Por enfrentarse al narcotráfico y a la violencia paramilitar en la Sierra Nevada de Santa Marta, ambientalistas, biólogos y ecologistas pagaron con sus vidas.
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En octubre de 2000 una carta llegó a asociaciones ecologistas, militantes verdes, estudiantes, excursionistas y amantes de la naturaleza. Su autor, el samario Julio Henríquez Santamaría, los invitaban a una expedición de cinco días por el Parque Tayrona, con seminarios sobre la flora y la fauna, caminatas en la selva y talleres de capacitación en gestión ambiental.
El costo, 30 mil pesos por persona, no debía ser un obstáculo para asistir a la reunión verde. “¡Decídase!…No siempre existen estas oportunidades ¡Construyamos una gran cadena ambientalista, para el futuro de todos!”, concluía eufórica la convocatoria.
Para sorpresa de su organizador, nadie se matriculó. Henríquez canceló algunas actividades, redujo la duración de la caminata y rebajó el precio del taller.
Pero no llegó ninguna inscripción.
“Julio nunca se dio cuenta que la gente no fue por físico miedo. El Tayrona estaba lleno de ‘paracos’ y de ‘narcos’”, dijo con amargura a VerdadAbierta.com, Zulma Chacín, la viuda de Henríquez.
El 4 de febrero de 2001, pocas semanas después de la invitación, Henríquez desapareció. Su intento de organizar campesinos de varias veredas de la Sierra para formar un cordón ecológico y proponerles cultivos alternativos a la coca lo terminaron enfrentando a Hernán Giraldo, jefe narco-paramilitar en la Sierra durante más de dos décadas.
La muerte de Julio Henríquez fue la primera de varias amenazas y asesinatos contra ambientalistas de la Sierra. En enero de 2004 los ‘paras’ asesinaron a Marta Lucía Hernández Turriago, directora del Parque Nacional Tayrona. En noviembre de ese año desaparecieron a Gentil Cruz, que trabajaba para una ONG francesa, recuperando tierras con los indígenas Koguis.
Además, cuando ya se hicieron demasiado fuertes los rumores de que eran un estorbo para los ‘paras’, decenas de ambientalistas, funcionarios y guías ecoturísticos salieron despavoridos de las faldas de la Sierra.
“Había que estar más bien quieto, los que cayeron fueron los que se balanceaban más. No se podía tratar con ellos, yo me retiré de esos procesos. El gran problema de los que trabajan en lo natural, mezclado a veces con lo social, es que no tienen como defenderse”, le dijo a VerdadAbierta.com un alto funcionario de parques nacionales que trabajó en la región en esa época.
La Sierra Nevada de Santa Marta es un paraíso de gran biodiversidad. Con picos nevados que se elevan hasta 5.700 metros, a tan solo 42 kilómetros del mar Caribe. Alberga a más de 600 clases de aves, casi 200 variedades de mamíferos y más del 30 por ciento de las especies endémicas de Colombia. Además 30 mil indígenas Aruhuacos, Wiwas, Kankuamos y Koguis coexisten en la Sierra desde hace cientos de años.
Que hasta allí llegara el negocio del narcotráfico y la ofensiva de las Auc no es una casualidad. Los bosques tupidos, las ensenadas aisladas de aguas profundas son puertos de embarque clandestinos ideales. Quién controla la Sierra, domina además las carreteras entre Santa Marta y Riohacha, así como la troncal del Magdalena, entre la Costa Caribe y el interior del país.
En los años sesenta llegaron a la región los primeros cultivos de marihuana. En pocos años toda la Sierra producía ‘marimba’, plantaciones que en 1980, en el pico de la bonanza, se extendían sobre 120 mil hectáreas y producían 4.500 toneladas por año. A finales de los ochenta, bajo el férreo control de Hernán Giraldo, alias ‘El Patrón’, la coca reemplazó la marihuana y se consolidó como la nueva fuente de dineros ilícitos de la región.
Un colono de la Sierra le contó al sociólogo Alfredo Molano en 1988 en la investigación Aproximación a una historia oral de la colonización: “El 90 por ciento de la Sierra vivía de los cultivos ilícitos. Yo digo vivíamos porque el que no sembraba, raspaba. El que no raspaba, cocinaba”.
