Campesinos de cinco corregimientos de este municipio del Sur de Bolívar le han propuesto al gobierno nacional desde hace una década dos planes de reparación colectiva, pero que siguen sin concretarse. Mientras, los riesgos para sus pobladores, sobre todo para los más jóvenes, se incrementan por cuenta de la presencia de grupos armados ilegales.
Hace veinte años llegar a Simití daba pánico. El 11 junio de 1998 paramilitares bajo el mando de Rodrigo Pérez Alzate, alias ‘Julián Bolívar’, llegaron al puerto de Cerro Burgos, un corregimiento de este municipio, y desde allí sembraron el miedo en la región durante ocho años en su pretensión de atacar a las guerrillas, afectando de manera dramática a las comunidades rurales y urbanas. Pero las condiciones han cambiado en los últimos años y ahora se puede recorrer la zona sin tantos riesgos.
En aquella región, por lo menos 6 mil campesinos de Monterrey, San Blas, El Paraíso, San Joaquín y Santa Lucía trabajan desde hace una década en sellar las “fracturas” que les dejó esa guerra, para lo cual han elaborado varias propuestas dirigidas al gobierno nacional para recomponer sus vidas y tener alternativas de progreso, pero su lucha se ha quedado en planes e ilusiones, aunque no se han quedado de manos cruzadas.
Gil Alberto García es un sobreviviente del conflicto armado en el Sur de Bolívar y testigo del proceso del Comité Cívico, una iniciativa de las comunidades que nació a finales de los años noventa para exigirle al gobierno nacional su atención, después de años de ausencia. Vestido con el típico sombrero vueltiao, narra con tono pausado la experiencia de esta organización por permanecer en el territorio: “necesitamos un proyecto grande, instalado y con asistencia”, asegura.
Esta es su conclusión al explicar que la región requiere de un plan de reparación colectiva, traducido en proyectos productivos, que cuenten con asesoría técnica y supervisión, y generen riqueza para la comunidad. “Estoy convencido que los subsidios no producen progreso. El gobierno se gasta menos plata con proyectos bien montados que dándole subsidios a la gente”, dice este hombre cuyas manos evidencian el trabajo de muchos años cultivando la tierra.
En los últimos diez años la comunidad le ha invertido tiempo y ganas a formular propuestas. Tras la desmovilización de los paramilitares en 2006, los pobladores de Monterrey, San Blas y El Paraíso le presentaron al entonces Alto Consejero Presidencial para la Reintegración, Frank Pearl, un plan por 5 mil 600 millones de pesos para desarrollar proyectos ganaderos, cacaoteros y de infraestructura, incluyendo vías y dotación para los puestos de salud. Pese a las reiteradas negativas del gobierno nacional, bajo el argumento que el dinero debía ser para los desmovilizados, les aprobaron uno por 2 mil millones de pesos.
“Tuvimos que explicarle al gobierno que ese era un proyecto que no iba a discriminar a nadie, que estábamos dispuestos a trabajar y a reincorporar a los desmovilizados, que el problema era ponerlos aparte”, recuerda García mientras se toma un café.
