Tuvieron que pasar más de 14 años, muchos silencios y conversaciones, abrazos y rechazos para que Beatriz García se atreviese a hablar de las violaciones a las que fueron sometidas ella y otros habitantes de Chimborazo. La lucha por la tierra les dejó marcas en el cuerpo y en la memoria. El silencio protegió sus vidas. Hablar les está devolviendo las tierras y la vida misma.
Si en algún lugar el sexo se usó como arma, violenta, brutal, salvaje y humillante, fue en Chimborazo (Magdalena). Durante más de un año, mujeres y hombres, niñas y niños de las 112 familias soportaron la sevicia del Frente William Rivas del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), comandado por José Gregorio Mangones Lugo, alias ‘Carlos Tijeras’.
La primera en ser violada fue Beatriz Helena García Lechuga, la líder visible de los campesinos que habían llegado a Los Ángeles o lo que hoy se conoce como la finca Chimborazo, en Pueblo Viejo (Magdalena), y que hacían parte de la Asociación Mixta de Campesinos Obreros (Asomvic).
Tierras: trabajo del pobre, propiedad del rico
Beatriz era la secretaria de la asociación, que reunió a más de 300 personas. Conocía a la gente de la región: ricos y pobres, campesinos y hacendados. Con todos hablaba para avanzar en la explotación de tierras baldías y en desuso. De niña ayudaba a su mamá en el puesto de verduras que tenían en el mercado, desde entonces era reconocida.
La familia Olarte, dueña de algunos predios, permitió e incentivó la apropiación de las tierras para después venderlas al Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora). “Por eso es que los dueños nos dan la posesión, nosotros no entramos arbitrariamente ni a robar”, explica la líder.
La mayoría de los campesinos se marchó cuando llegaron a la zona y se dieron cuenta de que era selva. Quedaron 126 personas dispuestas a abrir camino a machete y hacha. Tras un año ya tenían cultivos de maíz y yuca. El paisaje empezaba a tener ranchos artesanales y la presencia de esposas e hijos de los primeros pobladores que habían llegado.
Para los campesinos, la tierra ya daba frutos. Para los terratenientes, ya era hora de vender. Aparecieron hombres armados que empezaron a mandar. Si algún campesino quería salir de la zona, debía pedir permiso. Así se impuso el gobierno de la fuerza y el miedo, soportado en balas y obediencia silenciosa. Durante muchos años en Colombia, los paramilitares mandaron en las selvas y montañas donde no llegaba el Estado.
Las primeras obligaciones para los hombres fueron explotar la tierra y otros trabajos físicos. Las mujeres debían cocinar y lavar la ropa de los paramilitares. Con el pasar de los días, los tratos fueron más humillantes y bárbaros. Los hombres debían quitarles a los hombres armados las sanguijuelas y otros insectos que se clavaban en el cuerpo, especialmente en las piernas, la próstata y la ingle.
Después empezaron las violaciones. Las mujeres fueron las primeras en soportar y callar. El turno después fue para las niñas. Les siguieron los hombres y los niños; ellos callaron más. Los cuerpos de los campesinos se convirtieron en festines de carne, morbo y sevicia.
El pastor Manuel Charria Sandoval escapó con su familia y se escondió en Soplador, un municipio cercano en el mismo Magdalena. Meses después, los paramilitares los encontraron. Obligaron al pastor a mirar cómo violaban a su esposa, a su hijo de 14 años y a su hija menor de 11 años. A él y a su hijo mayor los desmembraron en la calle. La esposa tardó tres de días en recoger los pedazos de cuerpo. Nadie en el pueblo quiso ayudarla por miedo a los paramilitares.
Casi año y medio después de haber iniciado la violencia, así como llegó, se fue. En el 2000, los paramilitares reunieron a los campesinos en la finca Ceibones; Rodrigo Tovar Pupo, alias ‘Jorge 40’, había dado la orden de desplazarlos. Tenían 24 horas para dejar el territorio. La primera en salir fue Beatriz, casi escondida.
Entre 2003 y 2005, las mujeres fueron seguidas y violadas nuevamente en Orihueca, para asegurarse de que no hablaran de lo sucedido. Fue la misma época en que se negociaba y firmaba el Acuerdo de Santa Fe de Ralito entre el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe (2002-2010) y las Autodefensas Unidas de Colombia. Les querían quitar la voz desde las entrañas, silenciarlas.
En Chimborazo, hubo capas y capas de silencios que fueron confinando a las personas: silencio por la explotación laboral, silencio por el despojo, silencio por el desplazamiento. Silencio entre ellos mismos, entre los campesinos, que no hablaron durante ni después de lo sucedido, por miedo y vergüenza.
