Iván Cepeda, investigador de ciencias humanas y defensor de derechos humanos, escribe sobre la impunidad y la falta de garantías de la justicia colombiana, tomando como base el caso de su padre, Manuel Cepeda Vargas, senador de la Unión Patriótica, asesinado por los paramilitares en agosto de 1994.
Manuel Cepeda era senador por el Partido Comunista. Foto Lope Medina- Semana |
Por Iván Cepeda para Semana
En agosto de 1994, a dos días de la posesión de Ernesto Samper, fue asesinado Manuel Cepeda Vargas, el último Senador de la Unión Patriótica elegido por voto popular. Cinco años de investigaciones y esfuerzos fueron necesarios para que obtuviéramos un primer pronunciamiento de la justicia ordinaria. En diciembre de 1999, un juez penal de Bogotá condenó a dos suboficiales del Ejército a 43 años de prisión cada uno, poniendo en evidencia que los crímenes contra la U.P. han sido diseñados y ejecutados desde las brigadas del Ejército. Esa misma sentencia, no obstante, absolvió al jefe paramilitar Carlos Castaño Gil como uno de los autores intelectuales. Las condenas y la absolución se produjeron en medio de inmensas presiones: la esposa y una de las hijas del testigo principal del caso fueron “desaparecidas”, otros testigos, que sostenían la culpabilidad de Castaño, se retractaron y algunas de las piezas probatorias fueron destruidas. Por nuestra parte, a los pocos meses de la sentencia tuvimos que abandonar el país bajo amenazas de muerte.
Estando en el exterior recibimos un ejemplar de Mi Confesión, el libro en el que Castaño reconoce, e intenta justificar, la autoría de éste y de decenas de otros crímenes, y en el que se burla de la justicia colombiana que lo absolvió. Hemos entregado el libro como prueba que deberá considerar la Corte Suprema de Justicia al pronunciarse, en los meses que vienen, sobre la apelación en casación de esa sentencia absolutoria.
El cuadro que ofrece la reconstrucción de los hechos en el expediente judicial es elocuente sobre los mecanismos que se han empleado en Colombia para exterminar a la oposición política legal. Un equipo mixto actuó compartiendo funciones: los paramilitares organizaron en Medellín el robo del carro con el que se llevó a cabo el asesinato de mi padre y enviaron un grupo de dos sicarios -dirigidos en Bogotá personalmente por Castaño-; por su parte, los militares se encargaron de las “labores de inteligencia”, designaron, por órdenes del Alto mando, a los dos suboficiales ?uno de los cuales fue el ejecutor del asesinato – y efectuaron las tarea de encubrimiento. Este es, como vemos, un buen ejemplo de la realidad del vínculo, al más alto nivel, entre agentes de las Fuerzas Militares y grupos paramilitares, que se ha intentado negar una y otra vez en las declaraciones oficiales.
Ahora, se han dado a conocer los detalles de los primeros resultados de los contactos promovidos por el gobierno para iniciar los “diálogos de paz” con estos grupos; cuyo presupuesto es encontrar una fórmula expedita de perdón para sus delitos que no exija reconocerles un estatus político. El Alto Comisionado para la Paz, asumiendo la vocería de la sociedad, ha hablado incluso de un indulto a cambio de confesión de los crímenes. Es el momento oportuno, entonces, para que, como víctimas de un crimen cometido por los paramilitares y los militares, reafirmemos nuestra posición en el debate público acerca de este proyecto de perdón.
Sin descontar que esta especie de autoindulto sería un pésimo antecedente para los verdaderos procesos de paz en el futuro, pues daría a todos aquellos que han cometido atrocidades en la guerra la garantía de impunidad, habría que tomar en cuenta la experiencia de intentar recorrer el camino de transición a la paz sin pasar por procedimientos de justicia; experiencia que en todas partes ha demostrado tozudamente que no existe reconciliación duradera si no se satisface esta última necesidad y si el resultado del proceso de transición es el mantenimiento de la impunidad que ha imperado en la sociedad. Y ello es así por la naturaleza del trabajo requerido para superar el delirante saldo de las formas de violencia extrema que han sido ejercidas, que podemos resumir en ladestrucción de sectores sociales enteros. Los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra (el genocidio, las masacres, la “desaparición” forzada, la tortura, el secuestro, el desplazamiento, el ataque indiscriminado contra la población civil) son considerados por el derecho internacional como actos que atentan contra la dignidad de todos los miembros de la comunidad humana. Su connotación es que son masivos y sistemáticos, es decir, que de manera indiscriminada o selectiva, a través de un plan concertado o de estrategias independientes, persiguen privar a la humanidad de su diversidad intrínseca, lesionando el sentido de dignidad del género humano.