El proyecto fue apenas el comienzo de la inversión pendiente en la región. El 3 de septiembre de 2010 el presidente Juan Manuel Santos, luego de un mes de su posesión, anunció en Barrancabermeja que 1.600 hectáreas que los paramilitares cultivaron en palma de aceite en Simití se convertirían en un proyecto piloto, a propósito de su política integral de tierras y el anuncio de lo que sería la Ley de Víctimas y Restitución. (Lea: Símbolo de restitución)
Para esa época, la comunidad formuló una propuesta, con el apoyo del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio (Pdpmm), para administrar el cultivo agroindustrial y generar rendimientos que permitieran reparar a las víctimas. Sin embargo, hubo varios tropiezos derivados de las deudas y problemas en la contabilidad que dejaron los paramilitares en la cooperativa Coproagrosur, además del costo de sostenimiento del sembradío, (Lea: Cómo nació la falsa cooperativa)
Cuando entró en vigencia la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, puesta en marcha el 1 de enero de 2012, el Comité Cívico del Sur de Bolívar insistió en la necesidad de su reparación integral y le expuso a la recién creada Unidad de Víctimas que ya tenían formulado un plan que incluía no sólo a Monterrey, San Blas y El Paraíso, sino también a San Joaquín y Santa Lucía, corregimientos afectados por el conflicto armado. (Lea: Simití, una comunidad que lucha por sellar sus ‘fracturas’)
La Unidad insistió en que debían reformular ese plan de forma conjunta y el 8 de septiembre de 2012 ya tenían un nuevo documento, que comenzó con la propuesta de 115 medidas de reparación que, en seis años, se redujeron a 38. “La Unidad nos reconoció como sujetos de reparación colectiva, pero en cuatro años no hemos podido concertar el plan. Lo concebimos como algo amplio, pero la Unidad nos va cambiando las reglas. Esas 115 medidas las sustentamos con el nexo causal [del daño], después de hacer un diagnóstico. Con las medidas que quedaron, no nos sentimos identificados”, asegura César González, líder del Comité Cívico.
Hace cuatro años el Fondo de Reparación de la Unidad Nacional de Víctimas asumió la admnistración de 800 de las hectáreas cultivadas con palma de aceite. Aunque la entidad estatal ha mostrado el proyecto como exitoso, los campesinos no consideran que sea así. “La Unidad lo administra y los rendimientos van al Fondo de Reparación, indicando que el dinero es para reparar a las víctimas. Eso no se invierte en la comunidad”, indica Gil Alberto García.
Mayra Monroy, coordinadora del Fondo de Reparación, explica que no entiende la postura de las comunidades, cuando la Unidad ha logrado que el proyecto produzca rendimientos por 3.915 millones de pesos durante los cuatro años de administración, además de generar empleo para 85 familias, de las cuales 45 están reconocidas en el Registro Único de Víctimas.
Según la funcionaria, no han podido desembolsar el dinero porque están en trámite dos procesos de extinción ordenados por el Tribunal de Justicia y Paz de Bogotá. En septiembre, los magistrados decretaron la extinción sobre las cuotas de la cooperativa Coproagrosur y sus rendimientos, pero sobre esta decisión cursa un recurso de apelación en la Corte Suprema de Justicia. Por su parte, el proceso de extinción de dominio no avanza por cuanto sobre las tierras hay varias solicitudes de restitución.
Monroy explica que una vez concluyan los procesos de extinción, el dinero será destinado a reparar a las víctimas del Bloque Central Bolívar de las Auc, en atención a las órdenes dadas a través de las sentencias proferidas por tribunales Justicia y Paz, que juzgaron a los integrantes de esa estructura paramilitar.
Sobre el particular, las comunidades han cuestionado el volumen de víctimas que serían reparadas con los dineros de la palma de Coproagrosur, pues el Bloque paramilitar tuvo ocho tentáculos y dejó víctimas en varios departamentos. Sin embargo, la funcionaria reitera que esta es una decisión ordenada, además, por el Consejo de Estado. (Lea: Los tentáculos del Bloque Central Bolívar)
En diez años de formulación de planes, reuniones y esperas, ha sido el trabajo de la comunidad, de organizaciones sociales como el Programa de Desarrollo y Paz y las agencias de cooperación internacional, el que ha permitido que en estos corregimientos haya alguna inversión. Monterrey es un ejemplo de ello, pero lo que falta se reduce sólo a expectativas.
“No me diga que los médicos se fueron…”
Desde el puerto santandereano de Barrancabermeja hasta Monterrey, en Simití, hay una hora en chalupa sobre el río Magdalena y otros 45 minutos en carro desde San Pablo, Bolívar. Al llegar allí una valla recuerda la armonía que quieren mantener sus habitantes: “Aquí somos una sola familia”. A la entrada solicitan un pago voluntario para mantener en buen estado la carretera en tierra.
Aunque el gobierno nacional construye la vía San Pablo-Simití, como parte de las obras de la Transversal de las Américas, los caminos veredales siguen sin pavimentar. Un campesino puede tardar más de una hora recorriendo apenas 20 kilómetros. “Acá el plátano se madura en el camión”, comenta de manera jocosa un labriego de avanzada edad.
