Escrito por: Deicy Johana Pareja M*

En la vereda La Plancha, de Anorí, en el nordeste de Antioquia, uno de los 26 espacios territoriales de capacitación y reincorporación (ETCR) del país, viven los costureros del desmovilizado grupo insurgente, hoy convertido en movimiento político. Ahora hacen prendas escolares para niños.

Algunas máquinas de coser, que durante una década confeccionaron los uniformes para las tropas de las Farc, ahora están destinadas a elaborar prendas escolares y las manejan las mismas manos que, tiempo atrás, combinaron la sastrería con el fusil.

John Jairo Ramírez, excombatiente del Frente 36, conserva la gastada máquina de coser que lo acompañó en sus años de guerra, y al igual que él, sobrevivió a combates, bombardeos, emboscadas y tiroteos.

En el pasado, fabricó uniformes, chalecos, bolsos y carpas con ayuda de cuatro sastres, quienes hoy continúan trabajando juntos con las máquinas que les quedaron. Ellos están en la lista de los 12.260 exguerrilleros que se desvincularon de las Farc a mediados de 2017, tras el proceso de paz con el gobierno de Juan Manuel Santos, y se reincorporaron a la vida legal.

En ese proceso, las Farc entregaron 7.132 armas, según certificó la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Ramírez, quien dejó su fusil, asegura que lo único que conserva de la antigua guerrilla es una máquina de coser, con la que teje su futuro y el de su familia.

El año pasado, el excombatiente creó una microempresa, llamada Confecciones La Montaña, instalada en un salón de unos 40 metros cuadrados en medio de las montañas del espacio territorial de la vereda La Plancha, de ahí su nombre. Allí trabajan dos mujeres y ocho hombres durante siete horas al día.

Hasta allí llegan jóvenes, abuelos y familias para que los excombatientes les confeccionen ropa y accesorios. La sastrería es ahora un referente en Anorí, municipio de 17 mil habitantes, a 177 kilómetros de Medellín, que ha padecido los efectos de las economías criminales derivadas del cultivo de la hoja de coca para uso ilícito, la explotación minera ilegal y la deforestación.

El taller es ejemplo de reconciliación entre víctimas, comunidad y Farc. Es sitio de reuniones, risas, anécdotas y de negocios, donde los exguerrilleros se sienten seguros y sus clientes también. Los costureros trabajan con disciplina, un metro de sastrería cuelga de sus cuellos y lo retiran constantemente para medir y cortar las telas.

Ramírez, de 36 años de edad, pasó 21 en las filas de las Farc y confeccionó al mismo tiempo que empuñó armas. En la selva había mucho trabajo, sobre todo cuando aumentaban las tropas de la guerrilla, por lo que trabajaba hasta 15 horas diarias.

“Este oficio era muy importante para las Farc, teníamos seguridad en los talleres clandestinos de la selva, eran sastrerías móviles, no tardábamos más de un mes en un mismo sitio, cuando salíamos por emergencia, cargábamos la maquinaria en mulas, nunca la abandonamos a pesar de que cada una pesa 48 kilos”, narra el excombatiente.

Conoció a su esposa en el Frente 36 y en la selva tuvo un hijo, no obstante, ella pisó una mina antipersonal y decidió retirarse con su hijo en el 2010, mientras él se quedó, pese a que soldados le dispararon en una rodilla. Luego de la firma del Acuerdo de Paz y la dejación de armas se reencontraron.

A Édgar de Jesús Vásquez, otro de los sastres, este proceso también le cambió la vida. Conoció a una campesina en la vereda La Plancha, con quien tiene un bebé y vive feliz. Además, volvió a ver a sus allegados tras 15 años de alejamiento, el mismo tiempo que pasó en las filas insurgentes.

“Mataron a mi hermana, mi familia salió desplazada del corregimiento Santa Ana, de Granada (Antioquia), las veredas quedaron desocupadas, todo el mundo huyó, las Auc iban a hacer masacres, entonces con 19 años, por allá en el 2002, decidí unirme a la guerrilla”, recuerda.

Para Velásquez, el proceso de paz es sinónimo de tranquilidad, es una segunda oportunidad, es volver a creer en los demás y en él mismo. Su paso por las Farc le enseñó cosas sanguinarias, pero también aprendió a manejar una máquina de coser, oficio que conserva y con el cual le da de comer a su familia, gracias a la microempresa que impulsó su amigo.

Para él y otros excombatientes la reintegración fue muy compleja al comienzo, temían ser rechazados por sus familias y por los habitantes de La Plancha, pero estaban dispuestos a enfrentar el nuevo mundo y cuando llegaron a Anorí la comunidad los recibió con temor, pero luego los aceptó.

Camino a la reconciliación

Costureros de las Farc
La vereda Plancha, del municipio de Anorí, está ubicada a 40 minutos de la zona urbana del municipio. Allí viven 321 familias campesinas y unos cien exguerrilleros con sus allegados. Foto: Deicy Johana Pareja M.

