La experiencia educativa en el corregimiento Pozo Azul, en el sur de Bolívar, ha sido una propuesta de paz para hacerle resistencia al reclutamiento y la pobreza. Esta iniciativa pide a gritos recursos para mejorar la infraestructura y las condiciones de los maestros.
Sistema de Alertas Tempranas documentó el reclutamiento de diez niños entre enero y marzo de este año y destacó que los asedios y amenazas contra menores son frecuentes en los corregimientos Virgencita, Cañabraval, Vallecito y Cerro Azul. La guerrilla los acecha para convertirlos en ‘raspachines’ en los cultivos de hoja de coca que hay en la región.
La Defensoría del Pueblo encendió de nuevo las alarmas en San Pablo, sur de Bolívar. ElPara la Defensoría, una forma de hacerle frentea este tipo de situaciones, que involucra a los menores de edad, es fortalecer el sistema educativo. Esa fue precisamente la tarea titánica que emprendió hace una década un grupo de profesores dirigidos primero por la maestra Rosalba Álvarez y luego por Zoraida Álvarez, quienes pese a compartir el mismo apellido no son familiares.
Su propósito fue impulsar casas estudiantiles en el corregimiento Pozo Azul, que albergaran a jóvenes venidos de los lugares más remotos del municipio para continuar con el bachillerato. La idea surgió en 2004, justo cuando el conflicto armado dejó el mayor número de desplazados en el pueblo: ese año 2.200 personas salieron expulsadas; doce meses después, la cifra se duplicó. (Ver cifras)
El municipio de San Pablo ha sido escenario, desde hace varias décadas, de una guerra desatada por diferentes actores armados ilegales: en las décadas del ochenta y noventa tuvieron protagonismo las guerrillas del Eln y las Farc; a finales de los noventa, y hasta el 2006, emergió el Bloque Central Bolívar (Bcb) de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc); desde su desmovilización y hasta este año, operan las llamadas ‘Autodefensas Gaitanistas de Colombia’ y reductos criminales que se hacen llamara ‘Águilas Negras’.
El botín de guerra en esta región ha sido la hoja de coca y la explotación aurífera, negocios que se ven favorecidos por el río Magdalena, a través del cual se transportan hacia diversas regiones del país los alijos de cocaína y el oro, principales fuentes de financiación de los grupos armados ilegales.
San Pablo tiene por lo menos 31 mil habitantes y las condiciones de pobreza son altas. En 2011, de las 17 mil personas censadas como población económicamente activa, 4 mil estaban sin empleo. Buena parte de la población rural, se dedica al cultivo de plátano, caucho, cacao y palma de aceite, que se combina en algunas zonas con ganadería.
El problema es la mala infraestructura vial, que eleva los costos de comercialización en el casco urbano y municipios vecinos, lo que implica que los campesinos ni siquiera contemplen la posibilidad de sacar las frutas y verduras que cultivan en sus parcelas. Por tal razón, muchos de los alimentos que se consumen en el pueblo son traídos desde Bucaramanga en camiones que transitan por la carretera que conduce hacia Puerto Wilches; desde allí atraviesan el río en ferry hasta llegar al puerto de San Pablo.
El poco empleo que se consigue formalmente es en las distintas entidades del Estado, pero estos son reducidos. Todo ello ha generado altos niveles de trabajo informal, lo que explica por qué en las calles del casco urbano abunda el ‘moto-taxismo’.
En este contexto, los jóvenes están expuestos a las ‘ofertas’ de las economías ilícitas. “Una modalidad de reclutamiento consiste en enrolar a los jóvenes del área rural como ‘raspadores’ de hoja de coca por un salario de 800 mil pesos o custodiando retroexcavadoras por cerca de 200 milpesos semanales, que varían de acuerdo con la producción. Para ejercer dicho oficio portan armas cortas…”, indica un informe de riesgo emitido por la Defensoría el 22 de junio de 2012 para los municipios de San Pablo, Santa Rosa del Sur y Simití; y añade que las niñas no solo usadas para transportar oro y droga, sino que obligándolas a prostituirse. (Lea el informe)
Quienes conocen la realidad de los negocios ilícitos en la región aseguran que el pago por ‘trabajar’ en las ‘cocinas’, donde se cristaliza la pasta de coca y se extrae el clorhidrato de cocaína, o en las minas de oro puede ascender a los 2 millones de pesos, según la tarea que encarguen.
