En Medellín, Cali, Barranquilla y Cartagena el crimen organizado tiene disparados los homicidios. ¿Cómo enfrentar el problema?
El índice de violencia en varias ciudades del país se ha disparado en el comienzo de año. Foto Semana |
Enero empezó oliendo a pólvora en las principales ciudades del país. Mejor dicho, a plomo y sangre, porque los sicarios no han tenido descanso. En las primeras tres semanas Barranquilla ya tiene 35 muertes violentas; Cartagena, 22, y en Medellín ya son 17 los crímenes, ocho de los cuales han ocurrido en un solo barrio. Por eso esta semana los alcaldes de las principales ciudades se hicieron sentir. Alejandro Char, de Barranquilla, criticó duramente la gestión de la Policía y pidió “resultados inmediatos sin más excusas”. Alonso Salazar, alcalde de Medellín, se llevó a la Policía y a la Fiscalía para el barrio Popular Uno y en persona les mostró los recovecos donde actúan y se esconden los pillos de la comuna nororiental. “Esta locura se tiene que acabar”, dijo. La alcaldesa de Cartagena, Judith Pinedo, lanzó un S.O.S después de que varios crímenes ocurrieron en la zona turística de Bocagrande y la ciudad vieja. El alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, también se apresuró a anunciar nuevas medidas contra la violencia que golpea a Cali, y hasta en Bogotá, la secretaria de Gobierno de la ciudad, Clara López, tuvo que enfrentar un debate en el Concejo en el que se le acusó de falsear las cifras de violencia de la ciudad.
La ola de violencia de estos días no hace más que consolidar la tendencia de inseguridad que se vive desde el año pasado. Aunque globalmente, según la Policía, los homicidios bajaron un 2 por ciento, en las grandes ciudades los crímenes contra la vida aumentaron en relación con 2008. Medellín es el caso más crítico, pues allí se duplicó el homicidio, al pasar de 871 a 1.432, según cifras de la Vicepresidencia de la República. Además, según la Policía, buena parte de las disputas mafiosas de la ciudad se ha irradiado a otras regiones, como la Costa. La paradoja de Medellín es que mientras avanza su renovación urbana y sus agresivas políticas de inclusión social, tiene una tasa actual de 93 muertes por 100.000 habitantes, es decir, el triple del promedio nacional.
Cartagena, aunque en términos reales es la segunda ciudad capital con menos homicidios -27 por cada 100.000 habitantes-, encendió las alarmas porque mientras bajaron las muertes por violencia callejera o intrafamiliar, el sicariato se incrementó un 90 por ciento. En Barranquilla sólo en enero ya se duplicó la cifra de muertes violentas que se tuvo al principio de año en 2009, y el caso de Cali es similar al de Medellín, donde el deterioro de la seguridad ha sido creciente con una tasa de 81 homicidios por 100.000 habitantes, según Medicina Legal.
A estas alturas todos los alcaldes tienen claro lo que está pasando: el crimen organizado está disparado. Y los esfuerzos de la Policía y de la justicia han sido insuficientes frente a la magnitud del problema.
¿Por qué en las ciudades?
Varios factores se han conjugado en un coctel molotov que tiene alborotados los centros urbanos: un posconflicto en medio de una desmovilización incompleta, el narcotráfico que está buscando que crezca el mercado interno de la droga, una justicia que no logra castigar ejemplarmente a los delincuentes, y la ausencia de una política criminal, todo ello en un contexto de iniquidad y pobreza que sirven de detonador para esta bomba de tiempo.
El general Óscar Naranjo, comandante de la Policía, explica que los narcos se están matando entre ellos. “No hay que olvidar que se está juzgando a narcotraficantes y paramilitares que tenían mucho poder”, dice. A su juicio, esa es una de las causas de las vendettas en la Costa Atlántica. “Están tratando de llenar el vacío de los jefes, acallando testigos, peleando por los bienes”. En diversas ocasiones Naranjo ha explicado que ahora los capos tienen un poder más fragmentario y su reinado en la cúpula de las organizaciones es más efímero.
Esa inestabilidad genera mayor violencia, a diferencia de momentos en los cuales un jefe paramilitar o un capo tiene la hegemonía del crimen en un lugar, como pasaba en la región Caribe con ‘Jorge 40’ y Mancuso, o en Medellín en el reinado del capo ‘don Berna’. Obviamente en la Costa la disputa tiene otro factor crucial: el control de los puertos, que son vitales para adueñarse de las rutas de exportación de cocaína y de ingreso de armas y dólares.
Las bandas emergentes que se han consolidado, como los Urabeños y Los Paisas en el Caribe, o como el grupo de ‘Cuchillo’ en los Llanos, están lideradas por ex súbditos de los jefes paramilitares extraditados. Paralelamente, la muerte y la detención de las cabezas del cartel del Norte del Valle, como ‘Varela’ y ‘Don Diego’, hicieron que sus lugartenientes asumieran el control de sus ejércitos privados y los expandieran por todo el país, como ha hecho alias ‘Comba’ con Los Rastrojos.
Pero la desmovilización de 55.000 combatientes de las AUC y de las Farc no explica completamente lo que está pasando. Como bien lo dice la analista María Victoria Llorente, directora de Ideas para la Paz, “una política de desmovilización y reinserción no es una política de seguridad ciudadana, ni puede reemplazar a ésta”. Porque con desmovilización o sin ella, la mafia está creciendo como fenómeno global y su incidencia en las ciudades no es un fenómeno exclusivo de Colombia. El crimen organizado, como bien lo señalaron el año pasado tres ex presidentes latinoamericanos -César Gaviria, Enrique Cardoso y Ernesto Zedillo- es la gran amenaza que se cierne sobre las democracias del continente. Basta ver la guerra de carteles en México, el poder de las maras en Centroamérica, o el control de territorio que tienen las mafias en Río de Janeiro y Sao Paulo.
