detenidas cinco mujeres, cuatro de las cuales están siendo procesadas por el delito de tráfico, fabricación o porte de estupefacientes. Allí permanecen de manera transitoria, mientras un juez dicta sentencia.
Nubia*, quien nació en Buenaventura, Valle del Cauca, pero se crió en Putumayo, lleva nueve meses detenida. Según cuenta, el Ejército la retuvo cuando transportaba dos kilos de pasta base, desde una vereda hasta el casco municipal de Puerto Asís, en compañía de uno de sus hijos. La “mercancía” fue procesada en el laboratorio de la finca de su familia, ubicada en área rural del municipio Puerto Leguízamo, donde hace 15 años ella y sus hermanos siembran hoja de coca, como el resto de campesinos de la zona, en la que no hay acueducto ni energía eléctrica.
Es con el negocio de la coca, del que participa como cocinera para los trabajadores, que Nubia ha sostenido sola a sus tres hijos, de 17, 19 y 20 años. Ella, que no terminó el bachillerato y que desde siempre ha trabajado en el campo, explica por qué su familia se dedicó a sembrar coca en vez de comida: “Aquí no hay otro trabajo que hacer. Por ejemplo, mire el maíz: usted socala, siembra, tumba. Tiene que pagar todo el poco de trabajo, de jornales que mete, y a la hora del té un quintal de maíz (50 kilos) en la frontera lo vende en 15 dólares, y la cosecha es cada cinco meses. En cambio, con la coca usted cada dos meses tiene su cosecha, paga los trabajadores y le queda, no mucho, pero le queda para la comida y para la ropa”.
Aunque su familia sólo cosecha y transforma la hoja en pasta base, en el primer semestre de 2017 Nubia se arriesgó a transportar la pasta ante la falta de compradores que generó la desaparición de la guerrilla de las Farc, que fijaba los precios y monopolizaba la compra. Según explica, “no lo había hecho, porque antes había plata allá (en la vereda) y uno mismo vendía allá. En ese tiempo que la quise sacar para acá, no había quién la comprara en la finca”. Ahora, Nubia permanece a la espera de un juicio.
Otra de las mujeres detenidas en Puerto Asís que conoce de primera mano el cultivo de la hoja es Alicia*, quien nació y creció en el municipio de Orito, uno de los mayores productores de hoja del departamento. La mamá de Alicia, soltera, atendió a sus ocho hijos a punta de coca y, cuando crecieron, les cedió fragmentos de su finca para que la trabajaran.
Así describe Alicia la manera como vivía en el campo: “Toda la gente allá, los campesinos, teníamos cultivos de coca. Yo cocinaba para los trabajadores, cuando quedaba tiempo libre me iba a raspar hoja. Como esas tierras habían sido fumigadas varias veces, no se podía sembrar nada: la yuca salía dulce y ‘palosa’, el maíz crecía un poquito y ahí se amarillaba, entonces nadie sembraba nada. En cambio, la coca seguía pegando así sea fumigada, entonces todo lo que había por ahí lo arrancábamos para sembrar cultivo (de coca)”.
[infogram id=”af2d8f64-b4af-4685-9a2c-c4e3defe20c9″ prefix=”7Bo” format=”interactive” title=”Cultivos de coca en Putumayo”]Sin embargo, relata Alicia, en 2008 el gobierno nacional desplegó operaciones de erradicación manual en su vereda de Orito, por lo que los campesinos se quedaron sin trabajo: “Cuando erradicaron ahí sí ya se acabó (la coca), porque como nosotros vivíamos casi a orilla de carretera, eso se entraron y ya no se podía volver a sembrar, porque ya mantenía el Ejército pa’ allá y pa’ acá. Quedó todo el mundo desempleado, todo el mundo tuvo que salirse y la mayoría no somos estudiados, porque en el campo qué se va a preocupar uno por estudio, entonces nos tocó sufrir mucho por acá en el pueblo para conseguir trabajo”.