En medio del desasosiego económico que genera la falta de oportunidades laborales lícitas, el Centro Educativo Pozo Azul ha sido una ‘luz’ para aquellos que escasamente logran terminar los estudios primarios en las veredas y corregimientos.
Profesores y estudiantes que participaron de este “hogar de sueños”, como lo bautizaron los jóvenes, dan cuenta de los retos que tiene por delante el gobierno nacional para implementar los acuerdos firmados con la guerrilla de las Farc en La Habana, en especial aquellos que se relacionan con las medidas de reparación a las víctimas del conflicto armado, una de las cuales podría ser el impulso del Centro Educativo Pozo Azul.
Un hogar para estudiar
Francisco Cárdenas es el ejemplo para toda la vereda Cañabraval. Es el único de su familia que ha logrado acceder a la educación superior a pulso, con el convencimiento de que su historia será distinta a la de muchos niños de su pueblo.
Quien le sembró esa semilla de entusiasmo a Francisco fue el profesor Rafael Castro Padilla, maestro de ciencias naturales y química del Centro Educativo Pozo Azul y uno de los tres coordinadores de las casas estudiantiles de la época. “Para mí fue como mi padre. Me orientó y me motivó a seguir adelante”, dice el joven, sonriendo.
El Centro Educativo Pozo Azul tiene su sede principal en el corregimiento que lleva este mismo nombre y está conectado a otras 26 sedes veredales donde solo se imparte educación primaria. Para 2003, cuando Francisco terminó el quinto grado, sus padres no tenían los medios económicos para enviarlo hasta el corregimiento y mucho menos al casco urbano de San Pablo para que adelantara sus estudios de bachillerato.
“Pero mis papás se enteraron que había un proyecto de unas casas estudiantiles, que los niños y jóvenes podíamos vivir en Pozo Azul y estudiar. Con 15 años me fui a estudiar el bachillerato”, recuerda Francisco.
Zoraida Álvarez cuenta que la iniciativa fue impulsada por la entonces rectora Rosalba Álvarez, quien tocó las puertas de la Alcaldía para conseguir recursos. La idea era que el Municipio comprara dos casas en el corregimiento y las adecuara como hogares permanentes para que niños como Francisco pudieran vivir allí para asistir con puntualidad a la secundaria.
“En 2006 iniciamos con unos 45 ó 50 estudiantes. Al principio no fue fácil porque la Alcaldía solo compró las casas y los niños dormían en colchonetas. Pero seguimos trabajando por un proyecto educativo y social, para que los jóvenes cumplieran sus sueños”, evoca Álvarez.
A comienzos de 2008, Francisco llegó a la sede con una hamaca cargada al hombro. Como lo cuenta Zoraida, la infraestructura de las casas estudiantiles era aún incipiente: los niños dormían apiñados porque sólo había 10 camarotes; y los estudiantes sumaban más de 60.
“Algunos llevábamos hamaca y otros dormíamos en colchonetas”, apunta Francisco, quien aún recuerda ese primer día: “Le confieso que sentí miedo cuando llegué a Pozo Azul. Estaban las marcas de la guerra en las viviendas, muchas estaban solas; pero luego me di cuenta que era otro mundo, era muy tranquilo”.
Con el apoyo del Servicio Jesuita a Refugiados, la Corporación de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) las dos casas estudiantiles fueron dotadas con camas y enseres para la alimentación y el aseo. Una casa albergaba 60 niños; la otra a 40 niñas. Francisco recuerda que la casa estudiantil de niños era supervisada por tres coordinadores: Rafael Castro Padilla, su mentor; Ivamer Ariza, maestro de inglés; y Albis Balsa, docente de literatura y teatro.
“Las casas estudiantiles han sido muy importantes para la formación de muchos niños y niñas cuyas familias no tienen los recursos para garantizarles el estudio de bachillerato. Es quizá la oportunidad más grande de sus vidas en medio de una región marcada por el conflicto. Es satisfactorio saber que varios de los niños que orientamos salieron adelante”, indica Castro Padilla refiriéndose como ejemplo a su pupilo Francisco.
