Mientras las mediciones de organizaciones no gubernamentales y medios de comunicación promedian que, en el año pasado, ocurrieron 92 masacres, la Fiscalía General de la Nación investiga, de manera diferenciada, los casos de “homicidios múltiples” ocurridos según la cantidad de víctimas: hasta tres y mínimo cuatro, los cuales corresponden a 107 y a 40, respectivamente. Expertos indican que las dinámicas locales son claves para entender esta expresión de violencia extrema.
Los indígenas Fernando Tróchez Ulcué, David Tróchez, Emerli Bastos Ulcué y Carlos Alfredo Escué Ulcué fueron asesinados el 5 de diciembre de 2020 en el resguardo de Munchique Los Tigres, ubicado en la vereda Gualanday, del municipio de Santander de Quilichao, norte de Cauca. Sus verdugos se desplazaban en motos portando armas de fuego. “Los sicarios [tenían] rango de edad muy bajo, es decir, casi que adolescentes… sí, adolescentes”, recuerda un miembro de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), quien, por razones de seguridad, pidió el anonimato.
Esa es una de las tantas masacres ocurridas en el país durante 2020. En ellas no sólo se destaca la juventud de los victimarios, sino la sevicia en la ejecución de los hechos violentos.
“Las masacres son delitos atroces que rasgan los tejidos sociales, que amedrentan las comunidades, que violan el DIH (Derecho Internacional Humanitario), que generan desplazamientos forzados, destruyen familias y que convierten en víctimas del conflicto armado a personas que eran visibles en su comunidad como líderes o lideresas. Las masacres amenazan toda posibilidad de construir paz”, explica Michael Monclou, investigador de Justicia Transicional de la organización Dejusticia, quien, de paso, propone que la complejidad de la violencia en Colombia debe estudiarse de manera diferenciada, desde el departamento, el municipio y la vereda. (Leer más en: Masacres: un horror que no cesa)
Pese a la atrocidad de este crimen, cuyos ataques son reportados por las comunidades y la prensa, las cifras no cuadran entre los organismos estatales. Ante una consulta realizada por VerdadAbierta.com el pasado 22 de diciembre, el Ministerio de Defensa respondió que entre el 1 de enero al 30 de noviembre de 2020 ocurrieron 26 acciones armadas que dejaron 131 víctimas.
Este Ministerio, de acuerdo con la metodología adoptada desde el año 2000, sólo contabiliza casos de masacres, u homicidios colectivos, como son llamados por las autoridades, en los que mueren cuatro personas o más.
Las cifras de esta cartera ministerial difieren con las registradas por la Fiscalía General de la Nación. Este portal le consultó al ente acusador cuántos casos tenía bajo investigación y si bien reportó 38 hechos, siguiendo la metodología de casos de cuatro o más víctimas, al revisar la documentación que suministró, este portal encontró inconsistencias y estableció que, realmente, investiga 40 “homicidios múltiples” ocurridas entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de 2020, en las que habrían perdido la vida por lo menos 207 personas.
Si bien los registros entre una y otra entidad difieren en un mes y la Fiscalía tiene 14 casos más que la cartera de Defensa, esa cifra no se puede atribuir a hechos sucedidos en el mes de diciembre, por cuanto, según el seguimiento realizado por este portal, en el último mes del año ocurrieron seis matanzas con cuatro o más víctimas cada una.
En cuanto a los casos de “homicidios múltiples” que dejan tres víctimas, las cifras de la Fiscalía también revelan inconsistencias. Si bien reportó 106 hechos, la revisión de este portal arrojó que sus funcionarios investigan 107 “homicidios múltiples” en lo que habrían muerto por lo menos 411 personas.
De acuerdo con fuentes del ente acusador, sus investigadores procesan de manera diferente aquellos hechos violentos que dejaron tres víctimas y los que ocasionaron la muerte de cuatro o más personas.
Desligando los hechos de valoraciones metodológicas y si se toma como definición de masacre el asesinato de por lo menos tres personas en circunstancias similares de tiempo y lugar, el ente acusador investiga 147 casos ocurridos en 2020, una cifra que supera, incluso, la compilada por este portal en sus registros periodísticos y por distintas organizaciones defensoras de derechos humanos, que, en general, promediaron los 92 casos.
