De cómo un campesino de los Montes de María sobrevivió a la violencia y a la soledad durante trece años.
Por Daniel Montoya
Subir a Cambimba es como un paseo con olor a tamarindo. La vía es destapada hasta mitad de camino. Luego, desaparece. Se forma una especie de sendero que los campesinos han hecho a pisotones. Para llegar al pueblo hay que pasar por varias fincas que se cruzan entre sí. Cada tanto hay que bajarse de la moto y correr los portillos para continuar. Por acá nunca llegó un plan de desarrollo con vías o instituciones o un sistema eléctrico o de agua. A Cambimba, en Montes de María, solo llegó la violencia. Eso lo sabe bien Eduardo Mercado, la única persona que decidió quedarse solo durante 13 años (1999 – 2012) en plena guerra entre paramilitares y guerrilla.
Para finales de los noventa las masacres eran lo único. Se calcula que solo en los Montes de María hubo alrededor de medio centenar de ellas en menos de 15 años. Para el año 2000 Cambimba ya era un pueblo fantasma. Alrededor de 4300 personas abandonaron sus tierras. Excepto Eduardo. (Ver el especial Un pulso a las verdades del conflicto en los Montes de María)
Su familia, amigos y vecinos lo tildaron de loco. No entendían por qué, a pesar de lo que estaba sucediendo, él insistía en quedarse en el pueblo.
Eduardo es un mestizo flaco que aguanta el sol de un pueblo sin nubes en verano. Suele vestirse con camisas a cuadros y botas campesinas. Usa un sombrero de paja que lo mantiene bien peinado y se deja el bigote desarreglado. La correa es una cabuya a la que amarra el machete.
Vive solo en un rancho de dos cuartos y una hamaca. No hay baño. Antes sentía orgullo al hablar de su casa pues las de Cambimba eran consideradas reliquias por la calidad de la madera pero en la época dura, entre guerrilleros y “paras”, se encargaron de tumbarlas todas. No quedó nada: ni casas, ni parques, ni escuela, ni personas. A Cambimba lo convirtieron en un peladero.
Hoy, las cosas han cambiado. Hay 70 ranchos a punto de caerse y unas cuantas casas grises que construyó la Unidad de Restitución de Tierras para cada familia que ha decidido retornar. Son bloques de concreto de techo bajo que acumulan un calor insoportable.
Pero Eduardo ni siquiera tiene casa gris. Ni la Unidad de Restitución ni la Unidad de Víctimas lo incluyeron en sus planes de reparación, ¿la razón? Resistió en la soledad de la guerra. No se desplazó.
Su rancho se está cayendo y confiesa que no tiene cómo levantarlo. Desde hace meses, una hernia discal le martilla la espalda cada vez que hace fuerza y lo poco que gana no le alcanza para pagar tan siquiera un obrero.
¿Por qué insistes en quedarte?
Eduardo se enamoró de su parcela. Durante años trabajó para conseguirla y jura que jamás se le ha pasado por la cabeza abandonarla. “Para mi, entrar a mi parcela es como si llegara a un cuarto con aire acondicionado”, dice Eduardo. Él nunca tuvo un lugar propio hasta que llegó a Cambimba proveniente de Los Palmitos, otro pueblo de Sucre. “Mi vida fue sabrosa cuando tomé la decisión de no irme. Fui feliz. Le di gracias a dios, a los funcionarios y a todos los que me permitieron tener esta tierra. Yo aquí no siento miedo”.
La familia de Eduardo era pequeña: mamá, hermana y dos hermanos. Su mamá murió. Su hermana se casó y vive en Coraza, corregimiento de Colosó. Su hermano menor vive en Venezuela y el otro está desaparecido. Es un tema que lo atormenta más que su enfermedad: “¡Maldita violencia! ¡Nos tiene sufriendo a tantos hombres y mujeres!”, grita Eduardo cuando piensa en Miguel, el desaparecido. No sabe quién se lo llevó ni por qué lo hizo.
Cuando todas las familias se fueron de Cambimba, la única compañía de Eduardo fueron las vacas, los perros y los pájaros. Con el paso de los meses, de los años, se fue olvidando de sus vecinos, de los profesores de la escuela, de los líderes y los niños. “Cuando la gente se fue, yo visité casa por casa a meditar sobre mi tristeza”, dice Eduardo.
Fueron hasta dos semanas sin ver, ni oír, ni hablar con otra persona. Veía gente solo cuando pasaba el Ejército y le pedía que se fuera para que no arriesgara su vida. O la guerrilla cuando lo acusaba de “paraco”. O un paramilitar cuando lo acusaba de guerrillero.
Los momentos de soledad eran tan largos –recuerda Eduardo- que comenzó a hablar con los animales y los árboles de su parcela. A dos de ellos los llamó ‘papá’ y ‘mamá’. Y así los veía: como la compañía cálida de unos seres que ya no estaban pero que en ese momento tomaron la forma de Caracolíes. Y tal vez fue esa soledad pasmosa y la decisión de nunca irse lo que lo transformó en un líder.
Eduardo, el que todos quieren
“Tal vez en mi cabeza están las ideas que Colombia necesita para encontrar la paz. De pronto soy yo el hombre que ayude a construirla. Tengo esa idea”. Eduardo habla con fluidez y recio como político en tarima. Goza de reconocimiento dentro las 70 familias que han retornado y es el presidente de la Junta de Acción Comunal del corregimiento.
Por estos días tiene que lidiar con algunos problemas por la restitución de la tierra. No todos los retornados están dispuestos a entregar su parcela para que otros desplazados regresen. “Si a mi me toca partir mi tierra y compartirla con otro campesino, lo hago”, dice con la seguridad de alguien cansado de la guerra.
En su cabeza tiene la cantidad de habitantes que hay en otros departamentos, los kilómetros cuadrados que tiene cada uno y las cuentas no le cuadran. Mucha tierra para pocas personas: “lo que nos tiene peleando en este país es la riqueza y las ganas de tener más y más”.
Eduardo pasó de ser el sobreviviente remoto de un pequeño y violento pueblo sucreño, a ser el líder de más de 150 personas con ideas de país. Y como si fuera poco, le compone décimas a la paz:
“Al gobierno me dirijo y también a la guerrilla
Colombia será una maravilla si dejan de matarse sus hijos
Muchas veces yo me aflijo
Y a veces me pongo a llorar
Porque no puedo solucionar lo que nos está sucediendo
Los muertos se están despidiendo y estamos cansados de tanto llorar”.