Escrito por: Bibiana Ramírez

Entre los riesgos que genera un intenso conflicto entre organizaciones criminales y los críticos efectos de la contaminación ambiental, buscan ganarse espacios en la formulación de unas políticas públicas que les permitan decidir sobre su futuro en los municipios de Tierralta y Puerto Libertador.

Carlos Payares tiene 22 años de edad. Vive en el reasentamiento El Rosario, municipio de Tierralta, espacio creado por empresa la que construyó la Central hidroeléctrica Urra 1 para reubicar a comunidades campesinas e indígenas del Alto Sinú afectadas por las obras de la hidroeléctrica en el 2000. Es líder juvenil de su comunidad e impulsa el proyecto de un circo con las niñas y niños del lugar.

A 203 kilómetros de allí, en Puerto Libertador, sur del departamento, trabaja Juan Camilo Camargo, de 18 años de edad y líder juvenil. Sus actividades se concentran en barrios de extrema pobreza y vulnerables a conflictos armados y sociales. En uno de ellos, llamado Villa Esperanza, jalona la iniciativa Semillero Infancia de Paz, en la que a través del teatro les muestra a los infantes otras alternativas de futuro y les ayuda a resolver los conflictos que se generan entre ellos.

Ambos, desde temprana edad, participan de los procesos formativos de Benposta, Nación de muchachos, organización fundada en España por el padre Julio César Silva y que llegó a Colombia hace 40 años. En Córdoba tiene presencia desde 1990.

Una de las iniciativas de esa organización en tierras cordobesas fue la creación de casas de jóvenes en barrios y veredas de Tierralta y Puerto Libertador, en las que decenas de ellos se han formado en liderazgo. Como parte de su proceso, se impartió durante el segundo semestre del año pasado un diplomado en construcción de paz y derechos humanos, en el que participaron cerca de 50 jóvenes de ambos municipios, entre ellos Carlos y Juan Camilo.

Al diplomado también asistió Aideth Martínez, quien, desde su infancia, hace parte de los procesos promovidos por Benposta. Su capacidad de liderazgo la llevó en 2018 a convertirse en la Presidenta de la Plataforma Municipal de Juventudes de Tierralta, conformada por 23 organizaciones de zonas urbanas y rurales de este municipio.

En el diplomado, dice, “nos han enseñado a conocer a Colombia, la historia del conflicto armado, qué ha pasado en nuestro territorio, cuál es la importancia de la educación popular, sobre los acuerdos de paz, todo lo relacionado con los derechos humanos y de cómo podemos participar e incidir en su territorio”.

Campesinos y citadinos se juntaron entre julio y octubre del año pasado para fortalecer sus capacidades y adquirir herramientas en temas clave para la defensa de los derechos humanos, con el fin de replicar luego en sus comunidades y enseñar a otros niños y jóvenes lo aprendido.

“Estos espacios de formación y acompañamiento técnico y pedagógico, son importantes para los jóvenes del sur de Córdoba por el gran papel y rol que cumplen dentro de la sociedad”, explica Felenix Serpa, una de las docentes del diplomado.

La importancia de este tipo de procesos radica, según ella, en el empoderamiento que logran los jóvenes: “Históricamente ha sido un grupo subrepresentado y no ha sido tenido en cuenta de las políticas públicas de desarrollo y construcción de paz. Es un grupo urgente de vincular porque tienen mucho que aportar, sus propuestas son creativas, tienen energía y este tipo de escenarios les brinda herramientas para tener conocimientos e intercambiar ideas”.

Durante las sesiones de trabajo en el diplomado, mientras los docentes explicaban los temas, los jóvenes los aterrizaban en sus territorios contrastando con sus problemas y enfocados en buscar soluciones. Para algunos fue difícil entender las dinámicas de sus regiones porque no conocían la historia que los cobijaba; como, por ejemplo, la construcción de la Central hidroeléctrica Urra 1, en Tierralta, o la expansión de la extracción a escala industrial de carbón, cobre y níquel en Puerto Libertador.

“Los jóvenes en Puerto Libertador tienen unos intereses más marcados y preocupación en el tema ambiental, cómo las empresas están impactando el territorio en lo productivo y en la sociedad; en Tierralta, los jóvenes están más preocupados por temas asociados a la niñez, prevención de reclutamiento, en definir mecanismos de participación”, agrega Serpa.