Henríquez, el sueño de salvar la Sierra
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“Julio era muy confiado. Decía que Hernán Giraldo sabía en qué andaba él, que no había porqué preocuparse. Cuando lo amenazaron, no pensó que era su trabajo el que no gustaba, sino que no le caía bien a alguien”, dice con una sonrisa triste Zulma Chacín, su viuda. Un amigo de Julio añade, “lo que tal vez no se dio cuenta fue que se volvió una piedra en el zapato para los matones de Giraldo”.
Julio Henríquez nació el 29 de marzo de 1952 en Cereté, Córdoba y creció en el almacén de zapatos y ropa que sus padres tenían en la ciudad. Amigos y familiares lo recuerdan como alguien aplicado, que le gustaba leer, estudiar. Jovencito se fue a Bogotá, donde se matriculó en Biología en la Universidad Libre de Bogotá.
Como a muchos universitarios de los setentas, Cuba, las huelgas, las tertulias y la lucha política contagiaron a Henríquez en Bogotá. Se metió de lleno en la militancia política, fue presidente del Concejo Estudiantil e hizo parte del comité editorial del periódico de la Unión Revolucionaria Socialista, uno de las decenas de grupos de izquierda que florecían en las aulas de la época.
En la capital se enamoró de una samaria, Zulma Chacín. Antes de que pudieran acabar sus respectivas carreras llegó una hija y tomaron el tren de vuelta a Santa Marta. En la Costa, Henríquez siguió acompañando movimientos de izquierda y adhirió al Frente Democrático.
“El M-19 fue permeando el movimiento y poco a poco Julio se vinculó al grupo clandestino”, contó Zulma Chacín. Una de sus amigas en el M-19, Lucy Argüello, recuerda que era un hombre más ideológico que militar, que trabajaba en los barrios, organizaba manifestaciones. Aclara que nunca estuvo vinculado a las células armadas.
Sin embargo fueron más fuertes las necesidades de su familia que la revolución. Zulma Chacín recuerda que loacosó y presionó para que se hiciera cargo de sus hijos, que consiguiera un trabajo y dejara el “Eme”. Henríquez aprovechó la amnistía de Belisario Betancur en 1984 y volvió a la vida civil. “Fue de los únicos que se amnistió con Belisario, cómo sería de confiado”, recordó Argüello.
Con el dinero que le dio el gobierno por desmovilizarse, Henríquez compró la finca El Picacho en la vereda El Totumo de Santa Marta, en las márgenes del Parque Tayrona. Ahí en medio de las ceibas, los monos titís y bandadas de loro, se empezó a interesar por la ecología.
A principio de los noventa, cuando el M-19 enterró definitivamente las armas, Henríquez decidió que era tiempo de volver a la política. Participó en la campaña para la Asamblea Constituyente y se unió al Comité Permanente de Derechos Humanos y a la Consejería para la Reconciliación. Acompañó la desmovilización del EPL en el Magdalena y logró la liberación de Alfredo Riascos Labarcés, ex gobernador de Magdalena y ex ministro de comunicaciones, secuestrado por las Farc.
En el Comité de Derechos Humanos, Henríquez tuvo sus primeros roces con Hernán Giraldo, que ya dominaba la Sierra Nevada y todo el norte de Magdalena.
En 1993 panfletos, amenazas, rumores y presiones empezarona golpear los miembros del Comité. Henríquez viajó a Chile con su familia, y estudió Economía Solidaria y cooperativismo mientras las cosas se calmaban. “Allá se acercó a los pescadores – dice su esposa- a los proyectos asociativos, pero no se amañó y volvimos a Colombia en 1996”.
Conquistado por la ideas de desarrollo sostenible y de lucha por el medio ambiente, regresó a Santa Marta para implantar el modelo chileno de empresas cooperativas, manejadas por los campesinos o los pescadores, respetuosas de los recursos naturales. “Mi padre empezó a organizar los pescadores de todo el norte del Magdalena, insistía que tenían que pescar con el trasmallo, de manera artesanal, que no tenían que ayudarles a los ‘narcos’, que eso no iba para ningún lado”, le explicó a VerdadAbierta.com su hija.
Para poner su discurso en práctica y convencer a los pescadores, compró una lancha, un motor y se iba de faena con ellos. “Salía de madrugada al mar, a coger pescado. También les ayudaba a recoger sus mallas. Volvía con comida, pero siempre trataba de meterles el bichito de la ecología en la cabeza a los pescadores”, recuerda su esposa.
Sin embargo la viuda de Henríquez piensa que organizar las cooperativas fue una torpeza, ya que lo opuso con los narcotraficantes que usaban las playas de puertos de embarque ilegales y le pagaban a los pescadores para sacar coca a alta mar.
