Esta comunidad logró, hace 21 años, un acuerdo con este grupo subversivo, pero quedaron las secuelas de la guerra. Ahora esperan que el Estado los repare y para lograrlo presentaron una demanda de restitución de derechos territoriales. El juez tiene la última palabra.
El mayor Álvaro Ovidio Paya, líder del resguardo Páez de Gaitania, es claro y enérgico al hablar: “para nosotros la paz que se firmó con el gobierno no es nueva, llevamos 21 años de haber logrado un acuerdo con las Farc”. Aunque reconoce que ese proceso no fue fácil y que las críticas y dificultades que atravesó el gobierno de Juan Manuel Santos durante cuatro años de diálogo, incluyendo el plebiscito fallido, son casi una réplica del proceso que ellos realizaron entre 1994 y 1996.
“Una parte de la comunidad nos decía que era que íbamos a regalarle el territorio a la guerrilla, pero cuando vieron los resultados entendieron que era mejor la paz que la guerra”, dice el líder, quien para entonces era el tesorero del cabildo. Después de 21 años, cerca de tres mil indígenas de esta comunidad Nasa lograron resistir la crudeza del conflicto armado en el sur de Tolima.
Ahora se enfrentarán a otro proceso, quizás mucho más complejo al que vivieron en aquellos años: el Juzgado Segundo Especializado en Restitución de Tierras de Ibagué aceptó la demanda de restitución de derechos territoriales con la que se busca que el Estado los repare por las diversas afectaciones a sus prácticas culturales y espirituales, y el disfrute de su territorio; además, pretenden la ampliación del resguardo y el fortalecimiento de la autonomía de su gobierno.
Mientras el juez toma una decisión, a la comunidad le preocupa la cercanía que está el Ejército de su territorio; además, están apenas a 500 metros de El Oso, el lugar seleccionado en el municipio de Planadas como Zona Veredal Transitoria de Normalización, donde se concentran por lo menos 200 guerrilleros del Frente 21 de las Farc que están en proceso de entregar sus armas y reincorporarse a la vida legal.
“El Ejército quiere instalar dos bases militares, una en la vereda Palmera y otra en la vereda Altamira y no estamos de acuerdo. Muy cerca está el colegio indígena, a donde van a estudiar jovencitas entre los 12 y 18 años. No queremos que en un tiempo nos dejen un montón de muchachitos porque el papá no respondió. Esta semana estamos castigando a un muchacho indígena porque se robó un fusil que los militares dejaron en el monte. Y pues estamos haciendo toda la gestión para devolverlo”, dice con preocupación el mayor Paya.
No es para menos. Pese al acuerdo que lograron con las Farc en 1996, el conflicto se intensificó a partir de 2002 cuando el 21 de febrero el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) anunció el fracaso de los diálogos con esta guerrilla y el fin de la zona de distensión, los 42 mil kilómetros despejados en varios municipios de Meta y Caquetá. El territorio de los Nasa en el sur de Tolima fue usado de nuevo para la guerra: los militares instalaron bases y los guerrilleros dejaron minas antipersonal que cobraron la vida de varios integrantes del resguardo.
Según el gobernador indígena Álvaro Cupaque, la sentencia de restitución será clave para impulsar las tres asociaciones indígenas que producen café de calidad tipo exportación: “también queremos lograr la ampliación de nuestro territorio, pues hemos crecido en población y el título que nos otorgaron en los 90 se cruza con territorios de reserva forestal”.
Recuperando el Yet Wala
Para los Nasa, esta palabra significa el “árbol grande”, que representa su territorio. Los indígenas que hoy constituyen el resguardo de Páez de Gaitania tienen sus raíces en Cauca, de donde fueron desplazados durante el periodo de la Conquista española hacia las coordilleras en los vecinos departamentos de Huila y Tolima. Según recuerdan los líderes de la comunidad, su llegada a Tolima data de principios del Siglo XX, entre 1902 y 1906, teniendo como referencia el río Atá.
