Siete mujeres, desplazadas por el conflicto armado colombiano, reconstruyeron sus historias de supervivencia en el escenario. Ellas encontraron en el teatro la posibilidad de estremecer a quienes “no les tocó la guerra” en la ‘burbuja’ de la ciudad. Crónica en cuatro escenas.
Denis Quintero sostiene de la aorta un corazón de vaca. Tlin, tlin… caen gotas de sangre sobre el escenario. Con la mirada clavada entre el público silente, dice: “Cuando te hayas disipado quedará tu dolor y cuando todos recordemos tu dolor, tu dolor se materializa, se hará visible, y nosotros desayunaremos con su dolor porque tu dolor tendrá forma de cuchara y comeremos tu dolor al mediodía, porque tendrá forma de pan de casa, y nos pondremos por la noche tu dolor porque tendrá forma de pijama”.
Sus palabras no hacen parte de un libreto, sino de su historia, la misma que hilaron otras cinco mujeres en la obra de teatro El Arte de Sanar cuando el artista David Ardila les propuso hace seis meses aventurarse en el arte de las tablas.
Es viernes 13 de octubre y es la segunda vez que se presentan ante el público, despojándose de los miedos, los nervios, pero también enfrentándose al recuerdo del desplazamiento, la desaparición, la violencia sexual y el asesinato de sus seres queridos. Lo que vivieron en carne propia. El escenario es la Casa del Libro Total, en el centro comercial El Puente, construido en las antiguas instalaciones de la Colombiana de Tabaco en el municipio de San Gil, Santander. Entre el público hay espectadores de todas las edades.
“Quiero decir que esta es una obra para quienes no les ha tocado el conflicto, para que no haya indiferencia. Es una muestra de que hay esperanza en la reconstrucción de un país. Qué el proceso de paz está vivo”, expresa con emoción Lida Forero, una maestra que interviene una vez se encienden las luces. Ella ha participado de forma activa en el Comité Temático Local que impulsó la producción de contenidos sobre la paz en la emisora local La Cometa (Lea: La paz tiene ‘frecuencia’ local en Santander).
San Gil es un referente nacional del turismo. Pero este municipio de 42 mil 998 habitantes no sólo es tierra de deportes extremos o del tradicional batido de fórmula secreta cubana de la plaza de mercado. Acoge a 1.928 víctimas del conflicto armado, es decir, a 4,4 por ciento de las personas que sostienen económicamente este pueblo de calles empinadas de la provincia guanentina.
“¿Qué en San Gil hay víctimas? La gente se pregunta. Y esta obra demuestra que sí existimos, que estamos construyendo paz, que aunque tenemos un pasado doloroso estamos saliendo adelante”, explica Yohana Quintero, maestra del Colegio La Presentación y una de las actrices de la obra teatral.
Son seis mujeres las que están en el escenario: Yuyis, como le dicen de cariño a la actriz más joven del grupo; Carolina Martínez*, María Benilda Ruiz, Maritza Camargo, Yohana Quintero y Denis Quintero. Todas son desplazadas de sus tierras de origen, pero se encontraron en la propuesta artística de David Ardila.
“Nuestra premisa es el arte como medio de transformación. El arte permite del autoconocimiento del ser, permite sanar. Este es un proceso que toca llagas, la herida colectiva”, explica David, el joven que impulsó el proyecto con el apoyo del Instituto Municipal de Cultura. “El teatro es vivo, te muestra y toca de una manera que no lo hace ni el cine ni la televisión”.
La séptima mujer es Florentina Torres, quien con un colorido atuendo interpreta la marimba de chonta, un tradicional instrumento de su Pacífico ancestral, donde los actores armados le arrebataron su tierra, pero no los currulaos, bambucos y arrullos que ahora robustecen el folclor de La Perla del Fonce, como llaman a San Gil. “Cantamos las letras de nuestros ancestros”, cuenta con voz pausada esta mujer que espera más oportunidades para popularizar su música en el departamento.