Cuando perdió sus cultivos de coca, Alicia se fue a vivir a Puerto Asís, donde han crecido sus cinco hijos, de 7, 11, 13, 15 y 17 años. Sin que el padre de los niños asumiera su responsabilidad en el sostenimiento económico de la familia, ella debió trabajar a tiempo completo en restaurantes, lavando ropa, limpiando casas y como conductora de mototaxi. En 2017, sin embargo, decidió que “el diario que ganaba no alcanzaba para mantener la familia”, por lo que aceptó la oferta de un “amigo” para expender drogas en su casa, ubicada en un barrio de Puerto Asís. Así lo hizo hasta febrero pasado, cuando fue capturada y enviada a prisión.
Ahora, sin nadie que se haga cargo de su familia, Alicia explica que vendía drogas “no porque quiera, sino porque por los hijos uno hace hasta lo que no tiene que hacer”.
En el mismo barrio donde vivía Alicia fue capturada Julia*, en febrero de 2017. También en su casa, donde además tenía una peluquería, ella vendía marihuana y cocaína. Al igual que las demás mujeres, ella asegura que lo hizo para tener mejores ingresos y cuidar a sus dos hijos, de siete y diez años, de los que también es madre soltera: “Con el otro negocio (el expendio de drogas) la situación cambia, porque uno está con los hijos ahí en la casa y económicamente está mejor. En la peluqueada, uno se gana a veces 20, 30 mil pesos diarios, mientras que vendiendo eso (drogas) se gana 50, 60 mil en el día”.
Al igual que Alicia, Julia llegó a Puerto Asís empujada por la conflictividad que vive ese departamento. En 2006, atemorizada por los combates entre el Ejército y las Farc, se desplazó de una vereda de Valle del Guamuez, donde trabajaba en una casa de familia. Ella cuenta que “de allá salí por miedo, porque los grupos armados peleaban mucho, todos los días casi, y de noche uno veía pasar balas de lado y lado”.
Una vez en Puerto Asís, se dedicó a trabajar como empleada doméstica, vendedora de minutos a celular, mototaxista y peluquera, así como a completar sus estudios de bachillerato para ayudar a sus hijos con las tareas del colegio. Su última fuente de ingresos era “el negocio oscuro”, como lo llama ella, por el que firmó un preacuerdo con la Fiscalía para cumplir una sentencia de 18 meses de prisión. Mientras ha estado detenida, sus hijos están al cuidado de su abuela en una finca de Valle del Guamuez, por lo que Julia no tiene contacto con ellos.
La mayor parte de las mujeres que durante los últimos años han estado detenidas en esa cárcel han llegado allí por casos similares. Así lo refiere Fredi Toro, director de la cárcel municipal: “Mayoritariamente, las mujeres que ingresan aquí lo hacen por tráfico o porte de estupefacientes. Ellas, generalmente, son la base de la pirámide delincuencial, vulnerables y madres solteras”.
Toro explica que las mujeres no se enriquecen con su participación en el negocio del narcotráfico y que únicamente se vinculan a él para garantizar el sustento de sus familias: “Aquí no he llegado a ver la primera mujer que haya caído con una suma alta de alcaloides y con una posición económica media o alta en la sociedad. No he conocido la primera mujer que yo diga: ‘Es una señora estrato medio, que tiene unos ingresos, unos locales, unos arriendos o que maneja el ciclo de comercialización de la droga’. No, siempre son las mujeres más humildes las que caen en esto”. Y agrega que “estas mujeres están arrepentidas, desesperadas, con ganas de salir a trabajar, con hijos esperándolas, deseando subsanar este capítulo cuando se les dé la oportunidad de estar afuera”.