Diferencias conceptuales
El término “homicidio colectivo”, como lenguaje técnico para referirse a este drama, no logra atenuar la gravedad del panorama. “Masacre” tiene una definición internacional, que establece su ocurrencia en tres o más víctimas, ocasionadas por un mismo actor en un mismo lugar, y un gran impacto en la opinión pública, dentro de la cual se ha gestado el temor de que vuelvan los peores años del conflicto armado.
Expertos consultados para este reportaje explican las masacres de 2020 bajo unas nuevas dinámicas de fragmentación del conflicto armado, distinto al observado a finales de la década de los noventa y comienzos de la primera década del siglo XXI.
Kyle Johnson, cofundador e investigador de la organización Conflict Responses (Core), considera que existen, por lo menos, tres grandes categorías para abordar las dinámicas de violencia en las que tuvieron lugar las masacres de 2020.
Primero: las que se enmarcan en conflicto armado, posible conflicto armado o en la que se involucra un actor armado contra el cual el Gobierno reconoce estar en conflicto. “Esas son las masacres que tienen que ver con disputas en el territorio entre los grupos armados ilegales, bien sea como en el Bajo Cauca entre ‘Caparrapos’ y las Agc; en el Cauca, en algunos casos, no todos, entre el Eln y el (grupo disidente de las Farc) Carlos Patiño; bien sea en Nariño entre los varios grupos armados que existen en el departamento; lo que son el Bajo Putumayo y el Norte de Santander”, explica Johnson.
Segundo: las masacres que no pueden ser fácilmente vinculadas con algún actor armado. Acá entran algunas disputas por las ciudades, pero que no se vinculan a primera vista con el conflicto armado. Es el caso de algunas masacres en Quibdó, Santa Marta y otras poblaciones de la costa Atlántica, algunas de estas son “masacres por la cantidad de víctimas —explica Jhonson—, pero no son masacres dentro del imaginario clásico, tradicional colombiano, dentro de grupo armado, uniformado, matando gente”.
Tercero: las que involucran a agentes del Estado, como lo fueron los asesinatos en Bogotá y Soacha el 9 de septiembre, a raíz de las protestas por el asesinato de Javier Ordóñez a manos de miembros de la Policía.
“Al utilizar el término ‘homicidios colectivos’ en lugar de masacres, el gobierno nacional no solamente opaca la medición y realidad de los hechos, sino que pareciera como si quisiera fracturar la memoria sobre la violencia en Colombia y desligarse del terrible pasado y del terrible presente”, asegura Monclou, de Dejusticia.
Antioquia, Cauca, Nariño, Norte de Santander y Valle del Cauca son los departamentos con los índices más altos. Según la base de datos de este portal, los municipios y ciudades con los números más altos de masacres son Cúcuta (5 masacres, 26 víctimas), Tumaco (3 masacres, 14 víctimas), Cáceres (3 masacres, 10 víctimas), Caucasia (3 masacres, 10 víctimas), Samaniego (2 masacres, 12 víctimas), Bogotá (2 masacres, 12 víctimas), Buenos Aires (2 masacres, 9 víctimas), El Tambo (2 masacres, 9 víctimas), Jamundí (2 masacres, 9 víctimas), Tibú (2 masacres, 9 víctimas), Argelia (2 masacres, 8 víctimas).
De las 92 masacres que registra este portal, 51 de ellas (55,4 %) tienen tres personas como víctimas; 21 (22,8 %) a cuatro víctimas; nueve (9,7 %) a cinco víctimas y siete (7,6 %) a seis víctimas. Más de la mitad de las masacres documentadas no son contempladas por el Ministerio de Defensa por no tener cuatro o más víctimas.
Estos cinco departamentos tienen en común que “son territorios fuertemente azotados por diferentes circuitos de la cadena del narcotráfico, principalmente cultivos de hoja de coca y de marihuana, como se puede apreciar en Cauca y hay algunas rutas asociadas al narcotráfico, pero también hay que decirlo, no sólo es actividad del narcotráfico, aquí hay varios elementos que se superponen”, afirma Carlos Zapata, coordinador del Observatorio de derechos humanos del Instituto Popular de Capacitación (IPC).
“No volvieron”
Durante el 2020, tomó fuerza la frase “volvieron las masacres”; sin embargo, el escalonamiento de la violencia no puede compararse con el recuerdo del año 2000.