En 2000 Julio decidió volver a su finca de Calabazo, para iniciar el proyecto que lo terminó por enfrentar irremediablemente con los paramilitares. Aunque sólo tuvo un año para trabajar, empezó a juntar propietarios de la región, que estaba salpicada de cultivos de droga, y les propuso hacer una reserva ambiental, donde se combinaba el ecoturismo, los cultivos sostenibles, la piscicultura y les proponía abandonar la coca y la marihuana.
Ya se habían unido más de 30 familias a la idea, que contaba con el respaldo de la Dirección de Parques Nacionales y del Comité de Cafeteros. Henríquez tenía planeado llamar a topógrafos, biólogos, ingenieros y arquitectos para consolidar el proyecto que se iba a extender sobre 500 hectáreas. “La idea de Julio era empezar por Calabazos y reunir campesinos de toda la troncal del Caribe para hacer un tapón ecológico alrededor de toda la Sierra, productivo y sostenible”, le dijo un amigo del ambientalista a VerdaAbierta.com.
En la mañana del 4 de febrero de 2001 Julio y 20 campesinos y parceleros se reunieron en Calabazo para constituir la Asociación Ambientalista Comunitaria de Calabazo “Madre Tierra”.
A las 10 de la mañana, ocho hombres armados llegaron en una Toyota blanca a la vereda. Irrumpieron en la reunión y se llevaron a Henríquez frente a la mirada impotente de todos los presentes. Al parecer los paramilitares lo llevaron a Machete Pelado, la vereda donde los ‘paras’ de Giraldo tenían una de sus bases, donde lo mataron y lo botaron en una fosa.
La investigación judicial, que concluyó con la condena de 39 años de cárcel a Hernán Giraldo y a Leonidas Ángel, que estaba manejando el Toyota donde secuestraron al ecologista, indicó que una de las hijas de Giraldo le dijo que Henríquez se iba a reunir con campesinos para un proyecto de sustitución de cultivos ilícitos. Uno de los ‘paras’ dijo que “(Henríquez) se metió a hablar con el campesinado sin pedir permiso alguno, como Pedro por su casa y allá manda es el señor Hernán”.
Cuando Giraldo se enteró de los planes de Henríquez, le ordenó a alias ‘Walter’ asesinar el ambientalista. Este juntó a siete tipos armados y bajaron en una camioneta a El Calabazo, donde secuestraron y después asesinaron a Henríquez. Un desmovilizado declaró en el expediente que: “Es obvio que el señor Hernán no compartía lo que el señor le estaba planteando a los campesinos. Él es cultivador de coca, invadirle sus terrenos es motivo suficiente para matar a alguien y la mafia no perdona”.
Otro amigo de Henríquez también dijo que los campesinos aclamaban el ambientalista en sus reuniones lo que chocó con varios políticos de la región que veían los habitantes del área como una propiedad exclusiva.
El 11 de octubre de 2007, luego de una diligencia de exhumación en la vereda La Estrella, a cinco minutos de Calabazo, dirigida por la Unidad de Justicia y Paz, recuperaron sus restos.
Hoy el gobierno impulsa proyectos de sustitución de cultivos ilícitos en la misma zona donde trabajó Henríquez proponiendo soluciones similares: se construyeron cabañas para ecoturismo y se están cultivando árboles frutales.
Gentil Cruz, tierra para los Kogui
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“Nuestro hermano Gentil Cruz está vivo” le contestaron después de una noche de trabajo espiritual los mamos Kogis, uno de los cuatro pueblos indígenas de la Sierra, al francés Eric Julien en febrero de 2005. Julien, presidente de la Asociación Tchendukua que recoge fondos en Europa para comprarles tierras a los Kogui en la Sierra, estaba en Colombia para buscar el rastro de Gentil Cruz, su “hermano colombiano, su mano derecha” como le gustaba describirlo.
Sin embargo parece que esa noche, los rezos de los mamos no tuvieron efectos. Desde el 11 de noviembre de 2004 Gentil Cruz no ha vuelto de una cita que tuvo en Quebrada Valencia, cerca al Parque Tayrona, con los paramilitares de Hernán Giraldo.
Cruz, veterinario de formación, era el representante de Tchendukua en Santa Marta. Desde 1997 había logrado adquirir más de 1 500 hectáreas para los Kogui gracias a 160.000 euros donados por ciudadanos franceses. Cruz había además sido comisionado de Asuntos Indígenas y gozaba de gran credibilidad y confianza entre los pueblos de la Sierra. En 2004 Cruz y Julien publicaron en Francia Koguis, el despertar de una civilización precolombina y llevaron a Francia tres mamos. Más de 10 mil personas de todo el país escucharon sus conferencias.