Las opciones para aprovechar el tiempo en la cárcel son escasas para las mujeres. El director Toro debe administrar un lánguido presupuesto anual de cerca de 250 millones de pesos para garantizar la alimentación, los traslados a hospitales y juzgados, la guardia y el botiquín de los 69 hombres y mujeres que están detenidos en la cárcel de Puerto Asís. Con esos recursos, dice, le toca trabajar “con las uñas” y gestionar permanentemente el concurso de otras entidades estatales para garantizar algunas jornadas de salud, nivelación en secundaria, cursos de formación técnica y asesoría legal.
A la fecha, la cárcel no ha firmado convenio para 2018 con el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), la única entidad que dicta capacitaciones en áreas como panadería, mampostería y electricidad, por lo que las mujeres alegan que no tienen maneras de invertir adecuadamente el tiempo. Alicia se lamenta: “Acá no hacemos nada, no tenemos ningún arte, ni nadie que nos venga a enseñar cosas manuales. Vivimos acostadas y viendo televisión, porque no hay más nada que hacer”.
Las detenidas también aseguran que ninguna de las organizaciones de mujeres, de cocaleros o de defensores de derechos humanos del departamento las han visitado para estar al tanto de su situación.
Presas en Ecuador
El puente internacional que conecta por vía terrestre a Colombia con Ecuador por Putumayo queda en San Miguel, uno de los cuatro municipios fronterizos. El centro poblado más cercano al puente es el corregimiento Puerto Colón, donde la mayor parte de los ingresos para las personas de la zona rural provienen de la siembra y transformación de la hoja de coca, y para las de la zona semiurbana de la transformación de la madera y de la fabricación de ladrillos en pequeñas empresas.
Aunque en el corregimiento existen esos negocios, además de hotel, restaurante y supermercados, sus pobladores no dudan en asegurar que el combustible de la economía local es la coca. Así lo refiere una habitante de Puerto Colón: “Aquí hasta la lavada de ropa fluye por la coca. Si a usted le compran una empanada o la llaman para hacer aseo en una casa, ¿de dónde viene la plata con la que le pagan? Pues de la coca. Es que si no fuera por eso aquí no habría negocios, no habría nada”. Otra habitante es enfática en que “aquí todo lo que nace, todo lo que ganamos los pobres, es por la coca; ese es el sustento de la gente”.
El corregidor de Puerto Colón, Alciviades Madroñero, reconoce que la economía cocalera hace parte de la cultura del pueblo: “Como hay pocas fuentes de trabajo, la gente está mentalizada en su coca. Es una mentalidad que viene de base, de familia: aquí los niños aprenden en las fincas a sembrar, a raspar, a elaborar, entonces ya es un tema de cultura. Si usted acá a un jovencito le dice: ‘Eso es malo, es delito’, y le arranca la mata, lo va a mirar como a un criminal, porque le está quitando la oportunidad de que con esa plata el papá compre la remesa”.
En ese contexto, las opciones de trabajo legal en el pueblo son escasas, aún más para las mujeres. Según explica una pobladora, “acá hay mucho rebusque para los hombres: van al aserrío, cargan madera, descargan camiones de remesa en los supermercados, cuidan ganado o van a una finca a guadañar. Pero uno de mujer no, sólo sale trabajo en las casas o para lavar ropa, por lo que pagan ocho mil pesos la docena (de prendas) y hay que estar todo el día al sol y al agua”.
Es por eso que muchas mujeres de Puerto Colón trabajan como cocineras en las fincas cocaleras, donde pueden ganar hasta 400 mil pesos por dos semanas de trabajo. Otras, sin embargo, han optado por transportar droga dentro de Colombia o hacia el Ecuador, dada la cercanía al puente, por lo que les pueden pagar hasta 100 dólares el kilo. Mientras para las primeras los riesgos están asociados a la presencia de grupos armados y a las operaciones de erradicación y destrucción de laboratorios, para las segundas la posibilidad de ir a prisión es inminente.