Pese a que sus tierras son altamente productivas, gran parte del arroz y el plátano que siembran se pierde en las fincas por falta de vías, de manera que el alto costo del transporte los obliga a comprar los alimentos que vienen de Bucaramanga, capital del departamento de Santander.
Pero las pésimas vías no son su único problema. Frente a la plaza principal está el puesto de salud. En su fachada y pintado de azul hay un letrero en el que se lee “Misión Médica”. Es una casa con una ventana rota, desde donde pueden verse las camillas y los equipos sin usar. Desde 1999 no hay médico y desde 2012 no hay enfermera. “La dotación que conseguimos para un equipo odontológico, que costó 30 millones de pesos, no ha arreglado la primera muela”, asegura César González.
Al lado del centro de salud está el templo católico, afectado también por la guerra y reconstruido por la comunidad. En 2001, la guerrilla del Eln lanzó tres granadas de mortero contra el lugar, dejándolo en ruinas. “Por fortuna, acá no pasó lo de Bojayá (Chocó). En 1999 prácticamente vivíamos en la iglesia”, dice, explicando que para entonces la población buscaba refugio en medio de los constantes combates entre guerrilleros y paramilitares. (Lea: Las masacres de ‘Julián Bolívar’ en el Sur de Bolívar)
Las pocas calles pavimentadas las hizo también la comunidad. Cuando comenzó la construcción de la carretera San Pablo-Simití, los habitantes le dijeron a la constructora que, en contraprestación por extraer piedra del río Boque, debían entregar por lo menos 2 mil bultos de cemento y material triturado.
“Pero hacen falta vías hacia las veredas. Si en una camioneta se echan 20 bultos de yuca, el bulto se vende a 50 mil pesos en San Pablo. Eso es un millón de pesos. Pero sólo en transporte se van 300 mil. Quedan 700, pero de eso hay que sacar para la siembra, la rocería, la arrancada, la bulteada y la comida. Si mucho, quedan 250 mil pesos y eso es luchado”, señala Ramón Bohórquez, presidente de la Junta de Acción Comunal de Monterrey.
A la falta de vías terciarias se le suman la electrificación y el acceso a agua potable. Por ejemplo, desde Monterrey hasta el corregimiento de El Paraíso hay apenas 40 kilómetros y las veredas Maderita, Madera Baja, La Carolina, El Triángulo y Madera Media no tienen luz. Por falta de fluido eléctrico el Centro de Acopio Lechero, inagurado en 2015 con recursos de la Gobernación de Bolívar y del Municipio de San Pablo, no ha acopiado el primer litro de leche. Sobre el agua, el prometido acueducto sigue en promesas y los habitantes no tienen de otra que tomar del río Boque, “que antes era cristalino y ahora es de color amarillo”, comenta César González.
Poniéndole “color” a las dificultades, la comunidad decidió embellecer el parque, instalando letreros que invitan a la participación: “Trabajo en comunidad divide el trabajo y multiplica los resultados”, indica uno. Además de la falta de luminarias, los habitantes sueñan con que pueda construirse una cancha de baloncesto. Sin embargo, ninguna entidad estatal ha querido hacerse a cargo porque el terreno es “baldío” y según les han dicho, requiere de un título para su inversión. “Uno cómo puede entender esa respuesta si se trata de un predio de la Nación”, apunta Gil Alberto García.
La lucha de los lápices
En otra esquina de Monterrey, está el Internado Sol de Esperanza. Desde el año 2006, este centro educativo acoge a niños y adolescentes de las 12 veredas del corregimiento, que en la zona rural no tienen acceso a educación básica y secundaria. “La educación es la que fortalece la paz en el país”, afirma con emoción Cecilia Isabel Córdoba, rectora de la institución.