Casimiro llora, llora Casimiro
Es 2009, han pasado casi 14 años de haber dejado atrás Chimborazo. Beatriz camina por Orihueca haciendo diligencias de la familia. En la calle ve llorando al señor Casimiro Charri, un hombre viejo, de los que la miseria se les nota en la piel pegada a los huesos. Ella se acerca y lo saluda con ánimo de consolarlo. Casimiro llora porque no tiene mil pesos para sacar una fotocopia de un carné que necesita para que lo atiendan en el puesto de salud. Beatriz le da la plata y él, descargando la maraña de emociones que lo agobian responde: “Tanto que nos jodimos en el monte y hoy no tengo con qué comer”.
Beatriz empezó a buscar ayuda. Preguntaron entre la gente y les aconsejaron acudir a Acción Social. Allí les indicaron que debían ser declarados como desplazados. Fueron a la Personería por más información y empezaron a comprender que lo del Chimborazo había sido un desplazamiento. Llamaron a todos los de la comunidad para pedirles que hablaran de lo sucedido. No todos quisieron declarar. Algunos no querían recordar.
Uno a uno se sentaron en la Personería a contar su historia. Pasaron los días, las semanas. Nadie los llamaba. Con carpeta en mano fueron de oficina en oficina preguntando qué había sucedido. El Estado tenía como límite para registrar a los desplazados y entregar subsidios el 22 de abril de 2010. Una profesora del pueblo supo lo que estaban haciendo sus paisanos y los conectó con Justicia y Paz, quienes les ayudaron a escribir y enviar derechos de petición pidiendo información. La respuesta: el Personero no había enviado nada a las entidades en Santa Marta ni a Bogotá.
En 2012 se unió a la Mesa de Víctimas y denunció lo ocurrido. Con los compañeros crearon la Fundación de Desplazados y Personas Vulnerables (Fundapad), para que les diera representación y reconocimiento como colectivo: “Nadie nos prestaba atención”. Buscaron y buscaron asesores: “Uno tiene la chispita, yo llamaba y preguntaba en todas las organizaciones”. Finalmente, encontraron con la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), que les respondió.
Romper el silencio, tarea de mujeres
De Chimborazo, lo primero que se conoció fue el despojo de las tierras, pero se sentía calma chicha en la historia. Un día, como si estallara una caldera con presión, una de las mujeres habló delante de las abogadas y los jueces. Lo hizo como Beatriz cuenta ahora: “A mí me secuestraron. Me torturaron. Me quemaron. Me cortaron. Tengo todo el cuerpo cortado. Un seno con medio pezón mocho. No sé dónde no tengo cicatrices. Me violaron dos veces. Lo hacían para debilitar al grupo”.
Las mujeres callaron y lloraron escondidas durante años por todo lo que les hicieron. Tras 14 años empezaron a llorar en público el dolor que aún no habían terminado de llorar en privado. Son más de 30 mujeres las que han hablado hasta el momento. Pocas han recibido atención psicológica. Ninguna ha sido reparada.
María Pérez García, hija de Beatriz, tenía 14 años cuando la violaron. Marta Pacheco ha desarrollado episodios psicóticos y convulsiones, terminó por asesinar con puñal a su hijo de ocho meses de nacido. A Miriam le incrustaron palos y maderas en su vagina, murió años después de cáncer de útero y otras complicaciones. Carmen vio cuando mataron a su papá y a su hermano; cada vez que ve un uniformado, policía o soldado, tiene ataques de nervios. Algunos de los menores violados son drogadictos y viven en las calles. Muchos de los hombres del Chimborazo convulsionan. Todos aducen que lo que padecen ahora es resultado de la violencia que vivieron. Se sabe que la violencia sexual no era un asunto exclusivo de las mujeres, pero solo dos hombres han declarado sobre las violaciones de las que fueron víctimas.
El machismo en la Costa Caribe pesa más que la violencia. Algunas de las mujeres que fueron violadas se quedaron solas, sus esposos las dejaron. Las señalaron. La lucha por la tierra les ha dejado pesadillas, miedos, frustraciones y soledad.
“Yo llegué al pueblo unos días después de lo que pasó. Hernán, mi marido, me miró y me preguntó: ¿qué pasó? Él me conocía. Me metí al cuarto, le dije: me vas a dejar. Me quité la ropa y le conté. Él se puso a llorar, lloraba como si fuese una mujer. Yo no quise decirle quién había sido para evitar que él hiciera algo”, recuerda Beatriz.
Beatriz vio crecer al hombre que fue su violador. Era un niño que como ella trabajaba en el mercado de Orihueca, ayudando a su mamá. Había sido compañero de escuela. Era amigo de su esposo. Pero las armas y el discurso paramilitar lo convirtieron en otra persona, un violento desconocido: “El día en que mataron al para fue que mi esposo se enteró quién había sido mi violador. Me hizo ir a verlo en la funeraria en Santa Marta, para que me quitara un poco ese miedo”.