Gaitania es el nombre del corregimiento donde los sobrevivientes Nasa quisieron reconstruir su Yet Wala, pero en menos de 40 años su territorio fue de nuevo amenazado, esta vez por la sangrienta violencia entre liberales y conservadores, y luego por la formación de la guerrilla bajo el mando de Pedro Antonio Marín, alias ‘Manuel Marulanda Vélez’ o ‘Tirofijo’, y Luis Alberto Morantes, alias ‘Jacobo Arenas’. allí asentaron el movimiento agrario de Marquetalia, cuna de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), nacidas en 1964 tras los bombardeos y operaciones militares ordenadas por el presidente Guillermo León Valencia, del Partido Conservador.
Los indígenas quedaron en medio de la confrontación: la guerrilla se escabullía por entre la cordillera Central, mientras las tropas gobiernistas avanzaban en su estrategia de reducirlos. La nueva ola de violencia desplazó a los indígenas esta vez hacia el Cerro Ucrania, buscando cómo sobrevivir a las operaciones militares. Durante las siguientes dos décadas, las Farc aumentaron en filas y extendieron su presencia a los municipios de Chaparral, Rioblanco y Planadas con el Frente 21, la Columna Móvil Héroes de Marquetalia y la Comisión de Explosivistas Alfredo González.
Viendo que la guerrilla se expandía, al Ejército se le ocurrió que lo mejor era entrenar militarmente a los Nasa y en 1980 impulsaron la creación de una autodefensa indígena. Les “vendieron” la idea de que solo de esta forma podían defender su territorio y los nativos se integraron a una guerra que casi los desaparece. La comunidad Páez de Gaitaina perdió autoridad y autonomía de su territorio, y vio morir a sus integrantes.
La guerra fue alimentada por los cultivos ilícitos de amapola y hoja de coca que tapizaron el territorio a lo largo del río Atá. El mayor Álvaro Ovidio Paya recuerda que fue a comienzos de los noventa que decidieron buscar una salida negociada mediante el diálogo y junto al gobernador indígena Virgilio López contactaron a Arquímedes Muñoz Villamil, alias ‘Jerónimo Galeano’, el comandante de las Farc en la zona, identificado más tarde por las fuerzas militares como jefe del Comando Conjunto Central y mano derecha de Guillermo León Sáenz, alias ‘Alfonso Cano’.
El diálogo comenzó en 1994 en Peña Rica aún con la renuencia de varios integrantes de la comunidad. “La primera reunión fue difícil, porque expusimos nuestros puntos de vista. ‘Jerónimo’ propuso que las conversaciones se hicieran en varias veredas de nuestro territorio, pero nos opusimos porque eso iba a terminar mal, seguro terminaban muertos ellos y nosotros”, relata el líder indígena.
Al regreso de la primera reunión, el gobernador López prefirió hacer una última consulta a la comunidad, sobre si aprobaban la continuación de los diálogos. “Y fueron las mujeres las que insistieron en que debíamos seguir, porque estaban cansadas de enterrar a sus hijos y maridos. Fueron ellas las que le dieron un pulso al proceso”, comenta el mayor Paya.
El acuerdo y la nueva guerra
Las conversaciones tardaron dos años e incluyeron la iniciativa de la comunidad indígena de erradicar los cultivos de coca y amapola dentro de su territorio. El 26 de julio de 1996 las partes firman un documento de nueve puntos, entre los que quedaron consignados los siguientes compromisos: la guerrilla no amenazará ala comunidad; a los indígenas y campesinos se les prohíbe el uso de las armas; cualquier integrante de la comunidad que colabore con cualquier actor armado (legal e ilegal) será expulsado del resguardo; los delitos que ocurran dentro del resguardo serán juzgados con la Ley indígena; la comunidad impide el ingreso de cualquier grupo armado a su territorio; y la comunidad no pagará ningún ‘impuesto’ a actores armados.