Eric Julien, el director de Tchendukua, en diálogo con VerdadAbierta.com, lo recordó como alguien que siempre trataba de mostrar el lado positivo de Colombia, que usaba mucha pedagogía y un verdadero talento oratorio para explicar, compartir. “No soportaba la injusticia contra los más humildes, entre ellos los indígenas. Nunca se rendía, decía ‘hay que tratar, aunque no estemos seguros de lograrlo’”, añadió Julien.
Cruz además escribió artículos y ayudó a realizar documentales para sensibilizar los franceses sobre el monocultivo, las semillas transgénicas y la amenaza ambiental que sitia la Sierra. Su conclusión era que el rescate de la montaña venía de los indígenas.
En un testimonio, que deja ver la pasión de su defensa de los Koguis, Cruz le escribió a los padrinos franceses del proyecto: “Es con base en este trabajo que podrán ser recuperados los bosques primarios y las plantas medicinales. Una vez instalados en sus nuevas tierras, las familias tendrán que trabajar hasta encontrar un equilibrio perfecto con la naturaleza. Es un proceso largo, difícil, pero lleno de esperanza”.
El proyecto de Tchendukua, que sigue a pesar de la desaparición de Cruz, se opuso naturalmente a guaqueros, colonos, narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros. Darle tierra a los Koguis es congelar la concentración de tierras, oponerse a la tala de bosque primario, obstaculizar la construcción de grandes proyectos turísticos e impedir los cultivos de coca para usos no tradicionales.
En el momento de la desaparición de Cruz uno amigo declaró al periódico francés Le Monde: “Una de las propiedades compradas por Tchendukua acababa de ser declarada reserva indígena. Ya ninguna carretera la puede atravesar, es posible que eso haya perjudicado otros propietarios. Acá matan por menos que eso”.
A pesar de la advertencia de Julien, que pocas semanas antes del crimen le dijo a su socio colombiano que “hay que avanzar con mucha prudencia, pues los paramilitares no dejan vender tierras a los indígenas”, el 11 de noviembre Gentil Cruz fue citado, torturado, asesinado y desaparecido por los ‘paras’ de Giraldo.
Según declaró Hernán Giraldo en una versión libre, “autoricé darlo de baja (a Gentil Cruz) porque siguió vendiendo unas tierras de campesinos e indígenas, que prohibí vender”. ‘El Patrón’ explicó que varias familias campesinas le vendieron sus tierras a Tchendukua, se fueron a Santa Marta y gastaron toda la plata. Estas familias volvieron a la Sierra sin un peso y sin una hectárea para cultivar.
Giraldo, un colono paisa de bigote frondoso y toalla al hombro, fue una especie de señor feudal en la región. Además de acumular grandes sumas de dinero gracias al tráfico de drogas y mantener un ejército personal, se creía como el soberano de la Sierra, el protector de los colonos como él.
“Cuando me enteré de lo que le había pasado a esta gente prohibí que se vendiera más tierra, que me tenían que consultar para vender, eran más o menos unas 50 familias afectadas”, añadió. Sin embargo continuaron las negociaciones de tierra a pesar de la prohibición y por eso Giraldo afirmó que “autoricé darlo de baja”.
Hoy, una discreta placa de madera, atornillada al pie de un olmo en un colegio de Die, un pueblo del sur de Francia, recuerda el trabajo de Gentil Cruz. Lejos de la Sierra, Cruz sigue vivo.
Martha Lucía Hernández, la defensora del Parque Tayrona
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El 29 de enero de 2004 dos hombres llegaron al anochecer en una moto de alto cilindraje cerca de la urbanización Villa Sara, en el nororiente de Santa Marta. Saltaron por encima del muro que encierra el conjunto y buscaron la casa número siete.
Ahí timbraron y esperaron que Lucía Hernández Turriago, la dueña de la vivienda, abriera la puerta. La mujer, que iba a servir la comida, se asomó sin prevención. La recibieron siete tiros aquemarropa, en la cabeza, la boca, la garganta y el pecho. Era la directora del Parque Tayrona.
En su cruzada para defender el parque natural más popular de Colombia de los intereses privados, de ‘narcos’ y de paramilitares, Martha Lucía Hernández falló en proteger su propia seguridad. La funcionaria, que tenía 47 años cuando fue asesinada, era desde 2001 directora del Tayrona.