Al respecto, la Fundación Ideas para la Paz aseguró en su informe Mujeres y la economía cocalera en el Putumayo: roles, prácticas y riesgos, publicado en noviembre de 2017, que “con todo y consecuencias judiciales, las mujeres ven en el transporte de coca una salida económica inmediata, con la que buscan el sostenimiento de sus hijos”.
Diana* vive en Puerto Colón y hace parte de una familia de “mulas”, como ella misma llama a las personas que transportan coca. Su mamá, una mujer soltera oriunda de Caquetá y criada en Putumayo, la involucró a ella y a sus hermanas en el negocio del narcotráfico desde que eran niñas para incrementar los ingresos de la familia.
Esta mujer recuerda que su “primer viaje” lo hizo a los siete años, a Llorente, Nariño. Desde entonces transportó coca a distintas ciudades colombianas, como Pasto y Cali, así como a las ciudades ecuatorianas de Quito, Guayaquil, Santo Domingo, Esmeraldas y Ambato. Ella dice que lo hizo porque “aquí buscaba trabajo, pero no lo había. Luego me convertí en madre soltera, tenía mi primera hija y necesitaba el dinero”.
En 2011, cuando transportaba cuatro kilos de cocaína, por lo que recibiría 300 dólares, Diana fue capturada en un retén en Ecuador y, posteriormente, sentenciada a ocho años de prisión, de los cuales cumplió cinco años y dos meses en la cárcel de Ambato. Entre tanto, tuvo que dejar su hija al cuidado de una tía, porque su mamá y dos de sus hermanas estaban presas en Quito y Guayaquil por el mismo delito.
Durante ese tiempo, Diana tuvo que lidiar con las pandillas, los prejuicios contra las colombianas y la escasez de dinero, por lo que trabajó dentro del penal lavando ropa, limpiando celdas y vendiendo comida. Para la época, según cuenta, otras 14 colombianas estaban detenidas allí pagando condenas por delitos asociados al tráfico de drogas, cinco de ellas oriundas de Puerto Asís, San Miguel y Valle del Guamuez.
Entre esas 14 mujeres estaba Blanca*, otra habitante de Puerto Colón, capturada en 2011 con dos kilos y medio de coca en un retén en Ecuador. A diferencia de la mayoría de “mulas”, no tenía hijos que sostener, pero enfrentaba una difícil situación económica por culpa del conflicto armado.
Un año atrás, en la vereda Brisas de San Miguel, las Farc asesinaron a su esposo y a su sobrino en medio de una purga emprendida contra la población civil luego de que las Fuerzas Armadas bombardearan un campamento guerrillero y de que otros tantos combatientes murieran envenenados. Buscando responsables entre los campesinos, el grupo insurgente “andaba cogiendo y matando gente inocente”, según cuenta Blanca. Además de asesinar a su esposo, la guerrilla la desplazó, ocupó su finca, hurtó sus animales y robó la gasolina que ella tenía almacenada para procesar las cuatro hectáreas de hoja de coca que cosechaba y convertía en pasta base desde 2002.
Desplazada en el casco urbano del corregimiento, sin familia, sin casa y tras “haber vivido como un mendigo”, a Blanca le ofrecieron transportar cocaína hasta Ecuador. Lo hizo con éxito en tres oportunidades, pero a la cuarta fue detenida, recluida en la cárcel de Ambato y condenada a ocho años de prisión, de los cuales pagó cinco años y tres meses.
Diana y Blanca aseguran que fue poco lo que el gobierno colombiano hizo por ellas mientras estuvieron presas. En palabras de Blanca: “El consulado colombiano en Quito iba cada diciembre a entregarnos un kit de aseo: un jabón de baño, un papel higiénico, una crema dental y un cepillo para todo el año. También nos daba un buñuelo, un cuarto de pollo, un cuadrito de natilla y una gaseosa, y así hasta el próximo diciembre”.