Tanto la comunidad como la guerrilla aceptaron que los fiscalizadores del proceso fueran la Personería Municipal, las autoridades eclesiásticas, delegados para los derechos humanos y asuntos indígenas, la Cruz Roja y la Organización Indígena de Colombia (Onic). Lo que vino durante los siguientes años fueron esfuerzos de la comunidad indígena, esta vez, para defenderse de los operativos militares, que cesaron solo entre el 7 de enero de 1999 y el 21 de febrero de 2002, cuando estuvo vigente el proceso de paz del gobierno de Andrés Pastrana.
Una vez rotos los diálogos del Caguán, los operativos militares se intensificaron, sobre todo con la puesta en marcha del Plan Colombia, que inyectó recursos a las Fuerzas Militares en su lucha antidrogas. “Como nuestro territorio es pacífico comenzaron a usarlo de corredor”, recuerda Paya. La guerra puso en la “cuerda floja” el proceso de paz que ya los indígenas habían logrado. Según relata la comunidad, en 2002 la guerrilla instaló campamentos en las partes altas de la vereda La Floresta, mientras el Ejército entre 2004 y 2013 ingresó con la Brigada Móvil 8, instaló un puesto militar en el cerro de la Antena y fortaleció la Base Militar de Alta Montañana en Marquetalia, realizando controles en los ingresos y salidas del territorio ancestral.
“A los indígenas nos pedían cédula, que cuántos vivíamos en las casas, qué cuantos trabajadores estaban en las plantaciones del café”, evoca el mayor Paya. La comunidad recuerda que fue una época en la que los soldados ocuparon la sede del Cabildo de Gaitania, la laguna de Canoas y el cementerio de San Pedro. Los líderes explican que la presencia militar cohibió las prácticas de The Walas, los médicos tradicionales, tales como los rituales de refrescamiento y paso (de la niñez a la adultez), el de varas (con ramas de chonta) y el uso de plantas de páramo para tratar enfermedades.
La comunidad asegura que se desplazó mayoritariamente entre 2005 y 2006, cuando el Ejército bombardeó las veredas Aguablanca, Altamira, Floresta y San Pedro. A su vez las Farc instalaron minas antipersonal muy cerca del territorio, que en 2005 cobraron la vida de un indígena y en 2011 las del mayor Aurelio Socorreño y su nieto Julio Socorreño. El conflicto disminuyó al finalizar el año 2012, cuando el gobierno de Juan Manuel Santos comenzó un nuevo proceso de paz con las Farc, en La Habana, Cuba.
Ahora el mayor Álvaro Paya y el gobernador Álvaro Cupaque coinciden en que el proceso de restitución que cursa en el Juzgado Especializado de Tierras de Ibagué es importante para que el Estado los repare después de tantos años de conflicto. “Somos un ejemplo de paz y queremos que otras comunidades conozcan nuestra experiencia”, asegura esta autoridad indígena.
De la sentencia de restitución, esperan que el juez, por ejemplo, ordene la ampliación de su territorio étnico. Aunque en junio de 1990 el antiguo Incora les otorgó un título de 4.900 hectáreas, dicha extensión se traslapa en 76 por ciento con parques nacionales. Esto sin contar que la población indígena aumentó en los últimos 20 años.
El lío de organizar los baldíos en Colombia
En 2010, el liquidado Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) realizó un estudio socioeconómico como punto de partida para ordenar la ampliación, pero el proceso agrario quedó frenado desde entonces. Como lo advirtió la Corte Constitucional de forma reciente, estos procesos se estancaron aún más en la transición del liquidado Incoder a la Agencia Nacional de Tierras.
“Necesitamos apoyo para terminar el colegio, vías de acceso y proyectos de desarrollo, vivienda y salud con enfoque indígena. Estamos a la expectativa del juicio de restitución, para dar testimonio en lo que el juez requiera”, concluye el mayor Paya.