Tierralta, al igual que Puerto Libertador y otros municipios del sur del Córdoba, están afectados por la confrontación armada entre organizaciones criminales ligadas al narcotráfico, lo que genera un escenario de riesgo para niños, niñas y jóvenes, que podrían ser reclutados por esos grupos al margen de la ley para adelantar labores ilícitas, situación que se ve favorecida por la falta de oportunidades de estudio y empleo digno. (Leer más en: El Sur de Córdoba: teatro de guerra con poca atención integral del Estado)

“A raíz de eso, hay muchos jóvenes víctimas, mucho narcotráfico y microtráfico, en zonas rurales es muy poco el desarrollo y acceso a vías para que los campesinos puedan salir y darle una mejor calidad de vida a sus familias. Poca oferta de educación y empleo”, afirma Aideth.

Antes que frenarla, esas difíciles circunstancias la animan a seguir trabajando y fortaleciendo su liderazgo: “Es un compromiso que tengo de vida, de poder llegar a otros jóvenes que no tienen la oportunidad de saber cuáles son sus derechos, de recibir una formación distinta a la que reciben en las escuelas, que tengan en su comunidad algún tipo de organización y ocupar a los jóvenes en actividades que le aporten a su desarrollo”.

Del campo al circo

Integrantes del grupo circense en El Rosario. Foto: Bibiana Ramírez.

Carlos Payares es de estatura baja, su rostro conserva algunos rasgos indígenas, sonríe poco y sus ojos indagan por todo lo que lo rodea. A su alrededor gravitan por lo menos 30 niños y niñas que hacen parte del semillero y de las actividades del circo que dirige; además, coordina un grupo de 20 jóvenes, quienes, además de participar de actividades formativas y recreativas, son los que se encargan de cuidar el centro donde se reúnen con frecuencia.

“Esta casa fue construida por los miembros de la comunidad gracias a un proyecto financiado por Benposta, Diakonia y Misereor (organizaciones sueca y alemana, respectivamente). Es el espacio donde los niños, niñas, adolescentes y jóvenes nos reunimos para tratar temas de derechos humanos, valores, actividades lúdicas, también funciona como la casa comunal, ya que en el reasentamiento solo se cuenta con este espacio para las reuniones y actividades”, cuenta Carlos.

La idea del circo le llegó luego de la visita dos voluntarias alemanas a Tierralta, hace dos años, con el fin de enseñar sus talentos en este arte. Con ellas hicieron presentaciones en el parque principal de Tierralta. También lo inspiró conocer la historia de cómo se creó el Circo de la Alegría, ligado a Benposta.

“El Circo de la Alegría surge con los inicios de Benposta, cuando el padre Julio César Silva, que tenía habilidades circenses, empezó todo esto con quince muchachos y una moto vieja en Europa y se fueron integrando muchachos en situación de riesgo; entonces, nosotros decidimos retomar la idea y crear El circo de la alegría – el sueño continúa”.

Los niños y las niñas siempre reciben a Carlos con sonrisas y abrazos. Las clases comienzan con estiramientos del cuerpo y luego pasan a hacer malabares y coreografías. Los trabajos han logrado construir confianza entre todos ellos, y se nota cuando tienen que hacer pirámides humanas. Nadie vacila. Durante una de sus prácticas, en medio de la tarde de tormentas y rayos, no hablaron de su preocupaciones; se concentraron en mejorar las técnicas circenses.

Para el líder de esta actividad circense, trabajar en estos espacios ayuda a mejorar el relacionamiento de los participantes con el resto de la comunidad, a pesar de que allí hay dificultades de convivencia, pobreza y desempleo.

“Los problemas que vemos en nuestra comunidad es que se nos vulneran los derechos como a la libre circulación por el territorio, a un ambiente sano, a la recreación. Nosotros como jóvenes somos muy influyentes porque nos fortalecemos con estos procesos de formación y así exigimos mejor calidad de vida”, dice Carlos.

Desarraigo en el Alto Sinú

Embalse Urra 1. Foto: Bibiana Ramírez.

Carlos salió del Alto Sinú cuando tenía dos años de edad. No recuerda cómo fue su vida allí, ni los paisajes que lo rodearon. Al igual que sus compañeros del diplomado, no conoce a fondo la historia de la construcción de la hidroeléctrica Urrá I. Incluso, algunos de ellos creían que había llegado el desarrollo, pero cuando empezaron a escuchar las versiones de sus familiares, concluyeron que la realidad era otra.

Para los indígenas Embera Katío que habitan en Tierralta el río está muerto. Desde hace 20 años, cuando se llenó el embalse, se perdió la práctica de la pesca, de la que subsistían. Para ellos, ya es difícil el manejo del territorio y de los recursos naturales, pues han perdido su vocación de cuidadores; además, el conflicto armado también los ha arrinconado.