Edson Zambrano, profesor de educación física, recuerda cómo Pozo Azul se hizo a profesionales apasionados por la docencia. Una vez salió la convocatoria para el sector público, presentó pruebas y obtuvo una alta calificación. Listos los resultados, él y varios de sus colegas llegaron a Cartagena para saber en qué rincones de Bolívar había plazas disponibles para el nombramiento y “cuando dijeron San Pablo, nadie quería. Yo los convencí”. Su principal argumento fue que municipios como éste, azotados por el conflicto, necesitaban de la mejor herramienta: la educación.
Poco a poco el Centro Educativo Pozo Azul sumó 12 maestros titulares especializados en diferentes disciplinas. Los estudiantes no solo recibían el ciclo básico, sino también clases de música, emprendimiento, teatro y deportes. Zambrano cuenta que, por ejemplo, el colegio llegó a consolidar un grupo de flautas y tamboras.
Asimismo, el profesor Luis Ávila les enseñó cómo tener una idea propia de negocio y administrar muy bien los recursos; con el maestro Alvis nació un grupo en artes escénicas que era la sensación con sus presentaciones, y a su cargo, la selección de fútbol participó en varios campeonatos. “Esto llevó a que los jóvenes concentran su tiempo en estudiar o recrearse; alejándolos de la guerra o del trabajo a temprana edad”, apunta el docente.
Francisco dice que cuando sus padres lo enviaron a Pozo Azul su madre le insistió que ella quería que tuviera una vida distinta a la de los niños de San Pablo. “Mi mamá fue mi motor para salir adelante”, afirma.
Durante cinco años, este joven recibió una educación en la que le inculcaron la responsabilidad y el trabajo en equipo. “Nos levantámos, dejábamos listas las camas, nos bañábamos y por grupos ayudábamos con el aseo de la casay la preparación de los alimentos. Estudiábamos hasta la una de la tarde, hacíamos tareas y después teníamos tiempo para recrearnos”, comenta. La sede principal del colegio alcanzó a tener en sus aulas por lo menos 200 niños entre primaria y bachillerato, una cifra satisfactoria.
En 2012, Francisco recibió el título de bachiller, “pero quedé desubicado. No sabía qué hacer”. El impulso que le imprimió su madre, y luego el profesor Rafael Castro Padilla, lo condujeron a probar suerte en Bucaramanga, la capital santandereana donde vivía una tía.
Su relato está cargado de emoción cuando explica cómo fue sorteando los obstáculos: deambuló por las calles “no porque hubiera caído en algún vicio sino porque no me hallaba; no encontraba qué hacer; entré como en depresión. Además me robaron el computador que era lo único que tenía y que había comprado con mucho esfuerzo”.
Por referencia de un primo, trabajó en una fábrica de estanterías, pero no fue una buena experiencia: se cortó muchas veces las manos y sentía que la pintura le quemaba la cara. Un día fue a parar a la plaza de mercado de San Francisco, donde se ofreció como cotero, descargando en menos de una hora un camión lleno de panela. “Me pagaron 30 mil y entonces me quedé para trabajar en el descargue. Un día un señor me llevó hasta la Central de Abastos y ahí sí supe qué era ver un mercado. Me comencé a ganar la confianza de la gente para cargar bultos o recoger basura, lo que saliera. Recorrí toda la ciudad repartiendo alimentos y útiles de aseo”, cuenta.
Decidido a mejorar su condición, un día fue a la sede de la carrera 27 del Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) y se presentó como aspirante a la Tecnología en Contabilidad y Finanzas. “Se presentaron 500 personas y seleccionaban a 35; yo salí seleccionado”. Su ingreso a esta institución le significó duras jornadas: trabajaba al amanecer, entre las 1:30 y las 6:30 en la Central de Abastos, y a las 8 de la mañana debía asistir a clases. Mantuvo ese ritmo de trabajo y estudio por varios meses hasta que su situación mejoró por un subsidio de alimentación que le otorgó el Estado y un patrocinio que recibió de una empresa a través del Sena.
Su experiencia en el trabajo formal llegó con las prácticas empresariales. En la Fundación Médico Preventiva le dieron la oportunidad de aplicar los conocimientos adquiridos durante sus dos años de formación como tecnólogo y a pulso logró un empleo en el área de facturación. “A mí me gustan mucho las tecnologías, me encanta la programación y el uso de base de datos. Eso le ha servido mucho a la empresa”, dice.