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Escena 1, Yuyis: fuerte
Está a un año de alcanzar la mayoría de edad, pero la mirada de Yuyis es de una niña. La inocencia la guarda en una caja de madera, la misma que abraza una vez las luces se apagan, emprendiendo una correría que la hace temblar y sonrojar las mejillas.
— Había una foto: mi padre y mi madre, fríos y distantes, partí la foto por la mitad, extirpé a mi madre de mi padre, puse los pedazos uno al lado del otro, y en el espacio que quedaba entre uno y otro puse las palabras, miedo, olvido, violencia, corrupción, muerte. ¿Tú serías capaz de cometer un acto extremo o violento?
Dos horas antes, ensayando la escena de apertura, Yuyis hacía un ejercico de memoria con cada uno de los objetos dentro de la caja: un vestidito rosa de la infancia, una carta del colegio, una témpera blanca. “Disfruta la escena, imagina un árbol, ¿qué hay aquí?”, le pregunta David. Y ella responde: “hay un lindo conejo”. Y el director agrega: “Aquí no hay necesidad de que actúes. Vive el momento”.
La joven repite una, dos y tres veces la escena. El texto que pronuncia es impecable. Mientras el sudor rueda desde la frente hacia cuello, se retira un rato para que María Benilda y Maritza practiquen el diálogo de la tercera escena.
Ahora, en el patio de una casona en la que han ensayado por días, Yuyis se sienta, se toma por las piernas y rompe en llanto. “Soy una pelada que no soy capaz de expresarme, no soy capaz de llorar. Soy muy fuerte. La obra me ha hecho sentir libre”, confiesa tres días después de su puesta en escena, cuando los ojos ya no están concentrados en su huida.
Cuando ha terminado la obra, los iris de la madre de Yuyis se expanden y no puede contener el llanto. “A mí me han desplazado cinco veces y no soy capaz de hablar de eso”, dice la mujer que ha estado en la obra acompañada por sus hijos. Su hija menor ha encarnado los leves recuerdos de una pequeña de cinco años, cuando los
paramilitares los desplazaron en el año 2005 de Barrancabermeja, uno de los principales puertos petroleros del país. El conflicto armado expulsó durante los últimos 30 años a 38 mil 500 personas de ese municipio, casi la población que en la actualidad tiene San Gil.
“Decido participar en la obra para contar el dolor de mi mamá, poniéndome en los ‘zapatos’ de ella”, narra Yuyis, quien estudia Administración Pública. Su sueño de ser bailarina profesional ya adquiere forma con las clases que decidió tomar. Y está convencida de que “los jóvenes debemos cambiar este mundo, si no, ¿quién?”.
Escena 2, Yohana: pedagoga echada pa’ lante
La maestra encarna el espíritu del himno del departamento: “Santandereanos, siempre adelante, ni un paso atrás”. Verla ensayar impacta de entrada. Sus rasgos marcados y una voz imponente reflejan el espíritu de una mujer que quedó viuda cuando apenas veía crecer a sus tres retoños.
Que vista el uniforme de la Policía para interpretar la obra teatral tiene una conexión directa con su historia. Su esposo fue asesinado en San Pablo, un municipio incrustado en el sur de Bolívar, agitada y martirizada región del Magdalena Medio. “Nuestro matrimonio era muy lindo. Cuando me dieron la noticia, mi vida tuvo un cambio de 180 grados. Me fui para Bucaramanga, pero sentí que la ciudad me devoraba. Luego pedí el traslado para San Gil y acá estoy, saliendo adelante”.
— Instrucciones para no olvidar como se fusilan las casas. Las casas fusiladas son llevadas contra un paredón, se les pone una venda que tape sus ventanas y se las acribilla con munición de todo calibre, las casas de al lado dirán; “No le maten! ¡No le maten!” Y ustedes ni puto caso, disparan al corazón de la casa hasta que la casa queda en el más hondo silencio.
(Silencio). Los espectadores han recibido el mensaje al corazón, lo que hace Yohana en su ejercicio como maestra. “Cuando uno se empodera, todo fluye y se pone en escena. Para mí fue la oportunidad de expresar lo que tenía en mi corazón. Lo que mostramos es que las mujeres somos fuertes, que las víctimas no somos “pobrecitas”, que todo lo que nos proponemos, lo logramos”, afirma.