Ambas dicen que tampoco recibieron asistencia legal del Consulado y que su representación estuvo a cargo de los abogados de la Defensoría Pública del Ecuador, que en su opinión “solamente sirven para que lo sentencien a uno”. Y denunciaron que el acompañamiento de los diplomáticos colombianos en Ecuador no es satisfactorio para las menores de edad que son recluidas en las correccionales a cargo de la Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes de Ecuador (Dinapen).
Gladys*, una de las dos hermanas de Diana que ha estado recluida en la correccional de Guayaquil, dice que durante los once meses que estuvo retenida los funcionarios del consulado colombiano en esa ciudad la visitaron tres veces, pero “nunca nos dieron nada ni a mí ni a la otra colombiana que estaba allá, que también es de Puerto Colón. Ellos sólo iban a hacer presencia, a decir que eran del Consulado”. Sin embargo, a diferencia de las mujeres recluidas en las cárceles para adultas, dice que recibió buena alimentación y capacitaciones.
Su larga experiencia como “mula”, la escasez de dinero y el corto tiempo que, en comparación con otras mujeres, pasó detenida en la correccional de Guayaquil, la llevaron a aceptar otro “viaje” a Quito en 2015. En esa ocasión, fue detenida por las autoridades colombianas en el puente internacional y condenada a cuatro años y medio de prisión domiciliaria.
Tras pasar largos periodos en la cárcel, las tres mujeres aseguran que no volverán a trabajar como “mulas”. Ahora, con menos ingresos que antes, se dedican a lavar ropa, vender comida en la calle, cocinar en fincas cocaleras o trabajar en extensos turnos de fines de semana en el restaurante del pueblo. En el caso de Diana y Gladys, sus familias cuentan con los ingresos de quienes hoy son sus esposos.
Todas aseguran, sin embargo, que el trabajo de “mulas” sigue siendo una opción para las mujeres de Puerto Colón, donde, insisten, buena parte del dinero circulante tiene relación con las fincas cocaleras.
Coca en el posacuerdo
Afectados como han sido por el conflicto armado, la pobreza y el narcotráfico, los campesinos organizados de Putumayo recibieron con esperanza dos de las promesas surgidas del proceso de paz que firmaron el gobierno y las Farc: un PDET para la región, como instrumento para implementar la también prometida Reforma Rural Integral, y la puesta en marcha del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS).
Se supone que ambos programas, que en el Acuerdo Final para la terminación del conflicto se plantearon como complementarios y con una vigencia de diez años, permitirán superar las adversas condiciones económicas por las que miles de habitantes de Putumayo se han dedicado por décadas a la coca. Por ahora, el PDET para el departamento está en construcción, mientras en desarrollo del PNIS se firmó en agosto de 2017 un acuerdo regional en virtud del cual cerca 18 mil familias se han comprometido a sustituir sus cultivos.
No obstante, la puesta en marcha del PNIS se ha visto obstaculizada por la presencia de actores armados ilegales en la región. Desde marzo de 2017, cuando las Farc no habían culminado el proceso de dejación de armas, la Defensoría del Pueblo advirtió en un informe de riesgo sobre San Miguel y Valle del Guamuez que mandos medios de los frentes 32 y 48 estaban “descontentos” con el proceso de paz.
En ese documento, la entidad fue enfática en que “existen altas posibilidades (de) que milicianos de las Farc-Ep se aparten del proceso y constituyan nuevas estructuras, o se adhieran a las ya existentes, como es La Constru, con una alta posibilidad de reconfigurar un nuevo ciclo de control violento y de sometimiento de las comunidades”.
A la fecha, tal como advirtió la Defensoría del Pueblo y como han reconocido públicamente las autoridades departamentales, en el bajo Putumayo opera una disidencia de las Farc que, en asocio con el grupo armado posdesmovilización La Constru, ha buscado monopolizar nuevamente la compra de pasta base y restablecer los acuerdos para la distribución que tenía la antigua guerrilla con esa organización criminal que, según la FIP, estaban vigentes desde 2009.