Ya con las garantías de un empleo, Francisco comenzó a ahorrar y ahora busca obtener un título de Contador en las Unidades Tecnológicas. Paralelo a los porcentajes, impuestos y números, este joven de 24 años es un apasionado por los computadores y las aplicaciones móviles. “En este momento estoy lanzando una aplicaciónque será muy útil. Ya tendrán noticias”, afirma con una sonrisa después de una larga jornada de trabajo.
“Necesitamos recursos”
Pese al ejemplo de Francisco, la situación comenzó a cambiar en el Centro Educativo Pozo Azul, los maestros comenzaron a ser trasladados y en 2012, en aplicación del Decreto 2355 de 2009 del Ministerio de Educación Nacional, el Centro Educativo Pozo Azul fue entregado en concesión primero a una organización no gubernamental y luego a la Diócesis de Magangué.
Antes, gran parte de los recursos provenían del Ministerio, de la Alcaldía y de la cooperación internacional; ahora depende de la asignación que fije el Ministerio y el suministro de alimentos que entrega el Municipio.
Según Rafael Herrera, secretario de Educación de San Pablo, la Diócesis trabaja con “las uñas” y el padre Leonel Coma Drago le ha impreso todo el esfuerzo para sostener el proceso educativo de unos 100 jóvenes que sueñan con terminar sus estudios de bachillerato.
“Como administración municipal garantizamos el suministro de alimentos para las casas estudiantiles, pero la dotación y el mejoramiento de la infraestructura es responsabilidad del gobierno nacional. Las casas están en mal estado. Con la Unidad Nacional de Víctimas propusimos un proyecto para lograr recursos que permitan mejorar las condiciones y el funcionamiento de las casas”, asegura el Secretario.
El Plan de Desarrollo del Municipio “Unidos por San Pablo” (2016-2019) reconoce que “el sector educativo está en crisis” y admite las dificultades de funcionamiento de los centros educativos de Pozo Azul y Canaletal debido al deterioro de sus instalaciones físicas y a la falta de docentes, situación que de alguna forma ha incidido en la deserción escolar.
Varios profesores de San Pablo explican que en la actualidad no hay suficientes recursos para contratar maestros con especialidad y los que estaban fueron trasladados. El Secretario de Educación asegura que es necesario que el gobierno nacional ponga los ojos en municipios como éste, donde los jóvenes son vulnerables en medio de la persistencia del conflicto.
“La Diócesis está haciendo un excelente trabajo, el padre Leonel Coma es un hombre muy preocupado por la recuperación del tejido social. La institución cuenta con un psicólogo y están haciendo el mejor esfuerzo para que los niños de zonas veredales sigan estudiando”, explica el funcionario.
Pero los que impulsaron las casas estudiantiles entre 2006-2012 hablan con nostalgia de aquellos años y quisieran que el Centro Educativo de Pozo Azul reciba el apoyo suficiente para que se fortalezca como un laboratorio de paz territorial, que cuente con una suficiente planta de maestros, que la infraestructura sea la idónea y que se gestionen proyectos para que los jóvenes continúen con un proyecto de vida.
Ahora que Francisco será profesional y que es inspiración para su familia, pero también para la generación de niños de la vereda Cañabraval, espera pronto retribuirle su formación al Centro Educativo Pozo Azul. “Yo vivo en unaciudad, pero no sueño con traerme a mis papás ni comprarles un lujoso apartamento. Ellos son campesinos y traerlos acá sería como meterlos en una jaula; los mataría de pena moral. Lo que sí anhelo es volver algún día con recursos para ayudar a sacar adelante las casas estudiantiles. Yo tengo una vida distinta gracias a que pude estudiar”, asegura el joven.
Francisco reconoce que fue el impulso de sus maestros, pero también la fuerza propia, la que lo llevaron a donde está. Dice con tristeza que sabe que muchos de sus compañeros están vivos, que por fortuna no se los llevó la guerra, pero que tratan de sobrevivir en el campo, incluso sin tierra, por la escasez de oportunidades en el municipio. Para él y para los maestros que han visto contados ejemplos de superación en San Pablo, la paz está en los lápices.
*Periodista comunitario de San Pablo, Bolívar
Este artículo hace parte del proyecto GIZ con VerdadAbierta.com