Anorí ha tenido presencia de todos los grupos armados ilegales en las últimas cuatro décadas. Históricamente ha sido área de operaciones de la guerrilla del Eln, pero también de las Farc y de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc). Las cifras de sus acciones criminales y de sus choques armados revelan una profunda afectación de sus pobladores: 7.456 víctimas, entre ellas 7.163 desplazadas, 467 asesinadas, 80 amenazadas y 21 afectadas por minas antipersonal, según cifras de la Unidad de Atención y Reparación Integral a las Víctimas del Conflicto Armado.

Uno de los años más violentos fue 1998, cuando, incluso, asesinaron al alcalde Héctor Emilio Piedrahita Correa, y a la personera Adriana María Casas. Aun así, en Anorí creen en el proceso de paz y en la reconciliación. (Leer más en: Anorí quiere sanar de raíz sus heridas de guerra)

La Plancha, donde se concentraron los excombatientes tras los acuerdos con el gobierno nacional, está a 40 minutos del casco urbano. En la vereda viven 32 familias campesinas y unos 100 exguerrilleros con sus allegados, 37 mujeres, de las cuales, dos son lactantes y dos están embarazadas, y siete niños.

El espacio territorial tiene una extensión de dos hectáreas, equivalente a un barrio pequeño, donde se construyeron unas 50 casas de adobe, pintadas de blanco con techos de zinc. De sus fachadas resaltan los rostros de los fallecidos jefes históricos de las Farc, como Jacobo Arenas, Alfonso Cano y Manuel Marulanda Vélez, conocido como ‘Tirofijo’, acompañadas de frases alusivas a la paz.

La sastrería queda diagonal a esas casas. Ramírez labora justo en la máquina que está a la entrada del local, una minúscula luz alumbra cada que acciona el pedal con el pie para coser una sudadera deportiva.

En la mesa tiene hilos gruesos y delgados, de todos los tonos, sobresale el azúl y el rojo, los colores del uniforme de la escuela veredal; también siluetas de sudaderas colgadas en la pared, así como retazos de tela. El sonido de la máquina es continuo y se mezcla con la suave música romántica que emite un pequeño radio.

Entre el territorio de la Farc y la comunidad no hay barreras, lo único que los divide es un camino, de unos 600 metros, por donde transitan unos y otros a cualquier hora.

Óscar Arturo Gómez, profesor de la escuela primaria de La Plancha y desplazado por el conflicto armado, asegura que la vereda cambió desde que llegaron los excombatientes: ahora hay un centro de salud, agua potable, una mejor carretera, cancha de fútbol, más alumnos y la promesa de ampliar la institución a secundaria.

El país miró hacia esa vereda olvidada, que pocos colombianos habían escuchado nombrar antes de 2017, y una de las más golpeada por la violencia en el municipio, tanto que quedó totalmente desocupada hace una década por orden del Frente 36.

“La comunidad nunca estuvo preparada para que llegaran las Farc, teníamos miedo, creíamos que eso generaría violencia, porque ellos tienen enemigos, pero aun así vamos camino a la reconciliación, a ayudarlos a reintegrarse a la vida civil”, afirma, esperanzado, el profesor Gómez.

Tras la llegada de los excombatientes también retornaron los desplazados, quienes volvieron a creer y supieron de las nuevas oportunidades. Ahora víctimas, excombatientes y comunidad comparten escuela, centro de salud, cancha de fútbol y proyectos productivos: cultivos de frutas y legumbres, panadería, modistería y artesanías.

En la vereda se ve todo lo inimaginable en el pasado: soldados, policías, exguerrilleros y víctimas jugando un partido de fútbol; asistiendo juntos a clases de panadería, modistería y artesanías; también creando microempresas y mejorando la vereda, los caminos, la cancha deportiva y las huertas.

Víctimas, comunidad y reincorporados pasan los días sembrando verduras y frutas, amasando pan, así como criando gallinas y cerdos, proyectos productivos apoyados por la ONU y Empresas Públicas de Medellín.

Alessandro Preti, coordinador de Reincorporación de la Misión de Verificación de la ONU, explica que estos proyectos traen muchas expectativas en todos los espacios territoriales y que el gobierno nacional ofrece 8 millones de pesos para cada uno de los excombatientes, que, de manera colectiva o individual, participen o formulen proyectos. Sin embargo, espera que esto se agilice lo antes posible para impulsar la reincorporación económica.

“Hay iniciativas espontáneas, con renta básica, organización propia y autogestión de excombatientes como la de los sastres e iniciativas apoyadas por cooperación internacional, por ejemplo de Suecia, impulsados por el PNUD, pero no es suficiente, se necesita un esfuerzo para el desarrollo del territorio para que la reincorporación económica sea exitosa”, recalca Preti.

En el salón de clases del maestro Óscar Arturo no hay un sólo niño que no haya usado un bolso o un uniforme hecho por manos diferentes a las del sastre Ramírez y su equipo de trabajo. En el aula, como en la sastrería, no hay distinción entre víctimas y excombatientes, todos van por el mismo camino de la reconciliación y tejen un futuro en paz.

* Periodista, artículo cedido a VerdadAbierta.com.