“Al comienzo me sentía sucia. Pensaba si había dado motivos. Cada vez que me veía al espejo o me bañaba, me veía las cicatrices”, confiesa Beatriz, quien sigue repitiendo una y otra vez su historia para animar a otras mujeres a hablar y se convierte en la voz de las que no quieren hacerlo.
No es fácil romper años de silencio y dejar el miedo que le instalaron en el cuerpo. A veces no es la víctima sino su familia quien logra romperlo. “A Hernán le pagaron y llegó animado a la casa con una cantidad de champú, jabones, aceites con olores y baños vaginales. Yo me la pasaba llorando. Sacó todo y me dice: vamos pa’ bañarte, pa’ que no te quede nada de lo que a ti te hicieron. Yo te voy a limpiar”, recuerda Beatriz.
La seguridad
Hernán murió hace siete años. Su corazón se detuvo sorpresivamente un día. Beatriz dice que no pudo más con el estrés de recibir amenazas o de saber que ella recibía y sigue recibiendo muchas más que él. Todo es resultado de liderar el proceso de restitución de Chimborazo, que en 2014 radicaron ante la Unidad de Restitución de Tierras (URT).
Son varios los líderes de la comunidad que han recibido llamadas, panfletos o mensajes en persona con amenazas contra su vida. El acoso comenzó tras el encuentro de las víctimas con los opositores o actuales dueños y ocupantes de Chimborazo, durante las declaraciones del proceso. Dice la comunidad que en la audiencia los opositores, que tienen acusaciones por vínculos con el paramilitarismo, buscaban a Beatriz: “Ellos ni siquiera me conocen porque ellos nunca estuvieron en la finca cuando nosotros estábamos allá. Como eso era selva, ellos no fueron ni a matar un mosquito”. Beatriz no asistió a la audiencia por miedo de las amenazas.
“Me iban a poner un escolta, pero cuando se acabe eso, ¿cómo quedo yo en la comunidad? A la gente le va a dar miedo hasta saludarme, me voy a quedar sin vecinos, me van a dejar sola”, alega Beatriz sobre la solución que la Unidad Nacional de Protección le dio al denunciar las amenazas y que ella rechazó.
Lo que sí hizo fue que renunció a tener el tradicional patio de las casas costeñas con los árboles de mango, la mecedora y la hamaca para refrescar las tardes. En vez de eso, puso rejas a todos las entradas de su casa y espacios abiertos, incluyendo el patio, que también techó con zinc: “Lo único que entra es el calor porque ni el viento”.
Otros integrantes de la comunidad han tenido que tomar medidas extremas, como Juan que debió cambiar su nombre, el de su esposa y el de sus hijas.
La tierra, problema heredado
“A nosotros nos duele todo esto, por eso es que le ponemos un poquito más de amor y pimienta, de sabor a este proceso”. Beatriz le prometió a Hernán que no dejaría la lucha hasta tener una respuesta por las tierras. Sí, la lucha de Beatriz por la restitución de Chimborazo es una promesa de amor. Sí, parece una novela, pero no romántica.
Más allá de las razones políticas y la justicia, detrás de las reclamaciones de tierras hay unas fuertes emociones y arraigos a la familia y el hogar, que son el fuego, la chispa o electricidad que mantiene la fuerza de los líderes sociales.
Y el territorio ha definido lo que es el hogar, sus costumbres, su comida, la historia de sus vidas. Por ejemplo, la señora Sonia, que duerme en una cama hecha con estacas por ella misma, quiere la tierra para llevar a sus hijos y enseñarles a criar gallinas, cultivar productos de pancoger y recuperar la calma. No quiere ver que sus hijos sigan teniendo ataques de nervios o convulsiones: “Mija, el campo sana eso”.
Como para ella, y para casi todos los reclamantes de Chimborazo, la tierra será para sus hijos. No todos la trabajarán, las nuevas generaciones no han podido aprender a ser campesinos. El hijo de Beatriz, por ejemplo, quien tenía alrededor de dos años cuando su familia estaba en la finca, no recuerda mucho de lo que sucedió; él vivió las consecuencias de la violencia. Estudia Derecho. Nunca antes en la familia había habido un abogado. Pero, sin quererlo, le han enseñado es a resistir y a buscar la justicia.
La comunidad de Chimborazo aún espera respuesta del Estado, no ha recibido sentencia de aprobación o negación de la restitución de derechos territoriales y del regreso a la tierra.
Salvatore Mancuso, comandante de las Auc, admitió lo sucedido en Chimborazo. Este fue el primer caso en el que el Estado colombiano reconoció la violencia sexual como estrategia de control y garantía del silencio en el conflicto.
* Imagen de apertura: retrato realizado por Mario Esteban Villa Vélez, maestro en Artes Plásticas de la Universidad Nacional.