Así, mientras la disidencia se estaría encargando de controlar la siembra y el procesamiento, La Constru estaría asumiendo el microtráfico, la distribución hacia Ecuador y el transporte de grandes cantidades hasta el puerto de Tumaco, Nariño, sobre el Océano Pacífico.
Estos arreglos se han consolidado a tal punto que, en los últimos meses, se “recuperó” el precio de la pasta base, que había caído tras la desaparición de las Farc a falta de compradores en las zonas de procesamiento. La gente de la región cuenta que “después de que salieron las Farc el precio estaba a 1.400 pesos el gramo de base de coca y en la actualidad está llegando a 2.400 y 2.600 pesos”.
En esa lógica, La Constru y la disidencia, a la que no se le conoce agenda política, han generado fuertes presiones sobre las comunidades para que no se vinculen al PNIS. En San Miguel, por ejemplo, entre mediados 2017 y lo corrido de 2018 la personería municipal ha debido gestionar nueve rutas de protección para personas y familias amenazadas en su mayoría por participar en el proceso de sustitución, entre ellos dos líderes comunitarios que hoy tienen un vehículo y dos hombres de protección tras recibir amenazas por “promover, impulsar o por lo menos socializar el tema de sustitución de cultivos”, de acuerdo con el personero, Anselmo Moreno.
Por esa razón, este funcionario cuestiona el papel que ha desempeñado el gobierno nacional en desarrollo del PNIS en San Miguel: “Con el tema de sustitución se han generado escenarios de riesgo para la comunidad, porque mientras el gobierno nacional y Farc hacen reuniones de socialización cada cuatro meses, los grupos armados están permanentemente detrás de los procesos de sustitución de cultivos, amenazan líderes sociales y se reúnen con la gente pidiéndole que siembre coca. En ese sentido, el proceso ha sido lento e irresponsable”. Entre los mayores afectados están los presidentes de las Juntas de Acción Comunal, a quienes se les encargó recoger la información de las familias dispuestas sustituir.
La persistencia de organizaciones interesadas en mantener el negocio del narcotráfico en Putumayo ha generado preocupación por el futuro del PNIS, teniendo en cuenta que las familias que no se vinculen al programa deberán enfrentar la erradicación forzada, según consta en el acuerdo firmado con las Farc. Ante ese escenario, opina Moreno, la movilización social y la presión de los grupos armados contra los erradicadores no se haría esperar, lo cual incrementaría los riesgos para las comunidades.
Al respecto, la Defensoría también declaró en su predictivo informe de riesgo que “la condición de vulnerabilidad de los campesinos y las pocas opciones para hacer tránsito a cultivos lícitos que permita cambiar la obtención de su sustento potencian el conflicto armado y la condición de riesgo de los pobladores, quienes constantemente están expuestos a la intervención de las autoridades judiciales o a las presiones y acciones violentas de los grupos armados ilegales”.
En ese escenario, el gobierno nacional enfrenta enormes desafíos para cumplir las promesas de desarrollo y de garantía de derechos consignadas en el acuerdo de paz. Entre tanto, la población de la región, y sobre todo las mujeres en condición de pobreza y marginalidad, continúan a merced de un negocio ilegal que, aunque lesivo y peligroso, les ha permitido mejorar la calidad de vida de sus familias en distintos momentos. Así lo han hecho durante años, aunque ello signifique aguantar los embates del conflicto y recibir el peso de una justicia que, paradójicamente, se ensaña contra ellas, las más vulnerables.
* Todos los nombres de las mujeres que brindaron sus testimonios para esta historia fueron cambiados para proteger su identidad y la integridad de sus familias.
Este artículo hace parte del proyecto “Seguridad para mujeres y personas lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales en regiones afectadas por el conflicto en Colombia”, realizado entre la FIP (Fundación Ideas para la Paz) y el IDRC (International Development Research Centre).