En Colombia ya se sabe por experiencia que los narcotraficantes necesitan controlar territorio, corromper a las autoridades y ampliar sus negocios legales e ilegales. Y que ese control se lo disputan a sangre y fuego. Muchos homicidios se derivan de todo este perverso sistema mafioso de sucesión, control, traición o vendettas. O de su dinámica económica. Por ejemplo, el famoso ‘gota a gota’, que es un sistema informal de crédito con usura, cuyas deudas el agiotista suele cobrar con pistola en mano. Pero también la extorsión en pequeña escala a comerciantes y transportadores, que se da calle por calle, y barrio por barrio, conspira contra la seguridad urbana. Prostitución, chance y casinos son otros negocios donde las organizaciones criminales tienen jugosas inversiones. No en vano las ciudades donde el homicidio está disparado son grandes centros de blanqueo de dinero.
La pregunta de fondo es por qué si todas las autoridades y analistas parecen estar de acuerdo con el diagnóstico del problema, las soluciones no llegan. Los alcaldes culpan a la Policía, y la Policía culpa a la Justicia. Así empiezan los pivotes. “Se captura a alguien con un arma y el juez le da libertad provisional. Después esa persona comete un homicidio con la misma arma”, dice el general Orlando Páez Barón, director de Seguridad Ciudadana de la Policía. Al respecto, el fiscal general (e), Guillermo Mendoza Diago, acepta que estas situaciones ya se están corrigiendo, pero que “se necesita primero que haya un control efectivo de la fuerza pública sobre la comunidad para que la Policía judicial tenga acceso a la información de los delitos yla Fiscalía pueda actuar”.
El punto crítico de la ofensiva contra esta mafias está en vencer la impunidad. “Tenemos un sistema penal que se ha convertido en un hazmerreír”, dice Hugo Acero, experto en seguridad. A pesar de que casi siempre las autoridades tienen identificados a los capos, jefes de banda o sicarios, no logran capturarlos. En ocasiones porque han fletado a las autoridades, como se presume ha ocurrido en los Llanos con ‘Cuchillo’ y el ‘Loco Barrera. Los que finalmente son capturados, duran pocoen prisión si las pruebas son débiles, como ha pasado con varios miembros de la Oficina de Envigado en Medellín. Y los pocos que llegan a la cárcel se las arreglan para seguir delinquiendo desde állí. Mientras tanto, la proliferación de armas y el reclutamiento de jóvenes y niños no cesan. Este círculo perverso es el nudo ciego que tiene en jaque a las ciudades.
Eso no quiere decir que las instituciones no estén haciendo un gran esfuerzo. En el caso de Medellín la Fiscalía ha adelantado más de 500 procesos en el último semestre contra miembros de bandas. La Policía, por su parte, ha capturado a varios jefes de la Oficina de Envigado y también ha golpeado duro en la cabeza de los negocios esta banda en Bello e Itagüí. Pero la cruda realidad es que la labor investigativa es muy pobre, los jueces en ocasiones no ayudan y la presencia de la Policía es insuficiente.
Defensa y seguridad
Pensar en una política de seguridad para las ciudades implica, sobre todo, voluntad del gobierno. La Política de Seguridad Democrática fue diseñada para los problemas de 2002 cuando la guerrilla y los paramilitares tenían el país cercado. Ocho años después, el mayor desafío es el crimen organizado. Por eso se requiere una estrategia de largo plazo, como la que se ha tenido para combatir a las Farc.
El desafío es muy grande. La Policía requiere por lo menos 80.000 hombres más en todo el país, y, aun si hubiera recursos, sólo se pueden recibir 25.000 cada cuatro años por las restricciones de la capacitación. Quizá también se necesita crear, como lo ha propuesto el alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, bloques especializados con alta tecnología e inteligencia. Segundo, a pesar de que el sistema penal acusatorio es más ágil porque es oral, inexplicablemente sólo se está resolviendo el 5 por ciento de los homicidios. Se requiere evaluar las fallas y reforzar la investigación, así como nombrar más jueces de conocimiento y garantías. Y tercero, la falta de oportunidades especialmente para los jóvenes, en las ciudades sigue siendo el gran catalizador del crimen y de la movilidad social por la vía de la ilegalidad, por eso se necesitan ofertas de empleo y educación más contundentes.
Lo triste y paradójico es que hace un lustro muchos previeron el escenario actual y pronosticaron que, por lógica, poco a poco la inversión militar se orientaría hacia la labor de la Policía y la justicia, y a las ciudades. Pero la coyuntura de tensiones con Venezuela les ha dado un giro a estos planes. En los años pasados, sólo el 9 por ciento del impuesto al patrimonio se invirtió en la Policía, y el resto en las Fuerzas Armadas y equipos para la defensa. Ahora, cuando la situación de inseguridad ciudadana es aún más crítica, buena parte del nuevo impuesto se debería orientar para fortalecer la política criminal.
No obstante, “el problema no es sólo de vigilancia y control, sino de prevención”, dice la directora de Medicina Legal, Luz Janeth Forero. Y en ese sentido, los alcaldes, las instituciones y las elites locales también tienen responsabilidad, y no sólo la Policía.
Aunque el gobierno muestre con orgullo que las cifras de homicidio se han reducido a la mitad durante el gobierno de Álvaro Uribe, existe una tasa de muertes violentas muy por encima del promedio de América Latina. Algo que nos aleja de ser un paradigma en materia de seguridad.
Publicado en Semana