La mayoría de las masacres ocurridas en los inicios del presente siglo podían explicarse, de manera nacional, como enfrentamientos entre guerrillas, paramilitares y cierta cooperación de agentes del Estado.
Veinte años después no es viable aplicar ese relato. Así lo considera Juan Carlos Garzón, investigador de la Fundación Ideas para la Paz (FIP). A su juicio, el contexto local es fundamental para entender cada una de las masacres bajo sus propias dinámicas. Un contexto en el cual la identificación de los autores, en la mayoría de los casos, es ‘desconocido’.
Si bien hay varias regiones del país que tienen grupos armados organizados, uniformados, con armas largas —como se evidenció el 23 de diciembre en el municipio de San Sebastián, en el sur de Cauca, cuando se observó que varios hombres armados hicieron presencia en el centro poblado a plena luz del día—, en muchos casos las masacres se presentaron bajo la apariencia de ataques sicariales.
“Creo que eso es una parte que refleja más la adaptación de los grupos armados al contexto en términos de, uno, accionar del Estado y, dos, accionar de los otros grupos. Refleja un aprendizaje de cómo mantener el control del territorio con el menor riesgo posible”, sostiene Kyle Johnson y además, considera, es el reflejo de que los grupos armados en Colombia no tienen un control territorial militar consolidado, en parte porque no son capaces de evitar que el Estado actúe en su contra en algunas regiones.
“Para mí no ‘volvieron las masacres’ por una razón muy sencilla: aunque bajaron la cantidad en los últimos años, nunca se fueron”, puntualiza el investigador de Core. “La masacre es un aspecto fundamental de cómo se ejerce la violencia tanto criminal como política. En Colombia nunca se fueron. Creo que es un poco injusto con las familias de las víctimas de las masacres recientes del 2015, 2016, 2017 al decir ‘volvieron las masacres’”.
Lo que sí es cierto es que las masacres volvieron a ser más frecuentes, por ende los medios les dan mayor cobertura y la sociedad civil rechaza ese tipo de acto violento. “Yo creo que había cierto silencio durante el gobierno de Santos justo sobre estos temas por el tema de la paz, que no podemos desconocer ahora y una parte fueron esas masacres que siguieron ocurriendo en menor medida”, sostiene Johnson.
Una de estas masacres ocurrió el 5 de octubre del 2017, en la vereda El Tandil del municipio de Tumaco, Nariño, en la que perdieron la vida siete campesinos que protestaban contra la erradicación forzada de hoja de coca para uso ilícito. La Fuerza Pública sería la presunta responsable de la masacre. Tres años después, aún no hay una condena o sanción. (Leer más en: Tensión por masacre de Tumaco se traslada a los discursos)
¿Efecto pandemia?
Este tipo de violencia se dio en medio de la expansión del coronavirus conocido como COVID-19; sin embargo, las fuentes no creen propiamente que la emergencia sanitaria y las medidas de aislamiento adoptadas por el gobierno nacional desde mediados de marzo del año pasado, hayan sido los detonantes de la ola de violencia.
“Lo que vemos es que los lugares con mucha violencia y las dinámicas de aumento de violencia y escalamiento del conflicto ya venían antes de la pandemia, pero la pandemia al facilitar el uso de la violencia hace que esas disputas se vuelvan más violentas, los ataques sean más comunes”, indica Johnson.
No obstante, tanto el investigador de Core como Garzón, de la FIP, reconocen que durante los meses más agudos de la pandemia se presentaron casos de administración de justicia por hacer cumplir reglas frente al contagio por COVID-19, de los que aún no se tiene pleno conocimiento.
El miembro de la ACIN ratifica esta tendencia a administrar justicia en su territorio. Según evidenciaron en esa Asociación, la disposición de ejecutar masacres en el norte de Cauca en espacios públicos buscaba ocultar otro tipo de intenciones alrededor de la declaración “de no reunirse, de no aglomerarse en torno a este tema de la pandemia”, cuenta.
Además, recuerda que, desde antes, los actores armados intentaban generar miedo entre las comunidades a partir de decapitaciones, colocando bolsas en la cabeza de las víctimas o ejerciendo otras expresiones de tortura —una situación que llevó a estas comunidades indígenas a declarar emergencia humanitario después de la masacre en la que murió la gobernadora Cristina Bautista, a finales de octubre de 2019—.