En su memoria aún conservan la imagen de Kimy Pernía, un destacado líder Embera del Alto Sinú que lideró el 5 de noviembre de 1995 el Do Wambura (adiós río), la despedida al río Sinú. En esa ocasión, más de mil personas recorrieron 360 kilómetros en canoas, desde el Resguardo de Karagabí hasta Lorica, para expresar su descontento y tristeza por el desarraigo que preveían con la construcción de la central hidroeléctrica. Pero no fueron escuchados.

Quienes sí lo tenían en la mira eran los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), que tenían pleno dominio armado de la región del Alto Sinú. El 2 de junio de 2001 fue secuestrado por hombres bajo el mando de Salvatore Mancuso, posteriormente asesinado y su cuerpo arrojado a las aguas del río Sinú, sin que hasta el momento se hayan recuperado sus restos.

Un joven Embera, también participante del diplomado convocado por Benposta, habla de aquellos años, que no vivió, pero que supo de ellos a través de las anécdotas de su comunidad: “Cuando desaparecieron a Kimy, los indígenas estuvieron en el parque una semana, cada día salían a buscarlo. La gente del pueblo estaba fastidiada porque ellos estaban ahí, nadie los apoyó”.

Isidro Peña, indígena del Alto Sinú y habitante del reasentamiento El Rosario, aún no se acostumbra a esa nueva vida, pese a que ya han pasado 20 años del desarraigo, generado por el llenado del embalse y la entrada en funcionamiento de la central hidroeléctrica.

Teatro para el barrio

Juan Camilo Camargo es un joven silencioso. Estuvo atento a las clases del diplomado y se entusiasmaba cuando hablaban de política, incluso se enervaba cuando alguien hacía un comentario en contra de su partido político favorito. Desde niño ha participado en procesos formativos de Benposta y le preocupa la niñez de Puerto Libertador.

Por eso es animador juvenil en el Barrio Villa Esperanza. Tiene un semillero de niños y niñas donde, a través del teatro, trata de entender el contexto en el que viven, pues es uno de los barrios donde la pobreza es evidente, las calles están sin pavimentar, la zona es de alto riesgo por deslizamientos, las familias no tienen títulos de sus viviendas y algunas no están en condiciones de ser habitadas.

“Este sector estaba muy abandonado, nunca había tenido procesos con niños o jóvenes y por eso llegamos al territorio. Nos dimos cuenta de que había mucha carencia y que los niños realmente necesitaban acompañamiento”, afirma el joven líder, quien trabaja por un objetivo claro: “Que estos niños puedan creer que es posible la convivencia en armonía, en paz. Es bonito cuando un padre te dice que el niño llegó a la casa hablando del tema de la honestidad, el respeto, de que hay que cuidar los recursos naturales, respetar al otro”.

Juan Camilo recalca, con orgullo, el cambio que han tenido los niños y niñas después de estar en los talleres. La primera vez que llegó al barrio, había maltrato físico y verbal entre ellos; pero después de los talleres, han cambiado su lenguaje por palabras más amorosas y menos violentas. Y con el teatro ha sido posible ese cambio.

“Nosotros miramos el teatro como esa iniciativa que contribuye a la paz, al esclarecimiento de verdades, de afianzar relaciones, confianzas, de ilustrar valores y derechos. El teatro es una alternativa para decir lo que de pronto con las palabras no podemos. Cómo mi cuerpo refleja escenarios, vivencias, situaciones que en mi casa, en mi colegio, en mi municipio, en mi país están sucediendo”, detalla Juan Camilo.

Y más que enseñarles cada ocho días las habilidades del teatro o hablarles sobre derechos humanos y convivencia, el joven líder siente que ha aprendido de ellos, sobre todo a ser más responsable con las acciones y las palabras.

“Me hubiera gustado que estos procesos de formación hubieran llegado cuando yo era niño o a muchos conocidos míos, amigos de la infancia, que pueden encontrarse ahora en filas de grupos armados, perdidos en el alcohol, en la drogadicción, la delincuencia, la ilegalidad”, se lamenta Juan Camilo. “Tal vez, con estos espacios, las cosas serían diferentes. Estos niños me han enseñado que vale la pena soñar y que la paz la podemos construir día a día, a través de lo que hacemos o lo que decimos”.

Además del trabajo con niños, este silencioso joven también ha liderado procesos más amplios en Puerto Libertador. El último fue en abril del 2019 cuando más de dos mil personas salieron desplazadas de diferentes veredas al corregimiento Juan José por los constantes enfrentamientos entre las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (llamadas por las autoridades ‘Clan del Golfo’), disidentes del Frente 18 de las antiguas Farc y un grupo que se conoce como ‘Caparrapos’. (Leer más en: Versiones contradictorias sobre grave crisis humanitaria en el sur de Córdoba)

“Fuimos a verificar la situación de los jóvenes. Hicimos una teletón en Puerto Libertador para conseguir ayudas a las familias desplazadas. Recogimos cinco toneladas en colchonetas, ropa e implementos de aseo. La gente se desplazó porque llegaron los ‘Caparrapos’ a las casas con fusiles a decirle a la gente que se tenía que ir; al otro lado estaban las disidencias de Farc; y por otro lado el Clan del Golfo. Al mismo tiempo llegaba el Ejército a enfrentarse con ellos. Nadie hizo nada por los desplazados. Retornaron a los territorios sin ninguna garantía y seguridad. Un joven regresó con su papá a la finca y se paró en una mina antipersonal, quedó herido y nadie hizo nada”, se queja Juan Camilo.