Ella le imprime tal fuerza a su interpretación que motiva a sus compañeras a hilar la obra. Su salida da paso a María Benilda Ruiz y a Maritza Camargo, cuyo pasado tiene un común denominador: el destierro.
Escena 3, huyendo por amenazas
María Benilda Ruiz tiene el apoyo de una mujer increíble que la alienta a sacar la escena adelante: su mamá, quien no despabila un segundo. Vestida con traje camuflado del Ejército, María representa la tragedia de su familia, cuando en el año 2008 tuvo que esconderse en el carro de la basura para abandonar Tame, en Arauca, frontera con Venezuela. La finca de los Ruiz, vecina de una guarnición militar, fue la predilecta de los soldados para que María lavara sus uniformes a cambio de unos pesos.
“Con 85 mil pesos en el bolsillo salí del pueblo y llegué a San Gil. Duré durmiendo tres días en el parque”, recuerda ahora, sentada en una banca, alistando el bolso antes de ira a casa a descansar. Hombres del Frente 10 de las Farc, el grupo guerrillero que dejó sus armas hace unos meses tras firmar un Acuerdo de Paz con el gobierno nacional, la amenazaron si no abandonaba el pueblo en 24 horas. “Tengo dos hermanos desaparecidos. Nos dicen que también fueron las Farc”.
Cuando María Benilda sale al escenario la conversación tiene como excusa la preparación de un plato de “tortuga al ajillo”, en una cocina imaginaria:
— Imagínese que anoche sacaron a la señora Maritza Camargo, allá en su negocio en Cimitarra, una noche tras haber recibido amenazas de parte los paramilitares…
Las dos primeras frases del diálogo corresponden a la misma mujer real que tiene en frente, la amiga que conoció hace ocho en San Gil. Maritza y su esposo fueron desplazados de Cimitara, un municipio del sur de Santander, después de que paramilitares les arrebataron su patrimonio: primero con las ‘vacunas’ a su negocio de miscelánea y luego la Toyota, el mejor vehículo del pueblo que el grupo ilegal terminó usando para transportar insumos químicos para producir cocaína.
Por si fuera poco, uno de sus hermanos ingresó al grupo ilegal, “se metió en problemas y les quedó debiendo una plata”, recuerda ella. El intento de retorno fue fallido y Maritza no pudo recuperar el negocio ni la camioneta que con tanto esfuerzo compraron. “En San Gil hemos encontrado paz y amigos. Estoy agradecida con Rubiela, mi mejor amiga. Ella, sin conocerme, una vez escuchó mi historia me ayudó a encontrar empleo como camarera en un hotel”.
— Maritza: Una historia triste la de Maritza.
— María Benilda: Para que no nos pase lo mismo, no debemos salir y no debemos saber en qué lugar estamos.
— Maritza: Para poder inventar el lugar en el que estamos.
— María Benilda: ¡Inventemos! Manos a la obra: ¿En dónde estamos?
— Maritza: Manos a la obra: ¡Estamos en una casa!
Cuando llega su turno, Martiza olvida una porción del texto. No importa. Ella sigue de pie, algo sonrojada tratando de recordar las frases. “El teatro es un trabajo en equipo. Yo estaba como encerrada y con apoyo psicológico hice un trabajo sobre el perdón. Ya no me duele como antes. Con el arte uno puede compartir esta historia que no había contado”, relata la mujer de ojos azul cielo.
Otra de sus amigas, Claudia, tuvo que salirse de la obra porque no pudo contener las lágrimas, recordando su desplazamiento de Aguachica, en Cesar, después del asesinato de su padre. “En la ciudad hay una idea de que no hay víctimas. La otra vez, en mi barrio, el líder de la Junta de Acción Comunal no creyó que una de las vecinas tuviera esta condición. Y preguntó: ¿usted sí es víctima? A lo que yo le respondí: también lo soy. Es un tema que hay que explicar”, reflexiona Maritza.