“Esa metodología fue muy evidente del 2019 y las formas de asesinar en el 2020, aunque no están acompañadas de esta metodología de decapitación y previa tortura, sí lo que se ve, alrededor de este tipo de masacre, es la sevicia, los múltiples disparos en los cuerpos de las personas los disparos a su rostro, o sea hacia la cabeza, generalmente se dan en escenarios públicos”, dice el vocero de ACIN.
Zapata, del IPC, afirma que la pandemia “nos ha invertido ese patrón de violencia entre lo rural y lo urbano, y le ha dado más libertad a los grupos armados que se repliegan a lo rural y andan por sus anchas por ahí como lo han dicho algunos líderes, ellos también le tienen miedo al COVID, entonces han preferido tener más presencia en lo rural y por eso vemos la lógica de incremento de violencia, homicidios y masacres”.
Más allá de economías ilegales
Narcotráfico, tráfico de armas y minería ilegal, así como el dominio territorial (que vincula el control de la población), son algunos de los incentivos de grupos como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc) o ‘Los Caparrapos’ para ejercer violencia en los territorios.
“Entonces, ¿cómo describir el papel —del narcotráfico—? Puede ser en muchos casos la motivación del grupo armado o, en otros casos, sería parte de los beneficios del control territorial, digamos el lucramiento por parte del narcotráfico. En otros casos es un argumento de defensa del territorio como el Eln, por ejemplo, ha cometido algunas masacres diciendo que van a defender el territorio de narcos y paramilitares y en otros el narcotráfico es uno de los factores que permite la gobernanza y dentro de la gobernanza ahí está la masacre”, ilustra Johnson.
Por su parte, Garzón, de la FIP, considera que las hostilidades en contextos de control territorial se dan en clave de regulación: qué orden se quiere establecer en un territorio y cómo se quiere construir. De esta manera se emplea la violencia para regular las economías ilegales, transacciones y bienes legales, relaciones e incluso la manera como funciona el Estado en los territorios.
Es por ello que los expertos consultados concuerdan en que no hay explicación sencilla, aunque el gobierno nacional insista en reducir este tipo de violencia al narcotráfico.
El Ministerio de Defensa le reconoció a VerdadAbierta.com ese enfoque al sostener que su plan para hacerle frente a la proliferación de masacres en el territorio nacional es “consolidar el Estado de Derecho en los territorios más afectados por las economías ilícitas y la presencia de grupos armados organizados y de delincuencia organizada, quienes son los responsables de estos delitos. Estas economías (narcotráfico y extracción ilícita de minerales) han atravesado la historia del país y han servido de combustible para financiar los grupos armados que están detrás de la violencia”.
“La dificultad de explicar la violencia hace que se quiera encontrar el factor que pueda engranar y ser la explicación principal.”, dice Garzón. “Es innegable que las economías ilegales tienen un papel, lo que nosotros hemos cuestionado es que sea la principal y única explicación, pues ya cuando uno empieza a ver el contexto local, hay algunos lugares en donde la economía ilegal del narcotráfico no necesariamente es la principal explicación por un ejercicio sencillo donde es posible que no sea la principal economía ilegal en la zona, pero que además la dinámica detrás de la masacre no necesariamente responda a esa disputa”.
El investigador de la FIP explica que las dinámicas del conflicto armado están tomando rumbos sin precedentes de los que no se escapan las masacres: “La última narración o versión que escuché de una masacre, por ejemplo en el Bajo Cauca: un grupo hace una masacre en territorio de la facción con la que se estaba enfrentando y básicamente lo hace para llamar la atención de la Fuerza Pública, para que refuerce o llegue a esa zona”.
VerdadAbierta.com encontró explicaciones similares con líderes del sur de Córdoba relacionados con hechos de violencia ejecutados dentro de la disputa entre las Agc y “los Caparrapos”.
Es evidente que la política antidrogas está atacando solamente al campesino cultivador y no a las grandes cadenas de comercialización, asevera Zapata: “Ahí tenemos que quitarle el tapujo moral del narcotráfico y plantear eso como problema, no desde una carga moral, porque nos está llevando es a ver per se que las drogas son malas y nos está llevando a tener una política y concepción errada, donde son estos países productores y consumidores los que están poniendo la mayor alta tasa de sangre, incluso tenemos ya más muertes violentas que las muertes que están poniendo los consumidores de países del norte”.