Ambiente malsano

Parque Nacional Nudo del Paramillo. Foto: Bibiana Ramírez.

A las tensiones que genera esa confrontación armada se suma la contaminación ambiental. La economía de Puerto Libertador, municipio de la cuenca del río San Jorge que abarca una gran extensión del Parque Nacional Natural Nudo del Paramillo, se basa en la extracción de oro, carbón, hierro y níquel, próximamente cobre y otros minerales, además de la actividad ganadera.

Esa situación del medio ambiente ha sido aprovechada por los jóvenes para organizarse, expresar sus preocupaciones y exigirles a las empresas mineras más participación de las comunidades a la hora de decidir sobre sus territorios y buscar formas de reducir la contaminación.

Una de esas nuevas organizaciones es la Asociación de Comerciantes y Residentes Ambientalistas de San Juan. Sandra Vergara, representante legal, y participante del diplomado de Benposta, sabe de la importancia de defender los derechos ambientales.

“La organización surge como mecanismo de protección”, afirma esta líder. “En las comunidades donde nosotros estamos, que es el área rural, se desconocen nuestros derechos ambientales, lo que permite que se abuse más del derecho al ambiente sano. Esto nos hace convocar a la comunidad en una necesidad de asociarnos, para que las empresas y la administración municipal sepa que nosotros estamos ahí, que nos tengan en cuenta a la hora de llevar proyectos mineros o a la hora de tomar decisiones respecto a nuestro territorio”.

Empresas como Cerro Matoso, Sator, Minerales Córdoba, Gecelca, Sabre Metals o Ashmont Resources Corporation Colombia SAS, hacen presencia en Puerto Libertador hace décadas y para Sandra, el municipio no es retribuido por todo el mineral explotado; por el contrario, según ella, la pobreza crece.

“No hay inversión social para mitigar el impacto ambiental que se está viviendo y que se va a vivir, porque se siguen dando exploraciones en nuestros territorios, lo que quiere decir que los impactos van a ser mucho mayores. Desarrollo social y económico no hay. Somos tratados como personal no preparado, que no está educado profesionalmente para trabajar, no tenemos participación en el derecho al trabajo, siempre están trayendo los profesionales y personal de afuera”, reitera Sandra.

El aire en Puerto Libertador es denso. El ruido de volquetas, tractomulas y máquinas hacen que se pierda el sonido de los pájaros y los ríos; además, la contaminación de los afluentes hídricos es notable aún a la vista. Las hojas de los árboles no son verdes porque sobre ellas se posan capas de polvo.

“Aquí la minería afecta a los humanos, pero también a la fauna, porque a cada rato hay mortandad de peces, además del daño que hace el mercurio en el cuerpo del ser humano. La contaminación del carbón, por ejemplo, las tractomulas pasan dentro del pueblo cargadas de carbón y todo esto afecta nuestro organismo”, asegura la joven.

Sobre Puerto Libertador se cierne otra amenaza ambiental: en cuatro años comenzará la extracción industrial de cobre, estableciéndose la primera mina de este metal en el país. La concesión a 30 años, para explotar un área de 20 mil hectáreas en la región de San Matías, le fue otorgada a la firma Minerales Córdoba, filial de Córdoba Minerals Corp, controlada por la firma canadiense High Power Exploration Inc.

Al respecto, Sandra asegura que su organización ha sido rechazada por esa empresa: “Ellos dicen que desconocen cualquier organización o fundación y que tratan directamente con los presidentes de Juntas de Acción Comunal. Entonces no nos han hecho partícipes de lo que es el proyecto o el proceso de exploración que están haciendo. Ninguna de las empresas o multinacionales ha hecho una consulta previa con las comunidades”.

Los jóvenes, tanto de Tierralta como de Puerto Libertador, le apuestan a habitar territorios aptos para la construcción de identidad, donde sus derechos no sean vulnerados, los niños, niñas y jóvenes tengan mejores espacios para crecer y no sean arrebatados para la guerra, y entre todos puedan influir en las políticas públicas de sus municipios. Su apuesta es por construir una paz integral.