En una esquina Carolina Martínez toma una linterna para unirse al grupo que hará la escena final. La reserva de su nombre no es fortuito, aún tiene miedo.
Escena 4, luces en el firmamento
Así como la familia de Yuyis, Carolina Martínez fue también víctima de los paramilitares. Era líder en el puerto petrolero de Barrancabermeja e integrante de la Organización Femenina Popular (OFP), movimiento que los paramilitares quisieron exterminar cuando las mujeres comenzaron a denunciar las violaciones de derechos humanos en la región del Magdalena Medio.
Martínez y sus otras cinco compañeras salen juntas una detrás de la otra con linternas. Caminan despacio en círculo, se acurrucan y ya sobre el suelo apuntan hacia el firmamento. Dicen frases que resumen su pasado. Y aunque Carolina no realizó un monólogo o diálogo como las demás mujeres, ese instante fue importante. “Mataron a mi padre, a mi hermano me lo entregaron en una bolsa de polietileno y mi mamá murió de tristeza, de pena moral. El teatro hace revivir. Hay perdón, pero no olvido”, dice Carolina mientras toma una pausa.
En el piso, en posición fetal, las mujeres se van levantando y en el medio aparece Denis Quintero, quien dos días atrás tuvo que superar los nervios y pronunciar las frases que hablan del dolor, del suyo, que comenzó con el abandono de su esposo y se recrudeció con la desaparición de su hijo mayor en el Ejército, sumado a su pasada batalla contra la depresión: “No quería vivir más pero mi hijo menor es mi motivo. Y quiero saber dónde está Andrés Julián, de quien escuché su voz por última vez el 12 de enero de 2008. Quiero que el Gobierno y el Ejército me den una razón”.
— Si hablo así de tu dolor es porque tu dolor es indescriptible y, aun así, tu dolor existe y el miedo existe como si fuera la sombra de tu dolor.
Con Denis en el centro, sosteniendo con fuerza un voluminoso corazón, las mujeres se toman de la mano y hacen la venia. En el auditorio, los emotivos aplausos conducen a reflexiones que son expresadas por varios de los asistentes. Aún sentado tomando apuntes del ejercicio teatral, David Ardila está convencido que este fue un proyecto especial, único, porque como en un collage, juntó los relatos de las mujeres, la inspiración en la literatura dramática latinoamericana y un proceso de escritura que fue realizado a doce manos, basado en imágenes, olores y colores.
“El camino es el arte. Este fue un ejercicio de confianza y de saber escuchar, algo que hace mucha falta en nuestro país. Confieso que en los procesos de escritura lloré todas las noches, porque es imposible no involucrarse. Yo comencé el proyecto justo cuando regresaba al país y las mujeres me ayudaron en este nuevo comienzo”, cuenta David, quien también produjo un documental que lleva el mismo nombre de la obra.
Cuando en la sala han quedo solo diez personas, aparece Gilberto Martínez, quien precisamente quiere ser escuchado. “Yo participé en el documental”, dice. “Soy víctima, desplazado del municipio de Onzaga, Santander, y lo que quiero es que el Gobierno nos dé alternativas para salir adelante”. Él sueña con una vivienda y una oportunidad de trabajo: “Con el conflicto uno queda mal de la mente y el alma. Y hay gente que tiene el corazón como de piedra. Mi llamado es que no nos olviden”.
Las mujeres regresan hacia sus casas en el pueblo de casas de tapia pisada y balcones de ancho alero, bañado por el río Fonce, donde los turistas se agolpan alrededor del Parque Gallineral para hacer canotaje, van a la plaza a probar alguno de sus platos tradicionales o planean una ruta para visitar el puñado de pueblitos vecinos, en busca de artesanías y delicias gastronómicas. Pero San Gil es también la casa de familias sobrevivientes de la guerra, como Denis, Yuyis, Florentina, Maria Benilda, Maritza y Carolina, quienes, con gran esfuerzo, han relatado sus historias a corazón abierto.
*Nombre cambiado por razones de seguridad