Pablo Angarita, investigador y docente de la Universidad de Antioquia, también da su percepción sobre la forma en que el Estado ve el problema de las masacres: “Indudablemente la situación de los cultivos de uso ilícito y toda la cadena del fenómeno narco, que es más que el narcotráfico, es un factor, pero también en otros casos está el tema de la tierra, la organización armada de diverso tipo que se disputan el control territorial, la minería legal e ilegal que se apoya en grupos armados que usan la minería para agrandar sus finanzas. Y hay un fenómeno que poco se menciona en lo que tiene que ver con esta criminalidad y es el de la corrupción”.
Con la desmovilización de la antigua guerrilla de las Farc bajo el Acuerdo de Paz firmado en noviembre de 2016 en Bogotá, las lógicas del conflicto armado tuvieron una ruptura.
Varios de los expertos consultados por este portal aún se preguntan cómo nombrar el momento por el cual atraviesa el país y si es conveniente emplear el término “conflicto armado” cuando, ciertamente, reconocen que persisten actores con características de grupos armados organizados que intentan tomar el control local, otros el control nacional, como aún lo pretende la guerrilla del Eln.
El experto de la FIP explica este panorama como una tendencia a la fragmentación: más grupos, localizados en distintas regiones del país, que operan de manera descentralizada y que, por tanto, la administración de violencia no está regulada y la disciplina dentro de las filas, menos. “Termina siendo un uso de la violencia que no necesariamente tiene tras de sí una lectura estratégica en términos de cómo operan en el territorio”, dice Garzón.
Otro integrante de la ACIN ilustra este panorama: por lo menos en su territorio, los grupos armados residuales del antiguo Frente Sexto de las extintas Farc —llamadas columnas disidentes ‘Dagoberto Ramos’ y ‘Jaime Martínez’— no terminan de organizarse.
“Es más conveniente, en lo humanitario, que el nivel de estructuración se dé de manera rápida y no tan dispersa, volátil y delincuencial como lo vimos en el 2019”, lamenta el defensor de derechos del pueblo Nasa, que pidió no ser identificado.
Un caso particular es el del Suroeste de Antioquia, donde se presentaron masacres en cinco municipios, y en los que el narcotráfico a gran escala no es la economía que mueve esa región, pero existen otras dinámicas ilegales como el microtráfico que ha llevado oleadas de violencia.
“En el Suroeste hay un problema que nosotros hemos tenido muy callado y tiene que ver con el incremento del consumo de sustancias psicoactivas por parte de la población, principalmente recolectora de café. Estamos viendo cómo las lógicas de violencia urbana asociadas al microtráfico y a la extorsión se están trasladando progresivamente al Suroeste desde hace varios años con un silencio pasmoso, no solo de la sociedad, sino de instancias como la Federación Nacional de Cafeteros y autoridades locales”, afirma el coordinador del Observatorio de derechos humanos del IPC. (Leer más en: La ‘Oficina’ y ‘Gaitanistas’ afectan la vida cotidiana del Suroeste antioqueño)
Respuesta estatal
“Las masacres no es que salgan de la nada, son parte de un contexto de escalada de violencia persistente antes de la masacre”, considera Johnson en relación, particularmente, a aquellas que tiene relación con el conflicto armado. Estos advenimientos de violencia, frecuentemente, han sido advertidos por las Alertas Tempranas o Informes de Riesgo de la Defensoría del Pueblo o por organizaciones de la sociedad civil.
“Si uno toma todo ese inventario de advertencias, pues, finalmente, hay algunas regiones donde yo no sabría por dónde comenzar”, reconoce Garzón, pero resalta que persiste la poca capacidad para responder en el nivel local por parte del Estado. “Nosotros tenemos un problema en términos de cuáles son las capacidades que tiene la Justicia y las instituciones de la seguridad en el nivel local”, dice.