Este efecto destructor de la sociedad genera consecuencias que sólo pueden ser percibidas en su totalidad con el paso del tiempo, dada la envergadura de la aniquilación causada. A veces se requiere la sucesión de varias generaciones para poder efectuar el balance definitivo de sus profundas repercusiones sobre el espectro de la vida colectiva, pues sólo en la perspectiva de la distancia temporal, sus múltiples secuelas se muestran en toda su crudeza.
Como decíamos, estas repercusiones son aún más significativas si no se logra alcanzar el reconocimiento general de los daños causados, y si éstos no son reparados de manera adecuada e integral. La ausencia de la sanción de la sociedad equivale a prolongar indefinidamente en el tiempo estos efectos. Y esto con mayor razón en una sociedad, que como la nuestra, no ha conocido a lo largo de su historia la justicia ante los crímenes de lesa humanidad ni ante los crímenes de guerra. Como se sabe, en la ausencia o la parcialidad de la justicia institucional se abre el espacio para proliferación caótica de “justicias particulares”, cuando no para el imperio de la venganza. (Precisamente, Castaño busca justificar las muertes y masacres que ha cometido u ordenado en su incredulidad de que la justicia pudiera castigar el asesinato de su padre por parte de la guerrilla).
Por todas estas razones, el principio jurídico de la prescripción, de la extinción de toda actuación de los jueces, no puede ser invocado con relación a este tipo de atrocidades. La imprescriptibilidad ?estipulada, entre otros instrumentos internacionales, en la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad (1968)- es el correlato jurídico del trabajo de larga duración que debe realizar toda sociedad para lograr superar las consecuencias que éstos han tenido. Los crímenes masivos y sistemáticos, por lo tanto, no pueden ser materia de indultos o amnistías.
Pero además de estos argumentos que provienen del derecho, existen otros que son de carácter ético que pretende dejar a un lado la fórmula facilista de perdón a cambio de confesión. Frente a la magnitud de estos crímenes ¿quién otorga el perdón?, ¿la Iglesia?, ¿la Oficina del Alto Comisionado para la Paz?, ¿el Parlamento? Al ser la sociedad la que ha sido severamente desestructurada, todo intento de reconciliación no puede ser emprendido sino en el marco de un proceso que involucre a la sociedad misma y, en primer termino, a quienes han sufrido las consecuencias directas de estos crímenes. No puede haber perdón de los victimarios sin que sus víctimas sean las primeras concernidas y consultadas. Ni la Iglesia ni el Estado pueden abrogarse unilateralmente la facultad de buscar una fórmula expedita para perdonar a quienes han cometido crímenes que han afectado al conjunto de la sociedad.
Afirmación que nos conduce a preguntar por las condiciones necesarias para que el perdón se otorgue. En este sentido, no puede haber perdón sin un proceso social de reconciliación del cual la justicia es un punto indispensable, pues no existe convivencia posible sin la aplicación del derecho. Más allá del regateo de las penas, ese proceso de reconciliación con justicia implica que los perpetradores de los crímenes comparezcan ante los tribunales, que reconozcan su responsabilidad y que sean sancionados de cara a la sociedad. Implica que, a su turno, las víctimas puedan presentar su testimonio ante los jueces y ante la opinión pública, y que el daño causado sea reconocido como tal por el conjunto de la sociedad.
En cuanto a la confesión de los crímenes, en otros procesos de reconciliación -como es el caso de las audiencias de la Comisión de la Verdad en Sudáfrica- se ha podido comprobar que cuando se presenta por fuera de procesos de justicia, la confesión tiende a ser un acto meramente formal. Si el relato de los victimarios no está acompañado del reconocimiento auténtico de la injusticia cometida, éste se convierte en el falso arrepentimiento que persigue, como único fin, la amnistía de los delitos. No se trata por ende de la confesión formal ni de la confesión como la reafirmación del acto criminal, pues (como lo ilustra la propia “confesión” de Castaño) ésta puede ser una justificación pública del asesinato de personas inermes.
Para que se pueda producir en Colombia la reconciliación social en el contexto de un verdadero proceso de paz necesitamos, entre otros elementos indispensables, la controversia acerca de la justicia y el trabajo de rememoración de todas las víctimas de la violencia y la guerra en el espacio público. Ello es posible a través de dos procedimientos: la conformación de una Comisión de la Verdad, con amplios poderes, que realice audiencias en las que se pueda escuchar el testimonio de las víctimas y la versión de los victimarios con relación a las atrocidades que cometieron; y además, la realización de procesos de justicia con audiencias públicas que estimulen a la sociedad a alcanzar la comprensión y la reparación del daño causado por la violencia y la guerra. El debate público sobre los crímenes del pasado en el marco de los mecanismos de verdad y justicia es un acto liberador de educación cívica y, en última instancia, la fuente de la democracia.