Durante 12 años, la institución ha buscado el apoyo de la cooperación internacional para que el modelo educativo funcione. En la actualidad, el Ministerio de Educación y el Municipio giran los recursos para 85 estudiantes, que reciben la orientación de tres maestros y cinco cuidadores. Uno de ellos es Guillermo Medina, quien desde hace seis años está convencido que el internado es un “oasis” en una región que necesita inversión. “La educación es un espacio donde puede construirse país. La gente que lee y conoce, sabe lo que está haciendo, es un paso para abrir nuevas oportunidades”, dice.
La propuesta educativa, que incluye alojamiento y alimentación para los estudiantes, ha sido clave en una región afectada por la presencia de los actores armados ilegales, quienes reclutan menores para las actividades de minería ilegal y cultivos de hoja de coca para uso ilícito.
En la nota de seguimiento emitida el 20 de junio de 2017, sobre las condiciones de riesgo en San Pablo, Santa Rosa del Sur y Simití, la Defensoría del Pueblo recomienda a la Gobernación, las alcaldías y la Comisión Intersectorial de Prevención de Reclutamiento de Niños y Niñas, “implementar medidas efectivas que permitan evitar el reclutamiento”. Para el caso de Simití, el organismo del Ministerio Público se refiere principalmente al corregimiento El Paraíso y la vereda El Diamante.
En Monterrey, los habitantes explican que el internado hace honor a su nombre “Sol de esperanza”, para niños de veredas como El Diamante o El Triángulo, donde no hay maestros y son vulnerables a las actividades de la minería ilegal. La maestra Cecilia Isabel Córdoba relata con satisfacción que en el centro educativo se formaron cinco estudiantes que lograron becas de la Universidad Nacional, y que varios han representado al departamento en competencias deportivas.
Por eso, los maestros consideran que el Plan de Repación Colectiva debe garantizar recursos para que los estudiantes del Sur de Bolívar tengan acceso no sólo a la primaria, secundaria y a los cursos agropecuarios del Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena), sino también a educación técnica y superior de calidad. Según explican, parte de la atención debe incorporar el mejoramiento de la infraestructura y el nombramiento de más profesores.
Hace un par de años uno de los problemas era el paso entre el casco urbano y la sede de la Institución Educativa de Monterrey, donde se imparten clases desde tercero de primaria hasta noveno de bachillerato. Para cruzar el río Boque, la comunidad lo hacía mediante un deteriorado puente artesanal, hasta que la Embajada de Japón donó los recursos para construir una estructura sólida.
La comunidad adecuó el terreno y se esmeró para que el gobierno nacional invirtiera en la construcción de más salones. Sin embargo, en el lugar puede verse una cancha invadida por la maleza y una granja escolar que no siguió funcionando por falta de recursos. “En la anterior administración, el Alcalde declaró está zona como de riesgo y por eso nadie invierte un peso aquí”, cuenta Gil Alberto García.
La formulación de planes y la gestión de recursos del Comité Cívico ha sido crucial en una zona como el Sur de Bolívar, afectada por el conflicto armado. También porque las comunidades están geográficamente cerca al Caño Barbú, identificado por la Defensoría del Pueblo como uno de los puntos usados por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), en sus rutas del narcotráfico. (Lea: La paz del sur de Bolívar, en la “cuerda floja”)
Sentados en el parque principal de Monterrey, los campesinos guardan la esperanza de que la guerra no vuelva tocar a las puertas de sus casas, y que los sacos de arena, usados como barricada en la entrada del puesto de policía, puedan ser algún día retirados. Hace apenas un mes el intendente Pedro Pablo Cárdenas Salazar, Subcomante de la Policía, fue asesinado en un hostigamiento que, según las autoridades, fue perpetrado por insurgentes del Eln.
La aprobación del Plan de Reparación Colectiva para los cinco corregimientos sigue pendiente y las comunidades no están dispuestas a que sea aprobado un documento “sin sustancia”, que se limite a talleres, actividades o responsabilidades que en sí deben cumplir por mandato diversas instituciones del Estado. “Todo han sido expectativas, nada más. Ojalá no retrocedamos, no queremos ir a la ciudad a hacer malabares”, concluye César González.
Este reportaje fue realizado con el apoyo de