Johnson, por su parte, cuestiona el seguimiento, articulación y coordinación institucional sobre lo que debe hacerse: “Con las alertas se hace una reunión en el CIPRAT (Comisión Intersectorial para la Respuesta Rápida a las Alertas Tempranas), se discute lo que está ahí y nunca se sabe si se ha hecho algo al respecto y en muchos casos yo creo que hay una desconfianza ante la institucionalidad que no ayuda, como entre la Defensoría y Fuerza Pública, la confianza no es que sea buena, pues la Fuerza Pública no quiere que civiles de izquierda les digan qué hacer”.
El Estado operó reactivamente y, a manera de inercia, persiguió organizaciones criminales durante todo el año, pero, según Garzón, “eso no necesariamente es una buena fórmula para disminuir la violencia. De hecho, se encuentra, por ejemplo, en el Bajo Cauca que la acción del Estado a veces, incluso, lo que hace es activar más disputas (…) a pesar de que tenemos un pie de fuerza mayor en algunas zonas, eso no necesariamente se ha traducido en mejores condiciones de seguridad”.
El problema principal que analiza Johnson sobre las actuaciones del gobierno nacional es que no hay una política de seguridad: “Parece ser que la política de seguridad fuera dar contra blancos de alto valor, es decir, comandantes, ofrecer recompensas contra carteles de gente que nunca van a capturar, que pocos van a capturar y confundir la política antidrogas con la política de seguridad. Es ridículo pensar que la erradicación es la solución al tema de las masacres”.
En contraposición a esas miradas críticas, el Ministerio de Defensa le respondió a VerdadAbierta.com que durante el 2020 creó la Unidad Especial de Identificación, Ubicación y Judicialización de perpetradores de homicidios colectivos, integrada por miembros de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional para identificar, ubicar y judicializar a los perpetradores de los hechos de violencia.
En materia de seguridad ciudadana, aseguró haber fortalecido la línea de mando de la Policía en distintas regiones, la intervención en polígonos de seguridad, la implementación del modelo de vigilancia comunitaria reestructurado y fortalecido, y la anticipación al delito.
Además, sostuvo que las Fuerzas Militares y la Policía Nacional acompañarían la formulación e implementación de los Planes Integrales de Seguridad y Convivencia, en complemento de las estrategias de seguridad, que se despliegan para contrarrestar la presencia de grupos delincuenciales y criminales.
Como lo señala Jhonson, el Ministerio de Defensa reconoció que una de las estrategias que maneja es el cartel de los más buscados de los perpetradores de homicidios colectivos “como parte de un programa de recompensas que movilice la colaboración de la ciudadanía”, explicó.
Para el 2021 el Ministerio asegura que se concentraría en adoptar medidas para fortalecer la coordinación con las autoridades locales que tienen a su cargo el mantenimiento del orden público, “así como con la Fiscalía General de la Nación, con el fin de fortalecer las capacidades de inteligencia e investigación criminal”. Su plan se mantiene en “la desarticulación definitiva de los Grupos Armados Organizados y Grupos Delictivos Organizados” a través de estrategias integrales e interagenciales de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional.
Sobre estas instituciones exaltó el Plan Estratégico Militar Bicentenario Héroes de la Libertad y el Plan Estratégico integral Colombia Bicentenaria de la Policía Nacional, en los cuales se trazan estrategias de prevención y protección para garantizar la seguridad en los territorios, sin embargo, son estrategias que fueron expedidas a inicio de 2019. Fuera de esto no demostró ninguna otra estrategia o plan pensado específicamente para el nuevo año.
En varias de las regiones en donde se presentaron masacres efectivamente se aumentó la presencia de miembros de la Fuerza Pública y se ejecutaron operaciones militares, sin embargo, la real eficacia de la intervención estatal es lo que varios expertos cuestionan.
“¿Es posible avanzar en esas zonas sin construir relaciones de confianza con la población civil? ¿Es posible avanzar en esas zonas sin tener una buena interlocución con los alcaldes, con las autoridades locales, quienes también tienen que asumir unas responsabilidades? ¿Es posible avanzar en esas zonas si los delitos siguen siendo los mismos?”, se pregunta Garzón, de la FIP.
“Los profesores son los únicos que están presentes en las zonas más alejadas porque ni puestos de salud hay en estos municipios, sobre todo en zona rural, y adicional a eso la única presencia que hay es la militar. En Bajo Cauca, por ejemplo, son cerca de 4.500 hombres con Aquiles, en Urabá son tres mil con Agamenón II, pero no se ha logrado tener un efecto disuasorio en estos problemas de violencia. Se dice que están bajando las tasas pero es que ya vienen muy altas, siguen siendo altas a pesar de la comparación con los años anteriores”, asegura Zapata, del IPC.