Bogotana y profesional en zootecnia, Hernández había sido directora de la División de Fauna y Flora de la Corporación Autónoma Regional del Magdalena (Corpamag). Era una de las ambientalistas con mayor conocimiento de la región, férrea y convencida de su posición. Llevaba más de 27 años al servicio de la naturaleza.
En una versión libre Hernán Giraldo aceptó que sus hombres asesinaron la mujer, pero no alcanzó a dar muchos detalles sobre el crimen antes de su extradición. Sin embargo es claro que desde principios de los noventa el Tayrona, cuyas playas hermosas eran utilizadas para exportar droga, se volvió un sitio peligroso para ambientalistas y funcionarios de los parques naturales.
En septiembre de 1994 desconocidos asesinaron al biólogo marino Héctor Vargas Torres, jefe del Tayrona en ese entonces. Vargas fue emboscado por una camioneta sobre la troncal del Caribe y murió de dos balazos en la cabeza. Según las investigaciones, Vargas se había enfrentado con propietarios particulares porlinderos en la zona del parque. Además había denunciado que las playas del Tayrona eran usadas por narcotraficantes para embarcar cocaína.
En 1998 Martha Romero, que dirigía el Tayrona, presentó su renuncia porque temía por su vida tras conflictos con propietarios de las playas del Tayrona.
Por eso cuando Martha Lucía Hernández se posesionó como directora del Parque Nacional Tayrona, llegó a un cargo que implicaba graves riesgos.
Durante los tres años que estuvo en el cargo Marta Lucía había logrado manejar la tensión creciente con los hombres de Hernán Giraldo, alias ‘El Patrón’.
En varias ocasiones discutió con ‘El Patrón’, pidiéndole respeto por un parque que era de todos los colombianos, que no podía ser propiedad privada de nadie y menos una base de las autodefensas.
Las primeras discusiones sucedieron al brutal asesinato de Ana María Valencia, de 26 años, y Adriana Rodríguez, de 25 años, dos turistas que aparecieron degolladas en una cueva de la zona de Arrecifes, una de playas del Tayrona, en julio de 2003.
Pocos días después los ‘paras’ tomaron la justicia en mano propia y mataron en Santa Marta a Oscar Antonio, Galis Manuel y Eder Donato, quienes habían sido señalados como los asesinos de las dos turistas.
Marta Lucía, impresionada con el horror y la barbarie que se tomó el Tayrona, exigió refuerzos de la Policía. El llamado no cayó nada bien entre ‘paras’, ‘narcos’ y contrabandistas, para quienes el parque era una ruta obligada para la salida de droga y la entrada de armas.
Unos meses después, en plena temporada turística, Marta Lucía Hernández volvió a tener un encontronazo con los hombres de Giraldo. Las autodefensas la extorsionaron porque, según ellos, aseguraban la tranquilidad de las playas y bosques del parque natural y el Parque debía pagarles por ello. No cedió, “para los paramilitares, ella simbolizaba una de las pocas personas en la región que no agachaba la cabeza”, dijo un político local a los medios después de su asesinato.
Pero, lo que terminó metiéndola en la mira de los ‘paras’ fue un proyecto que tenía de titulación de tierras en el parque Tayrona. Pretendía oponerse a la privatización del parque con un comité interinstitucional conformado por la Policía, la alcaldía y varias instituciones nacionales para meter en cintura a algunos propietarios de fincas en el Tayrona, que corrían los linderos y roían poco a poco el espacio público.
“Nada es más explosivo que una disputa de tierras”, dijo un ambientalista local que pidió permanecer en el anonimato. “Marta era absolutamente firme en sus convicciones, y eso fue lo que la mató”.
Aún hoy el 95 por ciento de las 19.000 hectáreas del Tayrona están en manos de particulares y apenas el 5 por ciento pertenece a la Nación. El parque está invadido por construcciones que se han levantado sin licencias y los ojos de numerosos empresarios e inmobiliarios están puestos en las playas y paisajes naturales del Tayrona.
Los herederos de Giraldo tampoco sueltan el Tayrona. En noviembre de 2009 la Fiscalía señaló que varias playas del parque eran usadas por narcotraficantes para almacenar y acopiar coca mientras esperaban las lanchas. Hay incluso denuncias, sin confirmar, de que incluso en el parque abriga cultivos de coca y marihuana.