La premisa bajo la cual se gesta la intervención del Estado se resume en golpear economías ilegales y organizaciones criminales. Fuera de la ya gastada reflexión de la necesidad de llegada integral del Estado, las fuentes consultadas insistieron en la necesidad de plantear estrategias de seguridad coherentes. “Eso es como el dicho: ‘si sólo tienes un martillo, todo parece un clavo’”, concluye el investigador de la FIP.
Avances y justicia
El Ministerio de Defensa exaltó once resultados como los más relevantes conseguidos en relación a las masacres perpetradas en 2020, en las que se registraron capturas; sin embargo, llama la atención que aun cuando esta cartera de gobierno dejó claro que cuenta como “homicidio colectivo” a partir de cuatro asesinatos, entre los resultados que entrega, dos de estas masacres tienen como número de víctimas a tres personas, ambas en Antioquia: una, en Ituango (7 de julio) y, la otra en Venecia (23 de agosto). (Ver respuesta completa)
Información organizada por el equipo de VerdadAbierta.com a partir de la respuesta del Ministerio de Defensa. Las filas 5 y 6 son masacres de tres víctimas que en principio no reconoce esta cartera.
De los 147 “homicidios múltiples” que investiga la Fiscalía, en 94 de ellos asegura tener algún tipo de avance en el esclarecimiento de los casos, casi un 63,9 por ciento del total. Sin embargo, el término de “avance” puede contemplar capturas o adelantar alguna etapa del proceso penal, sin que necesariamente sea concluyente la investigación, pues esos 64 casos no versan, en su gran mayoría, de sentencias.
“El esclarecimiento es como el establecimiento de quién es el responsable, pero eso no significa que haya una captura o que ese proceso llegue a juicio y que ese hecho reciba una sanción, (…) muestra una imagen bastante incompleta de lo que es el sistema de justicia”, precisa Garzón.
Esta modalidad de esclarecimiento con simplemente tener una hipótesis del posible responsable es la misma estrategia empleada en los casos de asesinatos de líderes y lideresas sociales y excombatientes de las antiguas Farc: “En inglés decimos ‘whitewashing’, es como lavar las cifras, un poco. Permite anunciar un éxito mayor de lo que realmente hay”, sostiene Johnson, de Core.
Además, llama la atención sobre un patrón que ha observado en otras investigaciones adelantadas por el ente acusador, pero que aún está revisando en los casos de masacres. Según él, varias veces, cuando se captura algún miembro de un grupo armado, se presenta como que se capturó a alguien responsable del delito, cuando no necesariamente es así.
“Un ejemplo: hay una masacre en Argelia, Cauca, y la Fiscalía sale a decir ‘creemos que el Eln es el responsable, particularmente el Frente José María Becerra, van y capturan cualquier persona que haga parte o tenga que ver con el Frente José María Becerra y dicen ‘esta persona es responsable de la masacre’, ahora, esa persona puede que no tenga nada que ver con la masacre, especialmente por cómo funciona el Eln, por ejemplo, pero como hace parte, lo que terminan poniendo es una responsabilidad colectiva sobre la individual”, explica el investigador, acotando que se llega al punto en que ni siquiera les son imputados cargos por los delitos que el ente acusador anunció públicamente.
En todo esto hay un “asunto cultural”, expresa Zapata: “Nosotros no hemos analizado la violencia desde el punto de vista cultural y es claro que la sociedad en este momento ve en la violencia una forma de resolver los problemas y no ve la violencia como un problema, mientras culturalmente sigamos legitimando la violencia como una solución vamos a tener una naturalización de todos estos efectos”.
El vocero de la ACIN describe esta normalización de la violencia como una curva progresiva que siempre tiende al mismo punto: la convivencia con la violencia. Reconoce que la visibilización mediática de la aguda situación que experimentó su pueblo en el 2019 significó un apoyo pues se sintieron acompañados y lograron, de alguna forma, resistir. Hoy pide que las masacres, los asesinatos de líderes y lideresas y las violaciones a los derechos humanos no se vuelvan parte del paisaje.